viernes, enero 20, 2006

Mi vida en Huásabas (capítulo 2)

Después de escribir el capítulo 1 fui de vuelta al pueblo a despedirme de mis sobrinos y a llevar a cabo un plan que había venido posponiendo durante mucho tiempo: ir al pueblo en una fecha de mucha tranquilidad o mejor dicho en un día normal, para volver a sentir el tranquilo ritmo de sus calles y sus habitantes; para volver a experimentar la sensación del tiempo pasar más lentamente de lo regular. Tenía ansias de hacerlo y poder cerrar los ojos e imaginarme en un día de esos de mi niñez que tanto añoro. Quería incluso escuchar las voces de mis amigos de la infancia, pero como eran en ese tiempo. Quería, incluso, escuchar tocar las campanas que anunciaban que el juego en turno estaba a punto de acabar y que había que irse a la Iglesia, no sin antes pasar a la casa a ponerse zapatos.
Desde niño andar descalzo ha sido un placer para mis pies y en Huásabas era un lujo que sí podía darme. Descalzo recorría las ardientes calles en el verano corriendo de una sombra a otra para descansar de la sensación de tener una brasa pegada en la planta de los pies. Una vez tuve que sentarme en medio de la calle porque no hice bien mis cálculos y la próxima sombra estaba demasiado lejos de la anterior y mis pies no lo pudieron aguantar y decidieron cederle el honorable trabajo de soportar el horrible calor a mi trasero que en unos segundos se rehusó y me hizo brincar y correr cual Ana Gabriela y refugiarme en la mínima sombra que producía una pequeña tapia en ruinas justo a la hora del mediodía. A partir de entonces me volví más calculador, jaja, bueno… de sombras y distancias. Esa era la parte difícil de andar descalzo, pero era un inconveniente mínimo. Lo máximo era esperar las escasas lluvias que regaban el suelo sonorense y “bañarse en los arroyitos” o en “los charcos”. Cuando terminaba de llover o aun cuando estaba lloviendo salíamos todos los “chamacos” a remojarnos y cuando nos cansábamos de revolotear nos tirábamos en la calle por donde se formaban corrientes de agua. No nos importaba que el agua pudiera traer suciedad, en fin, sería suciedad conocida y eso la hace menos sucia. Los escrúpulos no abundaban en esa época, lo único que importaba era disfrutar de los excelsos placeres que producía la escasa agua de la lluvia, cuando se dignaba venir a aliviar la resequedad de los ranchos por allá a finales de junio si bien iba y si no, pues por lo menos para los finales de julio y en agosto sí era seguro que cayera algo del agua. La lluvia era algo esencial en la vida del pueblo. Los rancheros dependían de ella para que el ganado tuviera algo de qué alimentarse. Si “las aguas” (temporada de lluvias borrascosas del verano) se tardaban en llegar había que alimentar al ganado que se viera más resistente con concentrados o alimento especial para el ganado que había que comprar y que mermaba considerablemente las utilidades de la actividad ganadera. A muchas cabezas se les dejaba morir, no había manera de alimentar a todas y además llevar el sustento al hogar. Por ese motivo, ya en junio empezaban a hacerse peregrinaciones por las calles del pueblo, en las que se rezaba el Rosario llevando al frente una escultura del Ecce Homo, “santichiomo” como le llamaban algunas devotas viejitas. Esta imagen era particularmente llamativa. En realidad daba miedo si no traías los nervios bien asentados. La llevaban entre cuatro hombres que se turnaban porque era bastante pesada y del tamaño de un hombre grande. Llevaba un hábito púrpura y los brazos le colgaban como si fueran los de un desmayado. Pero lo más impresionante era el pelo, que constaba de una peluca rubia de largos cabellos lacios, que seguro sería la envidia de Francis. Pero debajo de esa prenda kitsch lucía la desfigurada cara ensangrentada de Nuestro Señor el Nazareno que combinaba perfecto con los sobrios rostros de las mujeres mayores que enjutas se sostenían el velo de encaje negro, mientras recitaban el Ave María a veces exhalando y a veces inhalando las palabras que juntas se convertían en un himno incomprensible pero entonado con un fervor que muy pocas veces he vuelto a contemplar. Al ritmo que se movían los inertes brazos del Ecce homo sacudían los señores sus sombreros que llevaban en la mano para echarse un poco de viento en las sudorosas caras del ardiente verano. Los niños, por nuestra parte, alternábamos rezos y pláticas, burlas y risas contenidas y cumplíamos con estoicismo la obligación de no hacer ningún aspaviento cuando la catequista nos propinaba algún discreto pellizco exactamente en los lugares en los que más duelen. Y después de la peregrinación a esperar la lluvia. Normalmente no llegaban de inmediato, así que había que armarse de paciencia y tupirle al único recurso con el que contábamos los huasabeños para hacer llover: las peregrinaciones con el “santichiomo”. Yo siempre me quedaba platicando afuera de la Iglesia con los amigos que estuvieran dispuestos a sufrirme; algunas veces nos sorprendieron las lluvias borrascosas cargadas de brillantes relámpagos que indicaban de “donde venía el agua”, seguidos de unos truenos estrepitosos que, por vida de Dios, no he vuelto a escuchar en ninguna parte. Y así fueron transcurriendo las tardes y los veranos.

2 comentarios:

Dalia dijo...

Rafa, ha sido estupendo, me ha encantado leer estos recuerdos tuyos de tu niñez que m ehan traido a su vez muchos recuerdos de la mía en el pueblo de mi abuela, cambia el contexto pero las sensaciones infantiles se asemejan.
Lo dicho, estas vacaciones te han hecho mucho bien.
Un abrazo.

Talya dijo...

Un día tenemos que explicar las equipatas.