viernes, febrero 25, 2011

Mi vida en Huásabas, capítulo 15

Hace meses que no escribo un capítulo de la serie que llamé "mi vida en Huásabas". Tal vez sólo sea por cuestionarme si el paso del tiempo y la distancia hacen mis recuerdos infantiles cada vez menos confiables, tanto que me hacen preguntarme si alguna vez tendré que cambiar el nombre de la serie a "mis idealizaciones en Huásabas" por haber perdido todo sentido de la historicidad, de la realidad, de lo que tan pomposamente llamamos "objetividad". Para no complicarme con esos razonamientos, hoy decidí escribir de un recuerdo que no tengo, que no forma parte de mi memoria sino que llegó a ella por mera tradición oral. En ese recuerdo yo soy el protagonista, pero mi cortísima edad no registró la anécdota. Tan es así que la mayor parte de los detalles los tendré que inventar con todo e incomodidad que me causa andar por la vida diciendo mentiras. Pero no me juzguen mal los eventuales lectores, la intención es lo que vale, dice el dicho, y mi intención es pasar un buen rato inventando recuerdos que no le hacen daño a nadie.

Sin embargo, no todo está inventado en esta historia. Tengo testigos. Yo de niño fui una persona particularmente espiritual y religiosa. Hago la distinción entre los dos términos porque aunque están profundamente ligados no significan lo mismo. La espiritualidad se refiere a la relación del individuo con la divinidad y lo trascendente (lo inmaterial, digamos, para darle un toquesito), mientras que la religiosidad es, además, la adherencia a liturgias, ritos, creencias específicas, dogmas y normas que están sancionadas (autorizadas) por una institución religiosa. Pues yo creo haber sido un niño que era tanto espiritual como religioso desde una edad que podríamos decir precoz. Mis diálogos con Dios (hasta ahora más bien monólogos, porque Dios no es tan verbal como yo) eran constantes y si veía una araña le hacía una oración por intercesión de San Jorge bendito (que según la oración amarraba a los animalitos para que no nos picaran ni a mí ni a mis hermanitos), si iba a hacer alguna actividad de riesgo invocaba al ángel de la guarda (que, la verdad, era mi dulce compañía y no me desamparaba ni de noche ni día) y antes de acostarme siempre me recordaba a mí mismo que con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la gracia de Dios y del Espíritu Santo (la repetición cacofónica en ese tiempo me resultaba una estética rima, además de que es por todos sabido que el Espíritu Santo viene en la forma de palomita buena onda y es muy tranquilizante para dormir sin preocupaciones.

Pero, insisto, también era una persona (personita, persona en ciernes) muy religiosa, profundamente adherido a la fe católica, apostólica y romana (aunque, debo confesar, sí me daba como envidia infantil que el papa hubiera escogido Roma como residencia, en vez de alguna ciudad de Sonora, digo, ¿qué le pide el desierto al Mediterráneo? Claro, cuando pasó el tiempo las razones históricas me parecieron una razón muy poderosa para la elección romana). Los ritos y celebraciones religiosas no sólo no me daban pereza, como les suele ocurrir a niños y adultos, sino que los gozaba ampliamente. Tan era así que cuando oía sonar esas campanas de la iglesia de Huásabas me emocionaba y quería salir corriendo a no importa qué rezo.

Mi mamá contaba, con cierto orgullo me parece, que una vez recalé (un huasabeño que se precie de serlo no puede prescindir jamás de este jocoso verbo) a la reunión de las celadoras. Sobra decir que no tenía yo, a mi brevísima edad, vela en ese entierro. Las celadoras eran señoras, adultas, serias, responsables, que estaban comprometidas con velar al Santísimo una vez por mes y tenían un calendario bien definido para saber qué día le tocaba a cada una. Yo era un mocoso (literalmente) de cuatro años de edad o menos (y del sexo masculino) que sólo tenía un celo fuertísimo por las actividades religiosas de mi comunidad, pero que por más voluntarioso (metiche) que fuera no podía participar en todas. Es decir, las celadoras tenían su reunión para discutir temas relativos a su oficio y yo no era celadora (ni tenía la edad ni el sexo requeridos para serlo). No importaba, me quedé durante toda la reunión sentado en esas largas bancas de madera, a la sombra de aquellos cipreses que estaban al lado de la vieja casa cural hasta que una celadora caritativa me llevó de regreso a mi casa.

Ese es uno de los recuerdos que no tengo completos, pero que fui construyendo cuando mi mamá me lo platicaba (ella tampoco era celadora, sino legionaria, cantora y madre de siete hijos, por lo que seguramente a ella también se lo platicó quien me fue a llevar de regreso a mi hogar). Tampoco recuerdo cuando otra vez me salí de la casa y me estuvieron buscando un buen rato. Seguramente habrán temido mis padres que me hubiera ido rumbo al río o las milpas, donde los peligros no eran pocos y el ángel de la guarda tampoco hace milagros, su oficio tiene los límites que el sentido común impone. Pues no, no me fui a las milpas ni al río, sino a la iglesia. porque escuché las campanadas con la que en Huásabas se marcaban algunas horas del día y pensé que era hora de ir a misa. Y ahí, recostado en una banca, ante la ausencia de gente y de liturgia alguna, me dormí una buena siesta eclesiástica. En algún momento la celadora, que era la única habitante de la iglesia en las horas de tedio en las que a mí me daba por dormir siestas eclesiásticas, me encontró y dio aviso a mis padres. El otro día me recordaron que por ese episodio mi tía Lola le dijo a mi mamá: - "Ya ve, comadre, es como el niño perdido y hallado en el templo". Rafaelito se sintó especial, no a cualquiera lo comparaban con Chísus Craist.

En otro tiempo y en otro contexto, Ernest Hemingway se preguntó ¿Por quién doblan las campanas? Yo a los cuatro años ni me lo cuestionaba, si las campanas de Huásabas doblaban era porque reclamaban mi presencia en la iglesia, sea para asuntos celatorios que no entendía o para dormirme una jetita.

8 comentarios:

Mauro Zozaya dijo...

En total concordancia con el primer párrafo primo, todo tiempo pasado fue anterior dicen por ahí, y mi anterior época solo persiste en mi como la reminiscencia de un tiempo no vivido. En fin somos nuestras experiencias, somos nuestros recuerdos, somos las añoranzas de un periodo ya prescrito...Somos lo que no imaginamos ser en esa infancia.

Unknown dijo...

Como a ti. en mi caso los recuerdos de huasabas y mi Infancia desaparecen tras la bruma del tiempo como aquellas polvaderas que levantabamos al jugar en medio de la calle. y se nos hacian surcos en la cara por el sudor y la tierra. y luego al grito de la Tia. reclamando nuestra presencia porque era tiempo de ir a dormir. sin siquiera sacudir el polvo nos metiamos entre cuiltas echas con retazos de tela vieja. y que guardaban un aroma a no se que. pero que hasta ahora extraño. Un aroma a cariño, seguridad, pobreza, que poco a poco te sumian en un sueño profundo. y reparador para otro dia seguir jugando a crecer. sin siquiera imaginar el futuro. que era lo que menos importaba. entonces.

Raquel Barceló Durazo dijo...

Qué tiempos aquellos... que no volverán, y te puedo asegurar que nadie ha replicado esa conducta tuya hermano! un abrazo y sigue haciendo vida

Anónimo dijo...

Afortunado tú que puedes volver a vivir a travez de esas memorias, o bueno a travez de las palabras que recuerdas de mi mamá! No cualquiera tiene recuerdos tan específicos y particularmente graciosos como la descripción de este capitulo 15! Mi nana debio estar muy orgullosa de ti y con la esperanza que llegaras al sacerdocio! No se le hizo pero seguro t admira dsd allá! Abrazooos bro...

Yayo Salva dijo...

La riqueza de tu anecdotario es envidiable, hombre de fino talento.
Un abrazo, Rafa.

Paco Bernal dijo...

Hola Rafa:

Te tengo que confesar que, cuando veo que has escrito, espero el momento para leerte; porque siempre sé que me voy a encontrar algo que me va a gustar.

He leido tu entrada de principio a fin con una sonrisa de sandía en la boca. Me has alegrado el día, compañero.

Un abrazo

La lunares dijo...

Me gustó tu relatito Rafa, sobre todo porque imagine el pequeñito que caminaba, quién sabe porque, hacia la iglesia cada que escuchaba las campanas...
Que bonito es ser tan chiquito :)

Mauro Zozaya dijo...

Siempre un placer leerte, Rafael.