miércoles, marzo 23, 2005

El rompecabezas

A pesar de que las puertas cerradas siempre me han dado curiosidad, hay un armario en el refugio en el que me escondo que tiene en la parte superior unas puertas que nunca habîa abierto. Cuando me di cuenta de mi negligente omisiôn inmediatamente corregî mi falta y las inspeccioné con la esperanza de encontrar algûn remedio a alguno de mis males. Detrâs de la primera puerta que abrî me encontré cuatro almohadas. C'est dommage! Hubiera sido bueno contar con ellas cuando se me presentô la ocasiôn, sobre todo partiendo del hecho de que llevan cinco meses y medio conmigo. Pero fue detrâs de la segunda puerta que encontré el fetiche que me obsesiona desde el dîa de su descubrimiento. Estaba ahî dentro de su linda caja y me mirô y se sonrîo. A mî me invadieron unas ganas enormes de armar cada una de sus minûsculas piezas y maldije cada minuto de ocio que habîa pasado sin conocerlo, a pesar de que estuvo siempre ahî a unos metros y me llamaba con una voz tan quedita que nunca me di cuenta que lo oîa. Pero era necesario abrir la puerta que lo encarcelaba y que me impedîa a mî disfrutar de los soberbios placeres que te produce jugar con él.

Contra él. La primera noche fue el preludio de mi obsesiôn. Pasaron las horas y saludé a la madrugada, mientras sudando terminaba de armar los lîmites de la fabulosa fotografîa del puente Charles, en Praga, celebrando mis despreciables victorias particulares, mis insignificantes batallas que un dîa tendrân que llevarme a ganarle la guerra. Fue entonces que descubrî que jugaba contra él. Mientras yo me obstinaba en estructurarlo, él se resistîa luchando con todas sus fuerzas, que son muchas. Y me di cuenta que no jugaba con un objeto individual, sino que me batîa con mil seres que oponîan todo su coraje para defender su libertad, para seguir gozando del aire entre sus coyunturas, para no verse encadenados a las voluntades de otros cuatro que, a su vez, estaban atados a otros tantos. Y al final nadie puede moverse, nadie puede disponer de su libre albedrîo porque hacerlo serîa romper el equilibrio y los demâs se harân cargo de que eso no pase, no porque no lo quieran ni porque asî lo decidan sino porque son las reglas para poder estar juntos. Algunos hasta piensan que esa es su razôn de ser y dôcilmente te anuncian donde deben ir colocados y denuncian a sus compañeros, pero son una minorîa. El resto huye despavorido y se esconde confundiéndose en el caos y viven al margen de la ley que quiero imponerles. Son la metâfora de la sociedad humana, pero son ellos mismos una sociedad.

Al dîa siguente continué mi labor sin acordarme siquiera de desayunar, porque ellos mismos me recordaban que mi misiôn no estaba cumplida y se burlaban de mî. Ese dîa fue terrible para el ejército enemigo. Les causé bajas que llegaban a las dos terceras partes de sus tropas. Pero luego se interpuso el cielo. Y creô un movimiento de resistencia que es casi imposible combatir con las estrategias que me habîa armado. Ahora me falta la motivaciôn para combatirlos y empiezan a convencerme que tienen la razôn. No sé si los dejaré salirse con la suya o llevaré al cabo lo que me habîa propuesto. Si lo hago tendré que disponer de un tiempo que no tengo para alcanzar un propôsito que antes consideraba prioritario y que ahora me parece del todo superfluo.

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