lunes, junio 07, 2010

Una experiencia profunda (si se vale la expresión)

Cataratas de Iguazú. Ese punto casi mágico del orbe que ya vivía en mi imaginación a través de la película The Mission, en la que Robert De Niro interpretaba a un jesuita del siglo XVI consagrado a defender la idea, obvia pero cuestionada por preclaros intereses, de que los indígenas americanos tenían alma. Hace ya un par de años que fui, que crucé esa línea imaginaria del Ecuador que me intriga porque no la creo imaginaria sino real. A Iguazú fui yo solo. Solamente yo. Me interné en ese trópico húmedo sin más compañía que mis pensamientos. Estaba convencido de que mis habilidades sociales me integrarían a algún grupo de viajeros europeos viviendo su aventura latinoamericana con ese desdén involuntario que les provoca el mundo a los que desde siempre tuvieron sus necesidades materiales cubiertas. La civilización y el progreso, al fin de cuentas, también tienen daños colaterales: dejan a sus integrantes desprovistos de la curiosidad genuina. De cualquier manera, los provee con dólares o euros y, más importante, con una guía de viajeros de Lonely Planet o conexas.

Las cataratas de Iguazú se encuentran, como las del Niágara, en una frontera. No de dos sino de tres países: Argentina, Brasil y Paraguay. No pienso dedicar mucho tiempo a expresar mi insatisfacción con el poco buen gusto de los argentinos al llamar a los saltos de agua con nombres de próceres nacionales, en vez de estar a la altura de las circunstancias y bautizarlas con un poco más de poesía, con más respeto a la humanidad como un todo, con más amor por los prodigios de la naturaleza. Por qué no ensayar con, digamos, velo de novia, canto del ruiseñor, faldas de doncella, vuelo de golondrina, qué sé yo. Su intento más cercano fue apodar el salto de agua más impresionante que tal vez exista "la garganta del diablo". Patético. El miedo de estar ante esa inmensidad natural no debe ser suficiente motivo para dejarse convencer por el terror de sentirse tan pequeño, para considerar malévolo o diabólico un punto que es lo más cerca de lo divino que se puede estar sobre la tierra. El impresionante ímpetu destructor de esa cascada que parece infinita, que todo lo convierte en un blanco ensordecedor en donde el agua cae para abajo y luego cae para arriba suspendiéndose para llenar el abismo, no es la garganta del diablo, sino de Dios. Es su boca omnisciente, su mano omnipotente, su cuerpo mismo omnipresente.

El lugar me absorbió con el inequívoco poder de la magnificencia. Contemplar las caídas casi espasmódicas del agua que a borbotones incalculables se desbordaba por los resquicios más improbables, la lucha tenaz de los árboles que aferrados a las paredes de unas rocas insolentes desafiaban con su vida a la vida misma y el frágil vuelo de mariposas blancas que parecían ser el elemento indispensable para equilibrar la convivencia de tanta fuerza, para evitar que el lugar explotara atrozmente sin dejar rastro de su sublime existencia. Abandoné mis escaramuzas conceptuales y rendí mis triquiñuelas pseudoanalíticas para entregarme a la deriva de mi asombro. Estupefacto por la contemplación, me sentí solitario al lado de cientos de turistas con cámaras digitales. No caminaba sino que deambulaba, porque caminar implica tener conciencia de sus propios pasos y yo no sabía si me movía mediando la voluntad o era arrastrado por las corrientes de un lado a otro, del principio al fin y luego de regreso.

En Iguazú no sentí que era pequeño, eso ya lo había experimentado antes en muchas ocasiones y por muy diversos motivos. En Iguazú sentí dejar de ser yo como algo autónomo, no porque me viera de pronto reducido al absurdo o negara mi propia existencia, sino porque de una vez por todas me sentía como parte, como parte de algo más que sí era. Una especie de Nirvana occidental combinado con posmodernismo del más ruin. Por eso tuvieron que pasar años para que me atreviera a escribir lo que sentí - o al menos lo que ahora pienso que sentí - porque no fui testigo ni protagonista, sino simplemente parte de un conjunto de dimensiones inconmensurables. Mi presencia no era ni significativa ni insignificante, sino más bien un inexorable encuentro con Pachamama, un aparente reencuentro con el vientre de mi madre del cual - me di cuenta en ese instante - nunca había realmente salido.

2 comentarios:

Paco Bernal dijo...

Rafa: se me han saltado las lágrimas.
¿Ves? Para esto sirven los blogs. Es como si hubiera estado allí contigo. O como si lo hubiera visto por tus ojos. O mejor: como si me lo hubieras contado mientras nos tomábamos un café en uno de esos momentos en los que los amigos hablan sin cortapisas, como si hablasen consigo mismos.

Un abrazo y gracias

Paco

Anónimo dijo...

Dice tu papá que tienes las rodillas como los ojos de la Chala Barrón
jejejeje