martes, mayo 03, 2011

Entre garnachas y trajineras


Y ya que andamos en las habladas, continuemos con la última parte de la crónica de mis vacaciones, porque el tema ya me va cansando y no termino de concluirlo dentro de mi cabeza (que es donde guardo los pensamientos). La última etapa del viaje fue una escala de varios días en la ciudad de México. Sí, ésa misma: la loca, la giganta, la que hace mucho se salió de sus cabales y que si no fuera por ser psicotrópica y estupefaciente ya se hubiera quedado sin habitantes. El D.F. es, como cualquier formación humana de esas dimensiones, un fenómeno indomable. Pero lo que uno va aprendiendo a fuerza de golpes es que tiene sus trucos. Como cualquier otra demente tiene sus horas y sus métodos que hay que saber cazar para contenerla.

Pero lo que más tiene la ciudad de México es un montón de chilangos que, para bien y para mal, comparten con la ciudad algunas de sus características, entre las cuales sobresalen la locura y la generosidad. De esta última virtud se da uno cuenta muy pronto. Yo apenas había llegado al aeropuerto y tenía a un gran amigo esperándome para darme un aventón a las entrañas del centro histórico, a pesar de que el tráfico puede llegar a ser una pesadilla. Y un poco más tarde otra conocida me compartió una trendy bolsa de Herbalife para no cargar con mi equipaje y tirarme a las calles (casi literalmente) con un cambio de ropa para pasar esa noche (todavía no sabía dónde y, de hecho, lo supe como a las cinco de la mañana siguiente). Esa bolsa de Herbalife me protegió de los potenciales ladrones de la colonia Doctores, que no se iban a rebajar a asaltar a lo que parecía un vendedor de productos cosméticos de casa en casa, y se convirtió en uno de los símbolos de mi regreso a la ciudad.

Dicen que la ciudad de México es muy peligrosa, pero es que yo en algún momento muy temprano de mi arribo lo olvidé. Agradezco mucho esa merced de mi memoria selectiva, porque como cualquier otra bestia peluda, la ciudad huele el miedo y a los "coyones" los priva de su diversión. Por eso la recorro con relativa confianza y excepto una vez, que me bautizaron en el tradicional rito de iniciación del asalto callejero, nunca he vuelto a tener otra experiencia de esa naturaleza. Lo que sí sabía casi con certeza es que esa noche algún generoso habitante de la ciudad ofrecería algún rincón donde reposar mis alebrestados espíritus. Obviamente así fue. Y al día siguiente, otra vez se abrieron más puertas de cariñosos residentes que, como es costumbre, acompañaron la delicia de su presencia con las no menos exquisitas delicias que exudan las cocinas de mi país.

La noche siguiente volvió a pasar desapercibida con las distracciones de la música, de la gente, de las luces... de los tacos. En fin, si la noche no puede ser desperdiciada para el reposo, tal vez la mañana sería propicia para descansar... bueno, un fragmento de la mañana, porque era domingo y no es día para echarse por la borda. Nada mejor para un día de desvelo y resaca que ir a asolearse en un mercado de antigüedades, caminar por la colonia Roma o comer hartos guisos oaxaquenos en Coyoacán. O sea, si la ciudad está desquiciada las actividades que uno haga en ella deben estar a tono, evitarse en todo momento la consistencia y prorrogar el descanso para otras épocas de la vida que lo hagan imprescindible.

En la ciudad de México, el más rico del pueblo (y del mundo, para ser precisos) se había mandado construir un nuevo museo para exhibir su colección privada de arte. Yo podré tener una lista bastante abultada de defectos, pero la indiferencia no es uno de ellos. Había que ir a enterarse y como es mi mala costumbre dejar mis comentarios por escrito. Por fuera el museo quedó bonito, extravagante como nos gusta a muchos, aunque un poco opacado por estar en medio de los altos edificios que albergan el corporativo del más rico del pueblo que, seguramente por ser amante de la tradición colonial, puso sus tiendas de raya abajo de donde trabajan la mitad de sus empleados para evitar las fugas de capitales. Por dentro, hubo varias cosas que me gustaron de la colección, pero como yo no entiendo mucho de esas cosas, mejor ahí la dejo sin mayor explicación, ni further comments.

Otra característica que tiene la gran ciudad, la loca, la giganta, es que es muy fácil perder el sentido de la realidad. Específicamente es muy fácil perderlo cuando sus tiendas departamentales te ofrecen los maravillosos chorro-mil meses sin intereses, que dan la impresión de que uno puede comprar lo que quiera, en fin que en abonos chiquitititos no se siente el golpe. Y claro que se siente. Pero ya es demasiado tarde, la trastornada me había contagiado de su artificial opulencia. Había que volver y para reponerme de la sensación de vacío que siento cuando se acercan las despedidas, fijé mi mente en la cama que prometía el postergado descanso y la emoción de volver a la normalidad, en donde conservo la pésima costumbre de pasarla muy bien.

No, no continuará...

1 comentario:

Raquel Barceló Durazo dijo...

Fantástico!!! Me encantan esas frases (no se si rebuscadas o no) con que cierras tu artículo, en otros... como las inicias... en Fin!
Felicidades y un Abrazo Fuerte