viernes, junio 27, 2014

El malestar en la (falta de) cultura

Algo me faltaba y no veía como desvanecer mi ansiedad, eterna compañera de viaje. Entré en varias ocasiones a Facebook y a Twitter intentando encontrar contenidos que me distrajeran, a ver si así recuperaba la tranquilidad. Pero ahí no había nada. Peor que eso, me había convencido de que los contenidos tenían días que eran irritantemente poco interesantes. Me cuestioné si no tenía que hacer una limpieza de mis redes sociales o incorporar otros contactos, hasta encontrar contenidos que sí me importaran. Hasta que caí en cuenta de lo obvio: estaba buscando cosas incorrectas en el lugar incorrecto. Las redes sociales son un mecanismo (bastante artificial) que sólo parcialmente refleja lo que es la gente, lo que yo buscaba no iba a aparecer ahí. No sólo eso, la gente es como es y no como quisiéramos que fuera, con pocas posibilidades de cambios reales; cada uno con intereses propios vive la vida con sus prejuicios, con sus escrúpulos, con sus limitaciones e, incluso, con lo que considera que son sus principios irrenunciables. Para colmo, no falta ser un genio para enterarse de que ni las redes sociales, ni los medios de comunicación son los mejores lugares para que la gente te caiga mejor. Internet ha transparentado algunos de nuestros defectos (sobre todo los ajenos) y nos los arroja a la cara clic tras clic.

En relación con esos defectos humanos, yo hasta tengo el morbo de ver los comentarios de los lectores casi anónimos de los medios de comunicación digital sobre artículos que me interesan. Lo hago porque creo que es bueno saber lo que piensa gente que no conozco, que tal vez (quiera Dios) nunca voy a conocer. El optimismo con el que suelo esperar los cambios sociales peligra seguir existiendo cuando leo a la gran mayoría de esa gente que no conozco. Ya ni les cuento lo que sufre el grammar-nazi por ver lo mal que escribe la gente, porque eso al final de cuentas es lo de menos. Lo que más arde es ver el atraso social, lo lejos que estamos de lograr una mejor convivencia, la falta de empatía de las personas con el sufrimiento ajeno, el total desinterés de informarse sobre los temas antes de opinar y, a pesar de ellos, tener puntos de vista irreductibles. La frecuencia con la que la gente prefiere el insulto o el simplismo al argumento o a la razón cuando está cómodamente sentado frente a su pantalla.

Contrario a lo que puede parecer por leer los párrafos precedentes, me gusta mucho la gente. Me gusta mucho mi familia y también me encantan mis amigos; no puedo responder por todos los así llamados 'amigos' que tengo en Facebook, pero de la mayoría tendría cosas muy buenas que decir; de la gente que no conozco tengo la fe (dogmática) de que la gran mayoría tienen más de bueno que de malo. Se podría casi decir que soy un filántropo, no porque distribuya mi escaso dinero entre los pobres sino por su etimología estricta de 'amante de lo humano'. No obstante todo ello, hay ratos en que sí me molesta (injustificadamente) que el muro de mis redes sociales esté lleno de mascotas o frases cursis de Coelho o de Arjona (para seguir odiando a los que ya es cliché odiar); también me tiene a punto del colapso nervioso que desde hace un mes el 98% de las publicaciones se refieran a futbol; o que luego de décadas de usar Internet y saber cómo funciona la gente siga creyendo las boberías de "comparte esto y tendrás buena suerte" o "si no envías esto a X número de víctimaspersonas te cerraremos tu cuenta"; y sí, a veces me pudre por dentro que la gente (yo incluido, por supuesto) siga(mos) considerando gracioso frases o imágenes que humillan a grupos enteros de personas. Cada quien hace con su muro, igual que con su cuerpo, un papalote y siempre está la opción de dejar de seguir a alguien o bloquear sus publicaciones, pero el punto no es ése. El punto de este angustioso texto no es criticar las publicaciones ajenas en redes sociales porque, de hecho, en el fondo (y también en la superficie) yo soy un defensor del derecho a ser frívolo y del derecho a estar equivocado. El punto es compartir con los que para su mala fortuna hayan llegado a leer esta entrada a mi blog la frustración de caer en cuenta de la interminable lista de taras sociales que tenemos, de lo lejos que estamos de ser civilizados.

Me gusta mucho que la gente sea diferente a mí y es un atributo indispensable que opinen diferente, porque discutir (en el buen sentido de la palabra) es mi pasatiempo favorito, sólo después de querer tener siempre la razón. Sinceramente, me gusta mucho que haya gente que tenga sus mascotas y que las disfrute, que haya quienes estén combatiendo el sufrimiento de los animales, me da gusto pensar en que alguien encontró en una frase una enseñanza, una reflexión para ser mejor, o un aliento (que a mí me parezca cursi es totalmente irrelevante) y qué padre que la contemplación de un deporte haga que la gente sienta tantas emociones porque las emociones pueden ser una cosa muy bonita. No obstante todo lo anterior, no voy a renunciar a mi derecho a quejarme de lo que la gente publica en redes sociales o en medios de comunicación, tal vez sólo como desahogo o como justificada reacción ante algo que puedo considerar no deseable.

Lo que sí tengo que hacer es reconocer que los contenidos de Facebook o de los medios de comunicación no me van a quitar la ansiedad, tal vez de hecho, sólo la van a encender. Si lo que quiero es quitarme la ansiedad debo hacer lo que mejor me ha funcionado desde enero de 2005: escribir en mi blog, vaciar en él mis preocupaciones, mis memorias, mis puntos de vista. La ansiedad es individual y el remedio, por tanto, es individual también y no colectivo. Las redes sociales sólo han potenciado el malestar que me causa a veces la cultura y, sobre todo, la falta de cultura. Esa inquietud es un mal incurable, hasta cierto punto es un mal necesario. A mí escribir en el blog me alivia los síntomas, quejarme en Facebook no. ¿A ti qué te causa el malestar de nuestra cultura y qué te lo alivia?