viernes, julio 30, 2010

Oda a la tristeza

Hoy es viernes y no es día para estar triste porque inicia el fin de semana y se prometen cosas espectaculares. Pero ayer fue jueves y en un jueves por la noche sí se puede estar triste sin sentirse culpable. Digo que estar triste produce un sentimiento de culpa, como si algo estuviera mal en nosotros por no poder sostener la dura fachada de la felicidad permanente (con el que terminan los cuentos de hadas, al menos sus versiones más recientes).

Es algo que hay que admitir, la tristeza está muy mal vista en nuestras sociedades contemporáneas. Las ilusiones que nos vende la vida moderna, en particular, la publicidad, son promesas de felicidad constante: sonrisas Colgate (Signal, para los españoles), cuerpos perfectos, familias de fotografía, todos con gestos de rebosante alegría (más falsos que la ropa Guchi, pero esa es otra historia). Ni siquiera los anunciantes de chocolate o de helados nos hacen el favor de sacar caras tristes, a pesar de que, a mi juicio, la tristeza combina mejor con los chocolates y el helado que la sonrisa Colgate. Sobre todo porque el azúcar más bien tiende a manchar los dientes y les quita la prístina blancura de los modelos dentales.

Hablado en serio, creo que la tristeza es tan humana como la alegría y tratar de evitarla a toda costa - o a base de automedicarse Prozac, Diazepan o flores de Bach - no sólo es una estrategia injusta para nosotros mismos, sino tan cansada que termina por derrumbarnos anímicamente. La tristeza, vaya, hasta se puede y debe disfrutar. Aprovechar las tardes grises, las noches lluviosas, la bonita película sentimentaloide, para estar triste y no sentirse culpable por eso. Echar unas lágrimas sentidas es tan reconfortante o más que un día en el spa. No está mal estar triste de vez en cuando, ni está mal la locura temporal, ni siquiera está mal un poquito de mal genio, siempre que tampoco sean permanentes. Creo que es bueno introducirlas en nuestro carrusel de emociones y otorgarles su justo valor, que no es poco, para que nada humano nos sea ajeno. El cartel publicitario tal vez nunca lo reconozca pero nadie nos obliga a hacer retratos de nuestra propia vida como si fuéramos los robots de la felicidad.

La noche de ayer yo estuve triste. Empezó mi tristeza por ver una película llamada Un crimen estadounidense, basada en una historia real de la década de los años cincuenta. Primero me indignó contemplar cómo el sufrimiento ajeno puede ser motivo de placer para personas que son normales y socialmente funcionales. Pero terminó por entristecerme enterarme que hubo alguien que sufrió tanto y pensar que de su sufrimiento tuve conciencia pero no es ni siquiera la punta del iceberg en un universo repleto de criaturas desdichadas. Como también me entristeció recordar el cumpleaños de mi mamá y pensar en su ausencia.

La noche de ayer yo estuve triste y hoy por la tarde ya estoy contento.

jueves, julio 29, 2010

Nuevos usos para la caridad


Algo que es difícil dejar de notar es que la gente que da discursos suele hacer muy mal su trabajo. En primer lugar, deberían tomar conciencia que es cuando menos un deber moral no aburrir al prójimo, una violación flagrante al derecho humano a una vida libre de agobiamiento por la palabra ajena. Es simplemente una manifestación de la más mínima humanidad si vas a disponer del tiempo de otra gente, aunque sean cinco minutos, pensar un poco en quien va a escucharte y apiadarte de él dándole algo que le interese y quitando lo más posible los motivos soporíferos. Pero no, la mayoría de los descursos que oímos terminan siendo exclusivamente del emisor, discursos que fueron concebidos sin receptor.
Claro, no importa, el receptor de cualquier manera tiene que estar ahí, incómodamente sentado y balanceándose alternativamente entre una posadera y otra. Hay que ver cómo la vida, aunque bella, no es justa. Los receptores sí tienen la obligación social de respetar al emisor y evitar que suene su celular, vestirse adecuadamente para la ocasión y evitar los bostezos hasta el límite de sus fuerzas, aunque el que hable parezca esforzarse únicamente en la misión de provocarlos.

La retórica como disciplina de elaborar discursos es, como todas, algo que requiere una dosis de talento y otra de práctica y empeño. Los hay quienes naturalmente tienen el don de la palabra y a quienes lo que les va mejor es el cine mudo. Pero si la vida te puso a dar un discurso, yo opino que lo menos que se espera de ti es la caridad de no matar lentamente de tedio a nadie que se vea en la obligación (o la mala fortuna) de escucharte. Vaya, que yo no estoy pidiendo Cicerones, sino buenos cristianos (o judíos, o musulmanes, o buenos ateos, caray).

Por ejemplo, es una verdadera ofensa, un directo insulto al tiempo de los demás que en muchos eventos, cada uno de los que toman la palabra, que suelen ser un tropel, saluden por nombre y cargo a toda la multitud que compone el presidium (además, con un tufo de grandilocuencia que, vamos, en este tiempo nadie se traga). Una y otra vez saludan a los mismos que los saludaron y que previamente fueron presentados a un público expectante que está a punto de ser torturado colectiva e inmisericordemente con ocho discursos diferentes, que a los cinco minutos habrán olvidado. O es un verdadero atropello a la dignidad que en la inauguración de una exposición sobre el arte sacro en el norte de la Nueva España, diez personas den un discurso sobre las mismas tonterías de la importancia de la cultura y de la historia. No hay derecho, recuerdo que esa ocasión, en el museo de San Ildefonso, sentí que los discursos duraron más que toda la colonia hispana en el norte de México.

Creo que lo que más me molesta de todo este asunto de los discursos, lo que realmente me molesta es el abuso inmoral de los lugares comunes. Que si en un evento de derechos humanos todos repitan una y otra vez la importancia de éstos para cualquier sistema democrático, como si no lo supieran todos los asistentes. O en cualquier reunión sobre educación, escuchar que ésta es la base para el desarrollo de los pueblos, o que la niñez es el futuro de la humanidad y así sucesivamente. Yo no estoy pidiendo ninguna obra maestra de la lengua, pero es que en un discurso se pueden ofrecer muchas cosas de provecho: información nueva y útil, un momento de entretenimiento, un comentario gracioso, un poco de emotividad y, por qué no, hasta algo de inteligencia. Y si no se puede conceder algo de esto, lo mínimo que se pide es la brevedad.

No por nada, Camilo José Cela empezó a roncar en el enésimo discurso de la enésima premiación que le hacían. Al ser interpelado por el orador por estar dormido, el escritor le respondió que no, que él no estaba dormido sino durmiendo. El confundido discurrente le dijo que era lo mismo estar dormido que estar durmiendo, a lo que Cela contestó que no era lo mismo, como tampoco era lo mismo estar cogido que estar cogiendo (o follado que estar follando). No se puede culpar a Cela, sobre todo, considerando que en ese momento seguro no había Blackberrys o iPhones con los cuales curar el agobio.

Pero, en mi opinión, la causa principal del problema es que la gente que va por la vida dando discursos no piensan ni por un momento en la audiencia que los va a escuchar. Y no me refiero a que no piensen en sus características o perfiles, para ajustar los contenidos, para moderar el lenguaje. No, me refiero a que no tienen la menor consideración de que habrá gente escuchándolos, personas de carne y hueso que pasarán horas de su vida oyéndolos (o poniendo cara de que los están oyendo), seguramente por algún tipo de obligación, no por gusto. Por eso digo que es una expresión de humanidad usar el privilegio que tienen de ser vistos y escuchados por una audiencia, esforzándose aunque sea un poco por ser articulados, por tener una línea discursiva coherente y entendible, por decir algo divertido -que hasta la última vez que supe no era pecado -, o ser conmovedores, o si ya de plano el talento es nulo, pues al menos emitir un estentóreo estornudo o un grito histérico, o fingir un ataque al miocardio, para romper la monotonía. Porque aburrir a alguien es matarlo lentamente y el tedio es una de las muertes más crueles.

La comunicación es una relación de dos vías, si no funciona de esta manera se hace irrelevante. Si el que redacta o profiere un discurso no se da cuenta de ello, nos toca contemplar el patético espectáculo del parlanchín, del merolico al que nadie escucha. De la maestra de Charlie Brown, que ocupa un lugar en el espacio, y vaya que hace ruido, pero que nadie se entera de lo que dice. Y eso es lo que pasa cuando de la mente del emisor del discurso desaparecen sus receptores, cuando sólo dice lo que él quisiera que otros escuchen, no lo que los demás necesitan escuchar. No es fácil descubrirlo, pero vale la pena el esfuerzo de intentarlo. Porque la arrogancia de los que dan por sentado que lo que ellos deciden decir será escuchado por los demás, es absolutamente injustificada y no rinde buenos frutos. Hay que ganarse el derecho de que los demás nos entiendan, porque nadie nos lo va a ofrecer gratuitamente. Escoger uno o varios mensajes concretos y encontrar la manera de trasnmitirlos mejor, no dar peroratas desarticuladas sobre cosas que hemos hecho y que tal vez a nadie le importan (por más que a nosotros sí).

Si yo no pido mucho, sólo un poquito de caridad.

martes, julio 27, 2010

Sueños de burocracia

Me contaron de un sueño, un sueño terrible. El día que cumplió dos años en su trabajo, él soñó que cada día el lugar que ocupaba en su oficina empezaba a encogerse, primero porque llegaba otro colega y lo veía entendible, luego porque el escritorio de los demás se hacía más grande y no le gustaba pero lo encontraba justificable, finalmente porque empezaban a llegar cajas llenas de papeles que tenían que estar a un lado suyo, por lo que su espacio automáticamente se estaba encogiendo.

Pero ese día en particular, en su segundo aniversario en ese trabajo soñó que llegaba y encontraba que su lugar se había reducido tanto que ahora sólo era un pupitre para preescolares, el cual tenía en la paleta una máquina de escribir que ocupaba todo el espacio. Rodeado de cajas que parecían venírsele encima, él trataba de acomodarse en el pupitre, al fin y al cabo era ése su lugar de trabajo, ahí tenía el espacio sagrado que le pertenecía, donde tenía que poder acomodarse, en el que resignado debería poder acomodarse.

La metáfora es tremenda, el miedo a ser más pequeños de lo que queremos, a que las cajas y los papeles empiecen a ocultar nuestra cara, nuestro cuerpo, a hacernos insignificantes, prescindibles. El temor a que llegue el momento en que queramos ser tan pequeños que quepamos en una esquina en donde se puedan olvidar incluso de despedirnos. Una pesadilla nefasta de la burocracia.

lunes, julio 26, 2010

Un lunes de gallinas que sí ponen

Como lo prometido es deuda y a mí no me gusta la fama de mala paga, les platico que el fin de semana estuve en la playa, acompañado de unos amigos. Fui a un parque nacional que se llama Manuel Antonio, nombre propio de persona humana que no combina nada bien con el espectáculo natural que es lugar, pero así les pareció a los lugareños (o algún funcionario público) que era bueno llamarlo. No me siento capacitado para describir esa maravilla natural, esas playas turquesa rodeadas de un vegetación exuberante que de tan increíblemente natural parece artificial. Árboles fuera de sí, desafiando la furia de las olas del Océano Pacífico, manglares intrépidos, anfibios, que no se sabe si quieren vivir a la tierra, o si migran a la mitad de la mar para convertirse en algo más.

Podría dar muchos detalles, pero no hay manera de compartir lo que uno siente estando ahí o, mejor dicho, sí lo hay pero yo no me siento capaz en este momento. Otra opción es que hiciera una reseña de guías de viaje, pero como yo soy un tanto espontáneo para viajar, siento que a nadie le sirven, como no me sirven tampoco a mí, que tengo la costumbre de tomar camino sin mucha preparación, ni mapas, confiando en que la señalización será la adecuada y que la vida será precisa y su sonrisa constante y me hará topar con lo mejor que tenga, o al menos lo mejor que yo merezca. Cabe aclarar que en esta ocasión la señalización no fue muy buena, terminé no tomando la salida correcta y 45 minutos después estaba en el punto donde debí haberme salido la primera vez.

Con este fin de semana pasó lo que pasa con muchos fines de semana: se acaban. Se acaban y nos dejan con una sensación de insatisfacción muy agridulce, contentos por lo que nos dieron, pero extrañándolos en cuanto se marchan. El lunes yo creí que en la oficina iba a ser como en los ranchos, en los que ni las gallinas ponen, por la misma razón de añoranza del fin de semana, por no haberse recuperado de la fiesta, por no haberse recuperado del descanso mismo, que también requiere recuperación. Pero este lunes las gallinas amanecieron con ganas de poner y yo tuve que seguirles la huella ponedora y recomenzar como si nada hubiera pasado y ya para estas hora ni de las palmeras me acuerdo. Menos de las hamacas o de la fauna exótica.

viernes, julio 23, 2010

À la plage

No es por presumir... bueno, sólo un poquito... pero hoy yo me largo a la playa. Después de haber cumplido tres meses viviendo en este paraíso tropical sin haberme despegado de San José, ya iba siendo hora de que me desprendiera a la mar. Voy a un lugar en el Pacífico, junto a un parque nacional llamado Manuel Antonio.

En su momento platicaré cómo me fue y qué me pareció el lugar, pero ya se puede prever que va a estar todo requetechulo. El problema aquí es que siempre llueve, así que lo de broncearse se nos viene complicando (a mí se me ha complicado toda la vida, así que no me preocupa) y la autopista que comunica con el Pacífico, recién inaugurada, es objeto de cierres constantes, porque se les olvidó a los constructores el detallito de los derrumbes y no quedó muy bien es esos aspectos. En fin, yo espero que el dios Tláloc se mande el chubasco para otro lado y me deje fluir a mí tranquilamente sin derrumbres de por medio.

Estando de fin de semana en la playa se me complicará escribir, eso es seguro y absolutamente entendible, pero... pero... ya me repondré con mis aventuras sobre la arena (o bajo la lluvia) en cuanto regrese.

jueves, julio 22, 2010

De mis prácticas gastronómicas

Mi principal práctica gastronómica es muy sencilla: sentarme en un restaurante y pedir algo de la carta. Es, sin duda, mucho más fácil que hacerlo por mi cuenta y así deja un asunto en manos de los que sí saben. Mi segunda práctica gastronómica es que si tengo que preparar una cena, la pida a un restaurante, dejando el asunto en manos de los que saben, pero vaciando todo en mis sartenes para que mis invitados no se percaten de lo listo que soy y elevando mis plegarias al cielo para que me disculpe andar haciendo caravana con sombrero (de chef) ajeno. La tercera práctica gastronómica cuando cocino para mí se resume en "keep it simple", o lo que en buen cristiano viene a ser prohibirme estrictamente sofisticar mis costumbres en la cocina. Freír un huevo, agregar leche al cereal, hervir el agua y agregársela a una sopa plástica para que los camarones plásticos se medio derritan. Ese tipo de cosas.

A pesar de mis sanos hábitos gastronómicos, hay ocasiones en las que se hace necesario cocinar y hay que echar el cuerpo al agua, o sea, a la estufa. La primera vez que me vi compelido a hacerlo coincidió con la primera vez que salí de mi casa para vivir por mi cuenta en un pueblo remoto de las montañas francesas. Abandoné el cómodo nido y un buen día estaba yo en el supermercado preguntándome para qué servían todos esos productos y llenando mi austera despensa de leche, jugo, yogur, cereal y mis huevos, es decir, no mis huevos, sino los de alguna gallina que los había cedido para mí mediando pago para su dueño explotador. En las primeras semanas de mi llegada a Francia me invitaron a un paseo por el campo, en el que un conocido a quien le caí simpático me regaló un champiñón silvestre que recogió ahí, del suelo, sin más ni más. El gesto me pareció muy generoso, así que me propuse cocinar ese hongo de tamaño tan desproporcionado (para los que yo conocía). Lo partí en rodajas transversales para que tuvieran formas simpáticas de hongo feliz, las freí y perdieron su tamaño y mucha agua, se me hicieron nada y perdieron todo aspecto de hongo feliz. Como no me podía comer solamente los miserables pedacitos que quedaron del ex glamouroso hongo, le agregué lo que había en mi refrigerador: huevos. Así que me preparé unos deliciosos huevos con hongos silvestres, que me parecieron lo más cutting-edge que había comido, por el único mérito de haberlo preparado yo.

Conforme fueron pasando las semanas y habiendo hecho un balance de mis salarios y el costo de los restaurantes, empezó a ser evidente que tenía que empezar a cocinarme algo. Luego entonces me decidí a cruzar el umbral que no conoce retorno: aprender a preparar pasta. Todo mucho decía que era muy fácil, así que supuse que ya sería el momento y seguir las instrucciones de una caja de Barilla. No había resuelto qué agregarle, una vez que descubrí para mi sorpresa que efectivamente no era difícil y que tenía frente a mí un montón de graciosos espaguetis al dente, preparados por mí. Recordé unas pláticas recientes que había tenido sobre el asunto y una chica española había dicho que ella cuando era estudiante empezó a preparar pasta a la pimienta. No suena mal el nombre y menos la receta. Sólo había que agregar pimienta. Era todo lo que había que hacer. Y efectivamente fue lo que hice: pasta a la pimienta. Recuerdo que casi lloré de la emoción cuando la probé. Era una delicia, un exquisito manjar de los dioses de alguna mitología que valorara mucho la sencillez. Además, después de eso, me sentí un consagrado de la buena cocina.

Los capítulos de comida preparada por mí se fueron acumulando, aprendí a usar el puré de tomate y potencié mucho mi gastronomía. Luego me vi, todavía en Francia, obligado a preparar tortillas de harina. Eso sí fue todo un reto. La masa se me hacía seca y cuando le echaba más agua se me hacía aguada. Así seguí hasta que tenía una olla llena de masa como para alimentar un regimiento. No fueron muy redondas al principio, más bien tenían forma como de amebas (lo cual quiere decir, en realidad, que no tenían forma).

Y el último episodio de mi muy fugaz carrera como cocinero ya va en preparar salmón. ¡Al horno! ¿Cuándo en mi vida me iba yo a imaginar a mí mismo prendiendo un horno? ¡Cuándo! O agregándole alcaparras que no hace tanto confundía con las alcachofas. Como la primera vez me salió bien, intenté una segunda vez y ahora voy en la tercera. Aunque debo reconocer que todavía sigo prefiriendo ser yo el que lave los platos.

miércoles, julio 21, 2010

Wet shirt

¿En qué me metí cuando dije que iba a escribir algo diariamente en el blog? Ya no digamos que mi imaginación no da para tanto, porque no se trata de eso, simplemente es que hay días que deberían durar más y, otros, admitámoslo, deberían durar mucho menos. Pero ya entrados en materia, resulta que ayer fue uno de esos días en los que me dije a mí mismo, desde tempranas horas, que debía ir al gimnasio. No es sólo que tenga las rodillas estrábicas, hay razones de mucho peso para autoconvencerme de la necesidad de pisar ese infernal lugar por lo menos dos o tres veces por semana, independientemente del nivel que marque el perezómetro. Esta semana en particular la había iniciado con una flojera monumental para todo lo que fuera físico, mi displicencia atlética no podía ser peor.

No obstante, me decidí a ir al gimnasio. Justo antes de subirme al carro empezó a caer una llovida que debe ser que Dios estuvo reconsiderando un segundo diluvio por todas las sodomías y gomorrías de veinte siglos. Se le ocurrió buen lugar para hacerlo Costa Rica, claro, en fin que aquí ya ni se nota y de la lluvia no ve uno lo duro, sino lo tupido. Hice todo mi trayecto con un tráfico potenciado por razones hídricas. Llegué al gimnasio y del cielo seguía cayendo el agua como si fueran pedazos de escombros de toda la temporada de huracanes. Esperé en el carro un buen rato, pero la paciencia no es una virtud que tenga en mi patrimonio (más bien escaso) de virtudes.

El carro estaba a unos cincuenta metros de la puerta del gimnasio. Consideré retirarme e irme a leer a mi casa, pero ya para esas alturas me dio vergüenza una falta de diligencia de ese tamaño. Entonces decidí, por qué no, correr hasta el gimnasio, servía que así iba calentando y no me mojaba tanto. Claro, a nadie se le olvide que yo soy del desierto, que la lluvia es un conocimiento que no tengo adquirido. Cuando llegué al gimnasio sólo pude ver la cara de asombro de todos mientras contemplaban como iba yo, mojado hasta la ropa interior, con la camisa blanca que ese día llevaba, empapada, que dejaba translúcido todo mi torso, como en un concurso de camisas mojadas, con menos carne, eso sí, de la que normalmente se muestra. Se me podían ver hasta las pecas de la espalda, sólo era cosa de fijarse. El peinado había perdido toda su estructura y más bien semejaba perro recién bañado.

Es que aquí no llueve, aquí caen cubetadas de agua. Y ya para la otra calculo mejor y si está lloviendo así, no daré otro espectáculo de wet shirts (que nadie pidió y tal vez ninguna de las cien personas que me vieron en el gimnasio supo apreciar) y haré lo que todo valiente debe hacer llegado su momento: irse a su casa a ver películas y comer palomitas de maíz.

martes, julio 20, 2010

Re-conociendo Sonora

¿Qué hace que uno pueda reconocer su tierra como propia? Como si pudiéramos olerla con los ojos cerrados, como hacen las crías recién nacidas que se mueven hasta encontrar la teta materna. No me queda claro si es un proceso racional o más bien un asunto meramente intuitivo, es decir, que reconocemos a nuestra tierra por el conjunto de pequeños detalles que conocemos de ella (reconocer = conocer dos veces) y que podemos definir o la reconocemos simplemente por instinto. La pregunta tiene rato dándome vueltas en la cabeza y se me ha presentado con la lectura de dos libros de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes y 2666.

En ambas novelas el escritor chileno habla de ciudades imaginarias que están en Sonora, en mi tierra. En Los detectives salvajes son más bien lugares casi míticos, Villaviciosa y Santa Teresa, a donde se fue a vivir una desaparecida poeta que creó el movimiento literario de los realvisceralistas. Sólo una pequeña parte del libro pasa realmente en estos lugares imaginarios sonorenses, aunque menciona de refilón muchos otros que sí existen, pueblos pequeños la mayoría, algunos muy cercanos a Huásabas, lugares que conozco y de los cuales escuché hablar toda mi infancia y juventud, no como parte de mi ficción sino como parte de mi realidad. Los detectives salvajes en su gira por Sonora habrían pasado por Huásabas, a un lado, cuando fueron de Los Hoyos a Aribabi. Leer de estos lugares en la pluma de un grande como Bolaño, con sus nombres publicados en ediciones cuidadosas (y caras) de Anagrama era una experiencia un tanto extraña, como si mis nociones de realidad se molestaran de que la ficción quisiera usurparlas. Otras veces, era la incomodidad de no reconocer la imagen que yo tenía de esos lugares en las descripciones que hacía el escritor.

En 2666 la mayor parte de la novela pasa en la ciudad imaginaria de Santa Teresa, que se supone está en la frontera entre Sonora y Arizona. Por esta razón, yo buscaba mi tierra en la novela y nunca la encontré. Cuando digo mi tierra, no me refiero a un lugar real, sino a la imagen que uno tiene de ella, a todos esos elementos que hacen que uno sienta que pertenece ahí, donde te identificas con el aspecto de la gente, con su vocabulario, con la manera de ser de todo y de todos. No sé si Bolaño pisó alguna vez en su vida Sonora, muy seguramente no y si lo hizo fue sin duda superficialmente. Lo que es claro para mí que soy de ahí, es que no la capta ni poquito. No capta su especificidad y la confunde con sus nociones generales de lo mexicano aprendidas en la ciudad de México y por extensión se las atribuye a un lugar, aderezándolas con las nociones estereotipadas y melancólicas de la frontera mexicano-estadounidense. Por ahí menciona el bacanora o gente que calza botas, habla de la carretera a Hermosillo, a Nogales, a Ures, del polvo, de los atardeceres de colores del desierto, pero nada más, casi nada de lo que yo reconocería casi olfativamente como sonorense. Como pude reconocer muchas en el libro de Arturo Pérez-Reverte, La reina del Sur, quien sí estuvo en Sonora y mayormente en Sinaloa, logrando captar con mucha precisión rasgos particulares del Noroeste de México y de la contracultura (¿cultura a secas?) relacionada con el narco.

A mi juicio, Bolaño escogió Sonora porque en su mente ahí se acababa Latinoamérica, porque en un sentido, ahí se acababa todo. Una especie de frontera entre lo real y lo fantasmal. Aunque sitúa Santa Teresa en Sonora y menciona cantidad de lugares reales del estado, no conoció esa mi tierra ni intentó hacerlo, quizás no sintió que tenía porqué. Pudo haber dicho Chihuahua, Coahuila, tal vez Oklahoma, era su ficción y era su decisión escoger Tangamandapio o Atacama. Fición al fin, nadie tiene qué reclamarle. No me hace pensar menos de él como escritor, sólo me ha dejado con esa pregunta. ¿En qué reconozco yo a Sonora? ¿En el aroma a carne asada, en que al decir tacos esto signifique automáticamente "tacos de carne asada", en que la tortilla sea de harina (de trigo) y no de maíz? O tal vez en que la gente hable gritando o en su gusto por el beisbol. En que la otredad sea cualquier cosa que esté al sur de Estación Don. No lo sé, me inclino más bien a creer que la reconocería también con el olfato, no con el intelecto, cuando pueda oler a mi propia familia, a mis amigos, al taquero, a la señora que hace tortillas sobaqueras, en vez de los seres grises, como empolvados, como de ficción, a los que ya se les acabó el alma, como son los que leo en Bolaño. Que huelen, pero cuya aroma no reconozco como propia.

lunes, julio 19, 2010

Clandestinidad en horas hábiles

Ante la pregunta común de qué hacemos en las embajadas, yo suelo contestar que somos el cajón del sastre, venido a más con la etiqueta "diplomático" que se supone le confiere dignidad al encargo. Hoy, por ejemplo, acabo de llegar de pagar una cuenta de hotel, como parte de mi encargo diplomático. No fui yo quien se hospedó en ningún lado, sino que se trató de unos impuestos no cobrados en su momento, pero de igual forma debidos, que hubo que solucionar con mis "buenos oficios", sólo por decirlo bonito. No voy a abundar en los detalles logísticos de la gestión, porque yo cuando empiezo a escuchar a los contadores explicar las razones de un pago, pongo el cerebro en stand by y me programo la cancioncita de los carruseles - ésa de tin tin tiririn tin tirín tin tirirín ad infinitum -, cuando veo que ya terminó la explicación o que ya es educado interrumpir pregunto, o bien, cuánto le debo, o bien, cuánto me deben, pongo atención a la cantidad y listo. Hoy no fue la excepción, la contadora del hotel me empezó a hacer un tanto largo el cuento, puse la canción del carrusel y luego le dije cuánto le debo. Ella me explicó otras tantas cosas de la contabilidad del hotel que tampoco entendí, excepto la parte de "acompáñeme al casino para que haga ahí el pago". Yo pensé "ah qué caray", como hago casi siempre que me sorprenden, y me dirigí junto a la contadora al casino.

Resulta que en México por alguna razón que tampoco he podido nunca entender los casinos no están permitidos y sólo hace poco empezaron a crearse algunos pero con algunos eufemismos idiotas como salas de juego o algo así. En fin, cada país tiene sus manifestaciones de puritanismo y en México se nos manifestó en considerar a los casinos lugares de vicio, no aptos para una sociedad trabajadora y honesta. El asunto es que por haber estado prohibidos en mi país, mi esquema mental hace que yo los vea como algo clandestino, me los imagine borrosos, humeantes y los relacione con Al Capone o figuras de similar reputación. La idea de ir a hacer el pago al casino en horas hábiles, he de confesar, me puso un tanto nervioso, ya me imaginaba mi foto en un expediente de alguna Contraloría con un puro en la boca y fajos de billete perdidos a las apuestas en un lunes cualquiera a las tres de la tarde. Sin embargo, no pensaba discutir con la contadora un tema de pagos, que obviamente es su campo de batalla y en el que yo tenía todas las de perder.

Van a decir que invento, pero lo primero que vi al entrar al casino, tenuemente iluminado como era de esperarse, fue un hombre con un ojo nublado. No es por contribuir al realismo mágico latinoamericano, pero juro por Dios que el primer tipo con el que me encontré estaba sentado en una mesa de ruleta y tenía un ojo más borrado que una nube. El otro ojo con el que me dirigió una mirada más bien furtiva era perfectamente normal. Yo nada más seguía a la contadora, tratando de contener mi asombro de ver que aquello estaba repleto en un lunes cualquiera a las tres de la tarde. En una mesa de una esquina un grupo de chinos jugaban algo con cartas, probablemente Blackjack. Obviamente supuse que se trataba de un peligroso brazo de una mafia china inmisericorde. Claro, tal vez fuera simplemente un grupo de chinos en la juerga, o costarricenses de origen chino con un trabajo perfectamente decente. Pero eso no lo pensé, hasta ahora que lo escribo.

Hice mi transacción en una pequeña oficina llena de contadores, donde seguramente el trabajo es tan aburrido como en cualquier otra de tipo similar, pero también pensé que por ahí pasarían a lavar su dinero criminales consumados. Al salir, vi a algunas señoritas de tacones más altos y faldas más cortas que el promedio, que me hicieron pensar en el lucrativo negocio de las carnes, la trata de blancas (o morenas, que para el caso es lo mismo) y el turismo sexual. Salí de ahí invocando el nombre de la mitad de los integrantes de la corte celestial y listo para unirme a la vela perpetua, porque una cosa es la clandestinidad así nomás a secas, pero otra, muy diferente, es la clandestinidad en horas hábiles. Un espanto.

sábado, julio 17, 2010

De lo cursi y otras fruslerías

"Si pudiera bajarte una estrella del cielo, lo haría sin pensarlo dos veces porque te quiero, ay, y hasta un lucero"

La frase que transcribo con propósitos estrictamente no lucrativos, es de una canción de reciente factura interpretada por Enrique Iglesias y Juan Luis Guerra. Como puede intuirse, es uno de esos éxitos comerciales que suenan en todos lados por un tiempo con tonada pegajosa. Tiene lo meloso del primer cantante con lo sabroso-tropical del segundo. No quiero, eso sí, que parezca que estoy juzgándola con desprecio o complejo de superioridad cultural o estética. No, qué va, por lo contrario, vengo ante ustedes para confesar uno de mis gustos culposos, mis guilty pleasures para agregar un toque esnob al comentario. La semana pasada oí esta canción por enésima vez en la radio y me decidí a comprarla. Entré a iTunes Store y por sólo 12 pesos mexicanos en quince segundos estaba meneando las caderas a ritmo de Enrique Iglesias y Juan Luis Guerra.

Hoy la escuché otra vez y cuando puse atención a la letra, me encontré con una fruslería del tamaño de "si pudiera bajarte una estrella del cielo, lo haría sin pensarlo dos veces". Lo primero que pensé es si este hijo de Julio Iglesias será pre Galileo y no ha tenido la fortuna de enterarse de que las estrellas son más bien esferas calientisimísimas de tamaños pornográficos, casi imposibles de dimensionamiento humano y no joyas brillantes adheridas en una bóveda celeste. Porque si no se ha enterado podríamos recriminarle su supina ignorancia, pero si ya lo supiera sería aún peor porque le estuviera diciendo a su probable amada que le encantaría bajarle un objeto astronómico a millones de grados centígrados con la única probable consecuencia de dejarla reducida a cenizas, junto al resto de la infame humanidad. Además, agrega el hijo de la gran Presley, que lo haría sin pensarlo dos veces. Ahí, el tipo no sólo está confesando sus asesinas intenciones, sino que casi se podría decir que está haciendo apología de un delito de lesa humanidad.

La razón de tal ocurrencia la explica él mismo con las siguientes palabras: "porque te quiero", que aderezó con una interjección poco creíble, "ay", que creo era porque le sobraban notas a la canción o le faltaban sílabas al verso, que es lo mismo. Y todavía se explaya, el muchacho, y así como un toque más de amor infernal o de ignorancia extrema agrega "o hasta un lucero". Otro manifestación de ignorancia extrema. Siendo el lucero otro planeta del Sistema Solar que por lo menos no hierve a la misma temperatura que las estrellas, ni es tan grande, ni está a distancias tan horrorosas, no debería decir "o hasta un lucero" sino "o ya de perdida un lucero".

El caso es que el debido análisis de la letra de esta canción que a simple vista se presenta como simplemente cursi, nos lleva a la conclusión de que estamos enfrentados ante un dilema: o Enrique Iglesias ignora todos los avances que han hecho la astronomía y otras ciencias naturales durante los pasados cuatro siglos o su intención es carbonizar a su amada y llevarse entre las patas a todos sus coetáneos del planeta Tierra. Claro, agrega el típico enunciado contrafáctico "si él pudiera", lo cual todos sabemos que, para nuestra fortuna, no es el caso.

En otras ocasiones, ya he confesado que mis placeres culposos son tantos que difícilmente puedo llamarlos así, simplemente se podría decir que tengo mal gusto. Efectivamente, esa es la razón principal y mi respuesta es y será siendo un altivo "¿Y qué, y qué, y qué?" Pero concediéndoseme que mi gusto por algunas manifestaciones de la cultura pop (por llamarla de alguna manera más favorecedora) son guilty pleasures, no se puede dejar de admitir que grandes pensamientos críticos pueden emerger, si se les otorga el suficiente cuidado, hasta de las letras de las canciones pegajosas de la radio.

viernes, julio 16, 2010

Lecciones de prudencia británica

Trascendió ayer en la prensa (me encanta decir trascendió) que los de British Petroleum finalmente habían podido clausurar la fuga de "petroleum" que tiene tres meses inundando el Golfo de México, pintando de chocolate a los pelícanos de la zona. También dijeron que había que ser prudentes, a lo cual yo pensé: "ay Dios mío, el burro hablando de orejas". Se referían, claro, a que no había que echar las campanas al vuelo de alegría porque (esto no lo dijeron, sino que yo pongo palabras en su boca ante la omisión expresa) el tapón pronto se nos descorcha, sale flotando en alguna playa de Florida y el petroleum británicum seguirá fluyendo un rato más porque todavía quedan quince pelícanos que no se han embarrado y están esperando poder salir en las fotos.

La verdad es que, de momento, no están los de BP para pedirle prudencia a nadie. Deberían cuidar más ese fraseo, porque si alguien ha pecado de imprudente este año son ellos (además de Evo Morales con lo de las hormonas en los pollos que causan homosexualidad, Hugo Chávez con su abundantísima batea de babas, los norcoreanos hundiendo a punta de misilazos a sus casi compatriotas del sur, el ejército israelita haciendo lo propio contra activistas turcos... bueno, la lista es larga). Digo que la prudencia es una virtud de la que han carecido, porque no es prudente derramar esas cantidades de crudo ni de cocido en ningún lado. Sin contar que tampoco han sido prudentes las declaraciones del tipo que dirige BP, ni prudente es considerar imprudente la esperanza de que de una vez por todas cierren esa maldita fuga y empiecen en serio con el control de daños.

jueves, julio 15, 2010

Propósitos de mediados de año

Por algún motivo completamente ajeno al cambio de año - única razón socialmente legitimada para hacerse propósitos así nomás porque sí - hoy me propuse proponerme un propósito (sí, con toda la cacofonía y redundancia que el enunciado encierra). Me decidí a publicar diariamente algo en el blog. "Publicar" tal vez sea una palabra muy grandilocuente, porque implica hacer público algo y esa connotación rebasa los límites y alcances de mi propósito. Escribir diariamente algo, sería más preciso. La decisión no fue tomada así nomás a la ligera como a veces hago cuando decido, sino que me cuestioné a mí mismo la conveniencia de una medida por un lado quijotesca, de un idealismo que supera las naturales limitaciones de mi imaginación, y por otro lado dantesca, por lo infernal que resulta la masificación de la palabra escrita. Sin mencionar que a veces del cerebro no me sale absolutamente nada por más que puje (en obvia analogía escatológica en cuyos detalles no pienso abundar). Pero el otro Rafa, personificado en ese angelito (más bien diablito, el picarón) que me susurra cosas a la conciencia me dijo rotundamente "Ahí está el detalle". Creo que lo que quiso decir fue "ahí está el reto" pero usó la cita de Cantinflas para darle un realce más cómico a la ocasión, lo cual no logró.

Entre las consideraciones que tengo que resolver están:

1) ¿Va a tener la publicación diaria un estilo definido? ¿Va a tener este carajo blog, por primera vez en su vida, un estilo? La pregunta va en el sentido de si el blog va tener, por así decirlo, una manera de ser. Si va a tratar el tema del día, si hará crónica social, si va a ser un blog de análisis político (Dios nos guarde). No, la respuesta es naturalmente que no, que yo nunca he sido un bloguero consistente y es esa inconsistencia lo único que podrá caracterizarme. Escribiré lo que se me ocurra en el momento de dar clic a "Nueva entrada" (tómenlo como amenaza).

2) ¿Las entradas van a ser más cortas? Sí, aunque no lo parezca, el que esto escribe (eufemismo del peor gusto para sustituir el pronombre personal "yo" que, además, ni siquiera es imprescindible en español cuando aparece junto a un verbo conjugado), decía que, aunque no lo parezca, el que esto escribe es un amante de la brevedad y la considera una virtud. Trataré por todos los medios de contener la verborrea (enfermedad altamente peligrosa para el bienestar del alma) y hacer entraditas más cortas, usando el símil de la palabra "entrada" con la hermosa costumbre de los restaurantes de llamar así lo que te dan para estimular el apetito y no para acabar con él.

3) ¿Voy a ser cuidadoso con la edición, o sea, no cometeré errores ortográficos, de puntuación o simplemente de dedo? Sí a las dos preguntas. Sí seré cuidadoso, pero Dios sabe que no me dotó con ojos muy quisquillosos para la autocrítica, así que, a pesar de intentar no incurrir en todos estos errores, la verdad es que sé que sí los cometeré y se acentuará su aparición por aumentar la frecuencia con la que escribo.

Habiendo analizado parte por parte los elementos de mi propósito, se los dejo a su consideración, haciendo la recomendación que la Ley de Medios y Publicidad me exige (debe leerse de manera rápída e imitando voz grave de locutor de radio):

Esta actividad puede ser peligrosa. No intente repetirla en casa si no está bajo la supervisión de un adulto.

martes, julio 13, 2010

Nuevas fobias

Intenté escribir algo y me venció el miedo. Un miedo irracional y no justificado. Tuve miedo de que lo que escribiera fuera demasiado malo. Malo inclusive para mí. Ahí me detuve. Se me congelaron las articulaciones de las falanges, falanginas y falangetas con las que escribo a velocidades muy convenientes. Pero, sobre todo, se me congelaron las ideas nonatas en el cerebro. Me está haciendo daño leer, pensé. Debería retomar lecturas más ligeras, pensé, como Condorito. No, pensé, mejor aquí le paro porque me resulta cacofónico repetir, como lo hice, tres veces "pensé" (y ya van cuatro, pensé, ¡joder! Ahora van cinco).

jueves, julio 01, 2010

Cosas que quiero hacer y no he hecho

Si alguien vio la película The Bucket List va a pensar "ah que Rafa tan pirata". Pero ¿y qué, y qué, y qué? La idea de hacer una lista sobre las cosas que uno quiere hacer y que no ha hecho me la trajo a la memoria Olga, una de mis mejores amigas y que se ha convertido hace un tiempo al bloguerismo. Es, además, un excelente escape de la imaginación para regodearse con lo que vulgarmente se conoce como "soñar despierto" y, por otra parte, escribirlas sella una especie de compromiso con uno mismo que te amarra a tu obligación de no andar perdiendo el tiempo, ni dejando ir la vida así nomás como así. Y es que no hay derecho, no somos Matusalén y no vamos a durar 900 años sobre la faz de la tierra. Ni va a pasar, por más que algunos imprudentes seguramente lo desean, lo que Saramago escribió en Las intermitencias de la muerte, en que en un país determinado la gente dejó de morirse. ¡Dios nos guarde!

Así que mejor empiezo, porque yo es que tomo una digresión y me voy yendo hasta que termino por hartar a los que esperaban encontrar algo de sustancia en mis conversaciones:

1. Tener un gato. Tal vez se llame Misifú o Juansintierra, pero es un animal que me gusta mucho. Lo malo es que creo que aún no estoy listo para la paternidad gatuna porque la sección de alimentos para animales del supermercado me da como asquito y pensar qué voy a hacer con la mascota cuando salga de viaje me provoca harta pereza.

2. Irme a vivir un tiempo a la Provenza francesa y otro tanto a la Toscana italiana. En la primera me gustaría irme a la pizca de la lavanda así por más que sude en mis labores agrícolas seguiré oliendo a tienda de productos aromáticos. En la segunda, me gustaría dedicarme a la pizca de la aceituna y tragar cantidades industriales de aceite de oliva artesanal. Como verán, no escogí estas regiones por el puro glamour, sino por combinar (y convinar) éste con mis aspiraciones netamente campesinas.

3. Retirarme en Huásabas a la vida contemplativa, a leer y a escribir. Es un poco complicado querer retirarse cuando la vida laboral apenas ha comenzado y la tendencia es a ir aumentando la edad de jubilación hasta los confines de la esperanza de vida pero, bueno, hay que ir pensando en el futuro por aquello de que sea cierto que la vida se va en un abrir y cerrar de ojos, no vaya a pasar que en un par de pestañeadas se llegue la hora y nos pille desprevenidos y tenga que andar rondando las oficinas protestando para que no me jubilen.

4. Conocer Estambul y quedarme ahí un par de semanas. Ok, los planes empiezan a hacerse razonables.

5. Escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Mmmmhhh... creo que eso ya lo había dicho alguien más. Y ahora que lo pienso, aunque mis dos hermanos se disputan conmigo haber plantado el olmo (que en realidad es fresno) que está en el patio de la casa, yo sigo sosteniendo que fui yo el que lo plantó. Por lo menos, fui yo quien lo llevé a la casa, porque he de conceder que nunca fui muy bueno para los trabajos manuales. Lo de escribir un libro puede ser remplazado por un blog, que requiere menos trabajo concienzudo de edición pero que suma muchas horas sentado frente al teclado, por lo que no se le debe restar ningún mérito. Un hijo, ¡caray! También me da cosita la sección de alimentos para bebé del supermercado y, muy especialmente, la de pañales.

6. Estudiar algo más. No sé si otra maestría o un doctorado, tal vez solo una especialidad pero poner a trabajar a este cerebro con rigor académico aceptable.

7. Hacer servicio comunitario (de preferencia voluntario y no ordenado por algún juez como castigo por mis actos).

8. Aprender a cantar. Urrrrrge. O si no, por lo menos, tomar clases de canto, que no es lo mismo ni es igual.

9. Subir de peso y enderezarme las rodillas genéticamente deformes. Añadido muy recientemente.

10. Ir a una fiesta de disfraces, vestido con un disfraz de verdad y no con uno que haya que echarle imaginación para entenderlo.

Aquí le paro, porque si pongo muchas cosas me abrumo, empiezo a hacer cuentas y no me salen.