martes, agosto 03, 2010

Fumarolas


Este soy yo. Estoy frente a un volcán. El volcán está activo. En unos minutos va a soltar una fumarola. También suelta de vez en vez algunos pedazos de lava incandescente, pero se aprecia mejor si es de noche. Se llama El Arenal y no es muy viejo. En 1968 apareció sobre la faz de la tierra con una violenta erupción que mató a más de setenta personas. En 1992 dio otro susto a los residentes y volvió a escupir sus geológicas regurgitaciones. Durante mi viaje a conocerlo tuvo el buen tacto de estar calmado, sólo fumarolas y algunos rugidos bastante inquietantes pero completamente inofensivos.
No pienso abundar más en mi cápsula cultural de petatiux, porque tendría que recurrir a wikipedia y no me apetece hacerlo en este momento. Hoy no está el horno para bollos culturales porque es martes de recuperación. Y lo es porque ayer fue lunes festivo que tuvo a bien juntarse con el fin de semana y crear lo que la gente por ahí llama "puente". Y yo siempre he dicho lo mismo, que los puentes y las vacaciones son una cosa linda, casi divina, tan divina como la amenaza de ganarnos el pan con el sudor de la frente. Pero siendo tan bonitos, uno se emociona y se olvida del descanso y terminando más exhausto de lo que empezó. O aun cuando el descanso es muy abundante, hay que ver que el exceso de reposo termina cansando mucho . Y así los martes de recuperación lo agarran a uno completamente desconcentrado, añorando el día de ayer, el de antier, y el de antesdeantier.
Además, las fumarolas volcánicas seguro cargan gases tóxicos que uno inhala pensando que está respirando el aire más puro del planeta, pero a los que un hipocondriaco crónico como yo siempre adjudicará la causa de todos los daños colaterales. Eso lo pienso ya ahora que estoy en San José, alejado de ese volcán (aunque más cerca de muchos otros, que por aquí el subsuelo está que no se aguanta salir en las noticias). Aunque el martes deba ser de rehabilitación, hay que añadir que fue por una buena causa, que tanto los paseos por el volcán y la jungla, como las aguas termales que bañaron mi piel a temperaturas cercanas a la de la ebullición, calentadas por lavas juguetonas, son una bendición que hay que agradecer. Que una buena fumarola vale las ojeras.

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