miércoles, enero 07, 2009

Mi vida en Huásabas, capítulo 12

Una característica de la que yo desprendía mi individualidad durante mi infancia, era no dormir la tradicional siesta. Como deben saber todos los habitantes del mundo hispano que habitan zonas cálidas (no afectados por la transformación radical de la vida urbana), es que durante los largos días del verano después de la comida todo se detiene para que las personas se vayan a dormir algunas horas. La siesta es una institución entre las culturas que la practican y Huásabas, sin duda, es un ejemplo muy representativo. Dado que la mayor parte de la gente se dedica a la ganadería, en los ardientes días del verano es necesario iniciar la jornada muy temprano, incluso antes de que amanezca, porque es cuando las temperaturas son soportables. De esta manera, a las doce del día es normal que los hombres que han estado toda la mañana "jachando" en las milpas o en los ranchos, estén ya sentados a la mesa, esperando que la esposa los consienta con algún plato de la sobria comida sonorense.

En mi casa de muchos hijos, la siesta era en realidad una obligación moral. Mi madre no lo ponía en esos términos, pero sí se dedicaba a sancionarnos con toda la severidad que acumulaba cuando con nuestros gritos no la dejábamos dormirla. Así que establecida una sanción para un comportamiento, ya tenemos una conducta prohibida y, por tanto, una norma. No era jurídica la norma, porque no era el Estado el que la debía hacer cumplir; ni tampoco religiosa, porque ni siquiera había que declararla en el confesionario; entonces, convendremos que se trataba de una verdadera norma moral. Mis hermanos y yo tratábamos de sacarle la vuelta con la promesa de que no haríamos ruido, pero no era posible engañar de esa manera a una madre tan experimentada, que sabía que enseguida romperíamos la promesa y terminaríamos por despertarla a causa de un grito, un llorido, un golpe o cualquier otro acontecimiento.

Sin embargo, la siesta para mí era una pérdida brutal de tiempo, por lo que nunca me pude resignar a cumplir la referida norma. Todo se solucionaba para mí, sin embargo, porque mis hermanos sí empezaron a practicarla religiosamente, con lo cual yo sólo esperaba que todos estuvieran dormidos y me dedicaba a hacer mis actividades de anti-siesta.

En otros capítulos de esta serie he hablado sobre el momento justo en el que la gente empezaba a despertar de la siesta y las vívidas sensaciones que me causa recordar el aroma a café recién colado y el sonido de los cascos de los caballos contra el suelo con su paso sosegado, cuando los primeros vaqueros tomaban camino hacia las milpas. Pero creo haber sido omiso sobre los largos ratos en los que todo era tranquilidad y silencio, cuando todo el mundo dormía. Dado que la siesta no era parte de mi religión - y con eso me autodefinía - una buena parte de mi infancia transcurrió en un contexto de soledad autoimpuesta, en el que me parecía que en el mundo sólo existía yo. Esos momentos eran un excelente caldo de cultivo para las fantasías mentales que siempre he construido cuando estoy solo.

Era bastante común que en esos ratos me subiera al techo del corredor de la casa de mi nana que, a diferencia del resto de la casa y de la mía, no estaba cubierto con láminas con desnivel para que el agua de la lluvia corriera, sino que únicamente consistía de tierra, en la que llegaban a salir algunas hierbas escasas que siempre estaban casi secas. Era un espacio bastante grande y estaba rodeado por una especie de pequeña barda, que me daba la sensación de estar en un espacio lo suficientemente delimitado como para considerarlo mi territorio, únicamente mío. Para subir ahí tenía que hacer todo un ritual: salía al patio de mi casa y me subía a la tapia (barda) por una sección de lo que había sido una puerta que la hacía menos alta y que me permitía subirme. Después, caminaba haciendo equilibrio por toda la tapia de mi casa, hasta llegar al techo de la "ramada" (especie de porche interior en el que se guardaban los cachibaches y las cosas del rancho). El techo de la ramada conectaba, a su vez, con la casa de mi nana, que era más alta, pero sólo era necesario un brinco para ponerse ahí, en una parte cubierta con láminas de zinc corrugadas. Caminar por ahí no era tan fácil, pero hacía algo de equilibrismo y me trasladaba hasta lo que era el techo del corredor.

De camino a ese punto, solía cortar naranjas o "naranjitas de Castilla" (más pequeñas que las mandarinas, pero mucho más dulces y de un color menos fuerte) cuando era época de estos frutos. Y una vez ahí, hablaba solo (como lo hago hasta nuestros días). Pero no hacía monólogos porque hubiera sido muy aburrido, sino diálogos. Diálogos conmigo mismo, en el que una parte de mí siempre hacía todos los cuestionamientos - una especie de superego - a la otra que era toda bondadosa y franca, pero muy ingenua.

Me sentaba largos ratos en la superficie rugosa de la bardita que rodeaba este techo y volteaba a ver las torres de la iglesia, y las palmas datileras "de que" la Conchita (una era más grande que la otra, pero era esta última la única que daba dátiles), en las cuales se paraban las auras (un ave carroñera grande y negra) después de hacer largos vuelos serenos en el contraste de un cielo casi permanentemente azul.

Una de estas veces, me encontraba diseñando mi casa de los sueños y estaba en la parte del baño. Por supuesto que el escusado de una casa de los sueños no puede ser un aparato cualquiera en el que jales la palanca y sanseacabó, sino que debe ser capaz de sorprender al visitante. El asunto era que cuando le agregaba el factor sorpresa, la funcionalidad del mismo se veía severamente disminuida. Debo haber pasado todo el tiempo que dura la siesta tratando de ingeniar un escusado que fuera toda una experiencia de vida. Recuerdo, eso sí, que le agregué muchos botones, que tenía control de la temperatura para no tener frío cuando posaras tus sentaderas en los días de invierno y, por supuesto, no era necesario jalar la palanca porque contaba con un sensor que hacía ese desagradable trabajo por ti. Una parte importante es que el sensor no era de movimiento, sino que medía los diferenciales de peso, entre cuando te sentabas y cuando expulsabas lo que la gente expulsa cuando va al baño.

Ése era el tipo de elucubraciones en las que me entretenía mientras comía uno a uno los gajos de las naranjas de la huerta de mi nana que hubieran estado lo suficientemente cerca del techo, como para poder cortarlas sin tener que bajar al mundo de los demás. Hasta que el aroma a café y el sonido sosegado de los caballos que regresaban a las milpas me recordaba que era hora de regresar.

7 comentarios:

Paco Bernal dijo...

Hola Rafa: ha sido como estar sentado contigo y que me lo hubieras contado todo. Tan bien lo has dicho, tan sencillo y, sin embargo, tan lleno. Cuando yo era pequeño también nos hacían dormir la siesta (una obligación incomprensible para nosotros porque no teníamos nada de sueño). A la calle no podíamos salir porque hacía muchísimo calor. Nuestra siesta era entre las tres y las seis, más o menos. Hasta las ocho o así ("con las fresquitas", decíamos) no se podía salir a la calle a pasear o a jugar. En fin, qué tiempos :-)
Un abrazo.
PS: Curiosamente, mientras leía lo que contabas, yo me he imaginado un cielo de verano agradablemente nublado. Uno de esos cielos de antes o después de la lluvia que, por alguna extraña razón, son tan acogedores. No me cuadraba el cielo azul (el lector, como ves, también crea sus imágenes).

Monica Hdez dijo...

Mis respetos!!!
que bueno que regresaste...Gracias!

Anónimo dijo...

si y la caminada que dimos de 10 km :(, la mojada del crusito y su regañada, mi mojada :/ y tudo por acerte caso pero me diverti mucho y me canse tambien y sobre esa invitacion de subir al ´picacho no creas que estoy muy convencido eeh
ajajaja bye

JOSE CARLOS

Anónimo dijo...

si y la caminada que dimos de 10 km :(, la mojada del crusito y su regañada, mi mojada :/ y tudo por acerte caso pero me diverti mucho y me canse tambien y sobre esa invitacion de subir al ´picacho no creas que estoy muy convencido eeh
ajajaja bye

JOSE CARLOS

Anónimo dijo...

Feliz año, Rafael!
Estos días estamos teniendo mucho, pero mucho frío por aquí, así que es un placer leer sobre siestas de verano. A mí también me obligaban a dormir, porque en Andalucía también "era" institución la siesta (ahora ya no tanto, porque el ritmo de vida ha cambiado desde mi, !ay!, cada vez más lejana infancia)Entonces, como todos los críos, la odiaba, lo curioso es que ahora, con la edad, he cambiado de bando y me gusta, aunque sólo sea una cabezada en el sofá, que la vida moderna no da para siestas de 3 horas.
Siempre bonitos recuerdos los tuyos.
Un saludo.

Anónimo dijo...

Hola Rafaél (disculpa la familiaridad, pero es que el leerte hace mas de 6 meses me ha hecho creer que me he ganado ese derecho)soy una tapatia, anonima lectora hasta hoy.
Me he decidido comentarte y hacer publico el que sigo tu blog por que lograste arrancarme una sonrisa de tan bello recuerdo.

Gracias por compartirlo y ahora que he perdido la vergüenza (la estravie en alguna parte) pues seguiré escribiendo comentarios como este saludos.
Dalia

Anónimo dijo...

hola rafa hespero y te acuerdes de mi.pon fotos nuevas de huasabas ten go anos sin hir y no se cuantos mas me falten que dios te bendiga medio gusto saver de ti.