sábado, octubre 14, 2006

Huele a otoño

El asunto de las estaciones del año es más complejo de lo que me parecía. En mi querido y nunca bien ponderado Huásabas se dibujan sólo tres estaciones muy bien diferenciadas con nombres tan característicos como descriptivos: "el tiempo de calor", "el tiempo de frío" y una tercera estación que no tiene nombre, porque nadie nota que no se sufre tan intensamente como el calor extremo del estío, ni como con el dolor de huesos del invierno, en esas mañanas que la escarcha pinta de blanco los terrones en las milpas aradas. Esa estación sin nombre en realidad son dos, pero mi sensibilidad no las encuentra diferentes y corresponde a lo que con más enjundia en otros lugares llamarían primavera y otoño.
En Hermosillo es más fácil, hay sólo dos estaciones: la de calor y la de trenes, jeje. No, en realidad hay un largo e inhóspito verano de seis meses, con temperaturas arriba de cuarenta grados centígrados, y la otra mitad del año la temperatura es agradable, con algunos días fríos. Peor aún la Ciudad de México a mi juicio sólo tiene una estación, con cambios abruptos de clima, humedad y lluvia durante el mismo día y no a lo largo del año.
Fue en Francia que técnicamente conocí las cuatro estaciones y el maravilloso Saint-Flour, cuyas entrañas habité cerca de un año, me mostró cuatro caras diferentes, que gráficamente cobraron un significado concreto y fácilmente distinguible para cada una de las estaciones.
Hoy Nueva York huele a otoño. Las verdes hojas del Riverside Park que me llenaban los ojos con sus intensos colores hoy empiezan a ceder al viento frío y cada día el amarillo va ganando terreno en las copas de los árboles. Las aceras y los parques se llenan a diario de hojas secas y huele a humedad. Y huele a frío. Sopla un fuerte viento helado que levanta los cabellos que los señores usan para cubrir sus calvas, mostrando para su desasosiego un cuero cabelludo que cada día merece menos ese nombre. Y despeina a los perros de raza exótica, aparentes cruzas de rata, armadillo y estropajo, mientras la soltera cincuentona que los lleva de la cuerda se detiene la falda que al volar enseña lo que nadie ha querido ver en algunos años. Y las jóvenes se acomodan las bufandas y los sándwiches de los estudiantes están cada vez más fríos y menos apetitosos. Un vaso de café de Starbuck's brinda un cálido consuelo que regocija a la abogada que acaba de perder un caso. Y en medio de tantos clichés desesperanzados camino yo con banda sonora de Rachmaninov y con una sonrisa complacida celebro una tarde libre y pienso: huele a otoño.

2 comentarios:

Yayo Salva dijo...

Aquí, en Madrid, el verano se está prolongando más de lo que quisiéramos. El otoño madrileño es la mejor estación del año. Los campos y los parques van ejecutando lentamente una sinfonía de color mientras los días van refrescando cada vez más y las lluvias menudean. Pero no acaba de arrancar el tiempo otoñal.
Hermoso relato el tuyo. Un abrazo.

Dalia dijo...

Aquí en Zaragoza también tenemos sólo dos estaciones: la del calor sofocante y la de la niebla o el cierzo que te atraviesa la ropa y te abraza hasta los huesos pero no se es más consciente de ellas de no ser por el cambio de vestuario. Debe ser por eso que echo tanto de menos estar en Teruel, donde los edificios no son tan altos que te impidan ver las magnificas puestas de sol, las farolas no son tantas ni tan potentes como para negarme las estrellas y tenia tiempo cada semana para apreciar por la carretera de vuelta a casa los cambios de colores y formas en la naturaleza que en su simplicidad y belleza me llenaban alegraban el corazón como cuando por fín ves en el museo al natural una obra de arte que habías admirado durante años. Preciosa tu manera de describir el otoño neoyorquino.
Un abrazo.