jueves, abril 28, 2011

Y luego un pedacito de cielo

A veces me da por pensar que tengo una especie de autismo social selectivo ya que hay fenómenos de atención colectiva que no me despiertan más que indiferencia. Por ejemplo, el futbol o la boda de Guillermo y Kate. Así que, a pesar de ser eso de lo que todos parecen estar hablando, yo continuaré con mi crónica vacacional como si ésta sí importara.

En Hermosillo mi tradición reza que debo ver a todos mis amigos. Sin embargo, el tiempo y mi desorganización causan conjuntamente que esto sea Misión Imposible (una versión mucho menos glamourosa). Sin embargo, el rito empieza más o menos así: avisar a los amigos de mi presencia, organizar una salida a los lugares de tradición o a los nuevos que me puedan recomendar, saludarnos muy afectuosamente, usar un par de minutos para ponernos al día de nuestras respectivas vidas, actualizaciones y demás... luego ya está, empezar a platicar como si nunca nos hubiéramos separado. Esa es la verdadera señal de que una amistad llegó al grado de madurez y se ha alcanzado el maravilloso punto de no retorno. Sea recordando viejos tiempos, comentando los nuevos o tocando lo que llaman "temas de actualidad", cuando se hace con la naturalidad de siempre es la marca patente de que el cariño está intacto, los intereses divergentes pero coherentes y la risa como el cemento que une todos los demás ladrillos. Cuando fue uno el que se fue, se siente cierta responsabilidad por el costo que representa la distancia en el cultivo de nuestras relaciones amistosas, pero el remedio es tener amigos muy buenos para que ni la distancia, ni el tiempo, ni los cambios de planes o los diferentes estilos de vida sean obstáculo para seguir disfrutando la compañía y las enseñanzas de los más grandes amigos, los amigos de siempre.

Pero había otro rito que de ninguna manera podía suspender: la visita obligada a Huásabas. El pueblo de los mil (o menos) habitantes que en un alto porcentaje me define. Mi hermano, mis sobrinos y yo pasamos por el rancho de mi padre. Para hacer honor a los clichés (a los que soy particularmente afecto) me puse una mano sobre las cejas para darme sombra, así como en señal de "este sol del ocaso no me deja ver mis potenciales propiedades" y me sentí como personaje de Pedro Páramo o de comercial de un pick-up Cheyenne. Pero luego me di cuenta que como que no combinaba y mejor decidí seguir otro rito que no por escatológico es menos sagrado y fue marcar el territorio de manera urinaria, siempre teniendo mucho cuidado de vigilar la dirección del viento y de conservar la vista perdida en el horizonte. Luego retomamos el camino.

A Huásabas tengo que volver siempre a recibir el abrazo acogedor del alto cerro que por estar en el oriente del pueblo nos granjeó el título de los "mañanas largas" (suena cursi por lo fácil de la metáfora pero, bueno, digamos que las verdades emocionales también tienen su mérito). Volver para no olvidarme de cómo suena el silencio; el silencio formado por ruidos individuales perfectamente distiguibles y no revueltos en una maraña indescifrable de ruidos que por urbanamente cotidianos dejaron de ser notados (aunque sí percibidos). Volver para ver las mismas caras que desde mi infancia son iguales, ajenas a los estragos de la edad, que con una sonrisa sobria pero apapachadora me hacen siempre las mismas dos preguntas: ¿cuando viniste? y ¿cuándo te vas? Como si lo único que importara fuera el lapso contenido entre las dos, es decir, el tiempo que estaré ahí, en Huásabas, siendo el forastero que nunca acaba de irse, el especimen más bien raro que da gusto que siga siendo tan huasabeño como a los siete años, cuando ignoraba la existencia del resto del mundo. Volver para oír las mismas anécdotas, para oler el aroma a café recién colado emanar de casas que huelen a la modorra de una siesta obligada, para recorrer el callejón que me lleva al río. Ese es mi pedacito de cielo, al que me unen no sólo los recuerdos, la memoria, la identidad, sino también las ganas casi instintivas de volver, no sólo de estar ahí, sino de volver.

Continuará...

miércoles, abril 27, 2011

La tierra prometida (porque todos tenemos alguna)

En la última entrada escrita en este blog había prometido que al día siguiente comenzaría a hablar de mis vacaciones. Yo sé que no es un tema de interés público y que nadie se vería afectado si reservo mis historias para un fuero más privado. Pero los blogueros somos así, una especie rara (o común, en realidad) de exhibicionistas, que gustan de pensar que no faltará el individuo que quiera malgastar su ocio en enterarse de nuestras vidas. El caso es que incumplí mi promesa y una semana después vine a cumplirla porque, como reza el adagio, la palabra obliga.

Quiero comenzar confesando que volé rumbo a México vestido de traje. No diré que impecable, porque en Costa Rica los boleadores escasean y mis zapatos así lo muestran con frecuencia. Tampoco diré que elegantísimo porque entre que mi peinado no ayuda mucho a mi buena presencia y que ese día vestía un traje de los que en mi clóset reciben la categoría "para el diario", pues no parecía yo ningún maniquí de Bergdorf Goodman. Pero aun así llamó la atención entre los demás pasajeros y otros conocidos que se enteraron. No fue casual que volara yo de traje y varias razones convergieron para que así lo hiciera. Primero, que uno es muy listillo y vuela el último día de trabajo, así que tuve que salir corriendo de la Embajada al aeropuerto y cambiarme de ropa era un retraso al que no quería enfrentarme. Segundo, que yo soy nostálgico del pasado (así nomás porque sí) y sé que en otras épocas las señoras iban peinadas de salón cuando tocaba tomar un avión y los caballeros vestían también sus galas. Sé también que en el presente sería absurdo intentar un lucimiento de esa naturaleza, dada la relativa democratización del transporte aéreo, pero tampoco estorba de vez en vez ponerse guapetón para volar. Tercero (y más importante) ir vestido de traje en el avión era un political statement, una protesta silenciosa, digámoslo así, contra el abuso del criterio-de-la-comodidad-al-vestir: llámense Crocs, sweating pants, sandalias para tomar el baño o pantunflas son prendas estéticamente reprobables para lucirlas en público y la estética no es cosa que haya que tomarse a la ligera. La comodidad es prioritaria a las horas de dormir, pero a las horas de ver gente conviene tomarse la atención de no lucir espantoso para los demás. Es, pongámoslo así, una obra de caridad del siglo XXI. (Aclaración: yo cuando me pongo de purista soy, lo reconozco, una persona insoportable)

Llegué a la ciudad de México y empecé con abundancia lo que tanto disfruto: comer y ver amigos. Sólo estaría por la noche en la capital del país y por la mañana temprano saldría a mi tierra natal, el desierto sonorense, donde una familia grande, más amigos geniales y más comida deliciosa me esperaban. Pero esa noche fue suficiente para comer dos veces. Y en obvio de repeticiones (como dicen algunos abogados cuyo barroquismo no aprecio) decidí sí repetir y en ambas ocasiones deglutí número indeterminado de tacos, que el nacionalismo gastronónimo es de los únicos en México que en vez de debilitarse se han fortalecido.

Para mí llegar a Sonora es como llegar a un edén. No se me acuse de falta de criterio, sé perfectamente que si Adán y Eva hubieran escogido su edén, es muy poco probable que se decidieran por un lugar con temperaturas a la sombra de 50°C e inviernos también severos, pero la tierra de uno es siempre encantadora. Hermosillo es mi edén metafórico, pues, que nace de la seguridad de lo conocido, de la belleza de lo querido, de experimentar la sensación de volver sin haberme ido nunca. Salir del aeropuerto y ver las caras expectantes de mi padre, hermanos y sobrinos; respirar el aire seco del desierto impregnado de sutiles tonos de carne asada; y reconocer todo lo que siempre ha estado ahí, es una delicia de vacación. Llegar a la casa paterna, armónica en el caos de una familia que se expande a ritmos de big bang y abrazar a los sobrinos que crecen como si tuvieran una dieta basada en aceite de bacalao, me convence inmediatamente de que los demás lugares del mundo que no conozco deberán esperar, porque yo tengo que volver tan seguido como sea posible al lugar al que pertenezco. Al sitio físico y emocional donde nací, donde me formé y donde están enraizados mis más profundos afectos.

Continuará...

martes, abril 19, 2011

Me fui de vacaciones (pero ya regresé)

La verdad, la verdad, ya me dio vergüencita andar tan desaparecido y no pasar a publicar en este inasible blog ninguna de las cosas superfluas que abundan en mi cabeza. Entonces, para poner fin a la dolorosa ausencia (not) pasaré a contar que estuve de vacaciones ("pasar a hacer algo" es sintácticamente incorrecto y estéticamente injurioso, pero es para darle enjundia a la debilidad de mi palabra escrita, un recurso literario vil y despreciable). Volviendo al punto, es un hecho conocido que las vacaciones son una cosa linda. Son tan bonitas que si no existieran yo me las inventara (para decirlo con el nefasto romanticismo de Ricardo Arjona). Y, ojo, no es que uno desprecie su vida normal o su trabajo (¡Dios guarde tal despropósito!) es solo que romper la rutina es uno de esos derechos conquistados con sangre de por medio y no se trata de andar desperdiciando las conquistas laborales, que tanto engordamiento de líderes sindicales nos han costado.

El problema que ahora yo tengo cuando tomo vacaciones es que mi corazón debe escoger entre dos opciones que resultan casi mutuamente excluyentes. La primera opción es ir a conocer mundo (que le dicen) porque es muy feíto eso de estar en esas conversaciones en las que todos dicen lo encantador que es un lugar y uno no tener más referencias que las de un documental del National Geographic. Claro, por hacerse el interesante uno pone cara de aquiescencia, pero por dentro se cuestiona si será muy naco reconocer que no se conoce el predio. Que si viajar ilustra y todas esas cosas alimentan el impulso de recorrer lo desconocido, para hacerlo medianamente conocido (y la cuenta de ahorros más flaca). Pero, por otro lado, para los que vivimos lejos de las más importantes querencias está el otro impulso: regresar al terruño, dejarse apapachar por la familia, conversar con los amigos con énfasis en la nostalgia del pasado, que siempre fue un tiempo mejor. En esta ocasión, en mi caso, ganó este segundo ímpetu y me dirigí a las sonorenses tierras, con breve pero sustanciosa visita a la antigua capital azteca, a México Tenochtitlan, que luego fue ciudad de México, y después D.F., y luego simplemente Chilangolandia.

Con la intención de alargar el efecto vacacional me daré a la tarea de informar a los potenciales lectores de este blog (que son más metafísicos que físicos) de lo que hice durante las mismas. Recordar es volver a vivir, dicen las viejitas (y también algunos viejitos). Pero no lo haré de corridito, sino en fascículos (unos cuantos, que mis vacaciones tampoco fueron las 400 leguas de viaje submarino), así que al peor estilo de telenovela mexicana, esta breve entrada termina con un espantoso "Continuará..." (que espero cumplir mañana mismo).