Tengo semanas tratando de procesar emocional e intelectualmente todas las ideas, sentimientos y replanteamientos que una tragedia como la ocurrida a los estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa. Hace mucho tiempo que algo no me revolvía tanto interiormente, que no me permite aún ahora encontrar palabras que hagan suficiente una descripción, o hallar una opinión que abarque una realidad, como si todas las opiniones y explicaciones -propias y ajenas- quedaran pequeñas, sesgadas, minúsculas ante algo que es mucho mayor.
Escribir es uno de los ejercicios que mejor me sirven para tratar de ordenarme interiormente, cuando el pensamiento por sí solo no alcanza para ese propósito. Sobre este tema se ha escrito y leído ya tanto, que encontrar algo nuevo cuesta mucho. Pero el propósito de este texto no es decir algo nuevo, es simplemente un proceso personal de reflexión que me ayude a entender mejor lo que está pasando en el país y, al mismo tiempo, ser el modesto homenaje que brindamos con la memoria a quienes han perdido la vida como resultado de la injusticia. Parece insignificante dar tan poco, memoria, a quienes perdieron tanto, la vida, pero es un mínimo indispensable.
Una atrocidad tan grave no puede prescindir, al menos, de un profundo esfuerzo por afrontar socialmente tres cosas: las causas, las responsabilidades y las consecuencias.
1. Entre las consecuencias, la primera es emplear todos los recursos disponibles para que las víctimas sean resarcidas en todos los extremos: que reciban justicia, que las familias sean tratadas con toda la caridad que la situación exige, que a la sociedad le sean dadas todos los esclarecimientos. Todo eso no alcanza para deshacer lo que ya fue consumado y hay pérdidas que son totalmente irreparables, pero la justicia es un elemento indispensable que nos separa de la barbarie, y hay que exigirla.
Otra consecuencia, esta vez política por haber habido una presunta participación directa de autoridades públicas, es la movilización social y el ejercicio más cuidadoso del voto por parte de los ciudadanos. Cada quien determina cómo participar, cómo hace valer ante el poder público sus exigencias, pero todos necesitamos participar de la vida política de nuestras comunidades y ejercer esa obligación que hemos confundido como un acomodaticio derecho.
2. Para llegar a ese mínimo indispensable de justicia primero deben determinarse las responsabilidades. Yo creo que en este caso, se pueden distinguir por su intensidad y gravedad tres tipos de responsabilidad: penal, administrativa y social. La primera es la responsabilidad penal de quien comete un delito: los actores intelectuales y materiales han cometido crímenes de lesa humanidad y deben ser perseguidos, detenidos y castigados con todo el rigor que señalen las leyes.
Otra responsabilidad es administrativa, es decir, del ejercicio de las funciones públicas. Tanto por acción como por omisión, autoridades de distintos niveles de Gobierno tienen que responder ante la sociedad que los ha elegido y que paga sus salarios, por todo lo que hicieron o dejaron de hacer en el marco de sus facultades y obligaciones. Pero no seamos simplistas: estas autoridades no mataron a los jóvenes estudiantes. Si se comprueban complicidades, hay una persecución penal posible, si lo que hubo es incompetencia, también eso tiene sus consecuencias y deben asumirse.
En realidad, todo el sistema de procuración de justicia que con sus lamentables deficiencias permitió que hubiera una impunidad tal como para que una masacre de ese calado tuvier lugar debe ser transformado. Esta experiencia devastadora se convierte en punto de no retorno para exigir instituciones judiciales y policiales competentes, al servicio de la sociedad.
Y, por último, está la responsabilidad social que tanto nos cuesta asumir. Esa diluida culpa que a todos nos ha embargado un poco, esa insatisfacción generalizada que no podemos reconocer porque no sabemos hasta dónde nos alcanza. Esa responsabilidad también la provoca el desprecio generalizado a las normas de convivencia que hace que cualquiera que tiene oportunidad viole las leyes y las normas sociales. Cuando no damos el paso al peatón, cuando nos damos cuenta que nos cobraron de menos y no decimos nada, cuando ocupamos los lugares reservados a discapacitados o personas mayores, cuando insultamos y discriminamos, cuando hacemos todo lo posible por no pagar un impuesto o una multa debida. En todos esos momentos somos socialmente responsables por los graves males sociales que se forman, como perversa bola de nieve, por el desprecio continuo del prójimo y la falta de consideración de los demás y de la propia autoridad (cuando nos conviene).
Es un grado tal vez menor de responsabilidad sobre los peores males de nuestra sociedad, pero es NUESTRA responsabilidad. Ésa es al menos una ventaja: cumplir con las leyes y las normas de convivencia sí depende de nosotros mismos y de exigirlo así en nuestro círculo más cercano de familia y amigos. Enseñar estrictamente con el ejemplo y con la disciplina a los hijos, a los alumnos, a los sobrinos, es una responsabilidad ineludible que dolorosamente solemos dejar de lado. Si no logramos formar a las nuevas generaciones en la práctica del respeto a los demás y a las leyes, el futuro seguirá siendo más sombrío que el presente.
3. Las causas que provocan que la maldad humana haya llegado a límites tan execrables es lo que resulta más difícil de abordar. Pero es un debate social y una reflexión personal que no debemos seguir posponiendo, ni en Mèxico ni en otros países. Creo que lo más difícil es reconocer que, hasta cierto punto, las causas se remontan a nuestro estilo de vida, a nuestras prioridades, a lo que aspiramos como individuos.
Primero, porque como seres humanos estamos dando más importancia a lo que TENEMOS, sobre lo que SOMOS. Se escucha como un cliché, como un lugar común, pero si nos detenemos a considerar las consecuencias que esto implica nos podemos dar cuenta de lo devastador que resulta nuestro sistema de vida. Porque si lo que más importa, lo que más tiene valor social, es lo que logremos tener, cualquier cosa que necesitemos hacer para tenerlo se convierte en nada más que un medio para lograr el fin mayor. Y si podemos hacer cualquier cosa, podemos también SER cualquier cosa. Al final de cuentas, a los hombres y a las mujeres nos hacen nuestras acciones. Los compartamientos son los que permiten determinar quiénes en realidad somos: yo puedo decir que soy honrado, pero eso no importa si lo que hago o dejo de hacer es deshonesto; puedo decir que soy sincero, pero si no hablo con la verdad no lo seré. Y esta prioridad del tener sobre el ser, hace que podamos aceptar que algún amigo o familiar tenga ganancias inexplicables, sin que nadie se preocupe por saber si esa persona es honesta. O que un empresario explote a sus trabajadores, siempre y cuando sus ganancias sigan viéndose bien en los estados de cuenta. O trabajar no pensando en el beneficio de nuestra sociedad, sino en agradarle al jefe, cueste lo que cueste, implique lo que implique, para no perder nuestro salario.
Segundo, porque como individuos nos hemos sumido en nosotros mismos y nuestro grupo más cercano, viendo a los que nos rodean como parte de la decoración de nuestra película. Cómo vamos a ser capaces de hacer la sociedad mejor, si en realidad no tenemos el más mínimo afecto por todos sus demás miembros. Y eso se va notando en los pequeños detalles: cuando ya no saludamos (ni siquiera conocemos) a nuestros vecinos, si preferimos entrar a un elevador sin saludar a nadie de los presentes para no interrumpir en nuestras redes sociales, si nunca le haríamos conversación a nuestro pasajero de al lado en el transporte público, si nunca usamos el transporte público que nos resulta tan séptico pues nos obliga a tener contacto con otras personas.
Es muy triste de admitir, pero sobre la base de los valores frívolos que a veces son nuestras mayores motivaciones, difícilmente vamos a construir mejores sociedades. ¿Tragedia, atrocidad, abominación? Las palabras siguen sin alcanzar, pero ahora hay 46 familias pobres, azotadas por la tristeza y el duelo más absurdo. Los demás, seguimos siendo espectadores de su absurdo e injustificado dolor. Pero estamos llamados a ser más que simples espectadores, aunque ahora no se nos ocurra cómo.
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