lunes, diciembre 08, 2008

Puebla


Estaba yo acordándome de que el valor de los carros disminuye conforme acumulan kilómetros de viaje. Entonces, me entró la preocupación de que lo mismo les pase a las personas, porque últimamente le he metido mucho kilometraje a mis registros. El fin de semana siguiente a mi viaje a Guadalajara, fuimos a Puebla con Ceci y Guille, mis amigos argentinos que están a punto de regresar a su país, acompañados de la lúcida criatura de cuatro años que responde al nombre de Eliseo, quien siempre sale con alguna ocurrencia del siguiente tipo: íbamos en el carro escuchando la canción "Me voy" de Julieta Venegas y entonces preguntó ¿a dónde, Mami? - ¿A dónde qué? - ¿A dónde se va? - ¿Quién? - ¿Ella, la mujer que está cantando, a dónde se va? Difícil de contestar, porque la canción no lo informaba, pero más difícil aún fue contener la carcajada.

El camino a Puebla me dejó claras dos cosas: la ciudad de México es más grande de lo que uno toma conciencia cuando se desenvuelve únicamente en sus colonias centrales. Pero para poder salir de ella hacia Puebla y el sureste del País (lado oriente), hay que atravezar lo que parece una interminable sucesión de ciudades-dormitorio, color metal y cemento, que tributan millones de personas que se desplazan por toda la ciudad. La segunda cosa, más alegre, fue contemplar la hermosura del pequeño tramo que ha podido permanecer deshabitado entre las dos ciudades, únicamente por la buena fortuna de sus escarpadas montañas vestidas de encinos y pinos, con una vista privilegiada al volcán Popocatépetl y las amenazadas nieves perpetuas que cubren su cima, a una altitud mayor a los cinco mil metros sobre el nivel del mar y que vigila con cuidado los valles de Puebla y de México (este último, si la contaminación se lo permite).

Puebla, capital del estado con el mismo nombre, es el centro de la cuarta zona metropolitana más poblada del país, con más de dos millones de habitantes en total. Fue probablemente la segunda ciudad en importancia durante la Colonia y fue concebida y creada durante ese período para ser una ciudad de españoles. Posteriormente perdió importancia relativa en el país, pero su majestuoso centro histórico da muestra de su glorioso pasado, con sus miles de imponentes construcciones de colores muy vivos y, algunas de ellas, decoradas con azulejos hechos de un material local llamado talavera, que es muy apreciado como artesanía por su resistencia y su fina ornamentación.


Los habitantes de Angelópolis (que es el pseudónimo de Puebla) son conocidos como poblanos (sí, ya sé, ¡qué obviedad! Pero es que no sabía cómo iniciar este párrafo) y tienen entre algunos chilangos reputación de ser gente muy "especial" (cáptese la carga negativa del eufemismo), cerrados sobre ellos mismos, elitistas, conservadores y algunos otros adjetivos que, a mi juicio, son muy propios de las ciudades mexicanas con mucha tradición colonial.

Pero lo que es innegable es que la gastronomía poblana es de las más variadas y exquisitas de la comida mexicana. La estrella más brillante de este firmamento alimenticio de ensueño seguramente lo ocupa el mole, que es como mi perdición. Es una salsa preparada a base de chocolate, almendras, cacahuates, varios tipos de chile, ajonjolí y no sé cuántas cosas más. Con una apariencia suave y de un color café oscuro, se usa para cubrir piernas de pavo o pollo, o ya sea en "enchiladas" es decir, tortillas rellenas de pollo. Si naufragara en una isla desierta yo sólo pido conservar mi celular (con señal, claro, para pedir auxilio) y mucho mole para aguantar la pena de la soledad y el abandono. También es tradicional de este estado otro platillo que se llama Chiles en Nogada, que es un chile verde bastante grande, el cual se rellena de una mezcla de carne molida con nueces, pasas y otras frutas secas y que se baña con una deliciosa salsa, preparada a base de nuez y que va adornada con rojos granos de granada. Es el plato tradicional mexicano, porque la temporada en que puede prepararse con ingredientes frescos es justamente en septiembre, el mes de la Patria, y porque tiene los tres colores de nuestra bandera (¡Ay, el patriotismo gastronómico! Más cursi y me atrapa).

Ya integrada a la zona metropolitana de Puebla está la ciudad de Cholula, una de las diez ciudades más antiguas del mundo y la más antigua de América (este dato sólo toma en consideración ciudades con existencia continua desde su fundación hasta el presente). Cholula es un pueblo encantador, fue durante miles de años un centro ceremonial de la mayor importancia en Mesoamérica y, dirán que la mente es muy poderosa, pero tiene una "vibra" impresionante, la sensación de estar en un lugar que te envuelve y que comparte contigo la acumulación de cientos de siglos de historia y millones de almas que la visitaron antes que tú, con la intención de curar sus atribulados espíritus (digo yo...).

Gran parte de su encanto, además de tener una iglesia para cada día del año a pesar de ser un lugar bastante pequeño, se debe a una pirámide ancestral, la más grande del mundo, que fue recubierta como si se tratara de una montaña y, en la cima de la cual, se construyó una iglesia católica que con su color naranja es un complemento sensacional a la excelente vista del Popocatépetl. La razón por la que la pirámide fue enterrada no queda totalmente claro. Durante mucho tiempo la idea predominante fue que los españoles la recubrieron y encima de ella construyeron la iglesia, como un símbolo de la desaparición de las religiones anteriores y la nueva preminencia de la religión católica. Sin embargo, también se maneja la idea de que fueron los mismos indígenas los que la recubrieron y plantaron árboles en sus laderas, cuando se enteraron de la llegada de los nuevos colonizadores, como una manera de proteger su más valioso centro ceremonial. Yo, como siempre hago en estos casos de duda, me inclino por la historia más bonita, así que me quedo con esta última. La pirámide tiene túneles enormes que pueden ser explorados por los visitantes y que, si no tienes clautrofobia, son una experiencia impresionante, porque se siente como si estuviera uno recorriendo las tripas del propio planeta Tierra.


Cuando cayó el sol iniciamos el retorno, porque el frío se apoderó del Valle de Puebla de una manera muy ventajosa y no nos preguntó si estábamos de acuerdo. Aunque el regreso fue tranquilo hicimos el mismo tiempo de Puebla a la entrada de la ciudad de México, que de ahí a mi casa. Y, además, tuvimos que pasar por unos barrios tugurientos, que ya oscuros y sin gente dan la impresión de que no saldrás de ellos con facilidad. Afortunadamente lo logramos sin mayor sobresalto y todavía me quedará para después mi visita relámpago a Morelia y el singular viaje a Veracruz, rinconcito donde hacen sus nidos las olas del mar...

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