viernes, mayo 27, 2011

Gustavo Adolfo

Se llamaba Gustavo Adolfo pero, a diferencia de su nombre, él no era nada cursi. Muchos pensaron que su madre sería una de esas mujeres adictas a las telenovelas y que de alguna de ella, genérica, se le habría ocurrido el nombre. Pero no fue así. A su padre le gustaba la poesía y era un gran admirador de Gustavo Adolfo Bécquer. A él, en cambio, nunca le gustó la poesía y cuando por pura curiosidad conoció la obra de Bécquer le resultó una fruslería de lo más chocante. Hay que entender que el problema... no, no vamos a decir problema, la característica definitoria de Gustavo Adolfo (el de esta historia, claro, no Bécquer) era que él nunca se apasionaba por nada. El poeta español, por el contrario, fue uno de los más célebres exponentes del movimiento conocido como Romanticisismo, que entre sus características tenía la exaltación de las emociones, de las pasiones.

Nuestro Gustavo Adolfo (porque como protagonista de esta historia podemos apropiárnoslo) nunca pudo apasionarse por nada. Y eso que lo intentó. En realidad, ni siquiera llegaba a sentir gran interés por ninguna cosa, la pasión fue de plano una emoción lejana a su vocabulario y sólo la conocía como un vocablo más del diccionario. Yo como narrador supuestamente imparcial de esta historia me rehusé a definir esa característica como un problema, pero Gustavo Adolfo sí que llegó a considerarla así. Al fin de cuentas la vida parece requerir de pasiones o, al menos, de aficiones, como una especie de combustible del impulso vital (si se me permite la expresión, un tanto imprecisa como metáfora).

Dicen que para entender a cualqueir persona sus circunstancias son fundamentales. Bueno, Ortega y Gasset dijo algo así y no soy yo quién para contradecirlo. Por esta razón y para enriquecer nuestra comprensión de Gustavo Adolfo citaré algunos datos de su vida que tal vez nos ayuden a ese efecto. Aunque tal vez no. Era de una familia bien del país. Y ya empezamos mal, porque lo de familia bien admite diversas interpretaciones. Algunos dirán que son "bien" los que alcanzan a acumular la suficiente fortuna para ganarse ese calificativo, pero todos sabemos que no. El burgués es una cosa y el aristócrata otra. Ahora bien, el criterio aristocrático podrá servir en otras sociedades, pero en México el ánimo republicano es tan viejo y fue tan avasallador que, por más que algunos lo intenten, es un concepto completamente ajeno a nuestra realidad. El que en México trata de hacerse pasar por aristócrata no termina más que haciendo el ridículo. El burgués, el que tiene dinero, parece ganar esa batalla. Pero no. Todavía nos falta un no sé qué que hace más complejo lo de "familia bien" y que no es únicamente el número de ceros en la contabilidad familiar. Menos en estos tiempos de narcotraficantes, secuestradores y demás delincuentes que se cuelan en la lista de Forbes, de los que nadie en su sano juicio hablaría como familias bien ni, mucho menos, familias de bien. Sin contar con que estéticamente el nouveau riche siempre ha sido una cosa espantosa. La familia bien en México, los biennacidos, son una combinación de gente con medios, pero con un tautológico sentido de pertenencia a la gente bien. Si los que pasan por gente bien no opinan que tú lo eres, vale más buscarle a la vida por otro lado. Así, es gente con medios, de cierta clase, que participa de actividades legitimadas (la religión, católica por supuesto, y la filantropía aquí son casi indispensables). Y como no podría faltar el absurdo mexicano, que étnicamente sobresalgan los genes del otro lado del Atlántico. No importa que seas mestizo, nada más que no se note.

En fin, de Gustavo Adolfo se podría decir con toda facilidad que era de una familia bien. Como tal, estudió siempre en escuelas privadas y, en general, sus padres se preocuparon por darle una educación esmerada (el cliché es terrible, yo lo sé, pero hay que respetarlo). Aprendió a tocar el piano y la maestra Goicoechea decía que lo hacía primorosamente, lo que sus padres creían a pie juntillas pero no tenían manera de comprobar dado su inexperimentado oído musical. También practicó varios deportes: natación, futbol y hasta polo acuático, con los equipos de su colegio. Gustavito Adolfo, como le gustaba llamarle a su mamá, todo lo hacía aceptablemente. Las calificaciones siempre buenas, la disciplina intachable (nada le aficionaba, ni siquiera el mal comportamiento). Lo que lo ponían a hacer, él lo hacía, no porque le interesara, no porque le gustara. Lo hacía porque había que cumplir con lo establecido y punto.

Pero el narrador quisiera aclarar en este momento (el narrador soy yo, claro, pero escribir en primera persona me tiene cansado) que Gustavo Adolfo no era una persona triste. No estaba frustrado por hacer cosas que no le gustaran, las hacía sin cuestionarse y todo salía bien. Y es que la tenía difícil, si se negaba a hacer las cosas que no le gustaban, terminaría por no hacer nada, porque como ya se ha repetido varias veces, no había nada que realmente le gustara. Triste no era como persona, que quede claro, o si acaso llegó a sentir tristeza siempre la disimuló con el buen semblante de su estoica existencia, porque a él eso de las emociones le daba más bien pereza. No me lo malinterpreten a Gustavo Adolfo, pero las manifestaciones sentimentales le parecían de gente baja.

Ayudaba mucho a que pasara desaprecibida su falta total de interés por las cosas que era una persona de muy buena apariencia. Todos sabemos que eso ayuda mucho. Estando bien lo de afuera, la mayor parte de la gente no se toma la molestia de cuestionarse si lo que está más adentro marcha bien. Aunque sí tenía algo especial, era un tipo rubio y al mismo tiempo moreno. No me refiero únicamente a que su pelo era rubio y su piel morena, que así eran, sino que al verlo parecía una persona rubia, pero si te fijabas bien tenía la piel morena. Su cuerpo no era compacto y fuerte como el de un moreno, sino de trazos delicados. Es difícil de explicar, tenías que verlo varias veces para llegar a la conclusión de no se podía decir con claridad si era rubio o moreno y vaya que normalmente eso se puede decir con facilidad. De hecho, un día su padre se le quedó viendo y observó lo moreno que era y hasta pensó mal de la mamá de Gustavo Adolfo y dudó por pocos momentos de su paternidad. Pero muy equivocado estaba, porque la señora era una santa en vida, su único pecado era que le encantaban los pastelitos a pesar de ser diabética.

Recapitulando podríamos decir que con todas las características descritas, Gustavo Adolfo resultaba una persona totalmente funcional: no se queja, se ve guapo, le va bien en la actividades normales, ¿dónde podría estar el problema? Instisto, según yo ser completamente desapegado de las cosas y (se oye feo pero también lo diré) de las personas, no parece en sí mismo un problema.

Cuando la tuvo más difícil fue cuando terminó sus estudios y empezó a trabajar. El trabajo lo hacía bien, como era de esperarse, pero a la hora de irse a casa tenía mucho tiempo libre que le costaba decidir en qué emplear. Por su edad, como es natural, los padres lo dejaban hacer lo que él quisiera. Normalmente uno a esa edad agradece mucho cuando los padres te dejan hacer lo que quieres, pero menudo problema tenía Gustavo Adolfo, ya que él, así de querer, no quería nada. Las horas de ocio las intentó pasar leyendo, pero sobra aclarar que, dado que nada le interesaba, no podía acabar ningún libro sin dormirse u olvidarse de qué iba la historia. La televisión todos sabemos que va de mal en peor, aunque para algunos los deportes, las telenovelas o las series algo de entretenido tienen. Para él nada. El zapping terminó por hacerle callo en los dedos hasta que decidió que lo mejor era ya no prender ese aparato que tan pocas satisfacciones le brindaba.

Claro que Gustavo Adolfo se casó. Conoció a la mujer de su vida y se casó. Es decir, conoció a una mujer, hizo sus cálculos, la mujer hizo los suyos y decidieron que el matrimonio era un buen arreglo. El narrador espera que hayan intuido por ustedes mismos que no se enamora un hombre que ni siquiera tiene pasiones por cosas menos complejas. Pero algunos ya lo han dicho antes, que el enamoramiento es, en realidad, uno de los problemas para un matrimonio exitoso, problema que Gustavo Adolfo no tuvo nunca. La fidelidad fue un voto que también cumplió sin mayor inconveniente, ya que ni siquiera tenía ganas de violar esa cláusula que tantas rescisiones matrimoniales ha causado y sigue causando (a pesar de lo que dan en llamar "los tiempos modernos").

Los que sí la tuvieron más difícil fueron los dos hijos que adoptó la pareja. La adopción fue necesaria porque al estilo de su creador, los espermatozoides de Gustavo Adolfo tampoco se aficionaron nunca por los óvulos de la esposa, con lo que entraban y salían del útero matrimonial sin llevar a cabo nunca su cometido. De cualquier manera, naturales o adoptivos, Gustavo Adolfo los iba a mantener, educar y llevar a buen puerto, sin necesidad de tenerles mucho cariño (que no era algo que el protagonista tuviera por nadie y que da lugar a que esta historia merezca, más o menos, ser contada). Digo que la tuvieron difícil no porque hubiera sido complicado crecer con ese padre tan atípico, sino que cada año era una terrible batalla escogerle regalo a Gustavo Adolfo para navidad, para su cumpleaños o para el día del padre. Sus hijos eran incapaces de determinar si le gustaría más un disco compacto, una película, un libro o una corbata. La ilusión que manifestaba el padre era exactamente la misma y, duele reconocerlo, pero no era ninguna. Terminaron resolviendo ese dilema comprándole siempre calcetines, al fin y al cabo son necesarios, por lo que el cajón de calcetines de Gustavo Adolfo estuvo, hasta el final de sus días, muy bien provisto.

En la última escena de esta no tan particular historia, aparece Gustavo Adolfo recostado en una cama con las manos en cruz sosteniendo un rosario. A su lado, la esposa, la mujer de su vida, con la cara melancólica. Su hijo con una cara triste pero sosegada y la hija echa un mar de llanto. La esposa está pensando en los gastos funerarios. El hijo está imaginando cómo se va a ver él el día de su muerte y si va a ser por causa natural o un accidente. La hija no puede consolarse ante la idea de que por más que se esfuerce no va a extrañar a su papá y sólo estar consciente de ello la mata de tristeza. Al fondo, por la puerta del vestidor entreabierta, se puede ver el cajón de los calcetines de Gustavo Adolfo, repleto siempre, como símbolo del legado emocional de su dueño, de su ahora ex dueño.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

El exceso de detalles (innecesarios) hace que uno se pierda en la idea principal (si es que la hay). Deje el texto a la mitad, pues empalaga.

Anónimo dijo...

http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/53037.html

RBD dijo...

Anónimo, tienes razón. Gracias por el comentario.

Rafa

Anónimo dijo...

De veras nos alegra tu respuesta.

Anónimo dijo...

"hizo sua calculos,la mujer hizo suscalculos",,ajjaj......ni mas ni menos,,jejj