miércoles, diciembre 07, 2011

Nicaragua, 2011

Uno se hace ideas preconcebidas de muchos lugares, al menos cuando no hemos podido viajar lo suficiente para tener ideas post-concebidas al respecto. En mi cabeza, Nicaragua era un lugar muy pobre (es, de hecho, el país más pobre de América Latina, excluyendo a Haití, que es más bien caribeño que latinoamericano). Además de la guerra sandinista de finales de los años setenta y la reeleción (ahora por tercera vez) de Daniel Ortega en la presidencia, la verdad es que no sabía tanto del país. Pero había algo que sí sabía: dos grandes amigos de mi generación de diplomáticos de carrera viven ahí, por lo que en la jerga llamamos "las necesidades del servicio" (omnipresentes, omnipotentes y omniscientes necesidades del servicio). Eso y que entre los colegas diplomáticos de mi generación adscritos a países centroamericanos ya hemos instaurado la costumbre de viajar juntos dentro de la región. Ya vinieron a visitarme a Costa Rica, posteriormente fuimos a Antigua, Guatemala, y ahora tocaba el turno a Nicaragua.

El viaje empezó con nervios. Por dos razones. La primera, un día antes de que comenzara hubo uno de esas erupciones de presión de la Cancillería que me hizo temer todo ese día que tendría que cancelar mi participación en tan ansiado viaje. La segunda, porque volé en una aerolínea que para decirlo bonito era de "bajo presupuesto". Y el problema no era presupuestal o de pérdida total de glamour (que se me da con frecuencia y hay que reconocer que tiene su encanto}, sino que se trataba de avionetas pequeñas y que vuelan a la merced del clima a alturas muy modestas. El tamaño no era tampoco el problema porque, a diferencia de una vez que volé por Continental Airlines (las aerolíneas gringas apestan, hay que decirlo), esta vez al menos podía mantener el cuello erguido y evitar la tortícolis que me causó volar con la cabeza inclinada hacia la derecha para caber en la minúscula aeronave. Pero los aviones pequeños se mueven como montañas rusas y la náusea no se hace esperar. El problema mayor era la altura que alcanzaba el aparatejo que daba la impresión de una vulnerabilidad terrible (¡de cuán pequeños somos para caer al suelo así nomás porque sí!). En un momento, ya en el aire, se oía como los motores con todo su esfuerzo intentaban mover el aparato, mientras viendo el suelo podías notar como no avanzábamos para ninguna dirección. Me faltaron santos en el cielo a quienes rezarle, pero sano y salvo (aunque más amarillo que de costumbre) llegué a Managua.

Me encantan esos momentos en los que uno llega a un aeropuerto y se encuentra las caras conocidas de los amigos o familiares que fueron a recibirlos. Cómo se arquean las cejas mientras el cuello se estira para ver entre la multitud indeterminada en el instante del rencuentro, en el instante del gusto que causa el rencuentro. Ahí estaban Rodrigo, Mariela y Enrique. Y ahí mismo nos montamos al carro después de sentir el calorcito que hace en estos lares cuando está uno a nivel del mar y nos encaminamos al suculento desayuno en un lindo hotel boutique contemporáneo, cuya musicalización estaba más bien atrapada en décadas previas, por allá cuando Richard Clayderman tocaba al piano canciones (que yo creía que eran música clásica, ¡qué oso!). Pedí un desayuno nicaragüense, para probar los sabores típicos locales, como marca la tradición.

Lo que más me gusta de estos viajes fabulosos que hago con mis amigos es que tanto el desayuno, como la comida, como la cena, son espacios para el deleite del paladar, del humor y, cuando se puede, hasta del intelecto. Sentarse a la mesa es un momento central del viaje (muy repetidamente), porque no se come únicamente para vivir y reponer energías, sino que el acto en sí mismo es disfrutado y planeado cuidadosamente por los anfitriones. Esta ocasión no fue, para nada, la excepción. Lugares hermosos, buena cocina, cocina típica (que es por antonomasia una buena cocina). Todo estuvo delicioso, hasta los nacatamales, que por su nombre populachero no me inspiraban tanta confianza pero que resultaron ser una delicia y una espectacular bomba de calorías (como me gusta a mí la buena cocina).

Otra de las bellezas de este viaje fueron las experiencias de involucramiento directo con la naturaleza. Va pasando el tiempo y el asfalto u otros materiales de construcción se vuelven monopólico en nuestras vidas, sólo para descubrir que de vez en vez llenarse de polvo, de lodo, de sudor es fantástico. Una verdadera reconocilación con la naturaleza. En ese tenor fue que subimos a la cima de un volcán aún activo, nos internamos en su cráter de donde emanaban sulfuraciones varias (seguramente tóxicas) y ya en la cima, muchos pujidos después, el guía (so to say) nos contó algunas leyendas (espero que míticas y sin fundamento empírico) del lugar. Una vez en la punta del volcán llegamos a un punto en el que haríamos "sandboarding", es decir, tomar una tabla y deslizarse por las faldas del volcán aprovechando la amigable (no tanto) arena volcánica. Vale decir que en mi caso el desempeño fue catastrófico. A mi ya de por sí mermada capacidad para las actividades de tipo deportiva, se sumó que la tabla sobre la que me deslicé era una cosa hechiza y que el "guía" (énfasis en las comillas) no sabía cómo instalármela en las extremidades ni tampoco daba recomendaciones sobre lo que hacer y lo que no hacer. El lado brillante de la historia es que mi trasero quedó exfoliado profundamente (eufemismo para "raspado") y que cuando no iba escupiendo para quitarme el polvo volcánico de la lengua, me iba riendo a carcajadas, mientras intentaba no romperme las rodillas.

La otra actividad natural que hicimos fue dar un largo paseo en el inmenso lago de Nicaragua (donde hay tiburones de agua dulce) en kayak. Fue al atardecer y creo que siempre recordaré ese momento en el que se ven los últimos destellos de luz, se respiran los olores a hierba y humedad, se escucha únicamente el golpe del remo en el agua y se logra sentir una tranquilidad que se mete a la mente y la purifica. A esas alturas ya no hablábamos tanto, había que reservar el aliento para dar los últimos remazos y pensar en lo que cenaríamos.

Centroamérica tiene un paisaje natural fabuloso, es de un verde casi pornográfico, agua por doquier y cadenas de volcanes cónicos y simétricos parecen los guardianes de tanta fragilidad que la compone. Pero a ese paisaje natural tan esplendoroso se suma con mucha gracia el paisaje humano. Comunidades antiguas que estuvieron durante mucho tiempo aisladas de los grandes centros de desarrollo de la civilización. Desde los tiempos de los imperios azteca e inca, la región quedó en lontananza de los más grandes centros urbanos. Y durante la Colonia española estuvieron también alejados no solo de la metrópoli sino de las principales ciudades americanas. Actualmente, son aún países territorial y poblacionalmente pequeños, comparados con el resto de América Latina. Ese relativo aislamiento los ha hecho sociedades muy auténticas, reservadas con lo que es extranjero y a la vez de trato cordial y caluroso.

En Nicaragua el tema de la pobreza no puede escapar la mirada del visitante. Algunos puntos de la capital, Managua, parecieran haberse supendido en 1970, y se entiende porque desde entonces el país vivió un temblor devastador, una guerra civil muy dolorosa y el proceso posterior ha sido muy accidentado. En las carreteras (que están mejor que las costarricenses, hay que decirlo) se ven pasar todavía decena de carretas jaladas por mulas y en los caminos secundarios otras tantas jaladas por yuntas de bueyes, algo que hasta yo que soy el campo consideré siempre una cosa enterrada en el pasado. La desigualdad del país no parece tan grande, la riqueza me pareció menos ostentosa que en México o los otros países de Latinoamérica que conozco, pero según me dicen una causa es que los ricos nicaragüenses se van a Estados Unidos a disfrutar tranquilamente de sus ganancias fuera de su empobrecida patria.

No puedo terminar este breve (¡ajá!) relato, sin mencionar la apasible belleza de las dos ciudades coloniales nicaragüenses: León y Granada. El ambiente relajado, provincial, de las dos ciudades combina perfectamente con las antiguas iglesias barrocas, las sobrias casonas y los pequeños callejones al final de los cuales siempre habrá un imponenente y simétrico volcán que lo ha visto casi todo.

He de admitir que en mi lista de viajes prioritarios de hace unos años, no estaba presente un lugar como Nicaragua. Que los recovecos de eso que llaman tan pomposamente el "destino" nos hacen vivir cosas que ni siquiera imaginábamos. Viajar a Nicaragua, reír con mis amigos, gozar de volcanes, de lagos, de ciudades antiguas y alejadas, fue uno de los viajes más completos que he hecho en años. De esos que, al recordarlos, te hacen voltear la cabeza a un cielo indeterminado, sonreír lentamente y admitir las ganas de repetirlo.