lunes, noviembre 05, 2007

De puente


Este fin de semana tuvo la brillante idea de ser el doble de largo de los normales. Resulta que por el día de muertos y la proclividad de los mexicanos a los días feriados, tuve un maravilloso puente de cuatro días, el cual evidentemente tenía que disfrutar para salir de la capital y procurarme alguna ruta de escape. El destino seleccionado fue el estado de Michoacán, que está ubicado en donde la sirena recarga su cadera, si consideramos que el mapa de México es como una sirena en pose sexy con la cadera doblada, siendo el brazo de apoyo la península de la Baja California y la aleta de pescado (que tan útil les resulta a las sirenas para nadar), la mismísima península de Yucatán. La cabeza la tiene la pobre sirena undida en el mapa de Estados Unidos, lo cual le impide salir en la foto. En fin... una vez desahogado mi delirio geográfico-mítico procedo a relatar lo que fue este viaje de tan bien aprovechado puente.

Nuestra base de operaciones fue una ciudad de Michoacán que se llama Uruapan (como Europa, pero en purépecha, jeje). Hasta ahí llegamos el mismo jueves no sin antes pararnos en la carretera a un restaurante de tradición carretera. La primera recomendación para un restaurante es que la carta no esté en inglés u otro idioma extranjero. Eso más o menos garantizará que no esté dirigido a turistas, lo cual no es porque sea yo xenófobo, sino porque el incentivo del restaurantero a esforzarse al máximo se reducen cuando los comensales no son los locales, que podrían hacer exitoso el lugar si aprueban con su regreso el sazón de la comida. También permite que todo sea más genuino y que los precios sean más moderados. La segunda forma de un lugar de auto-recomendarse es que esté muy concurrido, por obvias razones. Pues este restaurante cumplía con ambas dos características y una tercera, aunque inverosímil, fue estar enseguida de una gasolinera. Omitiré detallar lo excelsamente exquisito que estaba lo que comimos, para no despertar a mis glándulas salivales que ahora mismo están batallando con un insignificante chicle de yerbabuena de la marca Clorets que me costó 10 pesos, por razones que prefiero no mencionar so pena de soltarme llorando por causas diversas, siendo una de ellas tener un corazón de pollo.

Una vez llegados a Uruapan nos dispusimos para irnos a pasear por algunos pueblos rivereños del lago de Pátzcuaro (uno de los más grandes y emblemáticos del país), en donde se celebra el día de muertos de manera muy tradicional, tradiciones que posteriormente intentaré describir. Cabe anotar que ya era de noche, cabe anotar que estábamos a muchísimos metros sobre el nivel del mar (muchísimos, pero no me acuerdo tanto, sólo de que eran muchísimos) y cabe anotar que cerca del agua con las dos condiciones anteriores hace un frío que te ..., que te ..., que te ... (no me decido a ser procaz para esta entrada, pero el caso es que hacía un frío que podrías llorar con él o por él, sobre todo si, como yo, tienes un corazón de pollo).

Antes de continuar debo decir a quienes no lo sepan que Michoacán (en especial Pátzcuaro) es muy conocido por su fiesta de muertos (fiesta en el sentido literal de la palabra, que fue de lo que me vine a enterar hasta que estuve ahí). De tal manera que estaba aquello abarrotado de individuos de todas condiciones y niveles de soportariedad (palabra que acabo de acuñar para referirme a los diversos grados en los que una persona puede ser soportable para otra). En vez de ir al pueblo de Pátzcuaro, nos dirigimos a uno cuyo nombre parece salido de la mismísima dinastía Ming, pero que es tan michoacano como Lázaro Cárdenas. Se llama el lindo pueblito Tzintzuntzan (si les da gracia, pues no los culpo porque, por vida de Dios, el nombre es raro). Ahí llegamos, después de caminar bajo el desamparo de la temperatura al cementerio que es, como ustedes de podrán imaginar, el lugar más propicio para celebrar a los muertos. La idea de la fiesta de muertos es que los "ídem" bajan a la tierra (o suben, agrego yo, porque uno nunca sabe a dónde fueron a parar) durante esa noche (del primero al dos de noviembre) para volver a degustar sus placeres gastronómicos favoritos. Así que, dada la colectiva visita de individuos del más allá, los familiares se congregan alrededor de la tumba de sus seres queridos (por así decirlo queridos, porque las relaciones familiares son más complejas que eso). Encienden retehartas velas y adornan las tumbas con unas decoraciones padrísimas a base de una flor muy bonita que es como un clavel pero más grande y de un color anaranjado potentísimo. El resultado es visualmente impresionante. El cementerio de Tzintzuntzan (si les sigue dando gracia, todo bien, yo apenas lo voy superando) se ve increíble, es bastante grande porque sé de buena fuente que mucha gente se ha muerto antes que nosotros. Pero la sensación es increíble, a la luz de los muchos miles de velas que iluminan las anaranjadas flores de ortografía complicada, algo así como Cempasúchitl, pareciera que todo está en llamas bajo la niebla que se forma por la cercanía del frío lago. Además la gente está quemando copal (que no sé qué sea pero hace las veces de incienso) y sobre las tumbas ponen la comida favorita de su fiel difunto. Así que los olores son impresionantes, casi indescifrables, huelen las canastas de las frutas, huelen la cera y la madera de las fogatas que se están quemando a los alrededores o adentro mismo del panteón, huele el copal a inmolación y también huele a alma de muertos felices de volver a ver al cónyuge, a los hijos, al compadre o de ver por primera vez a un turista sonorense que con cara de satisfecho asombro admira lo artístico de las ornamentaciones mortuorias (¡con el gusto que les ha de dar!).

Pero no es todo lo que había que ver en este pueblo que preferimos por sacarle la vuelta a la isla de Janitzio, que está en frente del Pueblo de Pátzcuaro y cuyo único acceso es por lancha. Las lanchas te acercan a ese lugar misterioso que, por ser insular y diferente, ha tenido mucho éxito en atrapar a una abundante colectividad de turistas nacionales y extranjeros que supongo se regocijan de salir de su mundo y entrar a otro diverso, al menos en la noche en que los muertos de la rivera del Pátzcuaro vuelven también a regocijarse, abandonando los avernos para ver de nuevo la vida que dejaron en manos de la muerte. Pero la lógica no cuadró mucho, porque Tzintzuntzan, por su parte, siendo un pequeño pueblo de dos mil habitantes atrae a decenas de miles de visitantes para esa noche que, aunque gélida, le da al alma un poco de lo que necesita, a través de la magia y la tradición. Entre las muchedumbres perdidas en el espacio y las almas alcoholizadas (sólo me refiero a los vivos) avanzamos para ver un monasterio impresionante, del siglo XVI, con un atrio gigante y aislado que fue sembrado con unos olivos regalo directo del Rey de España (de ese tiempo) y que se conservan como testigos centenarios de la Colonia, la Independencia, la Reforma, la Revolución y hasta el triunfo de Fox sobre la "dictadura" priísta. La oscuridad de las inmensas dimensiones del atrio, sólo perturbada por velas que revelaban los senderos para llegar a una tétrica (supongo) representación de Don Juan Tenorio de Zorrilla, tradicional para esta noche por lo bien que combina su tema (que trata, entre otras cosas, de muertos que visitan nuestro normalmente imperturbado mundo). Los troncos de los olivos son tan anchos y tan tumultuosos que estuve tentado a pensar que eran los olivos donde el mismísimo Jesucristo lloró sangre, pero la poca coherencia que me queda y una noción vaga de la distancia que media entre Michoacán y Jerusalén, me trajo de vuelta a la cuenta de que, aunque bonita, mi idea era absurda.

También hizo su aparición en el pueblo la afición mexicanísima de poner tianguis y venta de frituras en todo lugar en el que "dos o más se reúnan en mi nombre" y había artesanías, bailables típicos, productos made in China con pintura de plomo y todo, unos panes de colores radioactivos que Roberto y Azuvia se atrevieron a probar, sólo para confirmar lo que visualmente era obvio: que sabían muy desagradables. Subimos también a unas pirámides de base redondas (lo que geométricamente las convertiría en conos, pero como que se oye feo) y que al parecer sólo tenían la función de monumentos mortuorios, pero con una vista preciosa al lago (que me tuve que imaginar porque era de noche y porque había una cantidad de borrachos que no me dejaban inspirarme).

De ahí, nos fuimos a visitar otro cementerio en otro pueblo que está aún más cerca del agua (con esto leáse 'donde hace maaaás frío'). Fue genial porque en este pueblito que se llama Ihuatzio casi no había visitantes foráneos, sólo locales sentados alrededor de las tumbas de sus muertos y que pasarían la noche entera bajo las inclementes condiciones climáticas que ya les describí, como hacen cada año. La vibra era aún más intensa, las mujeres mayores estaban arrodilladas en el suelo cubiertas con sus rebozos, mientras rezaban y convivían con su familia al lado de ollas de comida preparadas para alimentar la fiesta de los vivos y que olían delicioso. El frío era tanto y se colaba hasta por los pies, que decidimos dar por satisfecha nuestra ansía de tradiciones de día de muertos y buscar el calor de un restaurante (que estuviera abierto en la madrugada) y nos protegiera del frío y, por si acaso, de algún muerto que en desacuerdo con la canción de Mecano, No es serio este cementerio, decidiera acompañarnos más lejos de lo que mi nerviosismo aconsejara.

Después de un día tan ajetreado, el día siguiente fue mucho más placentero, nos fuimos de paseo al pueblo de Pátzcuaro, el cual yo no me canso de repetir es uno de los lugares más bonitos de México. Detuvo el tiempo en sus casas y calles, en las gruesas maderas de sus vigas, en el ocre de sus casas y el ladrillo de sus tejas. Y sigue siendo un dignísimo representante del México profundo, rural, bienvivido, tranquilo y amable que las ciudades tienen en riesgo de extinción. También fuimos a un pueblo cercano, aún más tradicional, que se llama Santa Clara del Cobre y que, honrando su nombre, tiene como especialidad un amplísimo número de artesanías hechas de cobre. Pero lo que más disfruté es que, a diferencia de Pátzcuaro que es de vocación turística y que también estaba abarrotado, Santa Clara era un pueblo que vive a ritmo de pueblo. Los locales eran los únicos que llenaban la plaza, entregados a las actividades lúdicas que monopolizan los viernes por la tarde. Las muchachas sentadas en las bancas sonreían picaronas buscando con la mirada a algún apuesto paseante. Los perros movían la cola, buscando que las señoras que cocinaban la comida típica les arrojaran cualquier pedazo que mitigara su hambre, los señores platicaban en las esquinas con la parsimonia exclusiva de quien sabe que el tiempo no es, en realidad, un recurso escaso.

Al día siguiente conocimos un parque natural que se encuentra en el puro centro de Uruapan (que es ya una ciudad mediana) y que hay que verlo para creerlo, se llama Cupatitzio. La exhuberancia de la vegetación sólo es opacada por la casi divina claridad del agua que mana en ese mismo lugar para convertirse en un río que da de beber a la ciudad. Es un paseo agradabilísimo, con cascadas abundantes, fuentes a los lados alimentadas por la misma agua del manantial (que es tan caudaloso que te hace perder la noción de que esa barbaridad de agua esté naciendo en ese punto). En esa región de Michoacán la evangelización fue lidereada por un fraile visionario, Vasco de Quiroga, que no se detuvo para averiguar si los "naturales" (supongo que los colonizadores serían artificiales) tenían alma o no, y emprendió un ambicioso proyecto civilizatorio, basado en el modelo de ciudad propuesto por Santo Tomás Moro, en su clásico libro Utopía, que tenía entre otras características su humanismo como premisa principal del desarrollo económico y urbano. Para más información sobre este punto ver http://en.wikipedia.org/wiki/Vasco_de_quiroga. [Tomás Moro (Thomas More) fue un mártir inglés que fue condenado a muerte bajo el reinado de Enrique VIII por prestarle fidelidad a la Iglesia Católica y que, habiendo sido canciller del reino, organizó su propia defensa, bellísima, pero imposible de antemano porque la orden era hacerlo matar. Es el santo patrón de los abogados.]

Fue un viaje genial: de comer y de beber, una inmensa variedad de opciones; para comprar, un sinnúmero de artesanías de materiales diversos, que hacen de Michoacán uno de los estados más tradicionales del país. El regreso fue igualmente satisfactorio, contemplar los paisajes es una verdadera delicia, ver los campos alternar el dorado, el ocre y el amarillo que bañan de otoño la vista, o ver a las vacas pastar tranquilas, mientras que a lo lejos se alcanzan a ver todavía algunos caballos que trotan en relativa libertad, reafirman el compromiso interno de continuar viajando para ver todo lo que parece que ya no existe, pero que para mi placer se sigue sabiendo revelar, cuando sé ir a buscarlo.

3 comentarios:

Pintosevich dijo...

Gracias a tus experiencias viajando por México y por los alrededores del DF me siento contagiado y que me voy a los DFs... jaja por cierto no sé si te había posteado hace mucho pero una vez te vi de lejos por el Zagros.. en fin, me motiva este viaje porque fotos y fotos y fotos y mucho que ver , lástima que por tan poco tiempo (4 días) jaja :/ en fin

saludos y que sigas viajando en los puentes jaja

Carlitos Sublime dijo...

Tiene que ser precioso todo aquello. ¡ay, qué ganas! Y leyéndote, cambiamos de orilla en el océano...

Gracias por visitar mi blog. Ven cuando quieras, serás bienvenido.

Saludos

Dalia dijo...

Cada año cuando sale por televisión la noche de los muertos en México(sale con frecuencia al ser la más vistosa) me mata la curiosidad de saber qué se debe sentir viéndola en vivo. Con tu narración me has llevado allí y he sentido hasta tu frio.
Rafa ¿Para cuándo escribes un libro con tus viajes?
Un abrazo