jueves, enero 03, 2008

¿Qué hay debajo del Ecuador?

Ya estoy de regreso en el hábitat de la cotidianidad bastante satisfecho aunque lidiando con ese sentimiento de ansiedad post-festiva. Mi rencuentro obligado con el blog después de un viaje (viajes debería decir) como el que acabo de terminar me provoca harto nerviosismo, porque a lo largo del mismo (los mismos debería decir) estuve conversando todo el tiempo con el blog. Fue una oportunidad estupenda para pensar, pero sobre todo para reformular lo que pensaba en expresiones que cumplieran mejor su cometido de transmitir lo que iba viendo, sintiendo, viviendo.

Todo empezó más o menos así: el sábado 15 de diciembre fue la boda de un amigo excelente, ex-compañero de la maestría. Estaba muy reciente la experiencia del espectáculo público en el festejo navideño de la oficina, como para volverme a convertir en centro del escarnio colectivo. Por lo tanto, decidí comportarme dentro de límites aceptables de honorabilidad (claro que muy cerca del límite inferior del espectro porque, la verdad, es mucho más divertido). Yo asumía que todo había salido muy bien, y para confirmarlo al final de la tardeada se me acerca hasta la pista donde estaba yo insistiendo que continuaran tocando así fuera lo que fuera, una señora muy entrada en años, muuuy entrada en años y me dice "fuiste el mejor bailarín de la noche y vengo expresamente a felicitarte porque no importaba lo que pusieran lo bailabas con hartas ganas". Oh my goodness! - pensé yo – aunque se suponía que esta noche no llamara yo la atención se siente bonito tener una admiradora en el área geriátrica (al menos). Le agradecí muy complacido sus palabras a la venerable viejita y fui a sentarme convencido de que podía darme por satisfecho por el éxito de la noche. Cuando fui a sentarme también caí en la cuenta de que en unas horas tenía que estar en el aeropuerto para tomar mi vuelo a Argentina, lo cual en sí no era problema, pero que aún no había hecho mis maletas, lo cual sí era un problema en sí. Después de cruzar la ciudad de México de un extremo a otro literalmente (que no es lo mismo que literariamente) arrojé dos o tres trapos, los zapatos y mis efectos personales y en un dos por tres ya estaba todo listo.

A la hora debida, es decir, de madrugada, estaba yo en el aeropuerto de la ciudad de México. Al llegar al mostrador la señorita (por así decirlo) que me atendió me dice -¿te vas a quedar doce horas en el aeropuerto de Lima (donde hacía escala)? Yo respondí muy orgullosamente que no, que había tomado ese vuelo con la brillante idea de llegar a conocer Lima, probar algo de comida peruana y después regresar al aeropuerto para continuar mi vuelo a Buenos Aires (en adelante Bs.As.). Al terminar de explicar tenía yo una enorme sonrisa de satisfacción que abarcaba de oreja a oreja, la cual empezó a desvanecerse primero al ver la cara de incomprensión de la funcionaria aérea y después al oír su siguiente pregunta. - ¿Tienes visa para ir a Perú? - me inquirió -. Yo hice cara como de .?. y dije un tanto desilusionado "no". Pues es que por reciprocidad en Perú les solicitan visa a los mexicanos. Nunca antes el concepto de hermandad latinoamericana me pareció más demagógico, vacuo y falto de contenido que cuando me enteré que para entrar a Perú me pidan un visado (o a un peruano le pidan visa para entrar a México), cuando para entrar a cualquier país de Europa o a Canadá sólo tengo que mostrar mi pasaporte, pero para ir a visitar a mis hermanos peruanos debo solicitar previamente (pago de por medio) que me permitan entrar a su país. Pues fuck! - me dije - quédense con su Machu Pichu y su Lima y dígame si me puedo tomar otro vuelo antes a Bs.As. porque, no importa lo que diga Tom Hanks, permanecer encerrado en un aeropuerto más de diez horas es causal infalible de suicidio y yo prefiero seguir viviendo. Afortunadamente, sí había disponibilidad para un vuelo a Bs.As. muy cercano a mi arribo a Lima, el cual tomé pagándole a la aerolínea aún más de lo que ya había pagado. En el aeropuerto de Lima se me ocurrió otra brillante idea (que sí resultó ser buena idea, no estaba siendo sarcástico): comer comida peruana!!! Me habían hablado maravillas del ceviche peruano y la verdad se habían quedado cortos. El ceviche es un plato a base de mariscos "cocidos" en limón, de un pez que se llama lenguado y/o de langostinos (camarones), preparados con cebolla, cilantro y algunas otras especias que dan como resultado un deleite para el paladar. Me lo sirvieron acompañado de elote (maíz tierno) cocido y algo que parecía un camote, creo que le decían patata dulce. Lo único malo es que como soy obsesivo compulsivo con los horarios de vuelo, me lo comí a una velocidad vertiginosa que no se se lleva bien con la buena cocina, no fuera a ser que el avión osara dejarme en ese país hermano en el que tengo que solicitar visa.

El mismo día en el que había dejado la ciudad de México al amanecer, saludaba Bs. As. justo en el momento del crepúsculo. La luz de ese día sólo me había acompañado durante el viaje (impidiéndome dormir, la perversa). Por primera vez en la vida había cruzado la fabulosa línea imaginaria llamada Ecuador que tanta ilusión me hacía desde niño y desde el cielo había contemplado la inmensidad del Océano Pacífico, la resequedad de desiertos que daban la impresión de ser inasequibles para el pie humano, la majestuosidad de la Cordillera de los Andes, el color indescriptible de algunas montañas, el cauce de ríos cuyos nombres jamás conoceré, pueblos perdidos en el centro de la enormidad del continente sudamericano y al final, el río de la Plata - el más ancho del mundo - y la ciudad de Buenos Aires.

A mi llegada al aeropuerto de Ezeiza todo parecía ir muy bien, hice mi trámite migratorio en una fracción de segundo, me fui a recoger las maletas a la banda de reclamo de equipaje y ahí me paré junto a ella (la banda). Me paré primero con los dos pies, luego me recargué en el pie izquierdo, después en el derecho, de vuelta en los dos pies, luego me senté en la banda y nada... las maletas de nuestro vuelo - creo que las de muchos vuelos - no salían, entonces mi hinqué y le recé a la Virgen de Guadalupe - que en ese momento convertí en santa patrona del reclamo de equipaje - y tampoco funcionó. El descontento social empezaba a hacerse patente, la tensión colectiva parecía estar engendrando una revolución, una argentina gritaba "me da vergüenza ser argentina" (después me di cuenta que usan esa frase con mucha ligereza), un discípulo de Gardel escribía un tango a la desaparición de maletas, mientras bailaba apasionadamente con un maletero que se negaba a darnos una explicación de porqué habían pasado dos horas y aún no teníamos noticias de nuestras pertenencias (o tal vez ex-pertenencias, sugirió mi pesimismo radical). Una embravecida argentina quería meterse por la puertita donde entran las maletas a recogerlas por ella misma y pidió voluntarios para el trabajo. Yo pensé que eso debía violar unos ochocientos artículos de la reglamentación aérea, pero aún así me apunté como voluntario. Siguieron insultándose a los trabajadores aeroportuarios que se atrevían a pasar por ahí, ignorando la proximidad de “la guerra de las maletas”. Entonces, decidí que debía haber algún mecanismo institucional para enterarme con certeza de qué estaba pasando. Así tuve que hacer una extensa investigación para determinar quién era el que podía informármelo, porque todos decían que no era su responsabilidad. Más tarde que temprano llegué hasta el mostrador adecuado donde estaba agazapado quien podía darnos cuenta (una cuenta terrible porque después de más de dos horas, la respuesta es que había algo así como una huelga en la compañía que hacía el trabajo de distribuir las maletas, por lo cual estaban nuestros equipajes aparcados en algún lugar del aeropuerto y que era imposible de momento que las tuviéramos). Empecé usando un tono moderado, tratando de aplicar conceptos bien acá y encontrar una solución satisfactoria, pero me había seguido la marabunta enardecida que quería a fuerzas cortar una cabeza y no han dado cacerolazos porque no tenían con qué, justamente porque nos habían privado del inalienable derecho a tener nuestro equipaje. Después de arduas negociaciones (muy divertidas si no tenías prisa) logramos que se comprometieran a darnos el equipaje en 15 minutos (suena lindo si no caes en cuenta que para entonces habían pasado como tres horas). Yo, además, no tenía hotel reservado y ya era la media noche, solo en una ciudad desconocida, más lejos que nunca de mi familia, cansado de un viaje largo, un tanto desencantado de la hermandad latinoamericana, con más hambre que el Chavo del 8 y con muchos sueños por delante (jaja, pueden aplicar un ostentoso 'ni al caaaaso')

Esto empieza a ponerse muy largo - y yo apenas voy llegando a Argentina - por lo que mejor me propongo continuar esta reseña en capítulos posteriores, no sin antes adelantar que Argentina es un país fantástico y los argentinos muy buenos anfitriones.

3 comentarios:

Paco Bernal dijo...

Hola!Ante todo, feliz año nuevo. Y después...Quiero la continuación y la quiero pronto jajajaja. El momento hermandad latinoamericana, el momento "me da vergüenza ser argentina" (es verdad: usan la frase con muchísima ligereza), el momento un pie y el otro (qué estupenda manera de contar cómo pasa el tiempo). Me he divertido muchísimo. Gracias por las carcajadas.
Un abrazo (esta vez desde España).
Paco

Yayo Salva dijo...

El aperitivo del relato promete. Es un gran viaje. No te demores en contárnoslo.
Y que te venga un año 2008 con todo lo que necesitas (lo que puedas desear es otro asunto).
Un fuerte abrazo, Rafa.

CRISTINA dijo...

No sé qué pasa con mis comentarios que no llegan.
A ver éste:
que te decía que sigue contando que nos aclares si salieron o no las maletas, dónde dormiste y todo todo lo demás...

que nos has dejado en lo más intereante con la intriga...