viernes, noviembre 14, 2014

Todos tenemos algo que ver con Ayotzinapa

Tengo semanas tratando de procesar emocional e intelectualmente todas las ideas, sentimientos y replanteamientos que una tragedia como la ocurrida a los estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa. Hace mucho tiempo que algo no me revolvía tanto interiormente, que no me permite aún ahora encontrar palabras que hagan suficiente una descripción, o hallar una opinión que abarque una realidad, como si todas las opiniones y explicaciones -propias y ajenas- quedaran pequeñas, sesgadas, minúsculas ante algo que es mucho mayor.

Escribir es uno de los ejercicios que mejor me sirven para tratar de ordenarme interiormente, cuando el pensamiento por sí solo no alcanza para ese propósito. Sobre este tema se ha escrito y leído ya tanto, que encontrar algo nuevo cuesta mucho. Pero el propósito de este texto no es decir algo nuevo, es simplemente un proceso personal de reflexión que me ayude a entender mejor lo que está pasando en el país y, al mismo tiempo, ser el modesto homenaje que brindamos con la memoria a quienes han perdido la vida como resultado de la injusticia. Parece insignificante dar tan poco, memoria, a quienes perdieron tanto, la vida, pero es un mínimo indispensable.

Una atrocidad tan grave no puede prescindir, al menos, de un profundo esfuerzo por afrontar socialmente tres cosas: las causas, las responsabilidades y las consecuencias.

1. Entre las consecuencias, la primera es emplear todos los recursos disponibles para que las víctimas sean resarcidas en todos los extremos: que reciban justicia, que las familias sean tratadas con toda la caridad que la situación exige, que a la sociedad le sean dadas todos los esclarecimientos. Todo eso no alcanza para deshacer lo que ya fue consumado y hay pérdidas que son totalmente irreparables, pero la justicia es un elemento indispensable que nos separa de la barbarie, y hay que exigirla.

Otra consecuencia, esta vez política por haber habido una presunta participación directa de autoridades públicas, es la movilización social y el ejercicio más cuidadoso del voto por parte de los ciudadanos. Cada quien determina cómo participar, cómo hace valer ante el poder público sus exigencias, pero todos necesitamos participar de la vida política de nuestras comunidades y ejercer esa obligación que hemos confundido como un acomodaticio derecho.

2. Para llegar a ese mínimo indispensable de justicia primero deben determinarse las responsabilidades. Yo creo que en este caso, se pueden distinguir por su intensidad y gravedad tres tipos de responsabilidad: penal, administrativa y social. La primera es la responsabilidad penal de quien comete un delito: los actores intelectuales y materiales han cometido crímenes de lesa humanidad y deben ser perseguidos, detenidos y castigados con todo el rigor que señalen las leyes.

Otra responsabilidad es administrativa, es decir, del ejercicio de las funciones públicas. Tanto por acción como por omisión, autoridades de distintos niveles de Gobierno tienen que responder ante la sociedad que los ha elegido y que paga sus salarios, por todo lo que hicieron o dejaron de hacer en el marco de sus facultades y obligaciones. Pero no seamos simplistas: estas autoridades no mataron a los jóvenes estudiantes. Si se comprueban complicidades, hay una persecución penal posible, si lo que hubo es incompetencia, también eso tiene sus consecuencias y deben asumirse.

En realidad, todo el sistema de procuración de justicia que con sus lamentables deficiencias permitió que hubiera una impunidad tal como para que una masacre de ese calado tuvier lugar debe ser transformado. Esta experiencia devastadora se convierte en punto de no retorno para exigir instituciones judiciales y policiales competentes, al servicio de la sociedad.

Y, por último, está la responsabilidad social que tanto nos cuesta asumir. Esa diluida culpa que a todos nos ha embargado un poco, esa insatisfacción generalizada que no podemos reconocer porque no sabemos hasta dónde nos alcanza. Esa responsabilidad también la provoca el desprecio generalizado a las normas de convivencia que hace que cualquiera que tiene oportunidad viole las leyes y las normas sociales. Cuando no damos el paso al peatón, cuando nos damos cuenta que nos cobraron de menos y no decimos nada, cuando ocupamos los lugares reservados a discapacitados o personas mayores, cuando insultamos y discriminamos, cuando hacemos todo lo posible por no pagar un impuesto o una multa debida. En todos esos momentos somos socialmente responsables por los graves males sociales que se forman, como perversa bola de nieve, por el desprecio continuo del prójimo y la falta de consideración de los demás y de la propia autoridad (cuando nos conviene).

Es un grado tal vez menor de responsabilidad sobre los peores males de nuestra sociedad, pero es NUESTRA responsabilidad. Ésa es al menos una ventaja: cumplir con las leyes y las normas de convivencia sí depende de nosotros mismos y de exigirlo así en nuestro círculo más cercano de familia y amigos.  Enseñar estrictamente con el ejemplo y con la disciplina a los hijos, a los alumnos, a los sobrinos, es una responsabilidad ineludible que dolorosamente solemos dejar de lado. Si no logramos formar a las nuevas generaciones en la práctica del respeto a los demás y a las leyes, el futuro seguirá siendo más sombrío que el presente.

3. Las causas que provocan que la maldad humana haya llegado a límites tan execrables es lo que resulta más difícil de abordar. Pero es un debate social y una reflexión personal que no debemos seguir posponiendo, ni en Mèxico ni en otros países. Creo que lo más difícil es reconocer que, hasta cierto punto, las causas se remontan a nuestro estilo de vida, a nuestras prioridades, a lo que aspiramos como individuos.

Primero, porque como seres humanos estamos dando más importancia a lo que TENEMOS, sobre lo que SOMOS. Se escucha como un cliché, como un lugar común, pero si nos detenemos a considerar las consecuencias que esto implica nos podemos dar cuenta de lo devastador que resulta nuestro sistema de vida. Porque si lo que más importa, lo que más tiene valor social, es lo que logremos tener, cualquier cosa que necesitemos hacer para tenerlo se convierte en nada más que un medio para lograr el fin mayor. Y si podemos hacer cualquier cosa, podemos también SER cualquier cosa. Al final de cuentas, a los hombres y a las mujeres nos hacen nuestras acciones. Los compartamientos son los que permiten determinar quiénes en realidad somos: yo puedo decir que soy honrado, pero eso no importa si lo que hago o dejo de hacer es deshonesto; puedo decir que soy sincero, pero si no hablo con la verdad no lo seré. Y esta prioridad del tener sobre el ser, hace que podamos aceptar que algún amigo o familiar tenga ganancias inexplicables, sin que nadie se preocupe por saber si esa persona es honesta. O que un empresario explote a sus trabajadores, siempre y cuando sus ganancias sigan viéndose bien en los estados de cuenta. O trabajar no pensando en el beneficio de nuestra sociedad, sino en agradarle al jefe, cueste lo que cueste, implique lo que implique, para no perder nuestro salario.

Segundo, porque como individuos nos hemos sumido en nosotros mismos y nuestro grupo más cercano, viendo a los que nos rodean como parte de la decoración de nuestra película. Cómo vamos a ser capaces de hacer la sociedad mejor, si en realidad no tenemos el más mínimo afecto por todos sus demás miembros. Y eso se va notando en los pequeños detalles: cuando ya no saludamos (ni siquiera conocemos) a nuestros vecinos, si preferimos entrar a un elevador sin saludar a nadie de los presentes para no interrumpir en nuestras redes sociales, si nunca le haríamos conversación a nuestro pasajero de al lado en el transporte público, si nunca usamos el transporte público que nos resulta tan séptico pues nos obliga a tener contacto con otras personas.

Es muy triste de admitir, pero sobre la base de los valores frívolos que a veces son nuestras mayores motivaciones, difícilmente vamos a construir mejores sociedades. ¿Tragedia, atrocidad, abominación? Las palabras siguen sin alcanzar, pero ahora hay 46 familias pobres, azotadas por la tristeza y el duelo más absurdo. Los demás, seguimos siendo espectadores de su absurdo e injustificado dolor. Pero estamos llamados a ser más que simples espectadores, aunque ahora no se nos ocurra cómo.

domingo, septiembre 07, 2014

Before and after, now and then


Dicen que las comparaciones son odiosas, pero no aclaran que lo son únicamente cuando uno sale perdiendo. Justas tal vez no lo sean, porque suelen pasar por alto las diferentes condiciones de los objetos o sujetos comparados, pero ya sabemos que la vida es bella pero no justa. Sí, la vida es bella pero no es justa, aunque con justificada razón nos neguemos a admitirlo.

Luego de mi no solicitado preludio -a veces más largo, a veces más aburrido-, pretendo entrar en materia y hacer este ejercicio tan repudiable de comparar. Pero lo haré sin que nadie salga perdiendo, pues me compararé yo mismo en dos tiempos diferentes.  Nadie debería negar que si el yo actual sale perdiendo es igualmente malo para mí que si sale perdiendo el yo pasado, o sea, que compenso la pérdida y quedo en ceros. Habrá, claro, quienes piensen que sería una situación más deseable que gane el presente porque hayan ocurrido los cambios necesarios para que todo vaya siendo mejor cada vez. Pues estaría en contra de ese argumento por una sencilla razón: cada vez que he vivido algo, ése ha sido mi presente, el único tiempo verbal en el que ocurren las cosas que importan. Así que mi yo pasado es tan importante como mi yo presente, porque también fue mi presente, y mi yo futuro será importante únicamente cuando se convierta, momentáneamente, en mi yo presente, antes de desvanecerse irremediablemente para convertirse también en yo pasado. En el “yo del archivo”, al que se recurre sólo a veces, ese yo que sólo cobra una importancia marginal cuando lo llamamos “recuerdo”; y que va perdiendo los colores, poniéndose sepia, cuando no del todo amarillento, borroso, e inclusive desapareciendo del todo.

Mi yo pasado, el de la infancia, contra mi yo presente, el de los 33 años; el que tiene la edad que tenía Cristo cuando murió y al que con razón ya podríamos pedirle madurez, dado que a esa misma edad Cristo ya había fundado una religión, que luego se hizo muchas  (diferencias teologales al respecto no pienso discutirlas, un tema más de los muchos que me rebasa).

Pues aquí vamos con una lista de diez comparaciones y un bonus, con la anticipada disculpa por hablar de la primera persona en tercera persona:

1. El yo de antes pensaba que todo se podía, el yo presente se ha hecho realista y añora mucho al iluso que fue.

2. El yo de antes tenía la piel blanca y sin pecas, el de ahora (no se lo digan a nadie) tiene manchas del sol y hasta unas (tenues) arruguitas, para no hablar de una cantidad nada despreciable de vello.

3. El yo pasado tenía miedos que el yo de hoy ya no tiene. El de hoy teme cosas que al de antes le hubieran parecido (y con razón) absurdas.

4. El yo de hoy puede ser muy cínico, tener humor negro, llegar a ser escéptico, pero cree mucho en su yo pasado, no se burlaría de lo que fue y lo respeta con seriedad. Con una excepción, el yo de hoy nunca usaría los pantalones blancos y la camisa verde perico que alguna vez a sus doce años pensó que se veían bien.

5. El yo pasado era muy pudoroso, no soportaba cambiarse de ropa frente a otra gente, aunque fueran niños de su edad, el actual puede hasta rayar en lo exhibicionista.

6. El yo de antes podía tener muy mal gusto y se daba ese lujo; el yo de hoy sigue teniendo mal gusto, sólo que ahora lo adorna llamándolo “placeres culposos”.

7. El yo infantil quería saber absolutamente todo, no había nada que no le interesara; ahora no, no todo, se ha vuelto un yo sensato, que cataloga las cosas por la prioridad que arbitrariamente le da a las cosas.

9. El yo de antes era pésimo en los deportes: educación física era la nota que ensuciaba sus calificaciones. El yo de hoy sigue siendo pésimo y da gracias a Dios que en su vida ya no existe educación física.

10. Antes yo no podía dormir siesta, me parecía una pérdida de tiempo. Ahora, quisiera tener tiempo para considerar si me gustaría dormir siesta.

Bonus: El yo niño, el yo adolescente, vivió muy feliz sintiéndose siempre protegido bajo el cobijo de su familia, en un mundo que era más simple o así lo parecía, donde tenía la sensación de casi abarcarlo todo. El de hoy vive en un mundo más grande, que le fascina, abrazando su complejidad con la poca serenidad que le permite su carácter nervioso. Se deja llevar en ese mundo grande como si estuviera flotando boca arriba en un lago sereno, viendo fijamente la luna. Recuerda con cariño sus yo anteriores, reconociéndose perfectamente en ellos.

viernes, julio 04, 2014

De ésas de que te cae el veinte...

No sabría responder en este momento si soy una persona apegada o más bien desapegada, independiente, espíritu libre. Siempre he creído esto último, tal vez porque así he querido creerlo, pero hay momentos que me demuestran una tendencia a apegarme demasiado no sólo a ciertas cosas y rutinas, sino sobre a las personas. Luego de haber pasado cuatro años formidables en Costa Rica, en mi primera adscripción diplomática, empezaba a parecer natural un cambio, otro reto profesional, la posibilidad de conocer otro lugar del enorme mundo y de desarrollar otros trabajos. Así funciona la carrera diplomática y es parte de su mayor encanto: el cambio como única constante. El día que tenía que llegar llegó y la notificación de que ahora me iba a la Embajada de México en Brasil se convirtió en un hecho. Con ello vino la definición de una fecha cierta para irme, aunque el futuro nunca es certeza, sólo probabilidad.

No estoy preparado todavía para hablar de Costa Rica en pasado. Todavía falta más de un mes para estar aquí y quiero conjugar todo en presente. Ha sido un país que me ha dado muchos amigos y vivencias que me llevo guardadas en diversas capas de la piel. En su momento haré la recapitulación de lo que me llevo y de lo que voy a extrañar de este país, que es mucho. Ahorita estoy en el proceso de reconocer que dejo un hogar para buscar otro hogar. Toca empezar a preparar maletas, las muchas maletas que hay que preparar cuando uno echa raíces. Vienen los trámites, los miles de trámites, la negación y luego vendrá la sensación de oquedad que dejarán la distancia con los amigos insustituibles, el anhelo de reencontrar las rutinas que ya sólo se podrán conjugar en pasado, la seguridad que se siente conocer el lugar en que habitas, con todos sus códigos. También vendrá la ilusión de iniciar una nueva etapa, el descubrimiento de otro país, de otra lengua, de otras maneras de entender el mundo.

Inicio el proceso de despegue, unas cosas se vienen conmigo, otras se quedarán para siempre aquí.

viernes, junio 27, 2014

El malestar en la (falta de) cultura

Algo me faltaba y no veía como desvanecer mi ansiedad, eterna compañera de viaje. Entré en varias ocasiones a Facebook y a Twitter intentando encontrar contenidos que me distrajeran, a ver si así recuperaba la tranquilidad. Pero ahí no había nada. Peor que eso, me había convencido de que los contenidos tenían días que eran irritantemente poco interesantes. Me cuestioné si no tenía que hacer una limpieza de mis redes sociales o incorporar otros contactos, hasta encontrar contenidos que sí me importaran. Hasta que caí en cuenta de lo obvio: estaba buscando cosas incorrectas en el lugar incorrecto. Las redes sociales son un mecanismo (bastante artificial) que sólo parcialmente refleja lo que es la gente, lo que yo buscaba no iba a aparecer ahí. No sólo eso, la gente es como es y no como quisiéramos que fuera, con pocas posibilidades de cambios reales; cada uno con intereses propios vive la vida con sus prejuicios, con sus escrúpulos, con sus limitaciones e, incluso, con lo que considera que son sus principios irrenunciables. Para colmo, no falta ser un genio para enterarse de que ni las redes sociales, ni los medios de comunicación son los mejores lugares para que la gente te caiga mejor. Internet ha transparentado algunos de nuestros defectos (sobre todo los ajenos) y nos los arroja a la cara clic tras clic.

En relación con esos defectos humanos, yo hasta tengo el morbo de ver los comentarios de los lectores casi anónimos de los medios de comunicación digital sobre artículos que me interesan. Lo hago porque creo que es bueno saber lo que piensa gente que no conozco, que tal vez (quiera Dios) nunca voy a conocer. El optimismo con el que suelo esperar los cambios sociales peligra seguir existiendo cuando leo a la gran mayoría de esa gente que no conozco. Ya ni les cuento lo que sufre el grammar-nazi por ver lo mal que escribe la gente, porque eso al final de cuentas es lo de menos. Lo que más arde es ver el atraso social, lo lejos que estamos de lograr una mejor convivencia, la falta de empatía de las personas con el sufrimiento ajeno, el total desinterés de informarse sobre los temas antes de opinar y, a pesar de ellos, tener puntos de vista irreductibles. La frecuencia con la que la gente prefiere el insulto o el simplismo al argumento o a la razón cuando está cómodamente sentado frente a su pantalla.

Contrario a lo que puede parecer por leer los párrafos precedentes, me gusta mucho la gente. Me gusta mucho mi familia y también me encantan mis amigos; no puedo responder por todos los así llamados 'amigos' que tengo en Facebook, pero de la mayoría tendría cosas muy buenas que decir; de la gente que no conozco tengo la fe (dogmática) de que la gran mayoría tienen más de bueno que de malo. Se podría casi decir que soy un filántropo, no porque distribuya mi escaso dinero entre los pobres sino por su etimología estricta de 'amante de lo humano'. No obstante todo ello, hay ratos en que sí me molesta (injustificadamente) que el muro de mis redes sociales esté lleno de mascotas o frases cursis de Coelho o de Arjona (para seguir odiando a los que ya es cliché odiar); también me tiene a punto del colapso nervioso que desde hace un mes el 98% de las publicaciones se refieran a futbol; o que luego de décadas de usar Internet y saber cómo funciona la gente siga creyendo las boberías de "comparte esto y tendrás buena suerte" o "si no envías esto a X número de víctimaspersonas te cerraremos tu cuenta"; y sí, a veces me pudre por dentro que la gente (yo incluido, por supuesto) siga(mos) considerando gracioso frases o imágenes que humillan a grupos enteros de personas. Cada quien hace con su muro, igual que con su cuerpo, un papalote y siempre está la opción de dejar de seguir a alguien o bloquear sus publicaciones, pero el punto no es ése. El punto de este angustioso texto no es criticar las publicaciones ajenas en redes sociales porque, de hecho, en el fondo (y también en la superficie) yo soy un defensor del derecho a ser frívolo y del derecho a estar equivocado. El punto es compartir con los que para su mala fortuna hayan llegado a leer esta entrada a mi blog la frustración de caer en cuenta de la interminable lista de taras sociales que tenemos, de lo lejos que estamos de ser civilizados.

Me gusta mucho que la gente sea diferente a mí y es un atributo indispensable que opinen diferente, porque discutir (en el buen sentido de la palabra) es mi pasatiempo favorito, sólo después de querer tener siempre la razón. Sinceramente, me gusta mucho que haya gente que tenga sus mascotas y que las disfrute, que haya quienes estén combatiendo el sufrimiento de los animales, me da gusto pensar en que alguien encontró en una frase una enseñanza, una reflexión para ser mejor, o un aliento (que a mí me parezca cursi es totalmente irrelevante) y qué padre que la contemplación de un deporte haga que la gente sienta tantas emociones porque las emociones pueden ser una cosa muy bonita. No obstante todo lo anterior, no voy a renunciar a mi derecho a quejarme de lo que la gente publica en redes sociales o en medios de comunicación, tal vez sólo como desahogo o como justificada reacción ante algo que puedo considerar no deseable.

Lo que sí tengo que hacer es reconocer que los contenidos de Facebook o de los medios de comunicación no me van a quitar la ansiedad, tal vez de hecho, sólo la van a encender. Si lo que quiero es quitarme la ansiedad debo hacer lo que mejor me ha funcionado desde enero de 2005: escribir en mi blog, vaciar en él mis preocupaciones, mis memorias, mis puntos de vista. La ansiedad es individual y el remedio, por tanto, es individual también y no colectivo. Las redes sociales sólo han potenciado el malestar que me causa a veces la cultura y, sobre todo, la falta de cultura. Esa inquietud es un mal incurable, hasta cierto punto es un mal necesario. A mí escribir en el blog me alivia los síntomas, quejarme en Facebook no. ¿A ti qué te causa el malestar de nuestra cultura y qué te lo alivia?

domingo, marzo 30, 2014

Anhelos que no se desvanecen

La familia es, entre muchas cosas, un conjunto de historias, de cuentos, de códigos compartidos. Una sucesión interminable de vivencias que van tejiendo lentamente lazos que no hay posibilidad de romper. Ni mediando la voluntad para hacerlo. Como si esos lazos recubrieran nuestro ADN de algo que podríamos llamar una "genética de los recuerdos", hasta el punto de que no se sabe dónde termina uno y comienza la otra. Esta semana mi familia de muchos recibió el último de los siete sacramentos que le faltaba por recibir: el orden sacerdotal. Es que las familias católicas somos especialmente sacramentales, nos reunimos como obligación moral en bautizos, primeras comuniones, confirmaciones, matrimonios y, por así decirlo, para ungir al enfermo en su agonía o despedida.

El sacramento del sacerdocio, claro está, lo recibió únicamente uno y no toda la familia, porque no se ha dado el caso hasta ahora - que yo conozca - que en la Cristiandad se ordene sacerdotal a toda una familia. Los judíos sí lo hicieron, más o menos, con la tribu de Leví, uno de los hijos de Jacob, pero esa es otra historia y no es la de los Barceló Moreno. Fue mi primo Óscar Valentín, quien ahora será el padre Óscar. Fue muy linda experiencia ver cómo su ordenación y los festejos que seguían a tan buena noticia se convirtió en un momento que tíos, primos y sobrinos empezamos a gozar desde meses antes de que ésta tuviera lugar. Se siente como una gran bendición que alguien del clan sea pastor espiritual de otros o, en el mejor de los casos, también nuestro. La emoción que causó la ordenación de Óscar hizo que algunos se desplazaran grandes distancias para estar presentes y que otros tanto empeñaran generosamente sus recursos o su tiempo para organizar esta celebración que reunió nuevamente a una familia de muchos, de muchísimos, de cada vez más.

Pero lo que todos estos días no ha salido de mi mente es imaginarme a la nana Carmela sonriendo con esa mandíbula afilada con la que recuerdo sus últimas sonrisas, sus ojos arrugaditos ya por los años que empezaban a ser muchos, mientras se mecía en la poltrona. La imagino feliz y realizada al ver cumplido su sueño de toda una vida: tener entre su descendencia al menos una vocación consagrada al servicio religioso. Lo intentó de todas las formas que pudo y su anhelo no se desvaneció nunca, permaneció entre sus hijos y sus nietos que aprendimos también a valorar la importancia que ella le concedía a la vocación religiosa, aunque todos sus hijos y la gran mayoría de sus nietos no la tuviéramos como propia. Creo que, de alguna manera, todo el regocijo familiar que a todos nos causó la ordenación de Óscar estuvo muy inspirado en ese anhelo, un anhelo que se hacía ya viejo pero no menos fuerte, hasta que rindió fruto.

Difícil olvidar cómo desde niños mi nana nos hablaba del sacerdocio, o cómo se emocionaba cada vez que alguno de sus nietos hacía una intentona de ingresar al seminario o al convento. O las historias sobre el drama que causó la decisión de mi papá de dejar, largo tiempo atrás, el seminario y, con esto, su camino al sacerdocio. Por demás está decirlo que yo, llámese egoísmo o simple instinto de sobrevivencia, celebro esa decisión paterna que hoy por hoy permite que yo y mis hermanos andemos por acá en esta vida pululando tan contentamente.

Tampoco me será fácil olvidar cómo cuando yo tenía unos escasos ocho años mi nana Carmela me dijo un día, luego de regresar de algún viaje: "Rafaelito, te traje un regalo, uno de estos días te lo doy". Yo pasé grandemente ilusionado todos esos días imaginándome no sé qué juguetón regalo que la expectativa había hecho cada vez parecer más emocionante. No digo que, de alguna manera, el tal regalo no hubiera sido motivo de alguna emoción, porque es cierto y siempre ha sido cierto que a caballo regalado no le revisa uno el colmillo, pero el tal regalo era un libro que hablaba sobre la vocación religiosa que no está de más aclarar que no está en los primeros lugares de los regalos preferidos de los niños. Además de mencionar que cuando me lo dio me dejó muy claro todo el entusiasmo que el tema le causaba. En su momento, en mi tierna infancia y adolescencia, la ilusión de convertirme algún día en sacerdote tuvo mucho que ver con poderle dar a la nana Carmela una felicidad de ese tamaño. Pero antes de que se llegara el día de que yo pudiera empezar a poner en marcha proyecto tan descomunal, mi nana nos dejó y yo me incliné por nuevos proyectos.

Ahora celebro que mi querido primo Óscar Valentín, primo unos años menor y particularmente travieso, se haya sentido llamado a ser sacerdote y que la Iglesia Católica lo cuente entre sus pastores. Celebro que mi familia haya tenido con esa decisión una alegría tan grande que los haya vuelto a reunir y, claro, en el centro de todo esto, celebro constatar que ese anhelo de mi nana Carmela nunca se desvaneció. Ese anhelo siguió vivo en la intensidad de la emoción de tanto Barceló y, sobre todo, en que más tarde que temprano un integrante de su descendencia se dedicará por completo al servicio espiritual desde tan noble misión.


martes, marzo 18, 2014

#100happydays

Hay una cosa que encuentro tierna en Facebook de unas semanas para acá. Es una especie de tema de tendencia que identifica con la etiqueta #100happydays cualquier momento que a la gente haga feliz, como no costará traducir. Me he visto tentado a iniciarla yo por algunas razones: principalmente para compensar la imagen que parece me he creado a base de estados odiosos de ser una persona negativa y, sobre todo, porque realmente hace bien pensar en todas las cosas bonitas que nos pasan que, normalmente, son mucho mayor en calidad y cantidad a las que calificaríamos de malas.

Sin embargo, hacer esto cada día creo que terminaría por resultarme aburrido a más tardar el día 14, así que mejor, simplemente, comienzo a enumerarlas (sin que el orden de aparición signifique nada) y que sea lo que Dios quiera (que honestamente no creo que sea un tema que le quite el sueño, a como están las cosas en Crimea, Siria o la República Centroafricana). Advierto que cien es un número muy grande, leerlo es agotador y puede tener el no deseado efecto de resultarles antipático por sobreexposición, pero lo hecho, hecho está.

Las cien cosas que me hacen (o me han hecho) feliz:

1. Estar sentado en la sala de la casa paterna platicando las mismas historias familiares con mis hermanos, sobrinos, papa y Paty.
2. El primer trago de una coca cola (light) muy fría.
3. Cuando termino la rutina del gimnasio.
4. Haber terminado, al final de la jornada laboral, todas las tareas pendientes.
5. Los días que me gusta cómo quedé peinado (los pocos días en que eso ocurre).
6. Reírme hasta que me duele el estómago.
?. Quitarme los zapatos.
8. Escribir en el blog.
9. Escuchar por enésima vez la canción Common People de Pulp.
10. Ver Friends.
11. Haber dado clases en una universidad.
12. Lo que se siente cuando tomo dos martinis.
13. El guacamole, sí, el guacamole makes me happy.
14. Leer a Saramago.
15. Encontrar esa corbata que te habla suavemente y te dice "cómprame".
16. Que me alcance para comprarla.
1?. Haber conocido al compositor de la celebérrima canción La niña fresa.
18. Platicar con mis amigos.
19. Estar en Huásabas.
20. Mi carrera.
21. Estornudar.
22. Oír Les hommes pareils de Francis Cabrel.
23. Soñar despierto.
24. Que me den risa mis chistes (aunque la colectividad no los aprecie).
25. Caminar por el centro histórico de la Ciudad de México.
26. Nunca haber perdido un vuelo.
2?. Recordar la sonrisa de mi mamá.
28. La paz que se siente al cerrar la puerta de mi casa cuando regreso de trabajar.
29. Ir al cine.
30. Ver las fotos de mis sobrinos.
31. Oler mi crema de almendras favorita.
32. Comer palomitas de maíz con salsa Valentina.
33.  Un concierto de Lila Downs.
34. Ir a la cantina Covadonga con mis compañeros de generación del Servicio Exterior.
35. Los cacahuates estilo "japonés" (énfasis en las comillas).
36. Barra de Coyuca, en Acapulco.
3?. Los relojes.
38. Recordar las cosas que pensaba cuando era niño.
39. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
40. El llano en llamas de Juan Rulfo.
41. Cien años de soledad.
42. Las canciones de Juan Gabriel.
43. Los clásicos de los Tigres del Norte.
44. El amor correspondido.
45. Cuando termino de leer un libro.
46. Aprender un nuevo idioma.
4?. Las fiestas de cumpleaños.
48. Los regalos.
49. Un abrazo cariñoso.
50. Los árboles gigantes.
51. El aroma a azahar en Hermosillo durante el mes de abril.
52. Los atardeceres carmesí.
53. Dormir una siesta mientras llueve.
54. Los tacos de carne asada.
55. Las mañanas frescas.
56. La espuma del café con leche.
5?. Las jacarandas en flor.
58. El olor de la lavanda.
59. Que exista Venecia.
60. O París.
61. El museo del Prado.
62. O el Nacional de Antropología.
63. Caminar descalzo.
64. Sentir las sábanas frescas al acostarme.
65. WhatsApp.
66. Salir bien en las fotos (no ocurre con frecuencia).
6?. Los gatitos.
68. Los viejitos.
69. Despertar y que sea sábado.
?0. Que me calculen menos edad (las pocas veces que eso ha pasado).
?1. Encontrarme un billete en la bolsa de un pantalón o abrigo que hacía tiempo no usaba.
?2. El tamarindo con chile.
?3. El chile como pretexto para comer cualquier otra cosa.
?4. Los rascacielos.
?5. Manejar en carretera.
?6. Que me revuelque una ola.
??. El cerro Tetakawi haciendo contraste con el azul del mar en San Carlos.
?8. Mi papá.
?9. Encontrarme a la virgen de Guadalupe en una iglesia.
80. El olor de esa hierba que despide su olor cuando cae el sol y que nunca he sabido cómo es.
81. Recordar a mis maestros, desde la primaria hasta la maestría.
82. Manhattan.
83. Los reencuentros (excepto los de bandas musicales).
84. El Taj Mahal.
85. Los Thunder Cats.
86. La música del mariachi.
8?. Cuando le bajan el volumen a la música en los restaurantes.
88. Rascarme la cabeza.
89. Que alguien te recuerde por algo y te lo diga.
90. Hacer yoga.
91. Mi iPod en shuffle.
92. Conocer la etimología de las palabras.
93. Los mapas.
94. El street view de Google Maps.
95. El sonido del piano.
96. Volver a escuchar una canción que no oía desde la infancia.
9?. Cuando la tecla del siete de mi computadora vuelva a funcionar.
98. Los pueblos mágicos.
99. Haber logrado terminar esta exaustiva lista (casi).
100. La dicha que me causa la compañía de tanta gente maravillosa y gozarlo como si me lo mereciera.


domingo, marzo 16, 2014

De los ansiados regresos

Tal vez haya sido el tedio, tal vez un largo receso del período creativo o quizás simplemente que no encontraba qué escribir o, mejor dicho, cómo escribir lo que hubiera tenido que decir.  Pero haberme ausentado por tan largo tiempo de mi blog se iba haciendo, cada vez más, algo que dolía incómodamente,  un vacío que pesaba. Escribir en este espacio había sido a lo largo de ya nueve años un solaz que tenía siempre el poderoso efecto de calmar los demonios internos, de ordenar las desprolijas ideas, de recuperar de la memoria traidora los momentos que, por desvanecimiento, están condenados a la extinción a menos de que la palabra escrita intente, aunque sea inútilmente, perpetuarlos.

Una razón que me quitó en los últimos meses la paz mental, recurso cada vez más escaso, que preciso para escribir fueron los cambios, los muchos cambios, que atolondran inexorablemente al animal de rutinas que soy, que quiero ser. Sin embargo,  esto no debería ser llamado una razón, sin duda no una de peso, pues la carrera que escogí tiene la particularidad de convertir al cambio en la única constante. También dejé de ir con regularidad al gimnasio con todo el pesar que eso le causa a mi vanidad, haciéndome más complicado ser narcisista, pero ésa es otra historia.

Como motivo para regresar, he decidido hacer las crónicas de mis viajes recientes. Eso sí tuvo 2013, fue un año fantástico para mí, lleno de viajes entrañables que quiero registrar por escrito, pues la memoria visual me resulta insuficiente. Los siguientes artículos serán eso, las crónicas de mis viajes a Panamá, a Brasil y, por qué no, mi último viaje a México, país que vuelvo a conocer cada vez que regreso. Como dicen los gringos - por lo menos los que hablan inglés -, "Stay tuned", porque habrá cosas que contar.