miércoles, diciembre 07, 2011

Nicaragua, 2011

Uno se hace ideas preconcebidas de muchos lugares, al menos cuando no hemos podido viajar lo suficiente para tener ideas post-concebidas al respecto. En mi cabeza, Nicaragua era un lugar muy pobre (es, de hecho, el país más pobre de América Latina, excluyendo a Haití, que es más bien caribeño que latinoamericano). Además de la guerra sandinista de finales de los años setenta y la reeleción (ahora por tercera vez) de Daniel Ortega en la presidencia, la verdad es que no sabía tanto del país. Pero había algo que sí sabía: dos grandes amigos de mi generación de diplomáticos de carrera viven ahí, por lo que en la jerga llamamos "las necesidades del servicio" (omnipresentes, omnipotentes y omniscientes necesidades del servicio). Eso y que entre los colegas diplomáticos de mi generación adscritos a países centroamericanos ya hemos instaurado la costumbre de viajar juntos dentro de la región. Ya vinieron a visitarme a Costa Rica, posteriormente fuimos a Antigua, Guatemala, y ahora tocaba el turno a Nicaragua.

El viaje empezó con nervios. Por dos razones. La primera, un día antes de que comenzara hubo uno de esas erupciones de presión de la Cancillería que me hizo temer todo ese día que tendría que cancelar mi participación en tan ansiado viaje. La segunda, porque volé en una aerolínea que para decirlo bonito era de "bajo presupuesto". Y el problema no era presupuestal o de pérdida total de glamour (que se me da con frecuencia y hay que reconocer que tiene su encanto}, sino que se trataba de avionetas pequeñas y que vuelan a la merced del clima a alturas muy modestas. El tamaño no era tampoco el problema porque, a diferencia de una vez que volé por Continental Airlines (las aerolíneas gringas apestan, hay que decirlo), esta vez al menos podía mantener el cuello erguido y evitar la tortícolis que me causó volar con la cabeza inclinada hacia la derecha para caber en la minúscula aeronave. Pero los aviones pequeños se mueven como montañas rusas y la náusea no se hace esperar. El problema mayor era la altura que alcanzaba el aparatejo que daba la impresión de una vulnerabilidad terrible (¡de cuán pequeños somos para caer al suelo así nomás porque sí!). En un momento, ya en el aire, se oía como los motores con todo su esfuerzo intentaban mover el aparato, mientras viendo el suelo podías notar como no avanzábamos para ninguna dirección. Me faltaron santos en el cielo a quienes rezarle, pero sano y salvo (aunque más amarillo que de costumbre) llegué a Managua.

Me encantan esos momentos en los que uno llega a un aeropuerto y se encuentra las caras conocidas de los amigos o familiares que fueron a recibirlos. Cómo se arquean las cejas mientras el cuello se estira para ver entre la multitud indeterminada en el instante del rencuentro, en el instante del gusto que causa el rencuentro. Ahí estaban Rodrigo, Mariela y Enrique. Y ahí mismo nos montamos al carro después de sentir el calorcito que hace en estos lares cuando está uno a nivel del mar y nos encaminamos al suculento desayuno en un lindo hotel boutique contemporáneo, cuya musicalización estaba más bien atrapada en décadas previas, por allá cuando Richard Clayderman tocaba al piano canciones (que yo creía que eran música clásica, ¡qué oso!). Pedí un desayuno nicaragüense, para probar los sabores típicos locales, como marca la tradición.

Lo que más me gusta de estos viajes fabulosos que hago con mis amigos es que tanto el desayuno, como la comida, como la cena, son espacios para el deleite del paladar, del humor y, cuando se puede, hasta del intelecto. Sentarse a la mesa es un momento central del viaje (muy repetidamente), porque no se come únicamente para vivir y reponer energías, sino que el acto en sí mismo es disfrutado y planeado cuidadosamente por los anfitriones. Esta ocasión no fue, para nada, la excepción. Lugares hermosos, buena cocina, cocina típica (que es por antonomasia una buena cocina). Todo estuvo delicioso, hasta los nacatamales, que por su nombre populachero no me inspiraban tanta confianza pero que resultaron ser una delicia y una espectacular bomba de calorías (como me gusta a mí la buena cocina).

Otra de las bellezas de este viaje fueron las experiencias de involucramiento directo con la naturaleza. Va pasando el tiempo y el asfalto u otros materiales de construcción se vuelven monopólico en nuestras vidas, sólo para descubrir que de vez en vez llenarse de polvo, de lodo, de sudor es fantástico. Una verdadera reconocilación con la naturaleza. En ese tenor fue que subimos a la cima de un volcán aún activo, nos internamos en su cráter de donde emanaban sulfuraciones varias (seguramente tóxicas) y ya en la cima, muchos pujidos después, el guía (so to say) nos contó algunas leyendas (espero que míticas y sin fundamento empírico) del lugar. Una vez en la punta del volcán llegamos a un punto en el que haríamos "sandboarding", es decir, tomar una tabla y deslizarse por las faldas del volcán aprovechando la amigable (no tanto) arena volcánica. Vale decir que en mi caso el desempeño fue catastrófico. A mi ya de por sí mermada capacidad para las actividades de tipo deportiva, se sumó que la tabla sobre la que me deslicé era una cosa hechiza y que el "guía" (énfasis en las comillas) no sabía cómo instalármela en las extremidades ni tampoco daba recomendaciones sobre lo que hacer y lo que no hacer. El lado brillante de la historia es que mi trasero quedó exfoliado profundamente (eufemismo para "raspado") y que cuando no iba escupiendo para quitarme el polvo volcánico de la lengua, me iba riendo a carcajadas, mientras intentaba no romperme las rodillas.

La otra actividad natural que hicimos fue dar un largo paseo en el inmenso lago de Nicaragua (donde hay tiburones de agua dulce) en kayak. Fue al atardecer y creo que siempre recordaré ese momento en el que se ven los últimos destellos de luz, se respiran los olores a hierba y humedad, se escucha únicamente el golpe del remo en el agua y se logra sentir una tranquilidad que se mete a la mente y la purifica. A esas alturas ya no hablábamos tanto, había que reservar el aliento para dar los últimos remazos y pensar en lo que cenaríamos.

Centroamérica tiene un paisaje natural fabuloso, es de un verde casi pornográfico, agua por doquier y cadenas de volcanes cónicos y simétricos parecen los guardianes de tanta fragilidad que la compone. Pero a ese paisaje natural tan esplendoroso se suma con mucha gracia el paisaje humano. Comunidades antiguas que estuvieron durante mucho tiempo aisladas de los grandes centros de desarrollo de la civilización. Desde los tiempos de los imperios azteca e inca, la región quedó en lontananza de los más grandes centros urbanos. Y durante la Colonia española estuvieron también alejados no solo de la metrópoli sino de las principales ciudades americanas. Actualmente, son aún países territorial y poblacionalmente pequeños, comparados con el resto de América Latina. Ese relativo aislamiento los ha hecho sociedades muy auténticas, reservadas con lo que es extranjero y a la vez de trato cordial y caluroso.

En Nicaragua el tema de la pobreza no puede escapar la mirada del visitante. Algunos puntos de la capital, Managua, parecieran haberse supendido en 1970, y se entiende porque desde entonces el país vivió un temblor devastador, una guerra civil muy dolorosa y el proceso posterior ha sido muy accidentado. En las carreteras (que están mejor que las costarricenses, hay que decirlo) se ven pasar todavía decena de carretas jaladas por mulas y en los caminos secundarios otras tantas jaladas por yuntas de bueyes, algo que hasta yo que soy el campo consideré siempre una cosa enterrada en el pasado. La desigualdad del país no parece tan grande, la riqueza me pareció menos ostentosa que en México o los otros países de Latinoamérica que conozco, pero según me dicen una causa es que los ricos nicaragüenses se van a Estados Unidos a disfrutar tranquilamente de sus ganancias fuera de su empobrecida patria.

No puedo terminar este breve (¡ajá!) relato, sin mencionar la apasible belleza de las dos ciudades coloniales nicaragüenses: León y Granada. El ambiente relajado, provincial, de las dos ciudades combina perfectamente con las antiguas iglesias barrocas, las sobrias casonas y los pequeños callejones al final de los cuales siempre habrá un imponenente y simétrico volcán que lo ha visto casi todo.

He de admitir que en mi lista de viajes prioritarios de hace unos años, no estaba presente un lugar como Nicaragua. Que los recovecos de eso que llaman tan pomposamente el "destino" nos hacen vivir cosas que ni siquiera imaginábamos. Viajar a Nicaragua, reír con mis amigos, gozar de volcanes, de lagos, de ciudades antiguas y alejadas, fue uno de los viajes más completos que he hecho en años. De esos que, al recordarlos, te hacen voltear la cabeza a un cielo indeterminado, sonreír lentamente y admitir las ganas de repetirlo.

martes, noviembre 15, 2011

En el día menos pensado

Me he jurado varias veces promesas que no he podido cumplir: dejar de tomar coca cola, usar hilo dental con regularidad, ser una persona seria y formal. Entre esos compromisos auto-vinculantes, en los últimos meses me he propuesto repetidamente volver a escribir en el blog y, de cumplirlo, hacerlo bien. Me he fallado. Una y otra vez. Cada vez que lo he intentado, el primer párrafo me convence que debo dejar la tarea para después, para cuando tenga algo que contar, sobre todo para evitar la pena de leerme en mis peores momentos a quienes por alguna razón terminarían haciéndolo. Sin embargo, ese ejercicio de “procrastinación” (palabra que en español no existe, pero que podemos adoptar fácilmente por su genética latina), que consiste en dejar para después lo que podría hacerse ya, debe terminar.

A reserva de superar la maldición que me evita escribir con naturalidad para este maltrecho blog, voy a contarles a los hipotéticos lectores de éste dos cosas buenas que me han pasado. Son banales e inconexas, que quede claro, pero no todos tenemos una vida que te ofrezca a cada rato aventuras a lo Indiana Jones, guiones para tragedias griegas o emociones intensas como de film noir. ¡Qué va! La cotidianidad tiene entre sus características la falta de sobresaltos y eso para los escritores poco talentosos en la introspección –como yo, que ni siquiera soy escritor– es puro veneno.

La primera cosa que hay que contar, con un lamentable retraso, es que cumplí años. 31 años. Es un número de ésos que por más que uno le da vueltas no tiene nada de especial. No son los 15 años en los que a uno “se le presenta en sociedad” (creo que eso fue en otra vida, y debo de haber sido una chica de sociedad de la época porfiriana). No son los 18 en los que uno puede votar y ser botado (no es error ortográfico, lleva maña). Tampoco son los 21 en los que uno ya puede entrar a los bares en Las Vegas (esto puede ser un hito en la vida de ciertas personas, no hay que juzgar). Los 30, por ejemplo, tienen también su gracia, o los 33 para los que gustan de tener la edad de Cristo al morir (hay todo tipo de obsesiones raras). Pero que el número no tuviera nada de especial no significa que cumplir un año más de vida en este mundo de pandemias y enfermedades raras no sea un excelente pretexto para festejar.

Lo más rescatable de mi cumpleaños fue sentirme maravillosamente acompañado a pesar de estar lejos de mi familia y de muchos de mis mejores amigos. Sí, ya sé, qué cursi me estoy poniendo, pero la otra ventaja de los cumpleaños es que se puede dar uno ese tipo de licencias. Digo, el costo que representa avejentarse debe venir con alguna bendición para compensar la pérdida de juventud. Aunque suene cursi, hay que decirlo. He tenido la buena fortuna de encontrar amigos excelentes en estas latitudes centroamericanas y pude compartir con ellos un año más de vida celebrando con cochinita pibil y tortitas de mole poblano. Y margaritas, claro, que fueron las verdaderas reinas de esa noche de excesos y defectos (como son todas las noches que valen la pena).

La otra cosa que quiero contar –presumir– es que la semana pasada fui al concierto de una de mis cantantes favoritas, Lila Downs. Esta mexico-estadounidense tiene una voz como la de los ángeles, no qué digo ángeles: como la de las palomas que dicen cucurrucucú, como la de las cucarachas que ya no pueden caminar y como la de las lloronas que tienen enamorados que son como el chile verde: picantes pero sabrosos. Lila Downs es desconocida por muchos, pero muy amada por los que sí la conocemos, entre ellos los del Carnegie Hall en Nueva York donde se presenta por estas fechas. Tenerla en Costa Rica por segunda ocasión y haber podido asistir a ambos conciertos son de esas manifestaciones de la vida que lo hacen a uno pensar que ha sido afortunado.

Ir a un concierto en el que la piel se te ponga como a las gallinas (y no me refiero a las plumas) debería ser una obligación consigo mismo. Un disco compacto puede hacer lo mismo si el intérprete nos fascina, pero la experiencia de compartir con un público que se emociona tanto o más que tú, le agrega un magnífico valor. Yo desafortunadamente la partida de gastos en conciertos es la primera que elimino cuando mi presupuesto se sale de control (o sea, permanentemente). Pero cada vez que salgo de uno, después de haber vivido la espiritualidad que el arte trae consigo, me lo reclamo acremente.

Conclusión de esta entrada a mi blog, no la hay. Moraleja, tampoco. Estilo literario, el caos. Pero a pesar de todo estoy con una sonrisita pícara de satisfacción en los labios por al menos haber vuelto a escribir algo. Malo, tal vez. Peor, ¿que qué? Pésimo, ¡caray, denme chance! Recuerden que hace un mes fue mi cumpleaños y la mayoría no me regalaron nada, además, ya viene navidad y es tiempo de compartir… ¡Esta gente tan inclemente!

viernes, agosto 26, 2011

La parte del atentado en Monterrey que es mi responsabilidad

Consternado por lo que pasó en Monterrey, reflexionando en lo que pudo haber pasado en nuestra sociedad (ojo, nuestra sociedad) para que algo así sea posible y pensando qué puedo hacer yo o mi círculo cercano para revertir la situación. Hasta ahora sólo se me ocurren estas ideas:

1. Si eres consumidor de drogas ilegales, deja de hacerlo porque son las personas que te las venden quienes están causando la violencia.

2. Fomenta los valores de armonía y convivencia entre tu familia y amigos.

3. Si trabajas en instituciones públicas, sé más profesional y busca que tu trabajo genere más equidad y justicia social.

4. Hagamos trabajo comunitario voluntario que haga nuestra ciudad un mejor lugar para vivir.

5. Si tienes contacto con niños y jóvenes contribuye a formarlos con menos apego a las cosas materiales (marcas de ropa, gadgets tecnológicos...) y que sepan que lo que al final importa es la trascendencia de sus acciones y la profundidad de sus sentimientos.

viernes, julio 08, 2011

De la insoportable brevedad de ser

Esta es la corta historia de un cuento corto. O, mejor dicho, de un cuentista corto obsesionado con la brevedad. Pensaba el cuentista, con mucha razón, que las palabras terminan ocultando la verdad, por lo que debía usar el mínimo posible para contar lo que sea que fuera. Su vida como escritor se volvió pronto una tortura. Su carrera literaria no era contra el tiempo, como la de muchos; ni contra la falta de talento, como la de la mayoría; sino una carrera contra las palabras. Una paradoja, como cabe imaginar, porque un escritor peleado con las palabras es como un músico peleado con el dorremí. Aunque si queremos hacerle justicia, hay que aclarar que no era la palabra en sí misma lo que abominaba sino su exceso.

Encontró en su momento una editorial interesada en publicar sus obras, pero les pidió un tiempo para revisarlas y dejarlas listas. La tortura de la edición de sus cuentos cortos, que se reservó para hacerla él mismo, fue la más amarga que tuvo que soportar. Era una labor que nunca terminaba. No podía terminar si siempre que creía haber reducido al mínimo su texto, la sensación de que sobraban las palabras era abrumadora. Llegó el momento en que hasta el célebre cuento corto de Augusto Monterroso le pareció larguísimo y tedioso. "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí", enorme. El psiquiatra, cuando lo visitó, le dijo que ese cuento era considerado la obra literaria más breve y que lo suyo parecía más bien un intento de entrar al libro de récords Guiness que ganas de escribir.

El encargado de la editorial empezó a presionarlo durante un tiempo, hasta que perdió completamente el interés en él y se olvidó por completo del cuentista corto. Él continuó el arduo trabajo de acortar sus obras, hasta que las fue eliminando una a una. Al final decidió que su obra sería solamente un cuento corto y que, en obvio de repeticiones, sería también su carta de suicidio. Escribió en una inmaculada hoja de papel "Adiós" y murió pensando que le gustaría haber escrito su obra en italiano, cuya palabra equivalente tenía sólo cuatro letras con una musicalidad más pronunciada, "Ciao". O haber sido argentino y completar mejor su tarea dejando escrita sobre esa misma hoja inmaculada su obra cumbre, de cuatro letras, "Chau".

lunes, junio 20, 2011

De reglas sociales desconocidas

Uno va normalmente por la vida como si ya supiera cómo comportarse. Llega a un restaurante y, mal que bien, no está uno pensando con qué cubierto se come cada cosa. Vamos, si es sopa por lo menos uno ya tiene claro que es con cuchara y no con cuchillo y tenedor. Las reglas de urbanidad aunque no las conozca uno al dedillo, más o menos las puede manejar sin pasar por un soberano bárbaro con la noción de que la verdadera educación es la que consiste en que nuestros comportamientos nunca hagan sentir incómodos a los demás y, en la medida de nuestras posibilidades, hacer sentir bien a los que tuvieron la suerte (no aclaro si buena o mala) de convivir con nosotros. Arriba del carro o del transporte público también uno ya se siente cómodo con las reglas que se sabe: en rojo te paras, en verde avanzas y en ámbar aceleras el pedal para no perder otro minuto en la intersección (es broma). ¡Ah! Y si hay un charco de agua junto a la banqueta, no pasar muy rápido para evitar dar un sucio chapuzón a los paseantes y peatones que tuvieron la (mala) suerte de estar en ese desdichado lugar.

Pero no es cierto que uno tenga tan dominadas las reglas sociales, sobre todo cuando hay cruce de dos culturas, ni siquiera para los que nos dedicamos a estos asuntos de la internacionalidad. Y no es por mala intención que tenga uno, sino que cuesta trabajo el asunto de entender reglas que no son propias. Por ejemplo, cómo indicarle a un español que frente a una señora respetable en México sería terriblemente desconsiderado usar la palabra cul*, que para él es tan neutra, porque seguramente incomodaría a su interlocutora, que la considera altamente altisonante.

Traigo el tema a colación, porque ayer me vi en una encrucijada de ésas en la que no tenia idea de lo que debía hacer. Llegué al vestíbulo del edificio donde vivo para tomar el elevador y también esperando el elevador estaba una vecina de evidente apariencia musulmana. Era una señora joven con la cara velada. Recordé imprecisamente que una regla para algunos musulmanes ortodoxos es que una mujer no debe estar sola en compañía de otro hombre que no sea su esposo o familiar, por lo que no sabía si sería incorrecto subirme al elevador con ella o esperar el siguiente. La verdad no recordaba si la regla sólo aplica para solteras o también para casadas y de cualquier manera no importaba porque yo desconocía su estado civil. Tampoco sabía si la señora era musulmana ortodoxa o no, pero el velo en un área pública del edificio donde vive, en un país no musulmán, podría indicar que sí. No sabía siquiera si del lugar donde ella provenía esa regla existe o no, o bien, si por estar en un país no musulmán tendría que cumplirse o era más bien irrelevante.

Total: yo era un mar de dudas y desconocimientos culturales y fácticos que me tuvieron atribulado en lo que duró la espera. Seguía contemplando la posibilidad de no subirme junto con ella al elevador, en fin que no llevaba yo ninguna prisa, pero si mi comportamiento no estaba justificado también daba para que ella se incomodara, como yo me hubiera incomodado si alguien evitara subirse al elevador porque voy yo. Cuando finalmente se abrieron las puertas me quedé parado, esperando que ella entrara, pero la señora con toda propiedad me dijo "I am going down", o sea, "voy pa'abajo". Y yo dije "ok, thank you" y pensé "fiuuuuf que yo voy pa'arriba".

Todo se arregló de una forma satisfactoria, me parece, aunque no sé si en efecto la señora iba al sótano o fue su salida para evitar incumplir una regla social/religiosa que está menos clara para un no practicante, en una situación completamente ajena a los tiempos en los que se creó la regla (que intuyo fue mucho antes de que hubiera edificios de departamentos y elevadores eléctricos). En conclusión, hay muchas cosas que uno ignora y con la pura buena voluntad no se logra mucho en esta vida, así que si alguien tiene más claro este punto, sírvase ayudarme con consejos al estilo Manual de Carreño para un mundo más globalizado.

jueves, junio 02, 2011

Los negocios de la carne

La piel muy blanca, arrugada, sorprendida por un bronceado mal hecho causado por un sol más ardiente que al que está acostumbrado. Lleva una guayabera o una fresca camisa de lino con estampados inquietamente florales. Bermudas. Para completar el estereotipo podemos agregar un sombrero estilo Panamá y un puro. Ahí lo tenemos, es el turista sexual en algún país de tierras cálidas y leyes laxas. Por supuesto que esta imagen corresponde a una idealización y requiere ser actualizada. Ahora la "elegante" guayabera (yo es que las abomino) se ha cambiado por una camiseta de algodón que ajusta el abultado vientre, con alguna breve leyenda. Y sandalias - irremediablemente -, con lentes de sol de JCPenney o, inclusive, de Walmart.

La nueva estampa actualizada y estéticamente relajada busca lo mismo: los negocios de la carne. Migran a tierras cálidas, como las aves, a satisfacer apetitos que tal vez por exóticos no obtienen en sus patrias. Desconozco los detalles específicos del fenómeno, pero ciertamente me temo que la trata de blancas, la pedofilia, el abuso y la misoginia no están del todo exentas de estas realidades. Lo dicen varios informes de organismos internacionales, de asociaciones civiles, de las propias autoridades de los países: en nuestro mundo y en nuestros días siguen existiendo estas formas de esclavitud que condenan a vivir a millones (el número es desconcertante) sin un marco de libertades mínimas, en condiciones miserables. Estas no tan nuevas formas de esclavitud son una de las grandes tragedias de nuestros días y como sucede con todos los mercados negros y objetos que se compran y venden en la clandestinidad, su verdadera causa es que exista la demanda de esos bienes y servicios.

No quiero jugar, de ninguna manera, de puritano. La moralidad sexual es un tema donde hay una amplia diversidad de criterios y un signo de nuestros tiempos es el respeto a esa diversidad. Sin embargo, ese relativismo no debe pasar por alto que la libertad sexual de los otros es un límite que se impone a nuestros apetitos. Del respeto a la libertad, a la dignidad y al bienestar de todos los seres humanos, nos toca hacernos cargo responsablemente a todos. Si se es la autoridad en la materia, la carga es pesadísima pero también lo sería la responsabilidad de no hacer todo lo posible por evitar toda forma de explotación sexual. Pero si se es ciudadano también hay mucho por hacer. O, más importante, no hacer.

Es cierto que el oficio de la prostitución es muy antiguo. Pero hay lugares que lo han regulado mejor que otros para evitar que quienes lo ofrecen sean víctimas indefensas en medio de una sociedad que por cuestiones morales las considera victimarias. Sor Juana Inés de la Cruz se cuestionó este estigma social de la siguiente manera: "¿O quién es más de culpar, aunque cualquiera mal haga, la que peca por la paga o el que paga por pecar?". El tema da mucho para broma porque la picardía sexual está muy presente en el lenguaje, pero también conviene reflexionar en esas cosas que se dan en los márgenes de nuestra comunidad. Tan en los márgenes que es fácil olvidarse de que los negocios de la carne no sólo venden alimentos, también atienden otras pasiones en las que, no pocas veces, el sufrimiento y la miseria ajena son los daños colaterales de los que el comprador no se hace cargo.

En el día de las trabajadoras sexuales (sí, es hoy).

viernes, mayo 27, 2011

Gustavo Adolfo

Se llamaba Gustavo Adolfo pero, a diferencia de su nombre, él no era nada cursi. Muchos pensaron que su madre sería una de esas mujeres adictas a las telenovelas y que de alguna de ella, genérica, se le habría ocurrido el nombre. Pero no fue así. A su padre le gustaba la poesía y era un gran admirador de Gustavo Adolfo Bécquer. A él, en cambio, nunca le gustó la poesía y cuando por pura curiosidad conoció la obra de Bécquer le resultó una fruslería de lo más chocante. Hay que entender que el problema... no, no vamos a decir problema, la característica definitoria de Gustavo Adolfo (el de esta historia, claro, no Bécquer) era que él nunca se apasionaba por nada. El poeta español, por el contrario, fue uno de los más célebres exponentes del movimiento conocido como Romanticisismo, que entre sus características tenía la exaltación de las emociones, de las pasiones.

Nuestro Gustavo Adolfo (porque como protagonista de esta historia podemos apropiárnoslo) nunca pudo apasionarse por nada. Y eso que lo intentó. En realidad, ni siquiera llegaba a sentir gran interés por ninguna cosa, la pasión fue de plano una emoción lejana a su vocabulario y sólo la conocía como un vocablo más del diccionario. Yo como narrador supuestamente imparcial de esta historia me rehusé a definir esa característica como un problema, pero Gustavo Adolfo sí que llegó a considerarla así. Al fin de cuentas la vida parece requerir de pasiones o, al menos, de aficiones, como una especie de combustible del impulso vital (si se me permite la expresión, un tanto imprecisa como metáfora).

Dicen que para entender a cualqueir persona sus circunstancias son fundamentales. Bueno, Ortega y Gasset dijo algo así y no soy yo quién para contradecirlo. Por esta razón y para enriquecer nuestra comprensión de Gustavo Adolfo citaré algunos datos de su vida que tal vez nos ayuden a ese efecto. Aunque tal vez no. Era de una familia bien del país. Y ya empezamos mal, porque lo de familia bien admite diversas interpretaciones. Algunos dirán que son "bien" los que alcanzan a acumular la suficiente fortuna para ganarse ese calificativo, pero todos sabemos que no. El burgués es una cosa y el aristócrata otra. Ahora bien, el criterio aristocrático podrá servir en otras sociedades, pero en México el ánimo republicano es tan viejo y fue tan avasallador que, por más que algunos lo intenten, es un concepto completamente ajeno a nuestra realidad. El que en México trata de hacerse pasar por aristócrata no termina más que haciendo el ridículo. El burgués, el que tiene dinero, parece ganar esa batalla. Pero no. Todavía nos falta un no sé qué que hace más complejo lo de "familia bien" y que no es únicamente el número de ceros en la contabilidad familiar. Menos en estos tiempos de narcotraficantes, secuestradores y demás delincuentes que se cuelan en la lista de Forbes, de los que nadie en su sano juicio hablaría como familias bien ni, mucho menos, familias de bien. Sin contar con que estéticamente el nouveau riche siempre ha sido una cosa espantosa. La familia bien en México, los biennacidos, son una combinación de gente con medios, pero con un tautológico sentido de pertenencia a la gente bien. Si los que pasan por gente bien no opinan que tú lo eres, vale más buscarle a la vida por otro lado. Así, es gente con medios, de cierta clase, que participa de actividades legitimadas (la religión, católica por supuesto, y la filantropía aquí son casi indispensables). Y como no podría faltar el absurdo mexicano, que étnicamente sobresalgan los genes del otro lado del Atlántico. No importa que seas mestizo, nada más que no se note.

En fin, de Gustavo Adolfo se podría decir con toda facilidad que era de una familia bien. Como tal, estudió siempre en escuelas privadas y, en general, sus padres se preocuparon por darle una educación esmerada (el cliché es terrible, yo lo sé, pero hay que respetarlo). Aprendió a tocar el piano y la maestra Goicoechea decía que lo hacía primorosamente, lo que sus padres creían a pie juntillas pero no tenían manera de comprobar dado su inexperimentado oído musical. También practicó varios deportes: natación, futbol y hasta polo acuático, con los equipos de su colegio. Gustavito Adolfo, como le gustaba llamarle a su mamá, todo lo hacía aceptablemente. Las calificaciones siempre buenas, la disciplina intachable (nada le aficionaba, ni siquiera el mal comportamiento). Lo que lo ponían a hacer, él lo hacía, no porque le interesara, no porque le gustara. Lo hacía porque había que cumplir con lo establecido y punto.

Pero el narrador quisiera aclarar en este momento (el narrador soy yo, claro, pero escribir en primera persona me tiene cansado) que Gustavo Adolfo no era una persona triste. No estaba frustrado por hacer cosas que no le gustaran, las hacía sin cuestionarse y todo salía bien. Y es que la tenía difícil, si se negaba a hacer las cosas que no le gustaban, terminaría por no hacer nada, porque como ya se ha repetido varias veces, no había nada que realmente le gustara. Triste no era como persona, que quede claro, o si acaso llegó a sentir tristeza siempre la disimuló con el buen semblante de su estoica existencia, porque a él eso de las emociones le daba más bien pereza. No me lo malinterpreten a Gustavo Adolfo, pero las manifestaciones sentimentales le parecían de gente baja.

Ayudaba mucho a que pasara desaprecibida su falta total de interés por las cosas que era una persona de muy buena apariencia. Todos sabemos que eso ayuda mucho. Estando bien lo de afuera, la mayor parte de la gente no se toma la molestia de cuestionarse si lo que está más adentro marcha bien. Aunque sí tenía algo especial, era un tipo rubio y al mismo tiempo moreno. No me refiero únicamente a que su pelo era rubio y su piel morena, que así eran, sino que al verlo parecía una persona rubia, pero si te fijabas bien tenía la piel morena. Su cuerpo no era compacto y fuerte como el de un moreno, sino de trazos delicados. Es difícil de explicar, tenías que verlo varias veces para llegar a la conclusión de no se podía decir con claridad si era rubio o moreno y vaya que normalmente eso se puede decir con facilidad. De hecho, un día su padre se le quedó viendo y observó lo moreno que era y hasta pensó mal de la mamá de Gustavo Adolfo y dudó por pocos momentos de su paternidad. Pero muy equivocado estaba, porque la señora era una santa en vida, su único pecado era que le encantaban los pastelitos a pesar de ser diabética.

Recapitulando podríamos decir que con todas las características descritas, Gustavo Adolfo resultaba una persona totalmente funcional: no se queja, se ve guapo, le va bien en la actividades normales, ¿dónde podría estar el problema? Instisto, según yo ser completamente desapegado de las cosas y (se oye feo pero también lo diré) de las personas, no parece en sí mismo un problema.

Cuando la tuvo más difícil fue cuando terminó sus estudios y empezó a trabajar. El trabajo lo hacía bien, como era de esperarse, pero a la hora de irse a casa tenía mucho tiempo libre que le costaba decidir en qué emplear. Por su edad, como es natural, los padres lo dejaban hacer lo que él quisiera. Normalmente uno a esa edad agradece mucho cuando los padres te dejan hacer lo que quieres, pero menudo problema tenía Gustavo Adolfo, ya que él, así de querer, no quería nada. Las horas de ocio las intentó pasar leyendo, pero sobra aclarar que, dado que nada le interesaba, no podía acabar ningún libro sin dormirse u olvidarse de qué iba la historia. La televisión todos sabemos que va de mal en peor, aunque para algunos los deportes, las telenovelas o las series algo de entretenido tienen. Para él nada. El zapping terminó por hacerle callo en los dedos hasta que decidió que lo mejor era ya no prender ese aparato que tan pocas satisfacciones le brindaba.

Claro que Gustavo Adolfo se casó. Conoció a la mujer de su vida y se casó. Es decir, conoció a una mujer, hizo sus cálculos, la mujer hizo los suyos y decidieron que el matrimonio era un buen arreglo. El narrador espera que hayan intuido por ustedes mismos que no se enamora un hombre que ni siquiera tiene pasiones por cosas menos complejas. Pero algunos ya lo han dicho antes, que el enamoramiento es, en realidad, uno de los problemas para un matrimonio exitoso, problema que Gustavo Adolfo no tuvo nunca. La fidelidad fue un voto que también cumplió sin mayor inconveniente, ya que ni siquiera tenía ganas de violar esa cláusula que tantas rescisiones matrimoniales ha causado y sigue causando (a pesar de lo que dan en llamar "los tiempos modernos").

Los que sí la tuvieron más difícil fueron los dos hijos que adoptó la pareja. La adopción fue necesaria porque al estilo de su creador, los espermatozoides de Gustavo Adolfo tampoco se aficionaron nunca por los óvulos de la esposa, con lo que entraban y salían del útero matrimonial sin llevar a cabo nunca su cometido. De cualquier manera, naturales o adoptivos, Gustavo Adolfo los iba a mantener, educar y llevar a buen puerto, sin necesidad de tenerles mucho cariño (que no era algo que el protagonista tuviera por nadie y que da lugar a que esta historia merezca, más o menos, ser contada). Digo que la tuvieron difícil no porque hubiera sido complicado crecer con ese padre tan atípico, sino que cada año era una terrible batalla escogerle regalo a Gustavo Adolfo para navidad, para su cumpleaños o para el día del padre. Sus hijos eran incapaces de determinar si le gustaría más un disco compacto, una película, un libro o una corbata. La ilusión que manifestaba el padre era exactamente la misma y, duele reconocerlo, pero no era ninguna. Terminaron resolviendo ese dilema comprándole siempre calcetines, al fin y al cabo son necesarios, por lo que el cajón de calcetines de Gustavo Adolfo estuvo, hasta el final de sus días, muy bien provisto.

En la última escena de esta no tan particular historia, aparece Gustavo Adolfo recostado en una cama con las manos en cruz sosteniendo un rosario. A su lado, la esposa, la mujer de su vida, con la cara melancólica. Su hijo con una cara triste pero sosegada y la hija echa un mar de llanto. La esposa está pensando en los gastos funerarios. El hijo está imaginando cómo se va a ver él el día de su muerte y si va a ser por causa natural o un accidente. La hija no puede consolarse ante la idea de que por más que se esfuerce no va a extrañar a su papá y sólo estar consciente de ello la mata de tristeza. Al fondo, por la puerta del vestidor entreabierta, se puede ver el cajón de los calcetines de Gustavo Adolfo, repleto siempre, como símbolo del legado emocional de su dueño, de su ahora ex dueño.

martes, mayo 17, 2011

Digamos que mis Top 25

Acabo de releer en Facebook algo que escribí hace un buen rato, sobre 25 cosas con las cuales podría tratar de definirme. Se trata de un ejercicio que le copié a una amiga y que me resultó muy divertido, pues tuve que forzar la memoria para recuperar detalles sobre mí mismo que van quedando rezagados en una especie de olvido muy ingrato, superados por el vértigo de la cotidinidad. Me pareció que lo podría repetir en el blog con ligeras adecuaciones, sólo por el gusto de volver a recordar las cosas que (según yo) me pueden definir (¡menuda tarea se me ocurrió acometer!). Sobra advertir, por el propio tema de la entrada, que será de un egocentrismo insoportable, jeje.

1. No nací en Huásabas, sino en Hermosillo (ambos en Sonora), pero viví los diecisiete primeros años de mi vida en este pueblo de mil habitantes, que ha sido, es y seguirá siendo mi ombligo con el mundo, el lugar al que no puedo dejar de volver. Lo aclaro porque siempre tengo la tentación de decir que Huásabas es mi "pueblo natal", porque así lo siento, aunque técnicamente no lo sea.

2. Tengo una familia enorme (en todos los sentidos). Mis padres tuvieron siete hijos, dos hermanos, cuatro hermanas... y yo, más los siete sobrinos que se han ido agregando poco a poco (¡y los tres que vienen en camino! Sálvese quien pueda que los Barceló Durazo son la pura fertilidad... jaja). Ser integrante de una famlia grande nunca ha sido causa de problemas existenciales, como le pasó al personaje principal de Hormiguitas, quien le confesó a su psicólogo que no era fácil ser el hermano de en medio de una familia de siete millones. En realidad, todo lo contrario, lo considero una de las grandes bendiciones que he recibido, porque todos son excelentes y hemos logrado cultivar cada uno nuestra individualidad y superado alegremente el reto de la cotidiana convivencia multitudinaria.

3. Estudié Derecho en la Universidad de Hermosillo, una universidad que está, por así decirlo, en peligro de extinción... o, mejor dicho, negándose a morir, después de una muy prolongada agonía. Lo que más valoro de esa entrañable etapa de mi vida, que me marcó más en lo personal que en lo profesional, es que ahí adquirí a varios de mis mejores amigos, a los que conservo como un preciado tesoro.

4. Lo que más disfruto hacer es conversar. Y soy un empedernido adicto de la conversación de persona a persona. Aunque los nuevos medios de comunicación me permiten estar más cerca de las personas con las que no puedo convivir cotidianamente, soy muy malo para hablar por teléfono, simplemente no me inspiro. Para chatear no soy tan malo, pero me desespera tener que corregir cuando cometo algún error y si el error se fue sin detectarlo a tiempo me entra la congoja...

5. Soy un ente naturalmente gregario. Aunque disfruto mis ratos de soledad, me siento en mi hábitat sólo cuando la gente que quiero está alrededor mío, haciendo cualquier tipo de ruido (oooots, no... no cualquier tipo de ruido).

6. La pérdida más grande que he experimentado (y aquí la conjugación verbal debe ayudarme a expresar que es algo permanente) es el fallecimiento de mi mamá.

7. El talento que me gustaría tener (y que no tengo en lo absoluto) es saber cantar o, por lo menos, hacerlo entonadamente.

8. Estudié una maestría en Administración y Políticas Públicas en el CIDE y mi tesis (que tengo la terrible sensación de que no convenció a nadie) fue sobre los servicios de protección consular a mexicanos en el extranjero. Lo único cierto es que me permite evidenciar que la vocación por el Servicio Exterior fue una constante en otras etapas de mi vida.

9. Trabajo en el sector público, lo cual considero una vocación, y me siento responsable por cambiar las cosas y frustrado cuando no logro cambiar nada.

10. Una de las cosas que me caracterizan es el alto volumen de mi voz. Que si me he tragado una bocina, que si no me enoje, que si le baje dos rayitas...

11. Viví durante un ciclo escolar en Francia, dando clases de español a adolescentes que no tenían entre sus prioridades aprender español. A pesar del común desinterés de mis alumnos, vivir en Francia fue una de las experiencias más completas que he tenido y mi primer acercamiento con la soledad.

12. Tengo un blog en el que escribo cualquier sarta de tonterías (éste). Escribir en él de manera asistemática y con poco rigor es una de las actividades que más disfruto.

13. Cuando estaba en la primaria, declamaba un "poema" que empezaba así: "Un ratoncito pequeño..." (y hacía con la mano derecha la señal de que era pequeñito. No recuerdo cómo continuaba, pero tengo una gran curiosidad, porque recuerdo perfecto que lo declamé en varias ocasiones... y me preocupa saber que lo ñoño me viene de tan atrás).

14. En mi relación con los demás, el principio que más quiero interiorizar es que hay que ver a cada persona como es. Sin embargo, no siempre logro los niveles de empatía que quisiera.

15. Soy adicto a la Coca-Cola. No recuerdo cuándo fue el último día que viví sin tomar aunque fuera una lata.

16. Mis ciudades favoritas son Nueva York, París y Barcelona... y Huásabas, aunque no sea ciudad.

17. Me gusta leer, aunque no leo todo lo que quisiera porque siempre me sobran razones para distraer mi atención en otras cosas. Mi libro favorito es Don Quijote de la Mancha.

18. Mi pasatiempo preferido es ir al cine y la película que más me gusta es El Padrino.

19. Ahora como de todo, aunque de chiquito me chocaban las zanahorias y las calabacitas.

20. No soy verdaderamente fan de ningún deporte, aunque me gusta mucho ver las Olimpiadas (sobre todo las ceremonias de inauguración y de clausura... ooots, de plano los deportes no son lo mío). Cuando estaba en la escuela me gustaba jugar voleibol, pero nunca llegué a destacar ni como para formar parte de la banca de mi equipo de escuela rural.

21. En la preparatoria fui a concursos nacionales de Biología, Química, Física y Matemáticas, en ese orden. Sí, eso quiere decir que soy un ñoño, pero juro que lo hacía, sobre todo, porque los viajes a distintas ciudades de la República me salían gratis y yo quería viajar.

22. Entre mis sueños frustrados están: trabajar en un cine (sí, Cinema Paradiso le hizo mucho daño a mis concepciones laborales), ser mesero en un cafecito y ser barman.

23. Me dan miedo las películas de miedo. Sí, ya sé, ¡qué obviedad! Pero me refiero a que me dan tanto miedo que realmente no soporto verlas. Entre peor calidad tengan, más miedo me causan.

24. Mi programa de televisión favorito es Friends. He visto cada capítulo unas cinco veces, pero me sigo riendo igual que la primera.

25. Si me preguntaran qué llevaría conmigo si naufragara en una isla desierta respondería, sin duda, que a mis amigos (sobre todo para que me ayuden a juntar los cocos con los que modestamente nos alimentaríamos). He hecho amigos diferentes en cada etapa de mi vida y una vez que así los considero ocupan un lugar irremplazaba de esa cosa que le llaman corazón. Son ellos los que me dan la certeza de que mi vida ha valido toda la pena y que aunque sí cambiaría mis errores si pudiera volver a vivir, no prescindiría de ninguno para volver a recorrer el camino.

viernes, mayo 06, 2011

El Quelele

Al señor le decían "El Quelele". La razón la desconozco. No lo conocí yo a El Quelele, pero mi abuelo materno sí que lo conoció. A mi abuelo materno tampoco lo conocí personalmente, sino por medio de las anécdotas que de él se cuentan, que son varias. Dice mi papá que mi familia materna sólo cuenta las anécdotas en las que sale victorioso. Es normal. Si las aventuras de Don Quijote de La Mancha las hubiera escrito un familiar, de muy pocas nos habríamos enterado. Pero Cervantes no tenía ninguna relación consanguínea ni por afinidad con Don Quijote, así que nos contó todos esos episodios en los que además de no salir vencedor, termina haciendo el ridículo. Por eso es normal que mi familia materna cuente las anécdotas más favorecedoras de mi abuelo materno y que mi familia paterna haga lo propio con mi abuelo paterno. Yo no sé cuál sería el resultado si mi familia de un lado empieza a contar historias de los miembros de mi familia del otro lado. No somos los Capuleto y los Montesco, ni mi padre fue Romeo ni mi madre fue Julieta, pero yo creo que cada familia debe ceñire a sus propias historias, para ahorrarse problemas que terminen en tragedias o, peor aún, en comedias.

Mis pensamientos, que no tienen la buena costumbre de ser disciplinados, se paseaban ayer por rincones empolvados de la memoria y recordaron a El Quelele. La imaginación tuvo que entrar a escena porque yo no conocí a El Quelele por lo que me tuve que inventar una imagen de él. Me lo imaginé muy anciano, arrugado, muy arrugado, aunque tal vez tuviera la piel tersa como de bebé. Traía un sombrero, pero no era de muy buena calidad, más bien era de palma y seguro que lo había comprado en ese pueblito cerca de Nácori Chico donde tejen buenos sombreros de palma.

Estaba sentado El Quelele en una banqueta alta, seguramente en una esquina, que es donde los ancianos de los pueblos gustan sentarse para poder observar lo que ocurre no sólo en una calle, sino en dos. O mejor dicho en la intersección de dos calles, duplicando el alcance de su quieta vigilancia. No lo tengo muy claro, pero para mí que El Quelele era un viejo muy observador y un tanto pícaro. Hay que enteder que había vivido mucho y no sólo había conocido Nácori Chico, sino también los pueblos del río Sonora y hasta había estado en Cananea y Agua Prieta. Es más, cuando llevó a cruzar ganado a Estados Unidos no se conformó con quedarse en Agua Prieta, sino que cruzó a Douglas, Arizona, con lo que podíamos aventurarnos a decir que era un hombre internacional. Todo esto también me lo estoy imaginando porque la gente que cuenta anécdotas del pasado suele ser omisa sobre los detalles que le ayudan a uno a contextualizar. Bueno, mi tío Santiago no. Él abundaba en detalles a manera de hacerte pensar que lo que te estaba contando había ocurrido ayer o tal vez anteayer, sólo para enterarte después de un buen rato que era una historia ocurrida en la década de los años cuarenta (circa). Pero en todo caso no fue mi tío Santiago el que me contó la historia de El Quelele, es decir, los pocos detalles de la historia de El Quelele y mi abuelo materno.

Mi abuelo materno se llamaba Rafael, no por casualidad. Digo no por casualidad por dos cosas tal vez sin ninguna relación. La primera es que no es casualidad que se llamara como yo, porque mi nombre me lo pusieron en su memoria. Eso y que nací el día en que antiguamente se celebraba el día de San Rafael y que ahora la Iglesia en política de austeridad decidió unir junto a los otros dos arcángeles para festejarlos en un solo día, el 29 de septiembre. Ni siquiera sabemos si se lleven bien los tres arcángeles, o si se pasen peleando como los tres chiflados, porque es hecho muy conocido que cuando se comparte un gremio sus miembros tienden a celar a los otros y no creo que el gremio de arcángel sea tan diferente a los otros. Pero eso ya lo decidió la Iglesia y no hay mucho que averiguar al respecto, allá ellos si no les gustó la noticia que para eso son arcángeles y tendrán otros asuntos más importantes de qué preocuparse. Pero vuelvo al otro punto por el que no era casualidad que se llamara Rafael mi abuelo materno y es que resulta que su nombre (o sea, nuestro nombre) significa en hebreo "Medicina de Dios" o "Dios cura". Quiero decir que en español eso significa y que originalmente estaba en hebreo, o tal vez arameo o alguna otra lengua muerta de la región medioriental. Y mi abuelo materno, Rafael, conocido de El Quelele, era médico homeópata. No sé si por correspondencia o de manera autodidacta, pero mi abuelo materno recetaba las célebres pildoritas y, quiero creer, curaba a la gente. Seguro no era tan milagroso como San Rafael Arcángel, que al parecer era la mata para la medicina y que por algo le pusieron Rafael, o sea, Dios cura, pero la lucha le hacía.

Sin embargo, a pesar de tener tan bonito nombre mi abuelo materno y que tan bien describía su profesión adicional (porque su verdadero oficio era el de talabartero, es decir, trabajador de la vaqueta para hacer sillas de montar y correajes) llevaba por sobrenombre "El Piquete". Desconozco también las razones por las que tenía dicho apodo y aunque abundan las teorías, tengo para mí que la explicación verdadera de su apelativo nunca la conoceremos. Eso que llaman verdad histórica está complicada en este caso, por carecencia (o sea, carencia) de los registros correspondientes.

Pero volvamos nuevamente a la esquina en la que estaba sentado El Quelele en alguna fecha desconocida de un borroso tiempo pasado. Seguramente estaba volteando primero para un lado y no encontró nada digno de detener su mirada, por lo que decidió voltearse hacia la calle por la que venía aproximándose mi abuelo materno, o sea, El Piquete. Venía montando un caballo, aunque tal vez no fuera caballo sino una mula. Es más, yo creo que ni siquiera era una mula sino tal vez un simple asno, o asna, eso tampoco nunca me lo aclararon. O si lo hicieron no lo recuerdo; no todos tenemos la memoria que tenía para esas cosas mi tío Santiago. Ya habíamos acordado que El Quelele, a pesar de tener un apodo tan discutible, era una persona de picardía probada y ágil ingenio, por lo que no quiso dejar de hacer un juego de palabras cuando pasaba mi abuelo montando una bestia y le dijo: "Péguele un piquete" (golpe para hacerlo andar), aprovechando la ambigüedad de poder estarse refiriendo al caballo, mula o asno... o a mi abuelo materno.

Don Rafael Durazo, es decir, mi abuelo materno al que ahora ya podemos conocer (si pecamos de confianzudos) como El Piquete, optó primero por dejar pasar la broma. Continuó el paso sosegado de la bestia que montaba mientras su mente que también era muy ágil, tal vez más que la del propio Quelele (y esto lo digo con el sesgo de ser parte de su familia) optó por devolverse para volver a pasar frente a El Quelele. Justo cuando pasó frente a él, efectivamente le pegó un piquete a la bestia que le hizo arrancar como los grandes (otra vez, el sesgo familiar). Y mientras pasaba le reviró una sopa de su propio chocolate, preguntándole sobre el arrancón: "¿Qué-le-le parece?".

La conversación entre mi abuelo y El Quelele no es seguramente algo que los anales de la Historia deban recoger como patrimonio del ingenio de la humanidad. Es algo mucho más sencillo. Es la lección familiar de la retribución verbal y de la no violencia. De saber llevar las bromas y usarlas a nuestro favor con un poco de esfuerzo mental. Por la falta de objetividad de mis fuentes (que son familia directa) no tengo constancia de que El Quelele haya contestado algo aún más ingenioso. En todo caso mi imaginación se inventó la imagen en la que El Quelele se quedó serio, mirando fijamente a mi abuelo alejarse montando a paso rápido resultado del "piquete" que acababa de propinarle a la bestia, mientras pensaba lacónicamente: "Con ese Piquete, mejor no meterse".

martes, mayo 03, 2011

Entre garnachas y trajineras


Y ya que andamos en las habladas, continuemos con la última parte de la crónica de mis vacaciones, porque el tema ya me va cansando y no termino de concluirlo dentro de mi cabeza (que es donde guardo los pensamientos). La última etapa del viaje fue una escala de varios días en la ciudad de México. Sí, ésa misma: la loca, la giganta, la que hace mucho se salió de sus cabales y que si no fuera por ser psicotrópica y estupefaciente ya se hubiera quedado sin habitantes. El D.F. es, como cualquier formación humana de esas dimensiones, un fenómeno indomable. Pero lo que uno va aprendiendo a fuerza de golpes es que tiene sus trucos. Como cualquier otra demente tiene sus horas y sus métodos que hay que saber cazar para contenerla.

Pero lo que más tiene la ciudad de México es un montón de chilangos que, para bien y para mal, comparten con la ciudad algunas de sus características, entre las cuales sobresalen la locura y la generosidad. De esta última virtud se da uno cuenta muy pronto. Yo apenas había llegado al aeropuerto y tenía a un gran amigo esperándome para darme un aventón a las entrañas del centro histórico, a pesar de que el tráfico puede llegar a ser una pesadilla. Y un poco más tarde otra conocida me compartió una trendy bolsa de Herbalife para no cargar con mi equipaje y tirarme a las calles (casi literalmente) con un cambio de ropa para pasar esa noche (todavía no sabía dónde y, de hecho, lo supe como a las cinco de la mañana siguiente). Esa bolsa de Herbalife me protegió de los potenciales ladrones de la colonia Doctores, que no se iban a rebajar a asaltar a lo que parecía un vendedor de productos cosméticos de casa en casa, y se convirtió en uno de los símbolos de mi regreso a la ciudad.

Dicen que la ciudad de México es muy peligrosa, pero es que yo en algún momento muy temprano de mi arribo lo olvidé. Agradezco mucho esa merced de mi memoria selectiva, porque como cualquier otra bestia peluda, la ciudad huele el miedo y a los "coyones" los priva de su diversión. Por eso la recorro con relativa confianza y excepto una vez, que me bautizaron en el tradicional rito de iniciación del asalto callejero, nunca he vuelto a tener otra experiencia de esa naturaleza. Lo que sí sabía casi con certeza es que esa noche algún generoso habitante de la ciudad ofrecería algún rincón donde reposar mis alebrestados espíritus. Obviamente así fue. Y al día siguiente, otra vez se abrieron más puertas de cariñosos residentes que, como es costumbre, acompañaron la delicia de su presencia con las no menos exquisitas delicias que exudan las cocinas de mi país.

La noche siguiente volvió a pasar desapercibida con las distracciones de la música, de la gente, de las luces... de los tacos. En fin, si la noche no puede ser desperdiciada para el reposo, tal vez la mañana sería propicia para descansar... bueno, un fragmento de la mañana, porque era domingo y no es día para echarse por la borda. Nada mejor para un día de desvelo y resaca que ir a asolearse en un mercado de antigüedades, caminar por la colonia Roma o comer hartos guisos oaxaquenos en Coyoacán. O sea, si la ciudad está desquiciada las actividades que uno haga en ella deben estar a tono, evitarse en todo momento la consistencia y prorrogar el descanso para otras épocas de la vida que lo hagan imprescindible.

En la ciudad de México, el más rico del pueblo (y del mundo, para ser precisos) se había mandado construir un nuevo museo para exhibir su colección privada de arte. Yo podré tener una lista bastante abultada de defectos, pero la indiferencia no es uno de ellos. Había que ir a enterarse y como es mi mala costumbre dejar mis comentarios por escrito. Por fuera el museo quedó bonito, extravagante como nos gusta a muchos, aunque un poco opacado por estar en medio de los altos edificios que albergan el corporativo del más rico del pueblo que, seguramente por ser amante de la tradición colonial, puso sus tiendas de raya abajo de donde trabajan la mitad de sus empleados para evitar las fugas de capitales. Por dentro, hubo varias cosas que me gustaron de la colección, pero como yo no entiendo mucho de esas cosas, mejor ahí la dejo sin mayor explicación, ni further comments.

Otra característica que tiene la gran ciudad, la loca, la giganta, es que es muy fácil perder el sentido de la realidad. Específicamente es muy fácil perderlo cuando sus tiendas departamentales te ofrecen los maravillosos chorro-mil meses sin intereses, que dan la impresión de que uno puede comprar lo que quiera, en fin que en abonos chiquitititos no se siente el golpe. Y claro que se siente. Pero ya es demasiado tarde, la trastornada me había contagiado de su artificial opulencia. Había que volver y para reponerme de la sensación de vacío que siento cuando se acercan las despedidas, fijé mi mente en la cama que prometía el postergado descanso y la emoción de volver a la normalidad, en donde conservo la pésima costumbre de pasarla muy bien.

No, no continuará...

jueves, abril 28, 2011

Y luego un pedacito de cielo

A veces me da por pensar que tengo una especie de autismo social selectivo ya que hay fenómenos de atención colectiva que no me despiertan más que indiferencia. Por ejemplo, el futbol o la boda de Guillermo y Kate. Así que, a pesar de ser eso de lo que todos parecen estar hablando, yo continuaré con mi crónica vacacional como si ésta sí importara.

En Hermosillo mi tradición reza que debo ver a todos mis amigos. Sin embargo, el tiempo y mi desorganización causan conjuntamente que esto sea Misión Imposible (una versión mucho menos glamourosa). Sin embargo, el rito empieza más o menos así: avisar a los amigos de mi presencia, organizar una salida a los lugares de tradición o a los nuevos que me puedan recomendar, saludarnos muy afectuosamente, usar un par de minutos para ponernos al día de nuestras respectivas vidas, actualizaciones y demás... luego ya está, empezar a platicar como si nunca nos hubiéramos separado. Esa es la verdadera señal de que una amistad llegó al grado de madurez y se ha alcanzado el maravilloso punto de no retorno. Sea recordando viejos tiempos, comentando los nuevos o tocando lo que llaman "temas de actualidad", cuando se hace con la naturalidad de siempre es la marca patente de que el cariño está intacto, los intereses divergentes pero coherentes y la risa como el cemento que une todos los demás ladrillos. Cuando fue uno el que se fue, se siente cierta responsabilidad por el costo que representa la distancia en el cultivo de nuestras relaciones amistosas, pero el remedio es tener amigos muy buenos para que ni la distancia, ni el tiempo, ni los cambios de planes o los diferentes estilos de vida sean obstáculo para seguir disfrutando la compañía y las enseñanzas de los más grandes amigos, los amigos de siempre.

Pero había otro rito que de ninguna manera podía suspender: la visita obligada a Huásabas. El pueblo de los mil (o menos) habitantes que en un alto porcentaje me define. Mi hermano, mis sobrinos y yo pasamos por el rancho de mi padre. Para hacer honor a los clichés (a los que soy particularmente afecto) me puse una mano sobre las cejas para darme sombra, así como en señal de "este sol del ocaso no me deja ver mis potenciales propiedades" y me sentí como personaje de Pedro Páramo o de comercial de un pick-up Cheyenne. Pero luego me di cuenta que como que no combinaba y mejor decidí seguir otro rito que no por escatológico es menos sagrado y fue marcar el territorio de manera urinaria, siempre teniendo mucho cuidado de vigilar la dirección del viento y de conservar la vista perdida en el horizonte. Luego retomamos el camino.

A Huásabas tengo que volver siempre a recibir el abrazo acogedor del alto cerro que por estar en el oriente del pueblo nos granjeó el título de los "mañanas largas" (suena cursi por lo fácil de la metáfora pero, bueno, digamos que las verdades emocionales también tienen su mérito). Volver para no olvidarme de cómo suena el silencio; el silencio formado por ruidos individuales perfectamente distiguibles y no revueltos en una maraña indescifrable de ruidos que por urbanamente cotidianos dejaron de ser notados (aunque sí percibidos). Volver para ver las mismas caras que desde mi infancia son iguales, ajenas a los estragos de la edad, que con una sonrisa sobria pero apapachadora me hacen siempre las mismas dos preguntas: ¿cuando viniste? y ¿cuándo te vas? Como si lo único que importara fuera el lapso contenido entre las dos, es decir, el tiempo que estaré ahí, en Huásabas, siendo el forastero que nunca acaba de irse, el especimen más bien raro que da gusto que siga siendo tan huasabeño como a los siete años, cuando ignoraba la existencia del resto del mundo. Volver para oír las mismas anécdotas, para oler el aroma a café recién colado emanar de casas que huelen a la modorra de una siesta obligada, para recorrer el callejón que me lleva al río. Ese es mi pedacito de cielo, al que me unen no sólo los recuerdos, la memoria, la identidad, sino también las ganas casi instintivas de volver, no sólo de estar ahí, sino de volver.

Continuará...

miércoles, abril 27, 2011

La tierra prometida (porque todos tenemos alguna)

En la última entrada escrita en este blog había prometido que al día siguiente comenzaría a hablar de mis vacaciones. Yo sé que no es un tema de interés público y que nadie se vería afectado si reservo mis historias para un fuero más privado. Pero los blogueros somos así, una especie rara (o común, en realidad) de exhibicionistas, que gustan de pensar que no faltará el individuo que quiera malgastar su ocio en enterarse de nuestras vidas. El caso es que incumplí mi promesa y una semana después vine a cumplirla porque, como reza el adagio, la palabra obliga.

Quiero comenzar confesando que volé rumbo a México vestido de traje. No diré que impecable, porque en Costa Rica los boleadores escasean y mis zapatos así lo muestran con frecuencia. Tampoco diré que elegantísimo porque entre que mi peinado no ayuda mucho a mi buena presencia y que ese día vestía un traje de los que en mi clóset reciben la categoría "para el diario", pues no parecía yo ningún maniquí de Bergdorf Goodman. Pero aun así llamó la atención entre los demás pasajeros y otros conocidos que se enteraron. No fue casual que volara yo de traje y varias razones convergieron para que así lo hiciera. Primero, que uno es muy listillo y vuela el último día de trabajo, así que tuve que salir corriendo de la Embajada al aeropuerto y cambiarme de ropa era un retraso al que no quería enfrentarme. Segundo, que yo soy nostálgico del pasado (así nomás porque sí) y sé que en otras épocas las señoras iban peinadas de salón cuando tocaba tomar un avión y los caballeros vestían también sus galas. Sé también que en el presente sería absurdo intentar un lucimiento de esa naturaleza, dada la relativa democratización del transporte aéreo, pero tampoco estorba de vez en vez ponerse guapetón para volar. Tercero (y más importante) ir vestido de traje en el avión era un political statement, una protesta silenciosa, digámoslo así, contra el abuso del criterio-de-la-comodidad-al-vestir: llámense Crocs, sweating pants, sandalias para tomar el baño o pantunflas son prendas estéticamente reprobables para lucirlas en público y la estética no es cosa que haya que tomarse a la ligera. La comodidad es prioritaria a las horas de dormir, pero a las horas de ver gente conviene tomarse la atención de no lucir espantoso para los demás. Es, pongámoslo así, una obra de caridad del siglo XXI. (Aclaración: yo cuando me pongo de purista soy, lo reconozco, una persona insoportable)

Llegué a la ciudad de México y empecé con abundancia lo que tanto disfruto: comer y ver amigos. Sólo estaría por la noche en la capital del país y por la mañana temprano saldría a mi tierra natal, el desierto sonorense, donde una familia grande, más amigos geniales y más comida deliciosa me esperaban. Pero esa noche fue suficiente para comer dos veces. Y en obvio de repeticiones (como dicen algunos abogados cuyo barroquismo no aprecio) decidí sí repetir y en ambas ocasiones deglutí número indeterminado de tacos, que el nacionalismo gastronónimo es de los únicos en México que en vez de debilitarse se han fortalecido.

Para mí llegar a Sonora es como llegar a un edén. No se me acuse de falta de criterio, sé perfectamente que si Adán y Eva hubieran escogido su edén, es muy poco probable que se decidieran por un lugar con temperaturas a la sombra de 50°C e inviernos también severos, pero la tierra de uno es siempre encantadora. Hermosillo es mi edén metafórico, pues, que nace de la seguridad de lo conocido, de la belleza de lo querido, de experimentar la sensación de volver sin haberme ido nunca. Salir del aeropuerto y ver las caras expectantes de mi padre, hermanos y sobrinos; respirar el aire seco del desierto impregnado de sutiles tonos de carne asada; y reconocer todo lo que siempre ha estado ahí, es una delicia de vacación. Llegar a la casa paterna, armónica en el caos de una familia que se expande a ritmos de big bang y abrazar a los sobrinos que crecen como si tuvieran una dieta basada en aceite de bacalao, me convence inmediatamente de que los demás lugares del mundo que no conozco deberán esperar, porque yo tengo que volver tan seguido como sea posible al lugar al que pertenezco. Al sitio físico y emocional donde nací, donde me formé y donde están enraizados mis más profundos afectos.

Continuará...

martes, abril 19, 2011

Me fui de vacaciones (pero ya regresé)

La verdad, la verdad, ya me dio vergüencita andar tan desaparecido y no pasar a publicar en este inasible blog ninguna de las cosas superfluas que abundan en mi cabeza. Entonces, para poner fin a la dolorosa ausencia (not) pasaré a contar que estuve de vacaciones ("pasar a hacer algo" es sintácticamente incorrecto y estéticamente injurioso, pero es para darle enjundia a la debilidad de mi palabra escrita, un recurso literario vil y despreciable). Volviendo al punto, es un hecho conocido que las vacaciones son una cosa linda. Son tan bonitas que si no existieran yo me las inventara (para decirlo con el nefasto romanticismo de Ricardo Arjona). Y, ojo, no es que uno desprecie su vida normal o su trabajo (¡Dios guarde tal despropósito!) es solo que romper la rutina es uno de esos derechos conquistados con sangre de por medio y no se trata de andar desperdiciando las conquistas laborales, que tanto engordamiento de líderes sindicales nos han costado.

El problema que ahora yo tengo cuando tomo vacaciones es que mi corazón debe escoger entre dos opciones que resultan casi mutuamente excluyentes. La primera opción es ir a conocer mundo (que le dicen) porque es muy feíto eso de estar en esas conversaciones en las que todos dicen lo encantador que es un lugar y uno no tener más referencias que las de un documental del National Geographic. Claro, por hacerse el interesante uno pone cara de aquiescencia, pero por dentro se cuestiona si será muy naco reconocer que no se conoce el predio. Que si viajar ilustra y todas esas cosas alimentan el impulso de recorrer lo desconocido, para hacerlo medianamente conocido (y la cuenta de ahorros más flaca). Pero, por otro lado, para los que vivimos lejos de las más importantes querencias está el otro impulso: regresar al terruño, dejarse apapachar por la familia, conversar con los amigos con énfasis en la nostalgia del pasado, que siempre fue un tiempo mejor. En esta ocasión, en mi caso, ganó este segundo ímpetu y me dirigí a las sonorenses tierras, con breve pero sustanciosa visita a la antigua capital azteca, a México Tenochtitlan, que luego fue ciudad de México, y después D.F., y luego simplemente Chilangolandia.

Con la intención de alargar el efecto vacacional me daré a la tarea de informar a los potenciales lectores de este blog (que son más metafísicos que físicos) de lo que hice durante las mismas. Recordar es volver a vivir, dicen las viejitas (y también algunos viejitos). Pero no lo haré de corridito, sino en fascículos (unos cuantos, que mis vacaciones tampoco fueron las 400 leguas de viaje submarino), así que al peor estilo de telenovela mexicana, esta breve entrada termina con un espantoso "Continuará..." (que espero cumplir mañana mismo).

lunes, marzo 14, 2011

Con ganas de caminar la historia al revés

A veces me dan ganas de cerrar mi cuenta de Facebook. Sólo a veces. Muy pocas veces. Obvio, también la cuenta de Twitter y olvidarme del Blackberry Messenger. Incluso, cuando la crisis es grave, he querido perder el celular y decir en el trabajo que ya solicité otro pero que se están tardando, prolongando el pretexto por años. Estar intermitentemente ilocalizable y sin posibilidad de localizar a los demás. Yo sé que desde algunos puntos de vista esto suena como una pesadilla. Yo mismo siento escalofríos nada más de imaginármelo. Otros, gente cada vez menos frecuente, mal llamados tecnófobos, reaccionarían diferente a mi crisis y dirían que si eso hiciera nada pasaría, que hace sólo una década o tal vez un poco más la ilocalizabilidad intermitente era el pan nuestro de todos los días para casi cualquier mortal, excepción hecha de presidentes de países y esas cosas. Sin embargo, ese argumento no basta por sí solo, porque también hace 60 años las mujeres no votaban y eso no hace que ahora podamos repetir el desaguisado nada más por andar de nostálgicos del pasado. Hace un siglo la mayoría de la gente no usaba sistemas de desagüe doméstico, ése que hace desaparecer los prescindibles resultados de la digestión sólo con tirar una cadena y jamás se le ocurriría a alguien cuerdo proponer que desaparezcamos ese útil invento y volvamos a la insalubre costumbre de usar letrinas. Es decir, la controvertida idea de progreso humano es un boleto de ida sin posibilidad de retorno, a menos que se quieran nadar en las peligrosas aguas del ostracismo y ¡Dios guarde!

Además, la fatalidad tecnológica está tan ligada al modus operandi de la clase media mundial que a uno no se le presenta el cambio como un dilema (donde se escogen entre dos posibilidades de truculenta elección) sino como un proceso ajeno a nuestra voluntad que lo único que requiere de nosotros (ya que puede prescindir de nuestra opinión) es afilar nuestra capacidad de adaptación. La pregunta de si nos gustan o no nos gustan la pérdida de privacidad y la abrumadora facilidad con la que podemos ser localizados, investigados, descubiertos se hace, entonces, irrelevante. La cuestión pasa a ser de qué manera podemos proteger el poco espacio que nos quedó y que todavía podemos llamar privado. ¿Cómo podemos defender el sagrado derecho a sentirse solo a veces? En un planeta de más de 6 mil millones de habitantes ya es bastante complicado estar físicamente solos, pero ahora ya no únicamente habitamos el espacio físico, sino también uno virtual que no por artificial es menos importante. En ese espacio podemos pasar casi todo nuestro tiempo y ahí sí que la soledad es punto menos que una imposibilidad científica, ahí lo que abundan es la sobre-información (que a veces tiene el efecto perverso de des-informar) y el acceso directo a toda clase de productos culturales (ideas, arte, mal gusto, faltas de ortografía, de todo un mucho, un muchísimo).

No tengo ninguna conclusión de estas preguntas, de estos cuestionamientos inoportunos, sólo tengo dudas, incertidumbres, buena voluntad (porque el optimismo no es que lo piense abandonar en el corto plazo). Me gusta la nueva manera de SER, de existir, pa’ que se oiga bonito, en el que las telecomunicaciones nos transportaron a vivir por lo menos a medias en la virtualidad (que nada tiene que ver con la virtuosidad). Pero, también me asalta el deseo de caminar a la inversa en el camino del progreso, deseando que el final de ese camino invertido sea el bon sauvage, el Rafa bon sauvage que, según mis cálculos, se la pasaría de maravilla corriendo en la playa, comiendo cocos y vistiendo una sugerente hoja de parra en salvas sean las partes.

viernes, febrero 25, 2011

Mi vida en Huásabas, capítulo 15

Hace meses que no escribo un capítulo de la serie que llamé "mi vida en Huásabas". Tal vez sólo sea por cuestionarme si el paso del tiempo y la distancia hacen mis recuerdos infantiles cada vez menos confiables, tanto que me hacen preguntarme si alguna vez tendré que cambiar el nombre de la serie a "mis idealizaciones en Huásabas" por haber perdido todo sentido de la historicidad, de la realidad, de lo que tan pomposamente llamamos "objetividad". Para no complicarme con esos razonamientos, hoy decidí escribir de un recuerdo que no tengo, que no forma parte de mi memoria sino que llegó a ella por mera tradición oral. En ese recuerdo yo soy el protagonista, pero mi cortísima edad no registró la anécdota. Tan es así que la mayor parte de los detalles los tendré que inventar con todo e incomodidad que me causa andar por la vida diciendo mentiras. Pero no me juzguen mal los eventuales lectores, la intención es lo que vale, dice el dicho, y mi intención es pasar un buen rato inventando recuerdos que no le hacen daño a nadie.

Sin embargo, no todo está inventado en esta historia. Tengo testigos. Yo de niño fui una persona particularmente espiritual y religiosa. Hago la distinción entre los dos términos porque aunque están profundamente ligados no significan lo mismo. La espiritualidad se refiere a la relación del individuo con la divinidad y lo trascendente (lo inmaterial, digamos, para darle un toquesito), mientras que la religiosidad es, además, la adherencia a liturgias, ritos, creencias específicas, dogmas y normas que están sancionadas (autorizadas) por una institución religiosa. Pues yo creo haber sido un niño que era tanto espiritual como religioso desde una edad que podríamos decir precoz. Mis diálogos con Dios (hasta ahora más bien monólogos, porque Dios no es tan verbal como yo) eran constantes y si veía una araña le hacía una oración por intercesión de San Jorge bendito (que según la oración amarraba a los animalitos para que no nos picaran ni a mí ni a mis hermanitos), si iba a hacer alguna actividad de riesgo invocaba al ángel de la guarda (que, la verdad, era mi dulce compañía y no me desamparaba ni de noche ni día) y antes de acostarme siempre me recordaba a mí mismo que con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la gracia de Dios y del Espíritu Santo (la repetición cacofónica en ese tiempo me resultaba una estética rima, además de que es por todos sabido que el Espíritu Santo viene en la forma de palomita buena onda y es muy tranquilizante para dormir sin preocupaciones.

Pero, insisto, también era una persona (personita, persona en ciernes) muy religiosa, profundamente adherido a la fe católica, apostólica y romana (aunque, debo confesar, sí me daba como envidia infantil que el papa hubiera escogido Roma como residencia, en vez de alguna ciudad de Sonora, digo, ¿qué le pide el desierto al Mediterráneo? Claro, cuando pasó el tiempo las razones históricas me parecieron una razón muy poderosa para la elección romana). Los ritos y celebraciones religiosas no sólo no me daban pereza, como les suele ocurrir a niños y adultos, sino que los gozaba ampliamente. Tan era así que cuando oía sonar esas campanas de la iglesia de Huásabas me emocionaba y quería salir corriendo a no importa qué rezo.

Mi mamá contaba, con cierto orgullo me parece, que una vez recalé (un huasabeño que se precie de serlo no puede prescindir jamás de este jocoso verbo) a la reunión de las celadoras. Sobra decir que no tenía yo, a mi brevísima edad, vela en ese entierro. Las celadoras eran señoras, adultas, serias, responsables, que estaban comprometidas con velar al Santísimo una vez por mes y tenían un calendario bien definido para saber qué día le tocaba a cada una. Yo era un mocoso (literalmente) de cuatro años de edad o menos (y del sexo masculino) que sólo tenía un celo fuertísimo por las actividades religiosas de mi comunidad, pero que por más voluntarioso (metiche) que fuera no podía participar en todas. Es decir, las celadoras tenían su reunión para discutir temas relativos a su oficio y yo no era celadora (ni tenía la edad ni el sexo requeridos para serlo). No importaba, me quedé durante toda la reunión sentado en esas largas bancas de madera, a la sombra de aquellos cipreses que estaban al lado de la vieja casa cural hasta que una celadora caritativa me llevó de regreso a mi casa.

Ese es uno de los recuerdos que no tengo completos, pero que fui construyendo cuando mi mamá me lo platicaba (ella tampoco era celadora, sino legionaria, cantora y madre de siete hijos, por lo que seguramente a ella también se lo platicó quien me fue a llevar de regreso a mi hogar). Tampoco recuerdo cuando otra vez me salí de la casa y me estuvieron buscando un buen rato. Seguramente habrán temido mis padres que me hubiera ido rumbo al río o las milpas, donde los peligros no eran pocos y el ángel de la guarda tampoco hace milagros, su oficio tiene los límites que el sentido común impone. Pues no, no me fui a las milpas ni al río, sino a la iglesia. porque escuché las campanadas con la que en Huásabas se marcaban algunas horas del día y pensé que era hora de ir a misa. Y ahí, recostado en una banca, ante la ausencia de gente y de liturgia alguna, me dormí una buena siesta eclesiástica. En algún momento la celadora, que era la única habitante de la iglesia en las horas de tedio en las que a mí me daba por dormir siestas eclesiásticas, me encontró y dio aviso a mis padres. El otro día me recordaron que por ese episodio mi tía Lola le dijo a mi mamá: - "Ya ve, comadre, es como el niño perdido y hallado en el templo". Rafaelito se sintó especial, no a cualquiera lo comparaban con Chísus Craist.

En otro tiempo y en otro contexto, Ernest Hemingway se preguntó ¿Por quién doblan las campanas? Yo a los cuatro años ni me lo cuestionaba, si las campanas de Huásabas doblaban era porque reclamaban mi presencia en la iglesia, sea para asuntos celatorios que no entendía o para dormirme una jetita.

martes, febrero 22, 2011

Sobre los disturbios de medio oriente y los míos propios

En el último comentario que recibí en la pasada entrada de este blog me sugirieron que escribiera sobre las manifestaciones sociales y cambios políticos súbitos que han ocurrido en Medio Oriente y el norte de África. Aceptar la propuesta, debo admitir, me resulta complicado porque soy neófito en el tema, me falta mucha información y no ando muy solvente en claridad mental. Sin embargo, como prácticamente todos los temas sobre los que escribo reúnen las tres condiciones recién citadas, me atreveré a emitir algunas opiniones, en fin que, arropados en la bandera de la libertad de expresión, se pueden cometer toda clase de excesos.

Pero antes debo contestar de manera muy firme al comentarista que me sugirió el tema (cuya no-mexicanidad asumo por la des-cacahuatización de la palabra 'maní'), que yo podré dejar a López-Dóriga sin el menor problema, en fin que juay de rito, pero abandonar el maní, eso sí jamás. Junto con la coca-cola es uno de mis vicios admitidos y es convenientente solapado por mi ya-de-por-sí laxo super ego, sobre todo ahora que mi proveedor de cacahuates me inspira abundantes (y frugales, como me gustan) reflexiones.

Llegando al punto que nos ocupa, hay algo en los últimos eventos de esa región del mundo que huele a cambio profundo. Me da la impresión, tal vez por primera vez, de que estoy viviendo dentro del libro de Historia. No digo que en mi lapso de vida no hayan pasado ya acontecimientos que serán hitos que otros pupilos con la cara desencajada y los ojos somnolientos tendrán que aprenderse para pasar sus exámenes correspondientes. Claro que han pasado en estos últimos treinta años cambios de rumbo que afectan buena parte de las vidas ajenas y, para no excluirme, de la mía propia. Sólo por citar ejemplos: la desaparición de la Unión Soviética, la caída del muro de Berlín, el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, la segunda guerra en Iraq (segunda, por así decirlo), el ascenso de China como potencia económica, etcétera, cambiaron lo que de manera poco precisa se conoce como el "rumbo" de la humanidad. En esos eventos, de cualquier manera, o yo estaba demasiado chico o traía la cabeza puesta en otras cavilaciones.

Sin embargo, esta serie de eventos que han desestabilizado en unas cuantas semanas a toda una región mundial pareciera que traen sus propios vientos de cambio (winds of change, para citar a Scorpions en esa canción sobre el fin de la guerra fría y la unificación de las Alemanias). ¿Qué los hace especiales? Me aventuraría a decir que a diferencia de otras desestabilizaciones sociales del siglo XX, éstas no han estado tanto influidas por ideologías definidas patrocinadas por potencias específicas, cuanto por dinámicas propias que emergen de los propios países por el descontento de poblaciones más educadas por sus condiciones de vida. Algo parecido a lo que ocurrió en la Revolución Francesa, si se me permite la analogía. Las estructuras de poder en estos países del mundo no están funcionando para redistribuir la satisfacción social (o la insatisfacción social, claro). Ok, tampoco en Europa, América del Norte, Latinoamérica o el resto de África, los gobiernos están distribuyendo nada bien, pero al menos en estas regiones los períodos de caducidad de sus líderes son menores. Es decir, ya uno se cansa con los personajes de un sexenio, no me puedo imaginar la fatiga que deben causar los mismos líderes por 30 o 40 años. Si no hay muerte más segura (y lenta) que la que causa el aburrimiento.

Antes de continuar, quisera hablar de la denominación de esta región como el Medio Oriente. ¿Qué hace de estos países una unidad regional? Porque partiendo de los eurocéntricos conceptos de Medio o Lejano Oriente, el norte de África vendría a ser otra cosa y es ahí donde se han dado los eventos y cambios más intensos, específicamente en Túnez, Egipto y Libia. Sin embargo, el término Medio Oriente es muy elástico y, en sus formas más amplias, incluye además de lo que específicamente es el Medio Oriente, el norte de África, Irán y hasta los países del Indostán. Para efectos didácticos, el Medio Oriente ampliado es la región en la que (exceptuando a Israel) se comparten en mayor o menor medida rasgos como los siguientes: la fuerte presencia de grupos étnicamente árabes, se habla árabe (esto tampoco es el caso de Irán o de los países del Indostán), el Islam es una forma de vida que trasciende lo religioso para imponerse también en lo civil y lo político; hay desiertos, camellos, petróleo, gente excesivamente rica, los hombres suelen usan prendas de vestir que se parecen más a las que en Occidente usaban las mujeres, en fin, hay algunas características que las hacen sociedades más o menos similares.

Sus estructuras de poder político son otra cosa similar entre las naciones de este Medio Oriente ampliado y que ahora justamente tienen a todo el mundo (por así decirlo) en la zozobra. Se trata de jerarquías que se sostienen en el poder por períodos muy prolongados, donde no es poco común que el traspaso de poder sea de manera dinástica, el control político suele ser bastante férreo y la separación Iglesia-Estado no es un tema de la agenda. Socialmente también hay varias coincidencias, porque muchos de los países de la región han experimentado una prosperidad económica que ha creado fortunas indecibles y que, en mayor o menor medida, ha incidido para que los niveles de salud y escolaridad de la población general hayan mejorado radicalmente.
[Si buscan en este párrafo y el anterior excepciones a mis sobresimplificadas generalizaciones, las encontrarán por montones, pero estoy tratando de construir las similitudes entre los países de dicho Medio Oriente ampliado, con el anticipado reconocimiento de mi ignorancia sobre la región y usando como fuente lo poco que he leído al respecto.]

Tratando de entender la rapidez con la que las protestas iniciadas en Túnez, se contagiaron a Egipto, Yemen, Jordania, Siria, Bahréin, Libia, Marruecos, Iraq, Irán (más o menos en ese orden) pondría los siguientes elementos en la fórmula del modelo explicativo: gobiernos dictatoriales cerrados + población más educada y saludable que antaño + injusticias sociales y restricción de libertades = polvorín. Ahora bien, ni las reivindicaciones ni los resultados han sido los mismos en todos estos países, pero tal vez el denominador común sea la petición de condiciones más justas de vida y la abominación por las injusticias de los regímenes que estos pueblos han padecido (tenido, si buscamos la palabra más neutra).

Lo que sí parece haber cambiado de manera más o menos general es, por un lado, el valor que la justicia social tiene ahora entre esos pueblos y, por otra parte, el rol que las personas consideran que juegan para exigir cambios e incidir en su autodeterminación. En los países de Europa la concepción del individuo como sujeto de derechos en la conducción de su gobierno también fue un concepto nuevo en su tiempo. Que los monarcas fueran elegidos por orden divina significaba, en otros términos, que el individuo (lo que ahora es el ciudadano) no tenía la menor vela en ese entierro. Misma historia en América en el siglo XIX (en EE.UU. antes), las personas que habitaban en las colonias empiezan a pensar en que ellas pueden ser quienes decidan lo que pase en sus territorios, después de siglos de aceptar la idea de que las órdenes se tomaban en la metrópolis.

No quiero asumir con lo que acabo de decir que la historia es lineal y que la democracia y la economía de mercado son el fin de la historia (Fukuyama dixit... y se equivocó), a donde todos los pueblos tienen que llegar. Tal vez el mundo árabe llegue a otra forma de administración de su poder político que no coincida con la mentalidad occidental (y occidentalizadora). Quizás formas democratizantes súbitas en sociedades que no las han tenido puedan llevar al caos social casi de inmediato (e Iraq vuelve a mi memoria). La importancia de los cambios actuales es la conciencia asumida del poder del individuo, de las colectividades, de los marginales (o los que no son tanto) para cambiar algunos aspectos de sus gobiernos, de sus sociedades.

Si me conceden un dejo de optimismo súbito, la lección que deben aprenderse los líderes del mundo por los recientes acontecimientos es que en ningún lugar del mundo las dictaduras están escritas en piedra. Ninguna estructura dictatorial puede resistir el ímpetu de la libertad o del sentido de justicia que las sociedades dinámicamente construyen y reconstruyen. Los seres humanos asumen cíclicamente que son individuos y que también son parte de una colectividad. Si a eso le agregamos tecnologías que nos permiten comunicarnos masivamente de manera casi inmediata, podemos decir que en el futuro nadie estará a salvo de las ideas de otros. Y las ideas son muy poderosas, no sólo porque alientan nuestros valores sino, incluso, porque a veces tienen el poder de cambiarlos o de generarlos.

Queda esperar que pronto se recupere la estabilidad de los pueblos ahora incendiados por sus muchas pasiones, porque en río revuelto sólo algunos pescadores (los más listillos) tienen ganancias. Queda esperar con mucho ahínco que una vez pasado el torbellino esas naciones tengan la oportunidad y los sabios liderazgos para reconducirlos a formas organizativas que convengan más a todos. Queda desear que no mueran más personas, que la represión como forma de actuación pública empiece de una vez por todas a formar parte del cementerio de los conceptos humanos que cayeron en desuso porque así lo quisieron las voluntades colectivas.

viernes, febrero 18, 2011

¿Juay, juay de risa?

No sé qué tiene el ridículo ajeno que causa morbo. ¿Morbo? Sí, morbo entendido como interés malsano por personas o cosas (la RAE dixit). Porque la llamada pena ajena no es más que comedia con un dejo de remordimiento, por la incomodidad que nos causan los pocos escrúpulos que nos quedan y que nos hacen sentir mal por burlarnos malsanamente del otro. Pero-mas-sin-en-cambio, el ridículo ajeno nos da mucha risa. No vayamos muy lejos, no hay nada para soltar una carcajada destornilladora como ver caerse (físicamente) a una persona. Si el lugar está lleno de gente que atestigua el vergonzoso evento, aún más. Ahora mismo me estoy carcajeando frente a la computadora, por acordarme de la vez que una de mis amigas (cuyo nombre evitaré mencionar por fingir que todavía me queda algo de decencia) se cayó frente a toda la comunidad estudiantil el primer día de clases en la escuela secundaria. El día en que todos empezábamos a hacernos un nombre en la jungla despiadada de adolescentes hormonales y pubertos que sin la más mínima misericordia aprenden a usar con maestría la poderosa arma social de la burla. Fue justo al tocar el timbre para la formación inicial. Todo el universo (es decir, el conjunto significativo para la estadística) estaba ahí y fue ahí en ese espacio crítico donde se deslizó como jugador de beisbol urgido por anotar una carrera. Para colmo de males, alguien le gritó "safe" (como si, en efecto, hubiera podido anotar la carrera con la barrida) mientras se sacudía el polvo del uniforme, se revisaba las manos para hacer un recuento de las heridas y abstraía su mente para tratar de olvidar que todo mundo estaba viendo y, no pocos, riendo.

Si uno lo mira fríamente, reírse de la caída ajena parece producto de la maldad humana más depurada. Pero, podríamos aventurar, es la propia naturaleza humana la que hace un lado el sentimiento de la compasión, en parte porque la compasión hace sentir más vergüenza. La risa depura el ridículo pero, al final, reírnos del ridículo ajeno no es más que un interés malsano, aunque socialmente legitimado. Una vez habiendo reconocido mis culpas, procederé a explicar el título de la entrada, que es uno de los últimos escarnios que tiene a un país (por lo menos a una de sus generaciones) riéndose de un pobre hombre que está en la antesala de la senilidad pero que sigue instalado al frente de los micrófonos del noticiero más visto en México. El nombre, Joaquín López Dóriga. Los méritos, haber entrevistado a Santa María de Todo el Mundo. La última entrevista, Anthony Hopkins, sir Anthony Hopkins. El entuerto, que no se oyera el micrófono del traductor simultáneo que tenía que interpretarle la entrevista a Hopkins. La mala idea, que a López Dóriga se le ocurriera que podía improvisar con su inglés de Harmon Hall (o de escuela rural, vaya usté a saber). El resultado, ¿juay, juay de Rito? en sustitución de Why the film's name is The Rite? o algo parecido.

Ver al principal presentador de noticias haciendo el ridículo en televisión nacional y convirtiéndose en el centro de las burlas de las redes sociales ipso factamente, no deja de dar un poco de penita. Y mucha risa. Es que ya nadie respeta las canas ni tiene consideración de que en su juventud no era el inglés sino el latín la lingua franca. Teniendo en cuenta esos elementos, todavía cabe preguntarnos, ¿entonces, juay? ¿juay da risa? :P

martes, febrero 15, 2011

France se pronuncia como Florence

Me une a Francia un gran cariño. Fue el primer país, descontando el mío propio, en el que viví. Desde muy joven me atrajo su lengua (le pupú le mató le gua-guau), su cultura y, ahora de manera muy especial (e inexplicable), sus quesos y jabones. Una de mis grandes sorpresas cuando pasé lo que dura un ciclo escolar de ese lado del charco, fueron más que las diferencias (que las llevaba muy presentes) las similitudes entre nuestros pueblos que se materializaron en una gran facilidad para hacerme amigo de franceses y estrechar mis relaciones con ellos. Para quienes lean los diarios, no les será difícil adivinar porqué traje el tema a colación, pero para los que tienen la suerte de estar sustraídos de los medios mexicanos y, en menor medida, de los franceses haré un breve recuento de la situación sobre la que aventuraré mis disipadas opiniones.

He de aclarar antes de comenzar que en este blog la sobre simplificación de la realidad es moneda corriente, como también lo es, paradójicamente, la sobre complejización de la simplicidad. Mi explicación con fines informativos sobre el caso de Florence Cassez es la siguiente: una ciudadana francesa (con apariencia celta-nórdica incluida) fue detenida por la Policía mexicana por estar involucrada con una banda dedicada al secuestro y que era dirigida por el novio de la susodicha (cuya culpabilidad, hasta donde yo sé, está un poquito más que acreditada). La detención tuvo la particularidad de que se volvió a realizar una vez completada para que las cámaras de televisión pudieran ver en vivo y en directo la detención de esta terrible banda dedicada a la comisión de tan terrible delito. Cassez fue condenada por un juez a 60 años de prisión, apeló la sentencia porque ella alega su inocencia, pero aquélla fue confirmada. Posteriormente, presentó junto a sus abogados y el acompañamiento consular de la Embajada de Francia en México un juicio de amparo (el que protege las garantías constitucionales). En este último se acaba de confirmar la sentencia, o más bien dicho, se negó que se deba reponer el juicio por considerarse que no hubo garantías violadas.

El caso de Florence Cassez se volvió para la relación Francia-México (que no es lo mismo que la relación México-Francia) el tema central, por lo que la decisión judicial en el juicio de amparo de hace unos días ocasionó en el Gobierno francés una serie de declaraciones que han recibido muchos adjetivos calificativos. Por ejemplo, la canciller francesa declaró que la decisión (judicial) en el caso Cassez afectaría indudablemente la relación entre los dos países. A ese nivel estamos, lo que digan tus tribunales afectará nuestras relaciones. Por su lado, el presidente francés, conocido por su personal estilo de gobernar, decidió en venganza que se dedicara a la señorita Florence cada evento de lo que iba a ser un hito en intercambio cultural y exhibición de la cultura mexicana en ese país, que había recibido el nombre de Año de México en Francia. Como su nombre lo indica, el 2011 iba a estar consagrado a una importante serie de eventos en los que se difundiría la cultura mexicana en Francia, ante la invitación de este país al nuestro. Pero bajo la amenaza del presidente Sarkozy (descortés dirían algunos) de criticar por el asunto en cuestión a México, en todos y cada uno de los eventos (en los que inicialmente se planeaba que el tema fuera la difusión de su cultura antigua, moderna y posmoderna), fue el Gobierno mexicano el que decidió cancelar las actividades en las que participaría como Estado hasta que se retirara el detallito de la dedicación a Cassez en cada evento del Año de México en Francia.

Hay varios puntos en este asunto que me dejan mal sabor de boca. El primero es por qué tiene que afectarse un evento cultural de esas dimensiones por un asunto que es eminentemente jurídico (y algo diplomático). La idea era llevar a un país europeo importante el mensaje, breve pero complicado, de que México es más que las cotidianas apariciones mediáticas sobre la violencia generada por el narcotráfico. La cultura ha sido para nuestro país el vehículo ideal para mostrar la riqueza y la diversidad que ha estado casi siempre escondida detrás de estereotipos y, nuevamente, sobresimplificaciones con acentos xenofóbicos. A menos que haya control de daños este año la cultura como instrumento para ese propósito tampoco logrará hacerlo. No este año, no en Francia.

El segundo es porqué una relación bilateral entre dos países con economías, poblaciones y vínculos histórico-culturales tan importantes, como los que tienen México y Francia, puede estar determinada por coyunturas sacadas de proporción. Cada asunto tiene su tamaño y sus propios mecanismos para procesarlos dentro de su propia naturaleza. Se entiende que dos hermanos se peleen porque uno le manchó una prenda de vestir al otro, pero ese detalle no debería bastar para que uno dejara de acudir a la boda del otro, con unos grititos sería suficiente, si me permiten la analogía. Cuesta entender porqué un asunto que es judicial termina siendo la piedra angular de toda la relación.

Otro asunto que deja dudas es cómo las autoridades francesas se enteraron y convencieron a prueba de todo de la inocencia de Cassez, cuando los tribunales judiciales de otro país en tres instancias encontraron que estaba acreditada su culpabilidad. Cierto que el sistema de procuración de justicia en México es fuertemente cuestionado por la impunidad y la inequidad, pero el acceso de la ciudadana francesa a todos los recursos legales de defensa fue total. Yo no sé si es inocente o culpable, no soy quien puedo decidirlo, pero sé que en terminos legales su asunto fue juzgado y revisado tres veces con los mismos resultados.

Que un país haga un berrinche por defender a su ciudadana también se entiende, pero cuesta seguir creyendo que los gobernantes, en general, se entreguen a tomar sus decisiones con las vísceras. Que usen los diversos aspectos de la vida de las sociedades a las que gobiernan como si fueran fichas de negociación de un juego de mesa en el que se pueden divertir intercambiando billetitos de papel. No son Napoleones de manicomio (aunque algunos lo parezcan). Lo que hacen afecta para bien y para mal la vida de las personas, por lo que el mínimo requerimiento es que tengan la suficiente capacidad analítica para distinguir entre temas y asuntos diversos. Sí, gobernar es complejo, pero se supone que ya lo sabían cuando aceptaron su cargo. La cosa pública implica que la racionalidad se imponga y que el objetivo último nunca deje de ser el bien común. En el caso que nos ocupa es difícil identificar qué bien común se protegió, o mejor dicho, qué salimos ganando los mexicanos y los franceses.

En lo personal, critico la reacción del presidente francés y, en términos matizados, justifico la posición del Gobierno mexicano en condicionar el apoyo al programa cultural si en cada evento un monito sarkozyano iba a estar criticando el sistema de justicia mexicano. No sólo por dignidad o ataques aterioesclerosos de nacionalismo, sino por no darnos el lujo de pagar más publicidad negativa, como si no tuviéramos suficiente. Claro, mis patrones son los que hicieron esto último, quién sabe qué pensaría si mi mente tuviera menos sesgo en el asunto. Pero en lo que son peras o son manzanas, sigo creyendo que las decisiones públicas deben poderse justificar sobre la base del bien común. Ah, eso y que si Sarkozy se quiere llevar a Cassez nos deje en prenda a Carla Bruni. Así tal vez nos la íbamos pensando.