viernes, enero 16, 2009

Herminia

Siempre llegaba al comedor en el que la conocí con unos zapatitos de tacón bajito, muy bajitos. Sus faldas eran de corte recto y jamás por encima de sus rodillas. Los colores ocres y apagados de su vestimenta refejaban - para los prejuicos ajenos - lo añejo de sus ideas, lo aburrido de su perpetua soltería. El conjunto de lo que lograba ver de Herminia y particularmente sus estudiados modales, calladamente daban muestra de su anterior pertenencia a la clase media alta postrevolucionaria. La edad no quedaba clara y su hermetismo no dejaba posibilidad de preguntársela, pero no había duda de que era mayor a los cincuenta. Y, finalmente, su mirada... su mirada como para adentro, como si nunca te viera aunque tuviera sus ojos fijos sobre ti, su mirada gris que completaba una cara llena como de indiferencia y de desesperanza, de un estancamiento vital que molestaba a su alrededor. Una cara que hacía callar a los niños que jugaban a la pelota fuera de su casa, que silenciaba las animadas conversaciones de sus compañeros de trabajo cuando se acercaba, que dejaba sin posibilidad de palabras a los hombres de los que hubiera podido enamorarse.

Herminia nació, ya lo decía, en el seno de una típica familia acomodada de los tiempos postrevolucionarios del país. Su padre había sido burócrata de medio pelo, hasta que se hizo amigo de un general que llegó a ser Secretario de la Defensa, en los tiempos del Presidente Cárdenas. Esto fue condición suficiente para que en unos cuantos años se convirtiera en funcionario de nivel alto y con la sagacidad que lo distinguió en combinación perfecta con unos escrúpulos muy laxos, pudo conservarse hasta su muerte en esas posiciones de privilegio que había creado el sistema de partido dominante que gobernó a México hasta que terminó el siglo. La flexibilidad de sus escrúpulos en la política no la llevó nunca al campo de la conducción de su familia. Bastante joven se casó con la madre de Herminia, una provinciana de Querétaro, proveniente de una familia muy religiosa y conservadora. En esa familia nadie cuestionó nunca sus propios roles, ni la crítica ajena ni la autocrítica se dejaron sentir jamás en la elegante casa porfiriana de la Colonia Roma que pudieron comprarse con un excelente "negocio" que llevó a cabo el padre, aprovechando su puesto en el gobierno.

Herminia fue educada en el Colegio del Sagrado Corazón, para garantizar que las monjas la formaran como la señorita decente y de moral impecable que los padres asumieron debía ser. Manejaba a la perfección los modales de una rancia aristocracia, a la que ni siquiera pertenecía y reprobaba con su desdén a todos los que a su alrededor se comportaban como "indios". En el comedor se sentaba siempre con sus piernas cerradas y ligeramente inclinada sobre sus tobillos cruzados. Se cercioraba rigurosamente de que la falda estuviera en su lugar y que sus rodillas jamás se exhibieran. Cerraba cuidadosamente su saco y una vez acomodada tomaba sus cubiertos y se disponía a injerir sus alimentos como si estuviera en el Palacio de Buckingham, aunque se trataba únicamente del comedor de su trabajo, rodeada de gente que ni siquiera sabía de la existencia del Colegio del Sagrado Corazón.

Nunca se casó. Pero sí estuvo locamente enamorada en una ocasión, aunque jamás se pudo dar el lujo de mostrarlo. Se llamaba Samuel y se apellidaba Levy. Pero tan locamente enamorada estaba que pensó que sus padres podían obviar el hecho de que era judío. Durante ocho meses, se arregló para verlo sin que se dieran cuenta sus padres, lo cual era una empresa dificilísima, considerando lo castrante que era el control que imponían sobre ella y sobre su hermana, sus únicas hijas. Samuel insistió tanto en que hablaría con los padres que logró convencerla de que se lo permitiera, a pesar del terrible temor que Herminia tenía de que cuando eso pasara, aquella historia que ella consideraba hermosa llegaría a su fin y le destrozaría el corazón. Y así fue, se lo destrozó por todos los años a venir. Ya tenía 28 años cuando esto ocurrió, pero eso no hacía ninguna diferencia porque ella tampoco había cuestionado jamás el rol que le correspondía en su familia.

Antes de que llegara Samuel les avisó a sus padres que recibirían una visita de una persona de quien tenía las mejores referencias. La madre se dio cuenta inmediatamente de qué se trataba y se dispuso a preparar el té y unas galletitas que eran la receta de su abuela. Herminia no podía contener su nerviosismo y sólo pudo pensar en donde podría esconderse para escuchar la conversación en la que, para su fortuna, no podía estar presente. Samuel tenía claro que debía prepararse para gente muy especial, pero jamás sospechó que ni su enamoramiento por Herminia sería suficiente para aguantar las ofensas e insultos que recibió de su padre, ni la cara de desprecio con la que lo vio su madre cuando respondió afirmativamente a la pregunta de si era judío - "esa religión de infieles" - como agregó el padre. Jamás volvieron a verse. Las palabras habían sido tan hirientes que Herminia prefirió simplemente tragarse su amor porque no hubiera podido volverlo a ver a la cara.

Cuando los padres murieron, el daño estaba hecho. Herminia ya era la Herminia que iba a morir varias décadas después. El cambio se había vuelto una imposibilidad. La rutina era el único mundo en el que quería vivir. Su trabajo era una especie de refugio en el que podía atrincherarse detrás de su escritorio lleno de expedientes que sellar y que foliar. Ella decía que no estaba sola, porque se dedicaba a cuidar a su hermana que había tenido un ataque de embolia que la dejó paralítica y muda. Pero en realidad sí estaba sola y aunque siempre conservó en público el decoro que debían tener las señoritas del Sagrado Corazón, cada sábado por la tarde, después de dar un paseo por el parque se iba a la última banca de la Iglesia de San Hipólito y ahí, en la oscuridad, se echaba a llorar, rodeada del aroma a incienso, a velas, a humedad de construcción colonial. Y al salir recuperaba su cara de gris estancamiento, esbozaba una fingida sonrisa mientras sacaba unas monedas para darlas de limosna al anciano de siempre y se encaminaba haciendo un ruidito constante con sus zapatitos de tacón, bajitos, muy bajitos, hasta llegar a la decadente casa porfiriana de la Colonia Roma.

5 comentarios:

Paco Bernal dijo...

Pobre Herminia! Pero su vida es una lección aunque ella no lo supiera: siempre hay que preguntarse si lo que uno está haciendo con su vida es lo correcto o no.
Un abrazo

Anónimo dijo...

al principio pensé que sería la Herminia de la calle ancha. Muy bien Rafa besos saludos de tu hna

Anónimo dijo...

que triste historía, aún se darán esos casos hoy en día...?

lil' sis..

Monica Hdez dijo...

Una historia muy triste... sin duda muy comparable a los
"si hubiera"
un buen ejemplo para disfrutar el trayecto sin perder de vista la meta!

Saludos Rafa

Anónimo dijo...

!hey¡ yo tambien conozco a Herminia, la de la calle Ancha de Huasabas, pariente de Elviro... si, algunas coincidencias :), Saludos RBD...

Adrian
eros_son@hotmail.com