martes, junio 27, 2006

Mi vida en Huásabas (capítulo 7)

Una de las actividades que recuerdo con más gusto durante mis años de niñez y adolescencia son los días de campo. "Día de campo" es la expresión de los paseos a algún lugar a las afueras del pueblo. Aunque si lo pienso bien, todos los días en Huásabas son días de campo, porque el pueblo está en medio del campo, o más bien, forma parte de él. Pero, bueno, poco importa el sentido literal de la expresión, porque hacía referencia a algo más especial. La idea es que había ciertas sedes típicas, las atracciones turísticas de Huásabas: el cajón de los pilares, el aguacaliente, la cruz del diablo o algunos remansos del río como la presa, la presita (que no era lo mismo, porque era más chiquita), el pango, el montegrande y un largo etcétera. Lo mejor de todo era que no se necesitaba gran cosa para conseguir un buen día de campo. Lo imprescindible era el plan de realizarlo que debía ser previo al impulso de salir por ahí. Es decir, salir al río o a los callejones sin la conciencia clara y un lonche abultado no representaba para nada un verdadero día de campo. Como aquel domingo por la tarde que fui con dos amigas a caminar por un callejón nunca antes explorado (por mí) y en el que nos encontramos con lo que tuvimos a bien llamar un lago. Nos sorprendió no haber escuchado antes de ese lugar porque era hermoso y estaba a unos cuantos minutos del pueblo y eso que fuimos caminando. Era impresionante que tenía algunos juncos a la orilla y había patos nadando en él. Además, todo alrededor estaba cubierto de pasto, aquello reververeaba de vida. El lugar, entonces, fue de lo más idóneo para sentarnos a la orilla a disfrutar de lo que habíamos comprado con nuestro tradicional "domingo" (el dinero que reciben los niños particularmente ese día para comprar dulces, golosinas o lo que más satisfaga el apetito infantil de comida chatarra). Yo todo el tiempo me gastaba mi domingo "en que" Maria Luisa. Dos aclaraciones: 1) "en que" se usa mucho en Sonora, particulamente en los pueblos, para decir 'en casa de', aunque también se usa para 'la tienda de', yo no me di cuenta que era incorrecto hasta algunos años después de salir de Huásabas; y, 2) María Luisa Urquijo era una señorita quedada (soltera en edad avanzada), muy piadosa, de cuerpo y cara enjutos que nunca faltaba al Rosario y que todavía usaba un velo de encaje para entrar a la Iglesia, como antaño era la costumbre; su casa estaba en la "calle ancha" y siempre estaba tan pulcra como una gota de agua, el piso de cemento era brilloso como que todo el tiempo acababa de ser encerado, a pesar del ir y venir de los zapatos empolvados de los chamacos; María Luisa vendía dulces para ayudarse económicamente y como los domingos por la tarde las tiendas solían estar cerradas era el día en que tenía mayor concurrencia de niños ávidos de gastarse su "domingo" en toda clase de dulces y tamarindos: chamoys, rielitos, sabritas y sodas. Los dulces estaban en un rincón de la cocina y su casa tenía un olor particular que no podría definir porque para mí ese olor sólo le pertenece a su casa y lo tengo catalogado con el nombre "huele como en que María Luisa". Bueno, como de costumbre, me desvié un poco. Les iba contando que nos sentamos a la orilla del "lago" y disfrutamos de una hermosa vista y de nuestro "lonche" de domingo por la tarde. Afortunadamente era invierno así que no osamos meternos a nadar un rato porque llegando al pueblo, al inquirir sobre tan excepcional lugar nos enteramos de que se trataba de la laguna de oxidación (hasta nos gustó el nombre pero la decepción fue grande cuando nos enteramos de lo que significaba: era el lugar en el que se almacenaban los flujos del drenaje del pueblo para su posterior descomposición y reintegración a la madre naturaleza). Cómo no iba a pulular la vida en ese lugar con tal cantidad de materia orgánica: los patos, los juncos, el pasto y las algas que le daban color verdoso al agua estaban más que satisfechos de tan “noble” fuente de alimentación. Ateniéndome al punto: ése no era un día de campo, porque no lo habíamos planeado, como debe hacerse, había sido fruto de la más pura espontaneidad, pero resultó muy divertido porque de regreso al pueblo nos desviamos al río y a pesar de estar en pleno enero, mediando las temperaturas invernales de la sierra, ocurriósenos meternos un rato al río. Lo que más recuerdo eran los calambres en las piernas y la imposibilidad para dar más de tres pasos en el agua, saliendo del río cada vez que se hacían insoportables. Pues terminamos revolcándonos en unas dunas de arena que estaban a un lado del río y que el sol vespertino había logrado tibiar. Pero los días de campo no eran así, eran mucho más organizados. Eran de tres tipos: familiares, de amigos y organizacionales, es decir, de algún grupo: de jóvenes, de la escuela, del catecismo, etc. Si eran familiares lo más probable es que estuvieran acompañados de una carne asada, con todos los puntos que tiene un carne asada sonorense: guacamole, pepinos, salsa bandera y, por supuesto, tortillas de harina, grandes y chiquitas (de manteca). Si eran entre amigos u organizacionales eran mucho más sencillos, nos poníamos de acuerdo sobre quién lleva cada cosa y listo: unos llevan las sodas (que normalmente estarían calientes para cuando nos diera sed, a menos que algún previsor llevara hielera), otros llevan las sabritas, muchas sabritas, los vasos desechables y no hacía falta más. Aunque si a alguien se le ocurría llevar burritos o sándwiches, su área sería la más solicitada, porque la idea es que al más puro tipo de las primeras comunidades cristianas todo se compartía: juntaba cada quien su aportación con la del grupo y éramos un lonche para todos y todos para un lonche.
Cuando estaba bastante chiquito la tradición familiar era que después de misa de ocho, nos íbamos toda la familia (más otras dos familias a las que nos unía y sigue uniendo una fuerte amistad) al rancho de mi tío Wenseslao, a una parte donde había una cueva cavada por un arroyo y que se llama “La borrachera”, no sé bien porqué pero puedo imaginármelo.
A propósito de los días de campo, rueda en la casa una foto muy graciosa en la que estamos bañándonos en el río Cristóbal, mi hermano menor, y yo. Más que graciosa es vergonzosa porque estoy con unos calzoncitos rojos y un desafortunado pliegue en salvas sean las partes que da la impresión de un acto viril precoz, pero a la vez una cara inocente regocijada con una tranquila corriente de agua que rosa mis pies posados sobre las finas piedras del río como la prueba de los excelsos disfrutes de mi niñez.

martes, junio 20, 2006

Cuando fui al fin del mundo...


Hace unos momentos me estaba acordando de cuando fui al fin del mundo. El 'fin del mundo' (le bout du monde) era un lugar en Saint-Flour, Francia, donde acababa un paseo al lado de un arroyo. Seguramente fue nombrado así por algún sanflorentino que jamás se había atrevido a atravesar ese lugar, sería el final del mundo en el que vivía y no le interesaría ir más allá. Yo, por ejemplo, creo que el fin del mundo es China, las islas del Pacífico Sur o Australia, pero al menos esos puntos son cercanos a mi nadir, haciendo planetaria mi concepción del fin del mundo. Pero, no importa, el nombre era tan gracioso y la compañía tan agradable que esa caminata en una fría tarde de otoño me creó un recuerdo, de esos que hasta cierto punto son indelebles. Como el del día cuando estaba en el Jardín de Niños que me dijeron que había un cuartito oscuro donde encerraban a los niños que se portaban mal. Ese recuerdo tampoco se ha borrado nunca, ni siquiera ha perdido su nitidez, conservando en perfectas condiciones en mi memoria no sólo lo que estaba viendo sino también lo que me estaba imaginando.
El caso es que ese día fui al fin del mundo acompañado de Laia, una fisioterapeuta catalana, y Sandra, una francesa con la voz más delicada que he escuchado (aparte de la de Teresa Salgueiro, claro) que trabajaba en una Aseguradora y que ahora se encuentra en pleno chômage. La plática fue casual pero a la vez alcanzó esos puntos de 'profundidad' muy humana en la que por alguna extraña razón te sientes con el humor de hablar de cosas como la muerte, que curiosamente solemos evitar, a pesar de su relevancia y su perpetua actualidad. El tema salió por la canción No es serio este cementerio de Mecano y por la explicación que pude dar de la fiesta de muertos, de la manera en la que se celebra en algunos lugares del centro y sur de México. A Sandra le parecía extraño que se pudiera hablar de la muerte con tanta naturalidad e, incluso, con algo de comedia. Yo, que quise jugar de culturalmente abierto, trataba de explicar que tiene que ver con una cosmovisión diferente, no sólo se ve diferente la muerte, sino también la vida. En lo profundo de mis entrañas, sin embargo, compartía el punto de vista de Sandra y no podía deshacerme auténticamente de la visión de la mayor parte de las culturas cristianas que, paradójicamente, temen y sufren la muerte cuando deberían alegrarse porque la vida eterna, que inicia con la muerte terrena, es la que realmente importa, según su teología y doctrina. Fue interesante estar en el fin del mundo y hablar de la muerte que, finalmente, es el final de cada mundo.

lunes, junio 19, 2006

L'enfance (la niñez...)


Si no recuerdo mal he hecho varias veces mención de una de las canciones que más me gustan. La música y letra son de Jacques Brel (Bélgica, 1929-1978) y es el tema de la película Far West (Jacques Brel, 1973). Y en esos ratos de inspiración en que una canción me hace sentir alguna emoción intensa o me hace asentir con la cabeza de tanto estar de acuerdo con la letra, me vienen ganas de escribirla en el blog. La canción es en francés, así que se me ocurrió que no sería la peor idea tratar de traducirla (barbaridad que ya he realizado en este mismo sitio), consciente de todas mis limitaciones como traductor y la enorme dificultad de hacer que suene bien en un idioma distinto al en que fue escrita la canción. Pero ahí va... y que Brel (que también osó traducir al francés el musical El Hombre de la Mancha) me perdone:

La niñez
¿quién puede decirnos cuándo se termina?
¿quién puede decirnos cuándo empieza?
No es nada de imprudencia,
es todo lo que no está escrito.

La niñez
¿quién nos impide vivirla,
revivirla infinitamente,
vivir para remontar el tiempo,
destrozar la última página del libro?

La niñez
que se deposita sobre nuestras arrugas,
para hacer de nosotros viejos niños,
jóvenes amantes, otra vez.
El corazón está lleno
la cabeza, vacía.

La niñez
es tener todavía el derecho de soñar
y el derecho de soñar otra vez.
Mi padre era un buscador de oro,
el aburrimiento es lo que encontró.

La niñez
Es mediodía cada cuarto de hora,
es jueves cada mañana.
Los adultos son los desertores
todos los burgueses son unos Apaches.

(Párrafo adicional)

La niñez,
Si los padres conocieran la niñez
si la conocieran los mínimos amantes;
si por casualidad conocieran la infancia
No habría más niños, jamás.

jueves, junio 15, 2006

Wow!!!


Buscando en mi memoria algún adjetivo calificativo que expresara mucha emoción, resultó que lo mejor que se me ocurrió fue Wow!!! que diremos es la interjección que denota sorpresa. Bueno, la Real Academia Española no la tiene registrada, solamente tiene "oh"
(interj. U. para manifestar muchos y muy diversos movimientos del ánimo, y más ordinariamente asombro, pena o alegría). Pero a mí me gustó más wow, que expresa con mayor profundidad mis "movimientos del ánimo". La razón por la que buscaba un término adecuado es porque quería describir mi semana de vacaciones con mucha sencillez y con eso iniciar mi recuento. Pues hace ya dos viernes fue el feliz día que terminé los finales de segundo semestre. Esperé ese día con singular devoción sobre todo durante el último mes de clases. Y era tal la sensación de alivio que me sentía incómodo. Me había desacostumbrado a no tener enfrente una nube negra de pendientes y preocupaciones. Bueno, pero no es tan difícil reacondicionarse a las buenas circunstancias. Y sí, duré como dos días para hacerme a la idea de que esa semana sería puro hedonismo, cínico, desvergonzado hedonismo. Probablemente haría como los romanos al inicio de la decadencia de su imperio, me hartaría de comida y después la vomitaría para continuar comiendo, porque la satisfacción, vista desde ese punto de vista, no es más que el término del placer y yo no quería que acabara. Pero como no soy tan radical, no hice ninguna de esas afortunadas actividades y utilizaba mi tiempo libre viendo capítulos de Friends o caminando ininterrumpidamente durante cuatro horas y media por Paseo de la Reforma y Chapultepec. Pero como soy hombre de acción aproveché una ambigua invitación para ir a la playa y el miércoles partimos con un par de amigas de la maestría y la hermana de una de ellas rumbo a Ixtapa-Zihuatanejo, en el estado de Guerrero, como Andy Dufresne en Sueño de Fuga, The Shawshank Redemption (Frank Darabont, 1994). Y, en realidad, sí era un sueño de fuga: fugarme de las actividades escolares y, sobre todo, de la Ciudad de México con sus perpetuas aglomeraciones y las lluvias vespertinas en el verano, que tanto envidia un huasabeño como yo. Todo fue tan placentero, tan divertido, tan sin complicaciones que, definitivamente, no me fue necesario vomitar como romano para entregarme a las dulces mieles del placer ininterrumpido. Con la obvia excepción del dolor de la piel quemada por el sol playero pero que fue el sacrificio valedor de largas horas tirado en la playa o siendo revolcado por las olas del Océano Pacífico. Podría agregar que el ardor valió la pena porque adquirí un hermoso color de escultura de bronce, pero no es cierto. Lo que adquirí fue un look de Duvalín (no lo cambio por nada, mis polainas) con la panza roja, los costados blanco leche y la espalda marcada como si hubiera usado un traje de baño surrealista, porque me quedaron marcas/manchas que no tenían orden, ni tenían madre. Pero fue el único inconveniente y visto en retrospectiva lo considero menor. El puro camino fue una fuente enorme de satisfacciones. Fue contemplar una buena muestra de la biodiversidad mexicana: bosques (que me siguen dejando boquiabierto a mí, hombre de desierto, cactus y mezquites), una presa llamada Infiernillo en medio de un ambiente árido, palmeras tropicales y árboles de mango a unos metros de unos cactus de figuras caprichosas. Y, como premio, una playa tropical en la que puede llover y hacer calor simultáneamente, tanto que te mojas y no te das cuenta, porque el agua de lluvia llega igual de caliente que el resto del ambiente. Y, después, dedicarse como único acto intelectual a la contemplación asistemática de la naturaleza (y del desarrollo turístico que la acompaña). De regreso, llegamos a uno de los lugares más bellos del mundo, Pátzcuaro, que se abre como un escaparate de la vida tradicional del México profundo, una verdadera ventana al pasado, pero a ese pasado que se extraña, que causa nostalgia, que se gana a pulso la categoría de Pueblo Mágico, que usa la Secretaría de Turismo. Esa noche dormimos en Morelia y puesto que venturósamente era sábado pudimos contemplar la, sin duda, mejor iluminación que hay en México: la iluminación de la Catedral de Morelia, que cada sábado inicia con un espectáculo musical y fuegos de artificio. El domingo siguiente regresamos y llegamos a un centro comercial del tipo outlet en el que pude comprar un traje muy barato para iniciar mis prácticas profesionales al día siguiente en la Secretaría de Relaciones Exteriores (otro wow!!! para mí, jeje), sin tener que parecer uniformado con el único traje que tenía en el D.F., sobre todo porque nadie más lo llevaría, lo cual haría sospechosa la idea de uniforme que es un poco más digna que la de retrato (categoría a la que pronto perteneceré si no agrego algo a mi guardarropa). Y no puedo terminar mi anécdota sin comentar que ya para llegar a la casa todavía pasé por el Ángel de la Independencia, lugar tradicional para celebrar los triunfos de la Selección Mexicana de Futbol (México 3 - 1 Irán) y como ese día les ganamos a los "enriquecedores de uranio", la euforia se hizo presente y yo hasta me emocioné y proferí el último wow!!! del viaje.

martes, junio 06, 2006

Mi vida en Huásabas (capítulo 6)














Vista desde la casa de mi tía Plácida...
(Foto de Andrea Castillo, tomada del sitio de Talya www.huasabas.blogspot.com)

Acabo de terminar el capítulo 5 de esta serie que tanto placer me causa escribir, pero aprovechando que tengo una semana de vacaciones trataré de usar mi tiempo provechosamente y seguir contando tantas cosas que hay que decir de un pequeño pueblo de mil habitantes. Además, me motiva el hecho de saber que, contrario a lo que yo pensaba, muchos huasabeños perdidos que como yo vamos por el mundo sin poder ni querer deshacernos de nuestra particular identidad geográfica, han leído lo que he escrito. Esta Semana Santa que pasé en Huásabas me encontré a algunas personas que me dijeron que alguno de mis artículos les había hecho sonreír, soltar una carcajada o, por lo menos, acordarse de su propia vida en Huásabas, que estoy seguro que para cada quien fue y es recordada de manera diferente. Yo, por mi parte, hago lo propio tratando de rescatar mis memorias de cualquier Alzheimer o eliminación de archivos neuronales que vaya a privarme de los recuerdos que aquí plasmo. Y en esta ocasión trataré de saldar de la manera más digna posible una deuda que hace tiempo he venido contrayendo con gente que me ha escuchado hablar de las vivencias de mi tía Plácida y que me ha pedido que las escriba en el blog. Y nada más coherente con mis pláticas de mi vida en Huásabas que las remembranzas de mi tía Plácida. Empiezo con algunos datos biográficos: Placida Moreno Acuña nació hace ya varios años, a principios del siglo XX, de una familia bien acomodada. No sabría decir acomodada en qué, porque yo no vivía en esos dichosos tiempos, pero por lo que he oído resulta la palabra adecuada para describir a los Moreno. Mi tía Plácida era una de las siete hermanas y un hermano varón que componían una familia grande, semillero de una buena cantidad de población en Huásabas, Villa Hidalgo, Granados, Hermosillo, Los Ángeles y Tucson. Sus nombres muy a la usanza eran: Josefina, Mariana, María, Isabel, Soledad, Plácida y Carmela. Ésta última es, por supuesto, mi nana Carmela (mi abuela paterna) que es lo que hace que sea mi tía Plácida. Todas las demás encontraron buenos maridos y contrajeron nupcias y produjeron como ya había dicho una abundante descendencia. Pero mi tía Plácida no tuvo la misma suerte (buena o mala, no soy yo quién para juzgarlo) y quedóse "para vestir santos", señorita "y de las de antes...", soltera o en la forma coloquial y un tanto vulgar: "cotorra". Y no me parece que haya sido nada malo, teniendo tantas hermanas con quien acompañarse por las tardes, meciéndose en la poltrona, fumándose un tabaquito (que era gran fumadora) y conversando hasta que se metiera el sol. Ser soltera tampoco le significó soledad absoluta, ni siquiera en los días de su vejez, pues tuvo gran cantidad de sobrinos a los cuales regañar. Siendo su casa (la misma de sus padres) el lugar de reunión de excelencia de toda la familia siempre habría chamacos pululando que no salían mucho de sus propias casas, por lo que la suya era el lugar adecuado para dar la guerra que hiciera falta. Hay una frase de la tía Plácida que forma parte del vocabulario familiar: "No me haces tú, me hace la silla" que era empleada cuando los niños brincaban o recargaban en la pared la silla puesta en dos patas; mi tía les increpaba "Te vas a caer" a lo que los sobrinos respondían con aire de suficiencia: "No me hago nada, tía". Y el ágil intelecto de la tía Plácida respondía con rapidez "Si no me haces tú, me hace la silla". En fin, había varias frases acuñadas por la tía Plácida que eran muy susceptibles de ser utilizadas en distintas ocasiones. Como por ejemplo "está muy alto para la operación". Resulta que varios años antes de su muerte, la operaron de una ernia, nada grave, en realidad, pero para personas metódicas como ella representó un gran reto. Después de la operación, el doctor le recetó que trajera puesta una faja para que la herida sanara más fácilmente. Pues que se la toma a pecho. Se compró su faja y treinta años después todavía la seguía utilizando. Sobra decir que después de tantos años la faja ya no apretaba pero ni la cintura de una escultura de Botero. Sin embargo, la meticulosidad de mi tía Plácida fue razón suficiente para que la conservara hasta sus últimos días, cuando su organismo ni siquiera recordaba aquella ernia que fue la razón de su existencia. Pero ése no fue el único resquicio de la operación de ernia, pues cada vez que se ofrecía subir un escalón o una banqueta decía con un tono afligido: "¡Ay! Está muy alto para la operación". Frase que también empleó hasta los últimos días que Dios la tuvo con vida. No sé si la soltería tardía pueda ser causa de un carácter obsesivo - compulsivo o, si en el caso de mi tía Plácida fue sólo la consecuencia que derivó en no casarse nunca, pero en la vejez manifestaba algunas características de este padecimiento. Por ejemplo, cenaba a las tres de la tarde, "para que no le fuera a caer pesada la cena". Además, cuenta mi papá que todos los días, cuando iba al rosario (la Iglesia le quedaba enfrente de su casa, sólo tenía que atravesar la plaza que estaba en medio) se devolvía desde la mitad de la plaza a revisar que no se le hubiera quedado abierto el candado, en un ritual casi religioso. Estas y muchas otras andanzas hicieron de mi tía Plácida uno de esos personajes de la familia que todos citan en algún momento, porque sus expresiones son parte del tesoro del lenguaje compartido por toda una familia, incluidos los miembros que no llegaron a conocerla. Yo, por mi parte, hago uso frecuente de sus dichos y de los de mi nana Carmela porque no estoy dispuesto a renunciar a la acumulación de la sabiduría que se esconde más seguido en ésas personas sencillas y especiales que en las publicaciones científicas.

Mi vida en Huásabas (capítulo 5)


Mi senda trazada, mi meta infinita...

Un buen amigo de la universidad me acaba de preguntar si ése era el lema de Huásabas, porque lo vio en el escudo de mi pueblo y le había gustado la frase. Fue como devolver el tiempo y sacar del baúl de los recuerdos una frase que leía continuamente cuando pasaba por la Biblioteca Municipal donde estaba pintado el escudo que contiene tan melodiosa frase. O en la pared de los bebederos de la escuela primaria en la que estuve 8 años. Antes de que echen a volar la imaginación los que saben que en México la primaria dura 6 años y que hagan teorías sobre un intelecto poco desarrollado durante la niñez del que esto escribe, debo contarles bien la historia. Resulta que en Huásabas durante los tiernos años de mi infancia no había escuela secundaria o preparatoria del gobierno. La secundaria era una escuela particular que se mantenía sobre todo a través de la cooperación de la comunidad huasabeña y un poco con las colegiaturas de los alumnos. El caso es que estando yo en sexto año aprobaron la apertura de una secundaria estatal (Técnica - Agropecuaria #7). De manera tal que mi grupo fue la primera generación de esta secundaria y ocupamos las instalaciones de la escuela primaria por dos años en lo que se terminaba la construcción del edificio propio. Esos dos años el turno fue vespertino, para mi solaz y esparcimiento, porque nunca me ha agradado mucho la idea de madrugar para hacer nada. Además, salíamos hasta la noche, lo cual era más propicio para las actividades de las que gusta un púber con sobreactividad hormonal. Pero no me malentiendan, en Huásabas somos muy decentes y seguimos a cabalidad las reglas morales de la Iglesia Católica. Así, esas actividades a las que me refieron eran básicamente agarrarse de la mano y caminar con tu remedo de noviazgo como si fueras pisando nubes, con la cabeza volando y el corazón latiendo más rápido. Bueno, continúo con el recuerdo de esos tiempos primaverales. Como primera generación nos tocó hacer cosas bastante originales: fuimos la escolta oficial durante los tres años, cuando antes ese "privilegio" sólo era reservado para los de tercero, o sea, lo más grandes; también nos tocó "deshierbar" el terreno en donde iban a construir la escuela. Con deshierbar no se imaginen quitar esas hierbas verdes que aparecen por ahí, no... en el terreno de la secundaria que antes hospedaba un vivero, deshierbar significaba enfrentarse con cactus, arbustos y matorrales, todos con una característica común: espinaban hasta el alma!!! Había una planta que me resultaba muy interesante: cuando le cortabas una rama sangraba. Sí, sangraba, su savia era de un rojo intenso así que era muy particular. Su nombre no me viene a la memoria, pero tenía algo que ver con sangrar, algo como sangría o algo. Bueno, el caso es que´pasábamos largos ratos de nuestras horas de "Tecnología" utilizando el machete y las tijeras podadoras para desenmarañar los matorrales donde irían los nuevos cercos de nuestra flamante secundaria nueva (wow!!! no puedo ver el avance tecnológico que eso representaba, pero el maestro Chuyaco (era su apodo) consideraba que la mano de obra gratis que representábamos podía ser consistente con el contenido de su materia, jeje). Otra cosa divertida es que en el terreno donde construian la secundaria vivía una pareja de viejitos: Tarazón y María. Según lo que he oído eran seguramente descendientes de los ópatas, que era la tribu indígena más grande de lo que ahora es Sonora y que desapareció casi sin dejar vestigios, adquiriendo las costumbres y religión de los recién llegados europeos. Aparentemente, están muy relacionados con la tribu que habitaba el sitio arqueológico más famoso del norte del país: Paquimé, en la sierra de Chihuahua, muy cerca de la frontera con Sonora.Ahora sólo se conservan los nombres ópatas de lugares (como Huásabas), plantas y animales de la región que son de origen ópata. Bueno, hay unas cuantas pinturas rupestres y es muy común encontrar hachas de piedra, o partes de vacijas al arar en las milpas, cerca del río. Vuelvo al tema: Tarazón era el apellido (que se reputa ser uno muy común entre los ópatas), pero no recuerdo su nombre de pila. Era una pareja que nunca tuvo hijos y que vivían a las orillas del pueblo en una casa mal armada con algunos bloques y distintos materiales bastante heterodoxos en la industria de la construcción. También habitaban con ellos una gran cantidad de perros y de gallinas, no recuerdo si había otras especies. El caso es que obviamente el terreno no era "legalmente" de Tarazón, pero en su concepto de propiedad que, obviamente, nada tenía que ver con el derecho romano o con el liberalismo económico, no podían sacarlo de su casa, que él había construido. El caso fue que ya que nos mudamos al nuevo edificio compartíamos la residencia de Tarazón, con todos los animales que sí eran de su propiedad. Sobra decir que el proceso de negociación entre el ayuntamiento, las autoridades de la escuela y Tarazón fue largo y no mediaron razones suficientes hasta que el Ayuntamiento decidió construir una casa para Tarazón y su familia, es decir, María de Tarazón y todos los perros y las gallinas, excepto una que fue encontrada muerta en los bebederos nuevecitos de la escuela y que fue, de hecho, una razón importante que motivó la mudanza de Tarazón, un poco antes de que su nueva casa estuviera terminada. A propósito de tan singular pareja, es oportuno comentar para que los que no conocieron a María (RIP, al igual que Tarazón) que era una viejita de ésas muy lindas que aparecen en revistas o en la publicidad del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Ya estaba encorvadita, su cara marcada de arrugas acumuladas en no sé cuantos años e ires y venires que la vida en la sierra sonorense no era fácil y menos para los menos afortunados como ella. A mí me recordaba mucho a la madre Teresa de Calcula. Bueno, creo que eso fue lo suficientemente gráfico. El caso es que un día que hubo elecciones María acompañó a su esposo a votar, como ya no le resultaba fácil caminar un patriota funcionario de la casilla acudió en auxilio de la senil pareja, tomando a María del codo. Tarazón, que resultó ser un hombre púdico y celoso, le dijo: "María, no andes provocando". A lo que el acomedido respondió para sus adentros: "No andes provocando náuseas", jejeje, cápsula cómico-cultural. Pero ésa no es la única gracia que conozco de la original pareja. Un día rumbo a su rancho pasaba un ganadero importante del pueblo cerca del rancho en el que Tarazón era vaquero, acompañado de su siempre fiel María. Resultó que el carro del ganadero se descompuso por lo que emprendió el regreso al pueblo caminando. De camino a Huásabas, se encontraba la casa donde vivía Tarazón, por lo que llegó el ganadero para hacer una parada técnica y recuperarse del ardiente sol sonorense. Ofrecióle María una tasa de café, el cual no pudo rechazar a pesar de que tenía sus reservas sobre la higiene de la tasa de peltre. Por tanto, decidió el ganadero no arriesgarse y tomar de la tasa por el lado del asa, es decir, por la parte que según él garantizaba el menor contacto con la saliva de sus anfitriones. ¡Oh decepción! María le comenta a Tarazón: "¿Ya ves? Te lo dije, yo no soy la única que toma el café por el lado del asa!". jeje. No tenía idea de que terminaría contando sobre María y Tarazón, pero creo que valió la pena, porque eran parte de esos personajes del pueblo auténticos, dueños de sí mismos, independientes de todo excepto de la caridad en sus últimos años de vida. Y no era porque fueran locos, al contrario, sólo tenían razones diferentes para ser y hacer lo que eran y lo que hacían. Ellos a su modo y yo al mío tratamos de seguir a cabalidad el lema que se lee en el escudo de Huásabas: "mi senda trazada, mi meta infinita"