jueves, julio 29, 2010

Nuevos usos para la caridad


Algo que es difícil dejar de notar es que la gente que da discursos suele hacer muy mal su trabajo. En primer lugar, deberían tomar conciencia que es cuando menos un deber moral no aburrir al prójimo, una violación flagrante al derecho humano a una vida libre de agobiamiento por la palabra ajena. Es simplemente una manifestación de la más mínima humanidad si vas a disponer del tiempo de otra gente, aunque sean cinco minutos, pensar un poco en quien va a escucharte y apiadarte de él dándole algo que le interese y quitando lo más posible los motivos soporíferos. Pero no, la mayoría de los descursos que oímos terminan siendo exclusivamente del emisor, discursos que fueron concebidos sin receptor.
Claro, no importa, el receptor de cualquier manera tiene que estar ahí, incómodamente sentado y balanceándose alternativamente entre una posadera y otra. Hay que ver cómo la vida, aunque bella, no es justa. Los receptores sí tienen la obligación social de respetar al emisor y evitar que suene su celular, vestirse adecuadamente para la ocasión y evitar los bostezos hasta el límite de sus fuerzas, aunque el que hable parezca esforzarse únicamente en la misión de provocarlos.

La retórica como disciplina de elaborar discursos es, como todas, algo que requiere una dosis de talento y otra de práctica y empeño. Los hay quienes naturalmente tienen el don de la palabra y a quienes lo que les va mejor es el cine mudo. Pero si la vida te puso a dar un discurso, yo opino que lo menos que se espera de ti es la caridad de no matar lentamente de tedio a nadie que se vea en la obligación (o la mala fortuna) de escucharte. Vaya, que yo no estoy pidiendo Cicerones, sino buenos cristianos (o judíos, o musulmanes, o buenos ateos, caray).

Por ejemplo, es una verdadera ofensa, un directo insulto al tiempo de los demás que en muchos eventos, cada uno de los que toman la palabra, que suelen ser un tropel, saluden por nombre y cargo a toda la multitud que compone el presidium (además, con un tufo de grandilocuencia que, vamos, en este tiempo nadie se traga). Una y otra vez saludan a los mismos que los saludaron y que previamente fueron presentados a un público expectante que está a punto de ser torturado colectiva e inmisericordemente con ocho discursos diferentes, que a los cinco minutos habrán olvidado. O es un verdadero atropello a la dignidad que en la inauguración de una exposición sobre el arte sacro en el norte de la Nueva España, diez personas den un discurso sobre las mismas tonterías de la importancia de la cultura y de la historia. No hay derecho, recuerdo que esa ocasión, en el museo de San Ildefonso, sentí que los discursos duraron más que toda la colonia hispana en el norte de México.

Creo que lo que más me molesta de todo este asunto de los discursos, lo que realmente me molesta es el abuso inmoral de los lugares comunes. Que si en un evento de derechos humanos todos repitan una y otra vez la importancia de éstos para cualquier sistema democrático, como si no lo supieran todos los asistentes. O en cualquier reunión sobre educación, escuchar que ésta es la base para el desarrollo de los pueblos, o que la niñez es el futuro de la humanidad y así sucesivamente. Yo no estoy pidiendo ninguna obra maestra de la lengua, pero es que en un discurso se pueden ofrecer muchas cosas de provecho: información nueva y útil, un momento de entretenimiento, un comentario gracioso, un poco de emotividad y, por qué no, hasta algo de inteligencia. Y si no se puede conceder algo de esto, lo mínimo que se pide es la brevedad.

No por nada, Camilo José Cela empezó a roncar en el enésimo discurso de la enésima premiación que le hacían. Al ser interpelado por el orador por estar dormido, el escritor le respondió que no, que él no estaba dormido sino durmiendo. El confundido discurrente le dijo que era lo mismo estar dormido que estar durmiendo, a lo que Cela contestó que no era lo mismo, como tampoco era lo mismo estar cogido que estar cogiendo (o follado que estar follando). No se puede culpar a Cela, sobre todo, considerando que en ese momento seguro no había Blackberrys o iPhones con los cuales curar el agobio.

Pero, en mi opinión, la causa principal del problema es que la gente que va por la vida dando discursos no piensan ni por un momento en la audiencia que los va a escuchar. Y no me refiero a que no piensen en sus características o perfiles, para ajustar los contenidos, para moderar el lenguaje. No, me refiero a que no tienen la menor consideración de que habrá gente escuchándolos, personas de carne y hueso que pasarán horas de su vida oyéndolos (o poniendo cara de que los están oyendo), seguramente por algún tipo de obligación, no por gusto. Por eso digo que es una expresión de humanidad usar el privilegio que tienen de ser vistos y escuchados por una audiencia, esforzándose aunque sea un poco por ser articulados, por tener una línea discursiva coherente y entendible, por decir algo divertido -que hasta la última vez que supe no era pecado -, o ser conmovedores, o si ya de plano el talento es nulo, pues al menos emitir un estentóreo estornudo o un grito histérico, o fingir un ataque al miocardio, para romper la monotonía. Porque aburrir a alguien es matarlo lentamente y el tedio es una de las muertes más crueles.

La comunicación es una relación de dos vías, si no funciona de esta manera se hace irrelevante. Si el que redacta o profiere un discurso no se da cuenta de ello, nos toca contemplar el patético espectáculo del parlanchín, del merolico al que nadie escucha. De la maestra de Charlie Brown, que ocupa un lugar en el espacio, y vaya que hace ruido, pero que nadie se entera de lo que dice. Y eso es lo que pasa cuando de la mente del emisor del discurso desaparecen sus receptores, cuando sólo dice lo que él quisiera que otros escuchen, no lo que los demás necesitan escuchar. No es fácil descubrirlo, pero vale la pena el esfuerzo de intentarlo. Porque la arrogancia de los que dan por sentado que lo que ellos deciden decir será escuchado por los demás, es absolutamente injustificada y no rinde buenos frutos. Hay que ganarse el derecho de que los demás nos entiendan, porque nadie nos lo va a ofrecer gratuitamente. Escoger uno o varios mensajes concretos y encontrar la manera de trasnmitirlos mejor, no dar peroratas desarticuladas sobre cosas que hemos hecho y que tal vez a nadie le importan (por más que a nosotros sí).

Si yo no pido mucho, sólo un poquito de caridad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermano te lo juro que voy a imprimir y enmarcar esta entrada y aprovechando la ocasión q será dia de la Asunción de María se la regalaré al Arzobizpo de aquí. Tendrías que oirlo para saber de qué estoy hablando... es una tortura!!!... bueno entre otros... además no hablemos solo de oradores recitando un discurso... es todavía peor cuando llega alguna persona a platicarte algo y habla y habla y habla sin considerar siquiera un poco el valor de tu tiempo y lo productivo que puede ser este si no estuvieras escuchandolo.

Un abrazo de lil' sis