domingo, enero 13, 2013

Bibliotecas sin fin

Siempre he tenido el remordimiento de no leer lo suficiente. Tal vez empezó cuando estaba en sexto año de primaria y el maestro Carlos le dijo a mis compañeros de clase que yo tenía buena ortografía porque leía mucho. - ¿Verdad, Rafa? Y no me atreví a decirle que no leía tanto, me pareció más adecuado responder que sí, que leía mucho. Desde pequeño la "lógica de lo apropiado" ha sido uno de los criterios que más pesan para guiar mi conducta, para bien o para mal. Pero en el fondo no creía que era cierto, no leía tanto. En efecto, cuando a principios de año nos entregaban los libros de texto gratuito me encantaban dos cosas: el momento de forrarlos, lo cual era una obligación, por el aroma del plástico nuevo y también empezar de inmediato con el libro de "Español Lecturas", que terminaba en la primera semana. Los demás los iba leyendo conforme pasaban las lecciones, pero el libro de Español Lecturas, con adaptaciones de Armida De la Vara me encantaba. Lo leía varias veces. Pero lo cierto era que no leía tanto, lo cual comprobé cuando después de salir de Huásabas conocí a compañeros que en su infancia habían leído mucho más que yo, autores que ni en las adaptaciones de Armida de la Vara habrían aparecido.

Los libros no tenían ni remotamente la centralidad en mi casa. La tenían otras cosas: el trabajo, la religión, la comunidad y la política. La vida giraba en buena parte en torno a esos temas y los libros que aparecían, además de los escolares, tenían también que ver con eso. Con algunas excepciones: teníamos una enciclopedia infantil que se llamaba El quillet de los niños, nos la había regalado mi tía Olga. El quillet era en varios tomos, aunque nos faltaba uno que siempre añoré imaginando qué temas tocaría; las ilustraciones, aunque ya parecían de otra época, me resultaban muy divertidas, así como muchas de las palabras que usaba porque no era una edición mexicana. También recuerdo que mi tío José me regaló Platero y yo, el cual leí con delicia y no olvido que me lo dedicó diciéndome que la lectura era el único vicio que teníamos permitido. Atesoro esas palabras, pero también recuerdo que me causaban culpa: sentía que asumían que yo leía mucho. Pero yo no leía tanto.

Cuando estaba un poco más grande, una tarde de verano llegó a casa un señor que vendía enciclopedias. Estuvo sentado con mis papás explicándoles todos los temas que contenía la enciclopedia en sus, si no mal recuerdo, trece tomos. Era de Océano, forrada en una pasta dura y completamente a color en un papel que para ese entonces parecía lo más fabuloso que había producido la tecnología. Era un papel brillante y las fotos se veían hermosas. Recuerdo que cuando dijo el precio, di por hecho que por más que me hubiera ilusionado la idea, aquella enciclopedia de hermosos colores y elegante pasta dura en rojo y dorado no estaría nunca en los anaqueles de los Barceló Durazo. Costaba una pequeña fortuna, para las nociones que en aquel entonces yo tenía del dinero. Pero para mi deleite me equivoqué: la enciclopedia Océano todavía adorna los anaqueles, ahora de mi cuarto desierto en Hermosillo. La idea de comprar una enciclopedia, sobre todo pagar mucho por ella, debe de parecer ahora una cosa prehistórica para las nuevas generaciones. Antes era un gran momento para una familia e implicaba ventajas como no tener que ir a la biblioteca a consultar algún tema para hacer una tarea. Nada de eso parece tener sentido ahora que existe la Wikipedia, pero hubo un tiempo en el que no había ni Wikipedia ni Internet, sólo esos vetustos libros con olor a papel y a tinta. Sólo la Espasa Calpe, o la Brittanica, o la Hispánica, o el diccionario Larousse ilustrado, (que también teníamos en casa) o la muy modesta pero de hermosas fotos enciclopedia Océano, que parecían contener todo el conocimiento que había en el universo. Tanto conocimiento en tantos tomos que me hacían sentir culpa de todo lo que no había leído, de todo lo que me faltaba por aprender.

Por si fuera poco,  estaba la biblioteca Juan Netwig de Huásabas, con su apartado de literatura infantil y  cuatro mesitas para niños. Leí buena parte de la modesta colección, pero nunca parecía acabarse. Quisiera volver y revisar las tarjetas de préstamos en las que aparecía mi nombre, junto con el de uno o dos niños que en otro momento los habían sacado en préstamo, para recordar el alivio que sentía cuando los devolvía y le colocaban la tarjeta de préstamos con mi nombre. Quería sentir que ya casi había todo lo que había por leer, pero nunca lo lograba, siempre había más y eso que no estamos hablando de la biblioteca de Alejandría, sino una rural en la sierra de Sonora.

Cuando empecé la universidad y luego la maestría, las lecturas obligatorias eran tantas que nunca llegaba a leer las recomendadas. La lectura por placer prácticamente desapareció para mí en esas épocas y lo único que me quedaba era la desazón de saber que estaba dejando de leer un montón de cosas interesantes, por leer mis textos de clase. La vida post-académica me devolvió la posibilidad de leer por gusto, además de la comodidad del salario que me permitía comprar libros. Pero había otras muchas distracciones: el cine, los amigos, la vida social que tanto disfruto. Además, luego vino la preparación para el concurso diplomático: una lista interminable de libros interminables que me dejaban también con la sensación de no estar preparado, todo menos listo para presentarme a exámenes que parecían interminables también. Ahora tengo otra vez la opción de leer por gusto y lo hago, pero no lo suficiente.  A la hora del almuerzo, siempre llevo un libro que acompaño con café, o el café lo acompaño con un libro, no sé. Se acaba la hora del almuerzo y debo volver a leer noticias que nunca terminan, cuya importancia suele ser, en último término, bastante nimia. Luego leo por las noches, entre mensajes de Whatsapp, de Skype o de correos electrónicos que no puedo dejar de revisar de inmediato, aunque me separen de las páginas del libro en turno, como si este último fuera el amigo prescindible que siempre te terminará aceptando a pesar de tu desdén.

No desaparece todavía la misma sensación de cuando el maestro Carlos me dijo - Tú lees mucho, ¿verdad, Rafa? Y yo dije sí, aunque sentía que no era cierto y sentí una culpa simultánea a la frustración, mientras pensaba que no, que no leo mucho, que debería hacerlo pero que no lo hago.




jueves, enero 10, 2013

De comienzos de año

Se puede decir de alguien con cierto orgullo que es una persona "adelantada a su tiempo"; sin embargo, más orgullo debería causar ser una persona que vive de acuerdo a su tiempo. Sobre todo cuando hay eras tan desapegadas de la normalidad, como la que nos toca. ¿Qué haríamos con un mundo lleno de inadaptados temporales, si el único tiempo que en realidad existe es el presente? El pasado ya se nos escurrió inevitablemente de las manos y el futuro, a ciencia cierta, nadie nos lo asegura. Por esta razón y otras aún más frívolas, yo he decidido ser un hombre muy de mi tiempo. A ver: tengo un smartphone (más smart que yo, incluso, para no desentonar), la mayor parte de lo que como es comida "fusión" (la posmodernidad hasta me la llevo a la boca), socializo más por medio de  "redes sociales" que por métodos socialmente ex convencionales. En fin, que por falta de coherencia temporal sería muy injusto criticarme (excepto por seguir leyendo libros en papel, pero también tengo mis límites).

Por esta razón, en esta ocasión quiero ser un hombre de mi tiempo y con tiempo me refiero a enero, ser un hombre de enero. La gente en esta época se dedica con fervor a un solo propósito: a proponérselos... los propósitos. Es una verdad universal que no requiere comprobación, o si usted siente que la necesita únicamente debe ir en enero a un gimnasio e intentar ganarle la máquina a una horda de gente que trae las fiestas decembrinas pegadas en los tejidos adiposos. Vuelva usted en marzo al mismo gimnasio y la horda habrá desaparecido, junto con sus propósitos, y lo único que quedará serán las fiestas en los tejidos adiposos. El eterno propósito de las dietas y me voy a inscribir al gimnasio es, tal vez, el más claro de los ejemplos. También el más efímero.

Como soy un hombre de enero yo también tengo que proponerme algunas cosas para hacer (u omitir) en 2013; sobre todo aprovechando que no se acabó el mundo, o tal vez sí pero como no nos hemos dado cuenta podemos hacer como que no. Voy a publicarlos no porque crea que a los demás les importe, sino para tratar de sentirme obligado por una autoimposición que nadie me ha pedido. Más o menos la misma idea que tienen los edictos, pero sin autoridad real o judicial. Haré pocos propósitos, eso sí, porque como buen hombre de mi tiempo rehuyo a los compromisos.

Va la lista, pues, y si así no lo hiciere que la blogósfera me lo demande:

1. Hacer trabajo comunitario, tratar de devolver una parte de lo mucho que he recibido.

2. Reciclar la basura o, para que se oiga bonito, limpiar mi huella.

3. Leer más. Libros de papel.

4. Hablar bien de la gente... aunque no se lo merezcan. Ya empecé mal.

5. Comer frutas.

Releyendo esta lista, noto que, además de ser hombre de mi tiempo, soy un tipo de propósitos modestos.