martes, junio 22, 2010

El cuento del hombre aquel

Esta es la historia de un hombre casado con una mujer muy gorda. Es claro que hay muchas mujeres muy gordas. Y también es claro que cuando esas mujeres están casadas, sus esposos son siempre hombres casados con una mujer muy gorda. Pero el hombre del que hoy les voy a contar era una cosa especial. No diré que era feo ni que era atractivo, más bien era un hombre como son la mayoría, ni muy feos ni muy atractivos. Normal, podría decirse, etiqueta que no creo que le molestara para nada. En efecto, lo único que empezó a rescatarlo del oprobio de la mediocridad de ser normal fue haberse decidido por una mujer tan gorda, habiendo tantas mujeres normales así sin más, ni muy feas ni muy atractivas. Hay que aclarar, en un esfuerzo por no perder la capacidad analítica, que la gordura y la hermosura (o su defecto) no son la misma cosa, aunque antaño se creyera que la mitad de la última se lograba con tener la primera. Esa noción antigua, sin embargo, ya no es consistente con la nueva modernidad, en la que el colesterol ha perdido su prestigio. La gorda mujer del hombre de este cuento no era ni mitad hermosa, ni tampoco horripilante. Sólo era muy gorda y el problema es que la abundancia de sus cachetes hacía muy difícil emitir juicios de valor sobre su belleza. No hay que olvidar que cualquier narrador que intente ser bueno no debe andar expresando sus opiniones por escrito si no las ha verificado, ya sea mediante sus sentidos, por pruebas circunstanciales o, cuando no queda otro recurso, por su imaginación. Entonces, yo no puedo pronunciarme sobre la belleza de esta mujer porque, insisto, sus cachetes no me permitieron conocer ese detalle. Lo que sí puedo decir de ella es que no era rica. Es un poco delicado que tenga que hacer la aclaración, pero no dejo de notar que no está bien visto en los valores colectivos tradicionales que un hombre se case con una mujer muy gorda únicamente por los beneficios que le reportaría su fortuna. Nuestro hombre, cuyo nombre no mencionaré -o trataré de no mencionar- por razones de discreción y para evitar demandas sobre derechos de autor y esas cosas, no pudo haberse casado por dinero, por la simple razón de que su mujer no lo tenía. Tal vez lo haya hecho porque la mujer en cuestión tuviera algún encanto especial que escapara a los ojos de los demás y que él, con la hipersensibilidad que tienen algunas personas, hubiera podido detectar. Pero esto nunca lo sabremos porque el hombre se llevó este dato a la tumba. Con esto queda claro que el hombre de este cuento ya murió, pero todavía no conocemos el porqué de su muerte. Si la mujer ha muerto tampoco lo sabemos, pero podemos suponer que por su obesidad tenía menos probabilidades de llegar a vieja. A muy vieja, por lo menos, que esa palabra es relativa.

La historia del hombre aquel no diré que era muy triste. No lo era. Ni diré que fue muy feliz. No lo fue. La tristeza y la alegría son más bien lujos que uno se da por momentos, pero una historia completa no se los puede dar. A menos que se haya realizado en los estudios Disney. Y últimamente ni tanto. El hombre sabía, siempre lo supo, que le faltaba algo. Aun en las piñatas infantiles en las que regalaban dulces, golosinas, pasteles y refrescos gaseosos lo sabía. Aun cuando le estaba dando con el palo a la piñata lo sabía. Incluso cuando la piñata no estaba hecha con esas odiosas ollas de barro que hacían cimbrar sus articulaciones cartilaginosas lo sabía. Algo le faltaba y no era la bolsita de dulces que regalaban al final. Algo le faltaba y no eran los dulces realmente buenos de los que las bolsitas de dulces estaban siempre privadas y que eran sustituidos por unos desagradables cacahuates polvorientos. Cuando llegó a la adolescencia siguió estando seguro de que algo le faltaba. Llegaron los tiempos de las cursis cartitas de enamorados y los fallidos intentos por hacer poesías, pero él sabía que no era eso lo que faltaba. Ni siquiera cuando descubrió los excelsos goces del placer egoísta que uno descubre por esas edades sintió que hubiera encontrado lo que le faltaba.

Los que lean esto seguramente estarán pensando a estas alturas que lo que le faltaba era una mujer muy gorda. Es obvio que no. Las cosas no vienen así de fácil en la vida. Y tampoco tienen por qué ser fáciles de obtener en los cuentos sólo por ser éstos un asunto ficticio. Lo que le faltaba a este no tan dichoso hombre no lo sabremos tampoco, no porque se lo haya llevado a la tumba, sino porque nunca lo encontró, de manera tal que él mismo jamás se enteró de qué era. Otros no se tocarán el corazón y van a pensar que era un malagradecido que no valoraba que, dentro de su normalidad, nunca le faltó nada. Tenía una familia que si bien no es que lo quisieran o cuidaran como oro molido, no lo golpeaban ni lo vejaban. Tampoco le faltó ningún bien material, por lo menos en el más estricto sentido de lo material. Comió, bebió, estuvo vestido y gozó de buena salud hasta el momento en que se murió, bueno, en el momento en que se murió su salud no fue tan buena como para mantenerlo vivo, pero tampoco tuvo que soportar ninguna agonía o incomodidad. Es más, tuvo la oportunidad de educarse aunque fuera en escuela pública. Por aquel tiempo las escuelas públicas no eran malas. Eran lo que había. Los que juzguen a este buen hombre de malagradecido por andar echando en falta algo, a pesar de tener todo lo básico, se equivocan. A mi juicio se equivocan.

Habiendo pasado todos los años que hacen falta para llegar a considerarse un adulto, se dio cuenta de que aquello no tenía remedio y que no se le iba a ir lo que le restaba de vida, buscando algo que ni siquiera sabía qué era. El método de prueba y error no había funcionado. Decidió entonces que había llegado la hora de hacerse hombre y de casarse. Los chalecos de rombos a su edad estaban empezando a generar rumores sobre él que no le gustaban. Llegó a la conclusión, y tal vez lo hizo bien, de que si tenía que casarse sin estar muy enamorado de alguien en particular, que la opción de mujer muy gorda era la que más convenía a sus intereses. Pero, sobre todo, la que más contribuía a mejorar el óptimo social, ese extraño concepto ambiguo (como todos los conceptos, me parece a mí) que había escuchado en sus clases de economía de la universidad.

Un sábado 17 de junio, que es un día bastante normal, salió a un bar y ya muy entrada la noche, cuando las copas han logrado hacer muy prescindibles esas sutiles categorías de la belleza, se dijo a sí mismo "ha llegado la hora". Era un bar grande y opciones había muchas. Él siempre había tenido una especie de fobia a tomar decisiones, porque la verdad es que consumen mucho tiempo y siempre te dejan con la incomodidad de saber si habrás hecho lo correcto. Por esta razón nada trivial optó por articular un criterio sencillo para escoger a la doncella (por así decirlo) con quien iba a casarse y se dijo a sí mismo "pues me llevo a la más gorda". No sé si ya lo había dicho, pero es que su mujer no es que fuera gordita, o un poco bofa, o gordis. Su mujer es que era un pedazo de mujer incalculable. Una masa abundantísima. Sus cachetes, como ya lo expliqué, ocultaban su posible hermosura, pero el resto de su humanidad ocultaba la posibilidad de calcular su peso (sin usar báscula, claro, la cual este narrador no iba a intentar usar, con lo políticamente incorrecto que eso hubiera resultado).

- Hola, le dijo. Ella le repondió también con un saludo coloquial, tal vez "hola". Seis meses después ya se estaba escuchando la marcha nupcial y aquella mujer tan gorda se contoneaba rumbo al altar, en un enfundado (no podía ser de otra manera) vestido blanco que hizo que el precio internacional de los textiles subiera muy ligeramente. Él con un frac rentado para la ocasión la esperaba al final del pasillo. Cuando vio aquella inmensidad de tela blanca, él supo definitivamente que tampoco era eso lo que le hacía falta, pero de cualquier manera no estaba esperando encontrarlo en ese momento. La fiesta de bodas estuvo bien, como era de esperarse los novios no se divirtieron mucho, la novia sudó bastante y se le aperló el bigote, las tías dijeron que la comida no era muy buena y los amigos del novio se emborracharon y al final de la noche traían las camisas desfajadas de la parte de atrás, pero fajadas por la parte del frente.

Los hijos no llegaron nunca, lo cual por una parte evitó la tristeza que se supone se siente cuando se van, pero los esfuerzos por tenerlos sí que consumieron mucho tiempo para el hombre y su gorda mujer. Algo había de satisfacción, sin embargo, porque lo intentaron en repetidas ocasiones. Uno de sus amigos, a quien dejó de frecuentar después de su matrimonio (las esposas no se llevaban), adelantó la conclusión de que el hombre había muerto en parte como causa de esos intentos porque, decía, no hay corazón que aguante. Me parece que el comentario era un tanto malintencionado e influido por la flacucha esposa de dicho amigo que, como ya lo he explicado, no quería bien a la gorda.

Todas las tardes, hasta que llegó el final de sus días - que desafortunadamente no tardó tanto en llegar -, el hombre miraba a la mujer muy gorda con la que se había casado y era curioso que en ocasiones se sentía bastante satisfecho con la decisión (pensando en el óptimo social, claro está) y otras veces pensaba que tal vez debió haberlo intentado con alguna solterona veinte años mayor (lo cual había cruzado por su cabeza, pero que evitó por ser alérgico al pelo de gato). Estaba convencido de que lo que le faltaba no lo había encontrado aún y de que si alguien alguna vez contaba su historia tenía la obligación moral de no decir su nombre. "Me choca el típico narrador omnipresente" - pensaba - "que no se le vaya ocurrir delatar mi nombre". Y en esos últimos días que tiene el final de los días de cualquier hombre, deseó con muchas ganas haber podido vivir también en otros mundos, para ver si por ahí se encontraba con eso que le hacía falta.

martes, junio 15, 2010

Las malaventuranzas de un flaco

La semana pasada tuve la peregrina ocurrencia de inscribirme en el gimnasio. En realidad, al gimnasio me he inscrito muchas veces, he ido otras tantas y he faltado la gran mayoría. Yo quisiera ser una persona disciplinada, comer raciones adecuadas de proteínas y limitadas de carbohidratos, pero no haber vivido nunca de mi cuerpo me ha convertido en un ser negligente y sólo tengo manifestaciones muy intermitentes de rigor atlético. La idea realmente peregrina fue acceder a asistir a una cita en la que me harían un examen personalizado de mis capacidades gimnásticas y la manga del muerto. [NOTA: no tengo caraja idea de qué sea la manga del muerto, pero se me había acabado el soplo inspirador de las descripciones y no sabía cómo acabar la oración.] Me dieron la cita para que atendieran a mi persona personalizadamente y listo. Acudí puntual, lo cual todavía me cuesta algo de esfuerzo porque no conozco bien las rutas. Empezaron las mediciones. La balanza fue muy poco generosa con mi peso que estuvo un kilo debajo de lo que considero mi promedio. La estatura seguía igual, lo cual es siempre un alivio porque empezar a encogerse no habla muy bien de uno. El tipo me dice párese allá en frente y me observa con un detenimiento que no hace sino incomodarme. Derechito. Ponga sus pies a la altura de sus hombros. Caray - pensé - ahora viene el kamasutra. - ¿Cómo? - Sí, que abra sus pies alinéandolos con la posición de sus hombros. Ah, bueno, eso suena más decente. - Usted tiene $&%#. Masculló una palabra de ésas que suenan a Vademécum y que no entendí ni pude descrifrar etimológicamente. - Que sus rodillas apuntan hacia afuera. ¡Jolines! ¿Eso es grave? - No, es genético. Ah,vaya, si es genético no debe de ser nada grave, según la lógica retorcida de este tipo. - ¿Y qué puedo hacer para corregirlo? - Nada, usted tiene la rodillas apuntando para fuera, no hay nada que hacer, pero ya le digo, no es grave.

Tengo 29 años viviendo con unas rodillas deformes que apuntan una para Chihuahua y la otra para El Paso, Texas, y nunca me había percatado. Me queda claro que mis padres tampoco lo hicieron en su momento y - gracias al cielo - nunca anduve con mangueras de Forrest Gump bailando el pasito de Elvis. Pero ahora, 29 años después, me veo las rodillas y me parecen mounstrosas. Absolutamente salidas de sus casillas. Es impresionante el poder de la sugestión que tienen los términos médicos en mí (aunque no pueda recordar su nombre). Ahora cada vez que hago una sentadilla volteo a ver de reojo a mis rodillas y las encuentro insufriblemente divorciadas la una de la otra. Como si no se dirigieran la palabra, como si estuvieran celosas y hubieran renunciado a trabajar en equipo. Claro, tengo para mí que por ser un problema genético no es grave, según el instructor del gimnasio, a quien no le creo más de dos o tres palabras juntas.

Pero eso no fue todo. Cuando me hubo medido casi todo lo que se puede medir en la anatomía humana (aquí agradecería que evitáramos malas interpretaciones de naturaleza pícara que no vienen a lugar), me dijo "sostenga usted este aparato" (vuelvo a hacer la misma petición). Se trataba de un adminículo que había que tomarse con las dos manos y mantenerlo con los brazos extendidos a la altura de la barbilla. Se supone, se supone, que mide el porcentaje de grasa corporal. A mí no me pareció más que alquimia de la más vil con algunos microchips para dar la impresión de modernidad. Me marca error - me dijo el tipo - probemos otra vez. Misma historia. Me parece, diagnosticó el consumado atleta, que usted tiene niveles de grasa por debajo de lo normal. Ah qué caray, le dije yo, ahora resulta. Pues es que este aparato es muy preciso y a usted no le ha detectado la grasa. Yo, con las rodillas separadas y apuntando cada una para un lado diferente, pensé "¡mecacho! Kate Moss estaría dando brincos de contenta con la noticia". Bueno, ¿y qué puedo hacer? - Hay que subir de peso, sentenció el interpelado. ¡Menuda receta! Tengo desde la aciaga pubertad tratando de subir de peso y ya pasaron tres lustros sin conseguirlo. Pero es que no puedo. Lo mío, lo mío, es la espiritifláutica delgadez de hoja siempre verde. - Tal vez, entonces, tenga que ver a un nutricionista. - ¿A un nutricionista? Como para qué, para que me mande a comer tres latas de atún, dos huevos cocidos, un gramaje excesivo de espinacas y germen de trigo y, además, además, me prohiba tomar coca-cola. No, yo paso.

Siempre es la misma historia con estos exámenes, diagnósticos, checkups o lo que sea. No saben decir que está todo bien. Deberían tomar en consideración que uno es medio hipocondriaco y que, además, es paradójicamente adverso a las farmacéuticas. No, pero nada de eso les importa. Siempre te han de dejar con el mal sabor de boca por sus juicios de valor negativos aunque sea por la alineación de tus rodillas. Yo he tomado la decisión zen de no hacerles caso. Seguiré feliz con mis distorsionadas articulaciones y lo único que haré es comer más postres hasta ponerme cachetón como Rossie O'Donnell.

lunes, junio 07, 2010

Una experiencia profunda (si se vale la expresión)

Cataratas de Iguazú. Ese punto casi mágico del orbe que ya vivía en mi imaginación a través de la película The Mission, en la que Robert De Niro interpretaba a un jesuita del siglo XVI consagrado a defender la idea, obvia pero cuestionada por preclaros intereses, de que los indígenas americanos tenían alma. Hace ya un par de años que fui, que crucé esa línea imaginaria del Ecuador que me intriga porque no la creo imaginaria sino real. A Iguazú fui yo solo. Solamente yo. Me interné en ese trópico húmedo sin más compañía que mis pensamientos. Estaba convencido de que mis habilidades sociales me integrarían a algún grupo de viajeros europeos viviendo su aventura latinoamericana con ese desdén involuntario que les provoca el mundo a los que desde siempre tuvieron sus necesidades materiales cubiertas. La civilización y el progreso, al fin de cuentas, también tienen daños colaterales: dejan a sus integrantes desprovistos de la curiosidad genuina. De cualquier manera, los provee con dólares o euros y, más importante, con una guía de viajeros de Lonely Planet o conexas.

Las cataratas de Iguazú se encuentran, como las del Niágara, en una frontera. No de dos sino de tres países: Argentina, Brasil y Paraguay. No pienso dedicar mucho tiempo a expresar mi insatisfacción con el poco buen gusto de los argentinos al llamar a los saltos de agua con nombres de próceres nacionales, en vez de estar a la altura de las circunstancias y bautizarlas con un poco más de poesía, con más respeto a la humanidad como un todo, con más amor por los prodigios de la naturaleza. Por qué no ensayar con, digamos, velo de novia, canto del ruiseñor, faldas de doncella, vuelo de golondrina, qué sé yo. Su intento más cercano fue apodar el salto de agua más impresionante que tal vez exista "la garganta del diablo". Patético. El miedo de estar ante esa inmensidad natural no debe ser suficiente motivo para dejarse convencer por el terror de sentirse tan pequeño, para considerar malévolo o diabólico un punto que es lo más cerca de lo divino que se puede estar sobre la tierra. El impresionante ímpetu destructor de esa cascada que parece infinita, que todo lo convierte en un blanco ensordecedor en donde el agua cae para abajo y luego cae para arriba suspendiéndose para llenar el abismo, no es la garganta del diablo, sino de Dios. Es su boca omnisciente, su mano omnipotente, su cuerpo mismo omnipresente.

El lugar me absorbió con el inequívoco poder de la magnificencia. Contemplar las caídas casi espasmódicas del agua que a borbotones incalculables se desbordaba por los resquicios más improbables, la lucha tenaz de los árboles que aferrados a las paredes de unas rocas insolentes desafiaban con su vida a la vida misma y el frágil vuelo de mariposas blancas que parecían ser el elemento indispensable para equilibrar la convivencia de tanta fuerza, para evitar que el lugar explotara atrozmente sin dejar rastro de su sublime existencia. Abandoné mis escaramuzas conceptuales y rendí mis triquiñuelas pseudoanalíticas para entregarme a la deriva de mi asombro. Estupefacto por la contemplación, me sentí solitario al lado de cientos de turistas con cámaras digitales. No caminaba sino que deambulaba, porque caminar implica tener conciencia de sus propios pasos y yo no sabía si me movía mediando la voluntad o era arrastrado por las corrientes de un lado a otro, del principio al fin y luego de regreso.

En Iguazú no sentí que era pequeño, eso ya lo había experimentado antes en muchas ocasiones y por muy diversos motivos. En Iguazú sentí dejar de ser yo como algo autónomo, no porque me viera de pronto reducido al absurdo o negara mi propia existencia, sino porque de una vez por todas me sentía como parte, como parte de algo más que sí era. Una especie de Nirvana occidental combinado con posmodernismo del más ruin. Por eso tuvieron que pasar años para que me atreviera a escribir lo que sentí - o al menos lo que ahora pienso que sentí - porque no fui testigo ni protagonista, sino simplemente parte de un conjunto de dimensiones inconmensurables. Mi presencia no era ni significativa ni insignificante, sino más bien un inexorable encuentro con Pachamama, un aparente reencuentro con el vientre de mi madre del cual - me di cuenta en ese instante - nunca había realmente salido.

miércoles, junio 02, 2010

Raquel

Mientras se escucha el tema principal de la banda sonora de Amélie, ella mueve sus pies con la desharrapada delicadeza de su adolescencia ilusionada. Imita pasos de ballet con una gracia que sólo viene con la ingenuidad. Las curvas de su cuerpo no la hacen parecer pintura de Degas ni la calidad de su atuendo es digna de academia. Sin embargo, su carita color de aceituna propaga una sonrisa que desea parecer contenida, como una mueca que debe formar parte del espectáculo, pero que termina cobrando existencia propia y se vuelve ajena a él. Los pensamientos son insuficientes y las palabras torpes para descifrar lo que esa sonrisa contiene. El poder del brillo deslumbrante de sus ojos forma un arma que desarma. Que desalma.

Sus zapatillas de ballet ya no recuerdan los días en que eran nuevas, el polvo ha cubierto su brillo y apenas se alcanza a ver que alguna vez fueron rosas. Mientras la pieza se sigue oyendo al piano, es evidente que la coreografía está tan ausente de técnica como llena de espontaneidad. Un par de meses de ensayos en la escuela rural a la que asiste, instruida por un profesor que no tiene más en su currículum que sus buenas intenciones, son suficientes. Ella está feliz con lo que presenta, con el público de medio pelo que la ve expectante. Su felicidad junto con la cándida ignorancia de que hay un mundo mucho más grande que el suyo son una lección abrumadora.

En la tarde lluviosa que siguió a su presentación, en el kiosko del parque contiguo a su casa Raquel rio un largo rato con sus amigas al abrigo de una copiosa borrasca. Algo en su interior la hacía sentirse eufórica y alimentaba sus carcajadas a la menor provocación. El mundo estaba presenciando el espectáculo formidable de la felicidad auténtica, la que es autónoma de toda consideración externa, de la crítica autorizada, de sus estándares estrictos. Esa tarde, en ese pequeño lugar del mundo, la humanidad presenció en su sonrisa el clímax estético del arte.

miércoles, mayo 19, 2010

Mi vida en Huásabas, capítulo 13

Traía hace un rato muchas ganas de reírme. Empecé a repasar en los anales de mi memoria. Tenía ganas de reírme conmigo y de mí. Fui pasando la cinta y no aparecía nada que me sirviera. Y llegué hasta cuando estaba en tercer grado de la escuela primaria. Tenía ocho años. Era yo un niño aún no distorsionado por los graves efectos estéticos de la pubertad. En una tarde de la primavera sonorense, en el que las temperaturas vespertinas son todavía posibles para el consumo humano, habíamos convenido reunirnos en mi casa a estudiar para un examen de ciencias sociales. En algún momento muy inmediato a que llegaron mis amigos de la escuela con propósitos académicos, decidimos que era hora de ponerse a hacer algo más divertido. Nos movimos a la huerta de la casa de mi nana que es contigua a la mía. Esa huerta ofrecía un mundo de posibilidades, tenía naranjos, limoneros y otros cítricos que daban una sombra placentera. Como era primavera, la única fruta disponible eran limones. Tomamos una cubeta de la despensa (bodega) de mi nana y nos dispusimos a improvisar una limonada. Le falta azúcar. Mmmhhh, voy a traer. Ahora quedó muy empalagosa. Mmmhhh, cortemos más limones. Está muy ácida. Mmmhhh, hay que echarle agua. Otra vez le falta azúcar. Mmmhhh, ya no tenemos más azúcar. Tampoco le cabe nada más a la cubeta. - ¡Qué desastre! Ya no quiero hacer más limonada. Yo tampoco. Yo tampoco. Saben qué podemos hacer - propuso alguien que seguramente no era yo - hay que subirnos a las tapias para ver qué hay del otro lado. ¡Síííí!

Tres niños y tres niñas uno a uno fuimos trepándonos a la tapia de adobe, usando los brazos de una higuera que se prestaba para ese efecto. Wooooow. ¿Ya vieron? Es la casa abandonada. A mí me dijeron que es de un señor que se llama Saavedra - que mi imaginación me había convencido de que estaba emparentado con Don Quijote. Dicen que hay tesoros escondidos. Woooooow.

Estaba en ese tiempo de moda entre mis coetáneos de toda la República una novela que se llamó "Carrusel de niños" que marcó a toda una generación. La maestra Ximena con su halo de infinita bondad protagonizaba la historia en la cual una niña rica, María Joaquina - que previsiblemente posa ahora desnuda para revistas de caballeros - despreciaba a Cirilo, un niño pobre que, además, era negrito e hijo de Johnny Laboriel (una verdadera maldición para el imaginario colectivo). El caso es que los compañeros del salón de clases en el que tenía lugar la no-tan-romántica historia, por lo menos los que importaban, habían formado un grupo ultra secreto que se hacía llamar "La patrulla salvadora". ¿Dónde se reunía la patrulla salvadora? Claro, en una casa abandonada. Woooooow.

Recuerdo haber sentido un poco de remordimiento con sólo pensar en allanar la morada abandonada de un pariente de Don Quijote que, como agravante, sería mi vecino si aún viviera ahí. Pero qué tal si sí había un tesoro y la patrulla salvadora podría salvar... mmmhhh, no sé, al pueblo. No hizo falta mucho tiempo para tomar la decisión. Si hay un tesoro debe de estar del otro lado de esa puerta de madera antigua que se nota que con unas patadas no dará problema para abrir. Los tres niños y las tres niñas brincamos hacia el patio de la casa abandonada. Ahí instalados iniciamos, como lo haría cualquier patrulla salvadora que se precie de serlo, una larga deliberación sobre los pros y los contras de ir en busca del tesoro perdido tras décadas de abandono. Se hicieron oír las voces sensatas que abogaban por abortar la misión. Pero no se hicieron oír sensatas, sino cobardes. Y, claro, cualquiera sabe que no se puede ser cobarde si se trata de encontrar un tesoro de los familiares de Don Quijote.

Cuando cobramos conciencia de que éramos la imagen viva y verdadera de la patrulla salvadora que salía en la televisión, no hubo espacio para la cobardía. Unánimemente decidimos que era hora de ir por él. Por el tesoro cuya existencia ya para ese momento era indudable. Menos mal que había tres varoncitos dispuestos a demostrar su fuerza bruta. Empezamos a dar patadas y parecía que aquella puerta estaba dispuesta a ceder muy rápidamente. La aldaba que sostenía un oxidado candado se empezó a desprender de la vieja madera. Pum, pum, pum. Y vino lo que era de esperarse: un plaaaaz. Se abrió la puerta. Ahora el tesoro estaba a nuestra disposición. Se trataba de un baúl también de madera vieja lleno de trastes de peltre despostillados y otros instrumentos de cocina de épocas muy previas.

No puedo decir que me haya desilusionado mucho el descubrimiento, porque nuestra poderosa imaginación de entonces nos jugaba siempre trucos. Continuamos la deliberación y los puntos a favor de considerar un tesoro lo recién descubierto. Yo me manifesté enfáticamente entusiasta de que sí lo era, pero que no parecían de oro porque estaban sucios y viejos. En esa discusión estábamos cuando escuchamos el grito de un señor muy molesto increpándonos un "muchachos malcriados salgan de ahí". Sobra decir que nos faltaron pies para correr más rápido, brincar la barda a la casa de mi nana, salir corriendo por la huerta, atravesar el corredor, llegar a la calle y luego entrar al patio de mi casa para escondernos.

Estábamos muy mal escondidos porque nos podíamos ver perfectamente desde la calle. Ya saben, detalles no contemplados por la producción. Nos dimos cuenta hasta que vimos a Don Lupe que nos dijo "van a ver, chamaquitos aguerridos, los voy a llevar con el presidente municipal para que los encierre en la cárcel". Creo que en ningún momento me hubieran sido mis conocimientos de derecho más útiles que en ese momento en el que no los tenía. Haber sabido que la amenaza era un disparate jurídico que no respetaba ni las atribuciones de una alcaldía ni la edad mínima en la uno puede ser imputable por cualquier delito, me hubiera sido del mayor servicio. Ante la temible amenaza los nervios se caldearon. Entonces, Anallely propuso un remedio infalible: hay que ponerse una piedrita pequeña debajo de la lengua. ¿Para qué? - No sé, he oído que es de buena suerte. Ah, claro, entonces sí. ¿La lavamos antes? - No, es de más suerte si no la lavas. Ah, bueno, entonces así.

La piedrita no logró calmar el nerviosismo. Nos movimos a un rincón más escondido del patio, desde donde inicié una perorata - con la piedrita bajo la lengua - sobre cómo debíamos presentar nuestra defensa. Pero, Rafa ¿y si mañana en la formación de la escuela nos pasan al frente? Para eso no había remedio, tendríamos que soportar el nerviosismo estoicamente y si nos pasaban, peor aún, soportar la humillación colectiva ante toda la comunidad escolar de Huásabas. ¿Y si nos llevan a la cárcel? La patrulla salvadora estaba desmoralizada. Yo tratando de calmarlos empecé a proponer medidas poco éticas, como negar los hechos. Mientras argumentaba a favor de la mentira, empecé poco a poco a notar la cara de mis amigos que no reflejaban ninguna buena señal. Efectivamente, detrás mío y frente a ellos estaba mi papá escuchando mi apología de la mentira. Lo siguiente que sentí fue un contundente coscorrón, seguido de un "estás castigado" que no parecía ser susceptible de apelación.

Mis amigos se fueron a sus casas y yo me metí a mi cuarto que fue un lugar de castigo bastante cómodo, en donde me di a la meditación y al nerviosismo. ¿Qué pasaría con la cárcel? Conforme pasaban las horas parecía que ese no iba a ser el problema. Pero, mañana en la escuela seguramente nos harían pasar al frente y exhibirían nuestro comportamiento deshonesto. ¡Qué tortura!

Tal vez sobra decir que el acontecimiento no había tenido la menor trascendencia. Nadie se enteró y, sobre todo, a nadie le importaba. Los compañeros de la patrulla salvadora estuvimos estresados hasta que nos pasaron de la formación matutina hacia los salones de clase sin ningún reproche, sin ninguna desaprobación, sin ninguna referencia ¡por vida de Dios!

Extraño mucho esa sensación infantil. Creer que el mundo gira en torno a uno. Que lo que hacemos es muy importante para todos. La edad se encarga pronto de desmentir esa noción. Luego solamente queda la sonrisa en los labios por recordar esa deliciosa ingenuidad. Una sonrisa, por cierto, como la que tengo en este momento.

lunes, mayo 10, 2010

Sobre choques culturales

Dicen que el choque cultural que implica mudarse a una sociedad diferente tiene tres etapas bien definidas. La primera es la más placentera, se trata de experimentar el entusiasmo de lo diferente. Se disfruta cada pequeño detalle que resulta distinto de la sociedad de origen. Aunque se observan las cosas que son menos positivas en el lugar de destino, no se les odia sino que se les encuentra graciosas, folclóricas. La segunda etapa, es radicalmente opuesta y suele venir después de uno o tres meses de la mudanza. Ahí todo se empieza a juzgar negativamente. Se siente mucha nostalgia por el lugar de residencia anterior; se extraña la comida, la familia, los amigos. Todo parece peor e incluso las cosas que se habían disfrutado al principio se tornan aburridas, se aprecian incorrectas y es común caer en estados depresivos. La tercera etapa es la asimilación. En ésta se fortalecen lazos de amistad con los nuevos conocidos, se encuentran más similitudes que diferencias con las etapas previas de la vida y ¡up! Ya estás aclimatado y dentro de una nueva cotidianidad, extrañas menos cosas y estás más abierto a nuevas experiencias.

Yo estoy sin duda disfrutando de la primera etapa de este choque cultural. Todo lo encuentro gracioso, lo pequeño de la ciudad me resulta encantador, la gente me parece de lo más agradable. En fin, todo pinta muy bien hasta ahora. Espero que la segunda etapa no me tome desprevenido y me vuelva un espantoso grinch que se queje de todo. Lo cierto es que en cambios previos que he tenido (y los he tenido bruscos) esa segunda etapa ha sido más bien breve y muy matizada. Ninguna mudanza me ha causado ni cercanamente entrar en depresión ni ningún drama similar, sobre todo porque a donde he ido he encontrado gente formidable que ha hecho mi vida muy bonita (juzgada por mí, sobra decir).

Y para compartir el entusiasmo de mi primer acercamiento con la cultura y sociedad costarricenses les comparto tres expresiones que encuentro formidables.

1. "Con gusto". Esta expresión se usa para contestar cuando uno dice gracias. No se usa el "de nada" o "de qué" que son bastante más sosos y parecen indicar indiferencia al servicio prestado por uno (y no hay derecho a restarle importancia a lo que hace uno). El "con gusto" es una fórmula que me parece muy cortés, muy amable. Así que voy por la vida agradeciendo a la gente para escuchar que lo que han hecho, lo han hecho con gusto.

2. "Pura vida". Tal vez sea ésta la expresión con la que más se identifica a Costa Rica, como lo son para México "ándale", "güey", "híjole" en el imaginario colectivo hispanoparlante. "Pura vida" se usa para todo, desde para responder un cómo estás hasta para terminar una conversación cuando ya no hay nada más qué decir. Costa Rica es un país muy verde, de una biodiversidad avasalladora, internacionalmente promotor del medio ambiente y de las causas pacíficas, así que el pura VIDA en ningún lugar hubiera quedado mejor que aquí.

3. "Diay". Esta muletilla todavía no la he logrado decodificar. Me parece que su origen debe de ser "De ahí... que". Una especie del "pues" que se usa abundantemente en México.

Antes de que se me pase el entusiasmo de la llegada, espero escribir más sobre las manifestaciones genuinamente democráticas de la sociedad tica. Y aclaro, no me refiero en ningún momento a instituciones políticas o gubernamentales, porque mi ocupación restringe mi libertad para hacer públicas mis opiniones sobre ese tipo de temas. Diay, que mejor me las guardo, jeje.

lunes, mayo 03, 2010

Imitando al Santo Job

Yo soy muy de acudir a la sabiduría popular cuando la mía propia no me alcanza, que es la mayoría de las veces. Haber pasado mi infancia al lado de mi nana Carmela sin duda fue un gran inicio para llenar mi cabecita de infante de dichos, refranes y proverbios. Los uso con toda frecuencia porque no hay que pensarle mucho cuando los siglos han decantado la experiencia humana en cortas cápsulas lingüísticas.

En este momento, por ejemplo, mi mente no se cansa de repetir un dicho que mi nana decía con frecuencia citando a la autora - cuya identidad desconozco pero que seguramente era alguna señora muy sabia de Huásabas. Decía esta aguda pensadora que vale más parir que esperar. Vale más parir que esperar. Es cierto.

Eso de estar esperando, creo yo, puede matar a cualquiera. Y si se trata de mí, me puede matar muy rápidamente (a diferencia de parir que, a Dios gracias, no es una posibilidad para mí). Porque los hay quienes vienen con paciencia de nacimiento, pero otros como yo tenemos que conformarnos con aguantar el estómago retorcerse con la idea de esperar. Además, la mayoría de las veces, cuando nos toca esperar es porque no nos queda otro remedio. Y a falta de otro remedio no queda más que esperar. Y ahí es donde la marrana tuerce el rabo.

Así que yo, mientras espero, le doy fin a esta desesperante entrada de mi blog.

domingo, mayo 02, 2010

De franquicias y cosas peores

Después de pasar una tranquila mañana dominical habiendo visto una película y leído una buena parte de un libro sobre derechos humanos, llegó la hora de ponerse en acción y seguir recorriendo la ciudad con el excelente pretexto de ir a comer. Me bañé, me encremé y justo cuando estaba poniéndome mi dominical atuendo, se puso todo a llover. Con todo solamente me refiero al cielo, pero es más que suficiente para desarmar mi recreativo plan. Lo único que no se desarmó fue mi apetito - que representa, sin duda, la más intransigente de mis necesidades.

Cuando se llega la hora de comer, debo hacerlo llueva o truene (literalmente). Así que había que cambiar un poco el plan de pasearse y encontrar un restaurante lo más cercano posible. Tuvo mi memoria la ocurrencia de recordarme que a sólo una cuadra tenía un flamante Pizza Hut. Yo puedo comer pizza o pastas todos los días de mi existencia, así que el plan no parecía nada malo. Además, las franquicias tienen esa parte de seguridad de que ya sabes a lo que vas, tal vez no te sorprenda ninguna de sus delicias, pero you get what you expect.

Me dieron mi mesa y confirmé visualmente la primera impresión auditiva: aquello estaba que pululaba de niños. No soy ningún Grinch, quiero aclarar, pero no es difícil llegar a la conclusión de que si hay chamacos no habrá tranquilidad para el alma sedienta de paz. En fin, me senté a explorar los paquetes alimenticios del lugar y a tratar de obtener una decisión racional dado el eterno conflicto que media entre el placer y la cuenta bancaria. En eso estaba cuando se escucha en el altavoz que en Pizza Hut les gusta consentir a los clientes especiales y que uno de ellos cumplía años hoy así que una turba de meseros con ruidosas panderetas hacían ruidos mientras se escuchaba una canción de felicitación.

Cuando acabó el espectáculo para consentir a su cliente especial, sin pasar siquiera treinta segundos, se vuelve a escuchar el altavoz con la misma historia y la misma cantidad abrumadora de ruido. En fin - pensé yo - estoy en un Pizza Hut y esa mercadotecnia barata es lo que uno sabe que puede esperar. Seguí concentrado en decidir si quería sopa o ensalada en lo que pasaba el ruido. Cuando acabó el segundo show y pasaron aproximadamente cuarenta segundos, empieza otra vez a escucharse la nefasta grabación del festejo a otro más de sus clientes especiales.

Un espontáneo y bastante alto "¡Ay, no, por Dios!" salió de mis entrañas. No que se oyera en todo el lugar, pero sí en las dos mesas contiguas a la mía que voltearon a verme un poco compartiendo mi impaciencia y otro poco no compartiendo mis modos. Ordeno mi comida en lo que termina el tercer show, mientras sigo pensando en la paradoja de que ofrezcan exactamente la misma ridícula y acartonada felicitación para hacer sentir especiales a sus clientes una y otra vez. Estando es esas profundas cavilaciones, escucho la cuarta - y consecutiva - felicitación especial para gente especial. Era ni más ni menos que para mi vecina de mesa, la misma que había sido partícipe de mi exasperación.

Yo espero que ella y sus acompañantes hayan sido premiadas con el invaluable regalo de la indiferencia porque si no, la situación resultaba bastante incómoda y yo apenas estaba recibiendo mis sagrados alimentos. Claro, hay un Dios que todo lo ve y a veces no es misericordioso. Había pedido una pizza "personal" y me recala el mesero con lo que parecía una muestra de laboratorio. Sé que en palabras como "personal" hay mucha subjetividad; que sin duda la Madre Teresa de Calcuta o Mahatma Gandhi, en su infinita sabiduría y falta de concupiscencia, habrían quedado más que satisfechos. Pero para mí aquello era del tamaño de una galleta, aceptable como entrada para una comida mayor no como plato principal.

Tuve que conformarme y dejar para el postre la encomiable misión de alimentarme, mientras analizaba con la mejor de las actitudes mi siempre presente falta de prudencia y mi firme compromiso de no volver a Pizza Hut o cualquier otra franquicia en mucho, mucho tiempo.

viernes, abril 30, 2010

Newly arrived...

Ayer cumplí una semana en Costa Rica. He visto el sol muy pocas veces porque aquí lo que está de moda en los asuntos meteorológicos es el nublado constante. Tienen una noción particular de las estaciones en Centroamérica. Sólo hay dos de ellas, el verano y el invierno, pero no es la temperatura lo que las define, sino la cantidad de lluvia. Si llueve todo el tiempo es invierno y si no llueve todo el tiempo es verano. Ahora estamos entrando al invierno, a pesar de que el hemisferio norte acaba de salir de él. En fin, que son las curiosidades que no dejan de llamar mi atención.

Por todo lo demás, estoy encantado. Las oficinas de la Embajada de México en San José son lindísimas. Es una casona vieja con una arquitectura muy linda, es común que los turistas que pasen por en frente se paren a tomarle fotos. Es además un lugar histórico porque aquí se firmó un pacto que terminó con la última guerra civil que tuvo Costa Rica. Desde entonces el país es una democracia consolidada, la más antigua de América Latina sin intermedios autoritarios. San José es una ciudad linda, bastante pequeña cuando uno viene de ciudad de México, pero con sus particulares encantos. Para mí que soy hombre de desierto y me maravillo de cualquier vegetación que tenga el color verde - jeje - esto es un Edén. Hay árboles preciosos y los jardines son muy bonitos. El tráfico es bastante lento y molesto porque prácticamente no hay calles o avenidas grandes. Aunado a esto, la mayoría de los carros usa motor de diesel así que es el tráfico es muy ruidoso.

La gente no camina mucho en las calles a partir de que oscurece - a las 5:30 de la tarde - haciendo que mis caminatas nocturnas vayan acompañadas de cierto nerviosismo de encontrarme con la versión centroamericana de Jack el Destripador. Hasta ahorita, afortunadamente, no ha ocurrido, yo sigo tan entripado como cuando llegué.

Ahora bien, lo que ha ocupado mi mente todos estos días es mi desesperado intento por construirme una vida en el más breve tiempo. He estado viendo lo que me han parecido miles de departamentos que en realidad han sido unos cuantos. Voy de agencia en agencia buscando carros, desde los más impagables hasta los más improbables. Pasé todo un día en las oficinas que controlan las líneas de celular para adquirir un modelo de la más alta tecnología que me permitirá conectarme con el mundo y desconectarme de mi cerebro. Todo eso más los 101 trámites que debe hacer uno cuando se muda de país, que seguramente terminarán un día antes de que me informen que debo trasladarme a otro lugar, así que mejor me la tomo tranquilo.

Lo más extraño que me ha pasado en esta última semana y que ha tomado por sorpresa a mi cuerpo, es que estoy durmiendo ocho horas por día y, a veces, hasta nueve. Ah, claro, eso y que tanta humedad hace que mi peinado sea el mejor ejemplo del caos que se ha conocido en el planeta Tierra.

miércoles, abril 14, 2010

¿Ya estás listo?

La pregunta que titula esta entrada es tal vez la que más escucho en los últimos días. Incluso más que la de si en verdad estoy bronceado. Quiero pensar que esta pregunta (si estoy listo, no si estoy bronceado) se refiere a que en una semana a partir de hoy me mudo a Costa Rica. Cuando la respondo no me pongo tan complicado como pienso ponerme ahora, pero la respuesta es que no sé.

No sé si estoy listo porque tampoco sé muy bien para qué debo estar listo. Una cosa es estar listo para irse y otra para llegar a un lugar nuevo, sin amigos, sin familia, sin un perrito que te ladre (lo cual agradezco porque no me gusta mucho que me ladren los perritos). Porque un tema es tener tus cosas listas y otro, muy diferente, es estar tú (o sea, yo) listo. Y, además, en español, a diferencia de en francés o en inglés, una cosa es estar listo y otra, más diferente, es ser listo.

Yo más que listo estoy alistándome. Abrumado por nimiedades y trámites que aunque pequeños a fuerza de ser tantos me llenan la cabeza. Que no me han dejado pensar a profundidad que a mí lo que me define es la nostalgia y que estoy a punto de nostalgiar con muchas ganas. Que se me van los días declarando impuestos y patrimonio (por así llamarlo), visitando bancos y calentando bancas en salas de espera. Y que no me alcanzan los días para ver a todos los amigos que dejo (en un sentido únicamente geográfico) ni para ordenar mis libros o tirar toda la basura que guardo y que haría que mi mudanza fuera el doble de grande y la mitad de eficiente.

Lo que más estoy disfrutando de este período que llamaré la época-del-ya-estás-listo es la avalancha de emociones que tienen que convivir simultáneamente en el pequeño espacio de mi corazón (porque todos sabemos que ahí es donde uno las guarda y que es un espacio pequeño). Hasta ahora lo han hecho muy bien, la neurosis ya se hizo amiga de la ilusión, a pesar de que antes no se llevaban, la impaciencia no se separa de la alegría, ni el nerviosismo del entusiasmo. Y en medio de todas esas emociones yo, el sujeto, sujetándome a ellas y tratando de que no me vuelvan más loco, porque la locura ya la elogió muy bien Erasmo, pero todavía hay quienes no se convencen de sus infinitas bondades, lo que te obliga a guardar cierta apariencia de cordura.

Y ahora me voy porque tengo que sacarle copias a mi credencial del Club de Mickey que me pidieron para un trámite. Y me la pidieron por triplicado.

viernes, marzo 05, 2010

Sorteo. Aplausos.

Ayer fue un día especial. Me quedé corto: ayer fue un día excepcional. Por canales no oficiales nos habíamos enterado un día antes, con un buen grado de certeza, de que el jueves se haría el sorteo por medio del cual se designaría la primera adscripción de los ochenta nuevos integrantes de la rama diplomático consular del Servicio Exterior Mexicano. El nerviosismo había aumentado a los más altos niveles posibles y miren que eso ya es decir mucho. No se trataba solamente del lugar en el que viviríamos al menos los próximos dos años, sino de cómo empezaría nuestra carrera, atendiendo qué temas, en qué región del planeta, cómo sería la calidad de vida de la ciudad o rincón del mundo en el que serían requeridos nuestros servicios.

La cita era a las 16:45 horas en uno de los salones de la Secretaría. Todo el día fueron y vinieron correos electrónicos de los compañeros deseándonos suerte, haciendo bromas, reflexiones, catarsis, un mucho de todo. El día transcurrió lentamente. Me quedé corto: el día fue uno de los más largos que ha conocido el planeta Tierra. Por más que lo deseaba mi estómago, amenazado por los jugos gástricos y la colitis nerviosa, el reloj no aceleraba su marcha. Fuimos a comer algunos de los indiciados de este proceso de ingreso al Servicio Exterior que no es menos severo que un proceso penal. Tratamos de vertir algo de alcohol al torrente sanguíneo para embrutecer al cerebro, que estaba trabajado más rápidamente de lo que recomiendan cualquier médico cabal, creando y recreando escenarios posibles. Que si París con bufanda y una baguette debajo del brazo. Tecunumán en la frontera sur con Guatemala y el fantasma de Maras Salvatruchas detrás de tu salario. Nueva York y una amena plática con colegas diplomáticos en Naciones Unidas. O la frontera norte con Estados Unidos, en un pueblo bicicletero texano olvidado de la mano de Dios y carente de cualquier resquicio de sofisticación, con un nombre tan opresor como Presidio.

Siguieron pasando las horas y comprobamos después de este larguísimo, tenebroso y satisfactorio proceso de ingreso que la sabiduría popular no se equivoca y que, efectivamente, no hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla. El salón Morelos estaba repleto de becarios a punto de dejar de serlo y convertirse muy pronto en agregados diplomáticos con un destino más o menos cierto (o no). Y empezó el show. No hablo figurativamente cuando digo el show. Eso era. Un reality. Yo estoy convencido de que lo venderán a la BBC en algún país exótico y lejano, como Rumania o Kazajistán, con el nombre Mexico's Next Top Diplomat. Empezaron primero los discursos, el sudor empezaba a fluir de nuestras caras, axilas y muy probablemente de partes que no osaré mencionar. Se alargaron los discursos, aunque ya éramos incapaces de escuchar a nadie así hubiera sido Mahatma Gandhi vuelto en vida. Luego vino la larga explicación del procedimiento. No habría un solo sorteo, habría dos. Uno sería para los de perfil internacionalista y otros, la mini-tómbola, para los licenciados en Derecho. Yo era de este último grupo, aunque traté de hacerme pasar como analista de políticas durante el proceso de ingreso. Nadie me la compró. Para efectos del sorteo yo era un vil y simple abogado.

Tres compañeros por razones familiares no fueron sorteados, sino designados para no separarlos tanto de sus parejas. Empezaron a leerse los destinos en el exterior que estarían rifándose entre los primeros aspirantes cuyos nombres salieran de otra tómbola (aquello estaba lleno de tómbolas). Los que no alcanzaran lugares en el exterior se quedarían en México capital en las oficinas centrales. En los destinos mencionados estuvieron ausentes los destinos de la llamada "Ruta Revlon", no había Parises ni sus baguettes, ni había Nueva York ni sus ONUs, no estaban tampoco las grandes capitales latinoamericanas, excepto un par de ellas (no tan grandes). Pero, bueno, estaban excelentes destinos en Asia y África, y una importante lista de consulados en América del Norte y un par en Guatemala. Después se sortearon los lugares disponibles en las oficinas centrales. Algunas fueron buenas sorpresas, otras cubetazos de agua fría. Para aumentar sadismo al proceso y elevar el rating del show (dondequiera que se estuviera viendo) cada quien sacaba su papelito, lo entregaba al Oficial Mayor y éste no lo leía directamente sino que hacía una especie de trivia sobre el lugar para que el nervioso concursante con la voz entrecortada (de alegría, decepción o espasmo) lo adivinara. Su instrumento nacional es el arpa. - No sé. Es el único país de Sudamérica que es oficialmente bilingüe. - Paraguay. Aplausos.

Pasaron los sesenta que estaban en esas tómbolas. Seguíamos los abogados. - Pónganse de pie los abogados. Ok. Permanezcan parados los que sean francófonos. Quedamos unos diez. Ahora siéntense por favor los que están casados. - Yo estoy comprometida. ¿Está casada? - No. Quedamos siete. Las dos que son mujeres pueden sentarse. Quedamos cinco. Ahora se va a rifar la posición de encargado de la sección consular en Haití. Es voluntario que participen en la rifa, los cinco varones e, inclusive, las dos señoritas. Si desean participar pasen al frente. Cuatro decidimos hacerlo. Aplausos y ovación de pie. Sentía la cara caliente, el corazón me latía muy fuerte. Veía a los otros tres y nos deseábamos suerte, sólo que no sabíamos en qué consistía la buena suerte. ¿Era mejor algo menos extremo o trabajar en un país destruido, prácticamente sin instituciones, violento, en la miseria, pero con enormes proyectos de desarrollo de parte de México? La suerte escogió a un buen compañero. Aplausos.

Ahora venía la mini-tómbola de los 16 abogados que faltábamos. Cinco destinos en el exterior, once en México. Un nombre, luego otro, luego otro. El mío parecía prolongarse eternamente. Rafael Barceló Durazo (afortunadamente decidieron no utilizar el Marcelo Valenzuela que me acababan de dar). Papelito. Costa Rica. Aplausos.

Emoción, alegría, contento, nerviosismo, sentir físicamente un reto, temor, entusiasmo, latidos del corazón, calor en la cara, alegría, miedo, ilusión, incertidumbre, sonrisa, emoción.

lunes, marzo 01, 2010

De alter egos

Me acaban de dar la flamante cuenta de correo institucional de mi trabajo. Ya saben, ésas que tienen la inicial de tu nombre y tu primer apellido completo. Bueno, eso pensaba hasta hoy que llegó la funcionaria encargada de darme mi cuenta. Preguntó dónde estaba Rafael Marcelo. - Barceló, respondí, soy yo.

En fin, en esta ciudad de México de entonación cantadita no hay manera de que me presente sin que mi interlocutor obvie el hecho de que Barceló es una palabra aguda acentuada en la última vocal, y la pronuncie como si fuera una palabra grave, Barcelo. No entiendo porqué pero no ha habido manera de solucionar este limbo lingüístico entre lo que yo pronuncio y lo que la gente del centro de la República escucha. Entre Barcelo y Marcelo media lo que parece una sutilísima diferencia, por lo que ya me estoy acostumbrando a que me conviertan en Rafael Marcelo cada vez que se les presenta la oportunidad.

El caso es que llegó la funcionaria para darme mi nombre de usuario para mi computadora y me dice, su cuenta es rmarcelo. RMARCELO, ¡por el amor de Dios! Ni para efectos oficiales respetan la identidad que quisieron darme mis padres. Le comenté ipso factamente que yo me apellidaba Barceló, no Marcelo, y que si era tan amable de darme un correo electrónico que no distorsionara mi identidad, que se lo iba yo a agradecer eternamente. La funcionaria frunció el ceño y acentuó la cara de desdén que siempre ponen los burócratas cuando atienden a sus usuarios. Me dijo: - no, no se lo puedo cambiar, así quedó registrado. Considerando que pienso pasar los siguientes treinta y pico de años de vida laboral que tengo contemplados en esta honorable institución, no me parece asunto menor que para efectos prácticos me llame yo Rafael Marcelo, el cual, dicho sea de paso, es nombre como de peluquero de esquina de colonia populosa. Evidentemente insistí sobre el particular, de modo que la funcionaria me dijo que era necesario escribir una carta A-quien-corresponda señalando el motivo de mi inconformidad.

Yo soy de tomarme las cosas bastante a la ligera, excepto cuando se trata de acciones que vayan en detrimento de mi egocentrismo. Se podrán imaginar que un cambio de nombre de manera tan involuntaria es una afrenta a mi yo como las hay pocas. Decidí llamarle a uno de mis amigos y colega del trabajo para podernos reír de la situación. En eso estábamos, mientras la citada funcionaria instalaba en mi computadora no sé qué cosa, cuando nos interrumpe para preguntarme: "pero su segundo apellido sí es Valenzuela ¿verdad?".

¡Jolines! No pudimos más que continuar la carcajada porque de Barceló a Marcelo más o menos se entiende, pero qué va de Durazo a Valenzuela. Cuando le dije ya con rostro justificadamente contrariado que no, que tampoco era ése mi segundo apellido, la funcionaria tuvo a bien decir: "entonces sí, yo le recomiendo que mande la carta".

Así que en lo que la redacto, aprovecho la oportunidad para reiterarles las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración.

Atentamente,

Rafael Marcelo Valenzuela (mi nuevo yo)

miércoles, febrero 17, 2010

Reportando

Estoy en Cancún hecho pelotas con la organización de la Cumbre de la Unidad de América Latina y el Caribe. Una monada el nombre pero yo ya veo bizco (persona estrábica, dice el diccionario) porque no veo que esta cosa esté lista. Hace frío, lo cual hace que mi mente esté cortocircuitada porque en ella en el Caribe hace calor y mucho sol y no se trata de andar jugando con la meteorología de mi mente.

Ya les platicaré cuando esté de regreso cómo estuvo todo, excepto la parte sustantiva porque no me quiero meter en problemas con juicios seguramente anticipados de las cosas que escapan a mi humilde entendimiento. Por lo pronto, estos dos párrafos me han relajado un poco y ya puedo continuar haciendo más cosas con mi muy particular sentido de urgencia, no sin antes mandar un saludo a la ambigua blogósfera.

martes, febrero 09, 2010

¿Qué hay de nuevo, compadre?

Dicen que ha llovido mucho allá en el pueblo. Que han estado muy bonitas las equipatas. ¿Sabe qué son las equipatas? ¿No? Pero si son preciosas las equipatas. Caen así finitas, nada más en invierno, finitas pero tupidas. Todo el día llueve cuando son equipatas. Llueve poquito, muy finitas las gotas que caen. Son las mejores lluvias porque remojan la tierra hasta adentro sin hacer mucho destrozo. Tardan más los arroyos en crecer, pero qué importa si de igual modo con esas aguas se renuevan los aguajes. Pero sobre todo son mejores porque las lluvias de verano - ésas se llaman "las aguas" - son muy escandalosas. Primero se vienen unas tormentas muy terrosas por las tardes cuando ya va a caer la tarde y si bien nos va en una media hora se vienen los chubascos. Pero ya para entonces seguro cayó un rayo en algún árbol medio seco. En verano cuando caen las aguas siempre está todo medio seco y no necesita más que unos relámpagos para que se prenda todo en fuego y se arda más el campo y los pocos pastos que quedaban. Además, con esas aguas tan tempestuosas siempre se va la luz eléctrica, porque las plantas de distribución están muy lejos del pueblo y con esos ventarrones pues no hay cables que resistan y siempre se va la luz. Y luego en verano, ya con las comodidades de la vida moderna, pues no se puede estar sin el cooler ni los abanicos. Se arde uno con esos calores de julio si no están prendidos los aparatos. Ya ni me acuerdo, compadre, cómo le hacíamos antes de que hubiera esos aparatos. Es un sofoco adentro de las casas que no se aguanta uno. Claro, muy en antes cuando estaba tan caliente pues todas las familias sacaban sus catres a los patios y ahí siempre estaba muy fresco. Pero ahora no, ahora conviene más dormirse adentro, habiendo esos aparatos tan re buenos que enfrían todo en un ratito. Hasta tapado duerme uno en verano. Ah pero eso sí, que no se vaya la luz con esos ventarrones, porque entonces sí es un sofoco adentro de las casas. Y los chamacos ahora son muy pretenciosos y no quieren dormir afuera. Les gusta dormir en camas, enfrente del chiflón del cooler, con las sábanas oliendo a Downey.

¿No sabe qué es el Downey, compadre? Usted sí que no está nada californeado. Es eso que le ponen a la ropa para que huela muy bonito. Yo creo que a usted le tocaron los tiempos en los que las señoras lavaban la ropa en el Agua Caliente. No, tampoco va a saber usted lo que es el Agua Caliente, si ni sabía lo que eran las equipatas. Era un aguaje, un manantial pues, en donde brotaba el agua de suelo en unas tinajas preciosas y como se podrá usted figurar por el nombre, pues salía el agua muy caliente. En antes, iban las señoras a lavar la ropa ahí, porque como salía tan caliente el agua, pues se morían todos los microbios y quedaba la ropa más limpia que si la lavaran con agua del río. Y luego el agua del río a veces venía puerca, cuando llovía se enturbiaba toda. En cambio, en el Agua Caliente siempre venía clarita, prístina, inmaculada, aprovechando que es domingo y que puedo echarme palabras domingueras.

Pero todo eso que le digo es en verano. Ahora en invierno, le estaba yo diciendo, son una chulada las equipatas. ¿Sabe también qué me dijeron? Que en estos días estuvo tan frío y había llovido tanto que había una neblina que no daría usted crédito. Ya no digamos que no se alcanzaba a ver el cerro, que está ahí nomás afuera del pueblo. No, no se podían ni ver las calles. A unos veinte metros, calcule usted, ya no se podía ver. Yo no estuve ahí, me contaron, pero a mí me hubiera dado hasta miedo caminar. No me fuera a pasar como a aquella señora que iba caminando con su hija muy en antes, cuando no había alambrado público. ¿Dije alambrado público, no, compadre? ¡Ah qué calamidad! Quise decir alumbrado público, pero es que cuando me emociono me da por hablar muy apurado y ando cometiendo toda clase de atropellos. Pues le decía que aquella pobre señora iba caminando a oscuras y se podrá usted imaginar que cuando no había luna era una batalla ver lo que tenía uno adelante. Y eran los tiempos en que las vacas se podían meter al pueblo. Porque ahora ya no pueden, figúrese, desde que pavimentaron todas las calles, las vacas sólo en las milpas y no entran al pueblo si no es arriba de un carro, las muy vaquetonas. Y estaba tan oscuro, que la pobre señora no pudo ver que tenía en frente una vaca echada y ya para cuando se dio cuenta ya iba en el aire y no pudo más que gritarle a su hija "la tora, la tora, la tora, Mamuela, la tora, la tora, la vaca, Mamuela". Se confundió la pobre mujer con el susto que se dio. Pues igual me pasó a mí ¿Que por qué le dijo Mamuela a su hija? Ah, pues porqué va a ser, porque no pudo decir Manuela. No pudo decir ni vaca, menos iba a poder decir Manuela.

Bueno, compadre, pues está muy buena la plática, pero no son horas éstas de estar tan tranquilos; también hay que trabajar, ¿no cree? Yo lo veo muy tranquilo pero ya va siendo hora. No porque hayan caído tan buenas equipatas se quede tan tranquilo, si usted ni tiene ganado y lo mismo le viene valiendo que llueva bien en el pueblo.

jueves, enero 28, 2010

Recuerdos de invierno

Apenas va clareando la mañana. Empieza a oler a hierba mojada, huele a mucho frío. Sobre los bordos de la tierra volteada de las milpas se divisa la blanca escarcha que a los primeros rayos de sol se convertirá en finas gotas de agua un momento después de destellar su último brillo. Mi nariz empieza a escurrir un líquido muy parecido a lágrimas provocado por el viento helado. Me refugio en mi bufanda y el vapor de mi respiración sube a mis lentes y los empaña. Hay que acelerar el paso para no llegar a la puerta de la escuela después de las siete. Escucho en la distancia los ruidos indistintos de los compañeros jugando voleibol en las canchas. Pienso en apurarme un poco para poder jugar un rato antes de que suene el timbre, pero me desalienta acordarme lo mucho que duelen los antebrazos cuando golpeas la pelota a esas gélidas temperaturas y lo mucho que estorba el suéter para controlar bien el golpe. Mejor vuelvo a mi ritmo normal y pateo una piedra, sólo para darme cuenta que traía sucios los zapatos. Me acomodo la mochila para agacharme a tratar de limpiar el zoquete - el lodo - y no lo logro muy bien, pero aprovecho para amarrarme mejor las agujetas. Me alcanza la Flor en el camino y empezamos a caminar juntos. Ya están la Helda y la Santa platicando en una banqueta, enfrente del salón de clases. Ellas ya calentaron su pedacito. Yo prefiero quedarme parado, con los brazos cruzados muy apretados sobre el pecho tratando de darme calor.

- ¿Qué hicieron ayer, chamacas?
- Nada, dice la Santa, vi Beverly Hills 90210. Es que está bien guapo el Brandon.
- Yo soñé algo súper chistoso, agrega Helda, que siempre tenía sueños geniales que yo creo que inventaba porque eran demasiado buenos.
- ¿Salíamos nosotros? Pregunta Flor.
- Sí, hagan de cuenta que íbamos los cuatro caminando por el callejón del Molino y, de repente, nos alcanza corriendo el maestro Martín con unos pants de colores, súper feos...

En eso suena el timbre y hay que irnos corriendo a la formación porque toca lunes cívico y hay que saludar a la bandera, cantar el himno y escuchar algún discurso moralizante del maestro Juan.

- Luego nos cuentas qué pasó.
- Ok, ahorita en la clase de Química.

jueves, enero 14, 2010

De la fría ociosidad constructiva

Sentir de vez en cuando las temperaturas invernales en esta ciudad de clima casi perfecto tiene algunas ventajas. No quiero mencionar las más superficiales como lo lucidores que son los abrigos y las bufandas o lo delicioso que sabe una taza de chocolate Abuelita, pero sí lo benéfico que resulta que a uno le apetezca más quedarse en casa que andar rolando la inquieta existencia por las frías calles de la ciudad. No es que esto sea bueno per se, al menos no para mí que nunca he sido fanático de lo doméstico, pero sí es una belleza que esta fría ociosidad me permite hacer algunas cosas que yo suelo ir posponiendo a una posteridad que termina por nunca llegar. Escribir en el blog, leer por placer u ordenar la ropa, los discos, las pertenencias - en el sentido más amplio posible -.

La actividad más particular que esta fría ociosidad me ha provocado es pensar qué bien me cae la gente arrogante. No, no nada más así. La gente mediocre que es soberbia y que se esconde en su arrogancia para ocultar todas sus falencias me da más bien mucha pereza, lo patético de sus performances de actitud mal ejecutados me hace querer voltear a otro lado. A mí la gente que me gusta es la que sabe ser arrogante, que lo es porque sabe que puede serlo, que decide poder serlo y lo logra.

Me puse a pensar en esto cuando capté cuán paradójico es seguir creyendo que la humildad es una virtud fundamental y procurarla, incluso, como uno de mis propósitos para este año, pero a la vez admirar tanto a personajes (no es trivial que personajes en vez de personas) que considero muy arrogantes. Y, claro, como hoy hacía frío me puse a buscar la causa de mi admiración. Una parte la encontré en sus trayectorias, sus amplios conocimientos, su culta personalidad. Sin embargo, noté que mi simpatía hacia ellos no la causaba nada de esto, sino que se trataba de la manera en la que se pavonean por la vida luciendo sus conocimientos, su estilo, su sofisticación. Este pavoneo obviamente no va exento de una sutil humillación a los que no son como ellos, a los que su subconsciente sabe que no les llegan ni a los talones, a aquéllos cuya simpleza ofende implícitamente su complejidad moral, estética y, en no pocas veces, psiquiátrica.

No sé si este tipo de arrogancia permita la felicidad más plena, que creo está reservada únicamente para los cándidos. Pero estos simpáticos arrogantes no la necesitan. Se tienen a sí mismos, tienen el gozo constante de contemplarse vanidosamente, nos tienen a sus fans para alimentar su ego y tienen su soberbia para refugiarse en ella a lamerse las heridas que se causan en el riesgoso mundo donde viven las divas.

Estas y otras cosas pensé en la fría ociosidad de esta noche invernal.

sábado, enero 09, 2010

Lírica vaquera

Este fin de año y principios de 2010 estuve en Huásabas, la sucursal del paraíso. La pasé muy bien como siempre que voy, encantado con esa serenidad depurada de la Sierra Madre Occidental y muy en especial con las pláticas recurrentes sobre los personajes preferidos de las familias, entre ellos, los llamados "inocentes" del pueblo (eufemismo para no decir locos), los muy viejos, los ocurrentes. Entre los códigos compartidos de mi familia están precisamente las anécdotas o historias sobre estas personas, conocidas o fallecidas antes de que cobráramos razón, que por su especial personalidad o manera de responder ante la vida nos resultan muy graciosas.

No voy a compartir estas anécdotas porque, como lo dije, son un código compartido familiar y me queda muy claro que no deben de ser nada graciosas cuando se les escucha (o lee) en abstracto, sin el correspondiente contexto histórico de años sobre la persona cuyas frases o situaciones hacen soltar la carcajada a los Barceló Durazo. Sin embargo, no me puedo aguantar las ganas de transcribir una carta que en 1952 (circa) le envió un vaquero de nombre Pancracio Durazo a su patrón, Don Venancio, dándole el reporte de lo que pasaba en el rancho del que estaba encargado.

Ya había oído en varias ocasiones extractos de esta célebre misiva, pero hace unos meses mi cuñado tuvo el cuidado de pedirle a su autor - que aún vive - que se la dictara. Así es que ahora esta famosa carta está guardada en las notas de mi celular para releerla de vez en vez y se las transcribo aquí como muestra de lo que puede llegar a ser lo que yo llamo la lírica vaquera, género sin duda no estudiado con el detenimiento que se merece.


Rancho Capadéhuachi, municipalidad de Huásabas.

La presente, patrón, es con el fin de saludarte y ponerte en conocimiento de la situación por la cual atravesamos. Los pastos muy resecos, las aguas muy recortadas. En la árida barranca ya no canta el ruiseñor, ni tunas pizca tu pastor. Sólo se ven en el atardecer parvadas de negras auras que cruzan el espacio, incitadas por las brisas pestilentes de tanto cadáver de res que ha muerto.

Así es que para mediados de mayo vengas por mí porque si no a tus ganados y a mí nos llevará la chingada.

Pancracio Durazo.

: )

viernes, diciembre 18, 2009

Tanta comunicación nos descomunica

El título de esta entrada es demasiado rotundo. Pero últimamente así ando, muy rotundo. Voy por la vida diciendo las cosas con una seguridad y arrogancia monumentales, seguramente desesperantes para mis interlocutores. Internamente yo sé que lo que estoy diciendo puede ser una gran mentira, un error de razonamiento, una postura moral discutible o una posición ante la vida que ni siquiera tengo bien meditada. Pero lo digo como si la humildad se hubiera extinguido de la faz de la tierra, con un propósito muy claro: discutir. Es que discutir es uno de mis deportes favoritos junto con el de platicar (que es casi lo mismo pero no es igual) y el deporte de nunca hacer deportes. Y aunque en México (sobre todo en el centro) la confrontación verbal se ve como una falta grave a la politesse, yo creo que es una práctica muy sana, especialmente cuando no dejamos que se involucren nuestros sentimientos (que normalmente echan todo a perder). Ok, termino mi inútil digresión sobre mi afición por las discusiones y vuelvo al punto.

Estamos demasiado comunicados en estos días, claro, si no eres parte del 80% de la población que está terriblemente incomunicada y alejada de los avances tecnológicos (que no es seguramente el caso de nadie que lea blogs). Así nomás para empezar, tenemos la comunicación tradicional, la oral, que usamos en el día a día con las personas que tuvieron la fortuna (buena o mala) de ser nuestros compañeros de espacio y tiempo. Aquí ya empecé con mis excesos, porque hablo muchas más palabras por día que las que debería tener permitidas cualquier ciudadano. Pero, bueno, es comunicación tradicional y está muy limitada en los medios de transmisión, o sea, por más que hablo tan fuerte como si me hubiera tragado unas bocinas de centro nocturno, nada más me pueden oír a unos cien metros a la redonda, cuando más.

Pero luego vino el teléfono y ya pudimos extender ese espacio y empezaron las conversaciones de hooooras de adolescentes que nos hacían las tareas escolares un desperdicio muy aburrido. Después llegó el aparatejo esclavizador (con efectos irreversibles) que tanto amo y que se llama celular. Ahora sí, como dice Mafalda, sonamos... podemos ir por el mundo hable y hable. Como si eso fuera poco se les ocurrió inventar los mensajitos de texto. Si antes teníamos que estar desocupados para hacer una llamada, con los mensajitos puedes simultáneamente estar en una reunión, pedirte un café, asistir a una clase o conferencia y estar "comunicándote" con mensajes de unos cuantos caracteres.

Y no he hablado de Internet, eso sí vino a descomponer todo: el correo electrónico, el chat, las páginas para conocer a la pareja de tus sueños, la prensa electrónica, los blogs, facebook, youtube, twitter... aaaaaaaahhhhh!!! Todo el día conectados "comunicando" algo. Digo, ¿a quién queremos engañar? Tenemos la cabeza bastante privada de ideas como para estar hablando y escribiendo tanto. En toda esa churrigueresca cantidad de información que compartimos y que recibimos de los demás y a los demás, llega el momento en que terminamos diciendo cualquier cantidad de sandeces. En tantos mensajes, cambios de estado, fotografías de nuestra vida, no cabe ya la profundidad, así que terminamos comunicando pura irrelevancia. Irrelavancias sin las cuales, además, ya no podemos vivir. Cuando salimos y dejamos olvidado el celular o se descompone la red y no podemos acceder a Internet nos sentimos desconectados. Es de la vida real que yo experimento un sentimiento de pérdida como si el mundo se fuera a acabar y yo no iba a poder estar enterado.

Todo se hace más grave cuando tu celular tiene Internet y te permite estar "comunicado" con todo el mundo en tiempo real. O si no es tu celular, puede ser tu iPod touch que también te ofrece esos servicios si estás en un lugar con red inalámbrica.

En fin, que tanto instrumento comunicador me ha hecho llegar a la conclusión de que me estoy descomunicando con mucha gente, porque aunque pudiera transmitir mucha información, rara vez estoy llegando a algún nivel de profundidad digno. Supongo que son las consecuencias de ser de la generación de la transición a la nueva realidad superinformatizada, en la que estamos completamente adentro pero siempre con algunas dudas... y, entonces, pongo cara de :S

Anyways... hoy es viernes y ya casi son vacaciones. Me repondré de mi shock generacional en este mismo momento y dejaré las negras intenciones de convertirme en ermitaño-para-encontrar-la-profundidad-de-la-vida-de-la-que-me-estoy-perdiendo y seguiré estando comunicado como lo he estado, por lo menos hasta que entre en alguna crisis que me haga deshacerme de mis gadgets. Lo cual, por cierto, no creo que pase nunca, porque tengo a mi blog para hacer catarsis (para comunicar y descomunicar) y volver reloaded cada vez que haga falta.

martes, diciembre 15, 2009

Hoy vi mi vida pasar frente a mis ojos

Es bastante feo caer en cuenta súbitamente de conceptos tan poco amigables con el usuario como el de la fragilidad de la vida. Cargar con la conciencia de lo efímera que puede ser nuestra existencia es un peso demasiado duro para llevarlo siempre sobre los hombros. Y esas ideas funestas vienen en una mañana cualquiera por un descuido momentáneo en el que sólo volteas a ver a un lado de la calle y sigues caminando sin pensar que del otro lado - del tuyo - podría venir un autobús de toneladas a alta velocidad y pasar a tu lado, mientras oyes el sonido de su freno y sientes moverse los cabellos.

Nunca he sido de ponerme grave y severo por la inminencia de la muerte. Me cala tanto el sentimiento de pérdida que experimento cuando pienso en la mía o en la de las personas que quiero, que voy por la vida sin recordar el tema. Ahora mismo no estoy cómodo escribiendo al respecto, aunque por alguna razón decidí que tenía que hacerlo. No sé lo que pensar, porque en las cosas que no tienen remedio, el optimismo y el pesimismo sirven para lo mismo, o sea, para nada. Y como ambos no sirven para nada, yo suelo apostar por el primero y navegar con la bandera de la ingenuidad, que normalmente me lleva a mis zonas de confort.

No estoy en posición de pedirle nada a la Parca, ni me siento con ningún derecho, pero siempre he querido que si un día se le ocurre la mala idea de venirme a buscar para ampliar su fúnebre cosecha, me dé algunos días para algunos asuntos que me gustaría dejar bien arreglados. No vaya a ser la mala suerte que, de lo contrario, me vea yo en la necesidad de andar molestando a la gente cada noche, porque lo de los aparecidos no creo que se me dé muy bien. A mí se me da mejor lo de la alta visibilidad y no creo estar nada cómodo con esa tonalidad como desvanecida de los que ya se fueron pero no terminan de irse. Digo, ya tengo suficiente con este color blancuzco tan poco carismático que tengo en vida, para todavía tener que transitar a bronceados menos favorecedores.

Claro, lo de atravesar paredes se me haría divertido al principio, pero con todo, creo que en unos cuantos días estaría aburrido y tendría una cara de pocos amigos que asustaría a los niños. Entonces, le reitero mi petición a la Parca de que no se le vaya a ocurrir tomarme así tan de sorpresa, si yo cuando hago viajes largos soy fanático de la planeación y las fiestas de despedida.

martes, diciembre 08, 2009

Visiones nocturnas

La pareja que se besa en la estación de metro más apasionadamente de lo que recomiendan la moral y las buenas costumbres (al menos lo que por tal entendían la tía Plácida y Marianita Moreno). El mendigo que se postra en el umbral barroco de la que en otros siglos fuera la mansión de un aristócrata y que hoy permanece estática e indiferente a la movilidad social descendente del barrio donde yace abandonada. El faquir en el crucero de dos avenidas importantes que hace piruetas y cae de lomo sobre cristales hartos de sus irrelevantes gotas de sangre. La quinceañera que corre afanosamente con su vestido pastel de tul, disfrazada de princesa soberana de los precarios ahorros de la familia, que se acabarán en la noche de ensueño que es su fiesta. El transexual con minifalda que espera paciente en la esquina de Viaducto a que llegue su anónimo cliente-victimario. El rubio turista del norte de Europa que no ve la hora de estar al lado de una bella mujer morena haciendo humear los cigarros de mariguana que constituyen su experiencia latinoamericana. El adolescente con peinado explosivo armado con kilos de gel y vestido con un iPod y una camiseta negra de un grupo punk que desconozco.

Todos juntos son la ciudad, mis faros, los que me convencen de que sigo aquí, pero sin llegar del todo, en la ciudad de los palacios. Llaman mi atención y condimentan el universo uniforme de la pequeña gran ciudad, para hacerla soportable, para hacerla digna del sacrificio que implica, para gozarla secretamente en el regocijo de mis prejuicios.

domingo, noviembre 29, 2009

En los ángulos agudos y obtusos de una vida como cualquiera

A Mariana le gustaba mucho buscar en los rincones. En ellos encontraba cosas que jamás pudo explicarse cómo llegaban ahí, a las esquinas de aquella casa vieja que olía un poco a humedad. Como le daban cierta tranquilidad, ocasionalmente terminaba sentada ahí por largos ratos, tratando de poner su mente en blanco, perdiendo su mirada en el más cercano de los infinitos para no ver nada al tratar de ver todo. Terminó por darse cuenta de que no era el acto de buscar objetos lo que la atraía a esos lugares, sino un fuerte deseo de estar en ellos.

El suelo de las esquinas era el que le parecía el más fresco de todos, porque ahí daba vuelta el viento. Llegaban las frágiles corrientes de aire que se podían formar en la casona de adobe con grandes arcos rodeando el jardín central y se llevaban lo que ella creía que eran pedazos de malos espíritus y que yo simplemente creo que eran los cabellos y células muertas que perdían ella y su familia. Pero no era el viento ni la temperatura lo que la hacía quererlos, era la sensación de estar lejos de lo demás y de los demás. Eran su trinchera ante un mundo al que no se sentía atraída.

En los rincones insalubres y putrefactos de la despensa que se usaba como bodega se sentía más tranquila que en la amplia biblioteca donde su padre casi ciego le pedía que le leyera por horas las historias de detectives y de crímenes policiacos. Se creía más protegida en la abnegación de un rincón que sentada al piano de la sala en el que su madre la obligaba a practicar al menos dos horas por día.

Hasta que un buen día, cuando todo estaba listo para que se casara con el muchacho que la llamaba en sus cartas "el amor de su vida", se fue a su rincón preferido, el que estaba junto al ropero de la última recámara, la de la esquina, y ahí se puso a llorar. Tenía en sus manos una muñeca de trapo que desde niña la había acompañado en la esquina de su habitación. Peinaba a la muñeca como si la vida le fuera en ello, la peinaba y lloraba amargamente mientras los hombres con batas blancas trataban de levantarla sin lastimarla.

Se encerró Mariana en el más oculto de sus rincones, uno que estaba en su propia mente y al que nadie pudo jamás llegar a levantarla. Locura le llamarán tal vez algunos, pero ella le llamaba rincones, esquinas, guaridas. Los suyos sean tal vez más estrechos que los nuestros, pero tanto ella como nosotros vivimos moviéndonos de un lado a otro entre esos ángulos agudos y obtusos que son nuestros refugios.

domingo, noviembre 22, 2009

De graduaciones anticipadas...

Hace muchos años estudiar en el Instituto Matías Romero de formación diplomática era una ilusión. Tal cual, un sueño con un halo de verosimilitud pero sueño al fin. Pensar que algún día podría estar ahí desencadenaba mi obsesión por construir proyectos y castillos en el aire, costumbre que tengo muy arraigada en mis ratos de ocio. Este viernes que pasó (porque el otro "este viernes", el que viene, no me da todavía nada qué contar) fue el último día del curso que tomamos mis compañeros de generación y yo, como parte de una ambigua tercera etapa del concurso de ingreso al Servicio Exterior Mexicano.

Ya lo sabía yo desde antes que ése era el último día, pero no me había preparado. La nostalgia, como deben de saber los que leen este blog, es una de mis características definitorias. Hace algunos años ya lo había escrito: voy por la vida dejando pedacitos de corazón (y últimamente de hígado, cabe anotar). Volver a la escuelita me hizo una persona muy feliz. No que no tuviera de qué quejarme porque, vamos, la vida es bella pero no justa; pero ha sido una delicia volver a estar en un excelente grupo, compartiendo impresiones, decepciones, alusiones, cansancio y risas informales.

Digo que no me había preparado lo suficiente y lo noté desde que llegué a la primera clase del último día, porque mi atuendo no estaba a la altura de las circunstancias. Los compañeros iban elegantemente ataviados y yo con una camisa rosa-tornasol con la que al moverme me veía brillosito. Había querido aprovechar que se acababan los felices tiempos de vestimenta casual y que desde hoy empieza la formal, el mocasín, la corbata, el traje a rayas. Pero el viernes era un día para celebrar, habíamos ordenado unas tortas de la fonda de la Abuela para acompañar un vino de honor que nos ofrecía el Instituto. La torta no es, sin duda, ningún caviar beluga, pero eran muy especiales porque fueron preparadas por la Abuela, la encantadora señora de la colonia Guerrero que con su hermosa sonrisa de no muchos dientes nos ofrecía sus económicas delicias casi cada día.

Cuando nos tomamos la foto en las escalinatas del Instituto, hasta me pareció que nos veíamos guapos. Claro, era una especie de nostalgia anticipada que suele hacer mella de la severidad de los estándares estéticos tradicionales. Y ahí mismo se gestó el plan de festejar "the end of an era". Hubo por ahí alguna opción adicional a festejarlo en mi casa, pero se impuso el recorte presupuestal y la pertinencia de un esquema de convivencia de colisiones constantes, así que la colectividad decidió en medio del caos que era bueno meter a decenas de personas en el departamento que está enseguida del de mis molestos vecinos, o sea, en el mío.

Fue una fiesta muy divertida por muchas razones, la principal es que los ahí presentes estábamos auténticamente contentos. Otra poderosa razón: es prácticamente imposible que una reunión de más de sesenta personas en un espacio moderado, repleto de bebidas espirituosas y varios iPods con hartos GigaBytes de música, no sea garantía de éxito lúdico. Además, hubo premiaciones en distintas categorías y yo me hice acreedor a la de "mejor anfitrión", en la que era el único nominado. El premio mayor era el Ferrero Rocher de oro -el chocolate de los embajadores- pero no se habían definido con antelación las reglas para conseguirlo, así que se pospuso su entrega para cuando oficialmente tengamos el nombramiento como diplomáticos mexicanos -en unos tres meses, si Dios (y algunos otros nombres que prefiero no mencionar) no disponen otra cosa-.

Se acabó todo en perfectas condiciones, no se quebró ninguna copa, no mataron a ninguna de mis plantas -bueno, eso fue porque yo mismo lo hice hace varios meses- y el portero nunca llamó para callarnos. Un fin de semana tranquilo marcó el puente entre el Instituto Matías Romero de formación diplomática y una vuelta a la burocracia del Estado mexicano, a la cual voy con otras tantas ilusiones, proyectos y castillos en el aire.

sábado, octubre 24, 2009

El primer día del año vigésimo noveno de Nuestro Señor

Tengo yo la desafortunada costumbre de publicar con la mayor resonancia posible el advenimiento de mis aniversarios. Resulta que como hay gente que es buena para las matemáticas, para la oratoria, para las relaciones públicas, también los hay -en abundancia- quienes son malos para estos u otros menesteres. Yo confieso que hay un menester en el que soy malísimo: el de recordar fechas. No es que no pueda memorizar cuándo cumple años alguien, es simplemente que nunca veo el calendario como para recordar "ah, hoy es cumple de fulanito", entonces luego la gente se me siente, pero sólo por desconocer mi handicap. El caso es que hoy es mi cumpleaños y estoy muy contento por recibir felicitaciones y deseoso de recibir más porque, aunque nunca he entendido cuál es el mérito real de cumplir años si lo único que hace falta es seguir viviendo, pues como que se siente bonito.

El ejercicio que haré hoy en el blog será simplemente describir cómo fue el último día del año vigésimo octavo de Nuestro Señor, porque yo no quiero ir por la vida haciendo puntos complejos en mi blog -Dios me guarde- cuando las descripciones son tan simples, tan sencillas.

Sonó el despertador a las seis y media, pero mi mano derecha que está bastante mal conectada con mi cerebro, decidió autónomamente que sería buena idea apagar la alarma antes de que se me despertara el resto del cuerpo. El resto de mi cuerpo sabe mejor que a las siete y media yo debo estar saliendo de la cochera para poder llegar tranquilamente a mi curso de formación en el Instituto. Sabe bien el resto de mi cuerpo que no estoy para tener ninguna falta ni retardo sin inquietar a mi súper ego (que no es que sea un ego que esté muy súper, es sólo por meterle una categoría freudiana). Pues dada la iniciativa de mi mano derecha, eran las siete y media y apenas se estaba despertando mi ojo izquierdo y veo el reloj y tuvo que despertar súbitamente al resto de las partes del cuerpo del monstruo que dormían tranquilamente a horas en las que ya tenía que estar bañadas, perfumadas y vestidas.

Corría de un lado al otro del clóset, tratando de pensar qué debía ponerme para ese día, pero era como una pesadilla porque no había camisa que estuviera siquiera remotamente planchada. ¿Debía ser traje porque tendríamos ese día la visita de un Subsecretario o podría ir con alguna polo, escondida bajo un saco casual porque era viernes? Seguía corriendo y no lograba mi cerebro poner orden en esa madeja de ideas contradictorias. Al final ganó lo del viernes casual que es algo más rápido de vestir y no necesito de plancha. No hubo tiempo ni de bañarse, ni de rasurarse, ni de desayunar, así que tomé corriendo un yogur y otra cosa fermentada que estaba en mi refrigerador y durante el camino, entre gritos, cantos y desesperación por el tráfico que es peor los viernes, me los fui tomando para regocijo de mi pancita.

La razón de mi despertar tardío fue sin duda, haber ido la noche anterior a festejar a un buen amigo que cumplió también años y como púsose la conversación sabrosa, era la una de la madrugada y yo iba llegando a casa a dormir. Para haber estado así de cansado el día transcurrió muy tranquilo y pude escuchar sin mucho problema temas sobre multilateralismo, promoción económica, comercial y turística del país en el extranjero, y hasta para dar un tour por la bóveda de tratados del país, con todas las medidas de seguridad para conservar esos viejos papeles, sellados con elegantes lacres y escritos con unas letras preciosas que yo jamás podré dibujar, porque el teclado de la computadora ya me descompuso los genes que hacen letras bonitas.

Como sabía que a cualquiera de mis festejos de cumpleaños vienen aparejados los excesos, decidí para calmar un poco a mi conciencia que tenía que ir un rato aunque fuera al gimnasio. Hice lo que había de hacerse y salí corriendo a buscar el hielo para los cocteles de más al rato en la casa. Fue una misión mucho más difícil de lo que esperaba, pero al final lo logré. Al rato, empezaron a llegar los más puntuales y durante toda la noche unos fueron, otros vinieron, el portero me llamó varias veces para que nos calláramos, los vecinos seguramente me insultaron calladamente, los invitados departían sin callarse. Pero al final, la cosa terminó sin mayor inconveniente, mi casa oliendo a vicios y yo, tirado en la cama, contestando los mensajes de felicitación de los que sí son buenos para recordar fechas y escribiendo en el blog una entrada en lo que viene a ser el primer día del año vigésimo noveno de Nuestro Señor.

sábado, octubre 17, 2009

Mercedes

Caminaba por ahí Mercedes, por una calle de banquetas irregulares. Arrastraba un poco los pies porque ya no le daban para grandes brincos. Sus piernas regordetas y cortas nunca le habían dado para mucho. Pero la edad le va agregando torpeza a las cosas, como si no alcanzara uno suficientes niveles de torpeza a edades más tempranas. En eso iba pensando Mercedes cuando llegó al parque, al de las bancas oxidadas que le manchaban siempre el vestido y que luego ya no podía volver a usar, pero que sí usaba porque no estaban los tiempos para ponerse tan exigentes y el óxido qué tanto daño le podría causar a la gente que es fijada. A esa gente fijada no se les puede hacer mucho caso, pensaba Mercedes, porque no hay modo de darles gusto y, además, qué necesidad tenían de fijarse en las manchas de la ropa de la gente que pasa frente a ellos.

Se sentó frente a los columpios en los que una niña se balanceaba alzando las piernas lo más alto que podía y Mercedes pensaba que qué peligro era eso de balancearse tan alto y los mareos que le podrían venir, pero sobre todo que no había necesidad de arriesgarse tanto, pudiendo divertirse más tranquilamente sin tener que andar ahí poniéndose en esa situación tan problemática. Y, luego, pensaba Mercedes, si se caía el "problemón" que se le iba a venir encima a ella, porque no veía por ningún lado a nadie que estuviera cuidando a la niña del columpio y capaz que hasta el hospital iba a ir a dar, porque no podía dejar a la niña ahí sola tirada en la arena, cuando seguro algo se le iba a romper cayendo como iba a caer, desde esa altura tan innecesaria.

Sacó de su bolso un libro, de esos no muy grandes, porque pensaba Mercedes que no había ninguna necesidad de pasarse la vida leyendo, cuando hay tantas cosas por hacer, y qué es eso de escribir y escribir como si la gente que lo va a leer a uno no tuviera más cosas que hacer que ponerse a leer un libro de esos gordos, de los que nunca se le antojaba leer porque no le parecía considerado de parte de los escritores para sus lectores. Y lo dejó de leer cuando empezó la heroína de la novela a sufrir demasiado porque se le juntaban las razones y a Mercedes la molestaba mucho eso de ver a la gente sufrir demasiado porque era una persona con mucha empatía y no importa que fuera el personaje de una novela, ella meditaba que no estaba bien que el sufrimiento se le cargara tanto a unos cuantos, cuando se podía distribuir de mejor manera entre todo el gentío que ella veía en los parques y en las calles, y que no se veía que sufrieran para nada.

Tomó el camino de regreso a su casa, porque ya le parecía que se hacía tarde y le daba miedo que le cayera la noche encima y ella con esas rodillas tan defectuosas que no la iban a sacar de ningún apuro si algún truhán se disponía a molestarla por la calle, o, peor aún, a asaltarla, si ella ni dinero traía y el que tenía había sido bien ganado, como para andárselo regalando a esa gente haragana que nada más por traer un arma ya se creían merecedores del dinero ajeno.

Llegó a casa, saludó a su perro, Melquisedec, que le movió dos veces la cola antes de ir a sentarse indiferente como siempre en el tapete de la sala; preparó su té, se puso el camisón, hizo sus oraciones y, sin pensar más nada, fue a dormir.

martes, octubre 13, 2009

Eran los tiempos que corrían

Tratando de innovar en los temas de este monótono blog, se me ha ocurrido recordar una etapa que no me tocó vivir. De niño fantaseaba mucho, como todos en algún momento, supongo, con la idea de viajar en el tiempo. Por alguna razón que no me logro explicar, no me interesaba ni ir al futuro, ni demasiado lejos en el pasado. Lo que quería con ansias era poder vivir - en calidad de testigo, no de residente permanente - en la época de la niñez de mis abuelos en Huásabas. Los albores del siglo XX en ese rincón rural del norte mexicano me parecían una época fascinante . Esa nostalgia había sido alimentada, o debería decir inseminada, por los relatos de mi nana Carmela, mi abuela paterna. Me figuraba aquellas calles de tierra y casas de adobe llenas de historias latentes esperando a ser descubiertas, ocultas en el murmullo del viento al colarse entre las agujas de los enormes pinos salados, en cuyos troncos jugaban niños ataviados con ropas austeras de telas antiguas y aromas particulares de las que ellos no se percataban.

Las imágenes las iba construyendo con las fotografías viejas, ésas en blanco y negro que ya más bien eran amarillo y ocre. Y también con los retratos de mi bisabuela, mamá Amparo, o del padre Luis. Con esa materia prima, en mi mente iban las señoras haciendo sus tareas domésticas, vestidas de blondas, encaje y crinolinas. Los hombres eran todos de un aire muy respetable y aunque no usaban sotana, como el padre Luis, sí tenían todos su cara grave, eclesiástica.

Eran los tiempos de la dictadura de Don Porfirio que fueron seguidos por los años hostiles y larguísimos de la Revolución Mexicana. Esos períodos de transición son difíciles y se llegan a poner harto oscuros. No era de extrañarse que mi bisabuelo Julián fuera atacado por una cuadrilla de los hombres de Villa. Ya no se pudo más ir a llevar el dinero a los bancos de Arizona -los pocos que podían darse el lujo de acumular capital - porque las diligencias se habían hecho demasiado riesgosas. De tal modo que hubo de enterrarse el dinero en las huertas o en las anchas paredes de las viejas casonas de los ricos. Esos famosos entierros se convirtieron en poco tiempo en la obsesión de los descendientes de los antiguos potentados que querían ganarse su lotería, sin tener que comprar boletos. Y luego esa obsesión, tal vez por infructuosa, dio pie a sendas leyendas de aparecidos que cuidaban con la avaricia futil del inframundo, las monedas de oro cuyo dueño original no quiso compartir ni en el lecho de muerte.

Cuando se consolidaron los gobiernos de la Revolución en el período de uno de los generales de Sonora, Plutarco Elías Calles, vinieron tiempos de mayores sobresaltos para los habitantes del pueblo. Se prohibió la celebración de misas y se cerraron las iglesias. Aquello era peor aún que en los tiempos del "indio ése jacobino" de Benito Juárez. Ni el "pata rajada" al que peyorativamente las señoras hacían que sus hijos llamaran Beno Juárez, se había atrevido a ordenar las herejías que Calles estaba implementando a punta de pistolas y federales.

El padre Luis y todos los santos en vida que formaban el clero fueron a refugiarse a Los Ciriales, un rancho en lo más alto de la Sierra Madre Occidental, donde el obispo Navarrete había ordenado la construcción de un seminario para no suspender la formación de los próximos sacerdotes. Los bautismos, los matrimonios y las primeras comuniones debían celebrarse con el mayor sigilo, para no ser descubiertos, porque eran bravos los del gobierno, eran sacrílegos, unos grandes sacrílegos indignos.

No mermó el movimiento político la devoción de ese catolicismo acendrado, traído directamente de Europa y puesto en remojo en una mexicanidad cuyo guadalupanismo era el factor de identidad más consolidado de la República. No cayeron los velos que cubrían las cabezas de las mujeres enlutadas, ni de sus manos los rosarios. Sólo pasó el tiempo que tenía que pasar y todo fue volviendo a la fervorosa cotidianidad que algunos añoraban y otros no tanto.

Eran los tiempos que corrían los de María Auxiliadora, que vio llegar del pueblo vecino al engominado mancebo que la cortejaba. Lo vio venir una tarde calurosa de verano y otra vez a la semana siguiente. Llegó incluso a aceptarle una pieza de baile en las fiestas de la santa patrona, el celebrado quince de agosto, sin tocarle nunca la piel porque en la mano debía el caballero ponerse un pañuelo para no incitar malos pensamientos. Aún así, tuvo María Auxiliadora sensaciones totalmente nuevas, desbordando calladamente la alegría cuando oía acercarse los cascos del elegante caballo que transportaba al buen mozo de buena familia en las tardes más frescas del otoño.

Eran los tiempos que corrían cuando éste le propuso matrimonio y ella le respondió que debía hablarlo primero con el padre Luis. Así lo hizo y al enterarse de que el matrimonio involucraba asuntos tan carnales como le medio explicó el sacerdote, se rehusó a seguir recibiendo la visita del buen mozo, aunque fuera de buena familia, porque a sus dieciséis nunca se imaginó que hubiera que sacrificar la pureza para engendrar los hijos que le hubiera gustado tener. Así pensaba María Auxiliadora, por lo que se consagró al celibato y amó siempre a su engominado mancebo, casi tanto como al recuerdo de las tardes de verano y otoño en que su pecho se estremecía de una manera que jamás volvió a experimentar.

Eran los tiempos que corrían en aquel sereno pueblo de la sierra sonorense, por lo menos así corrían en el imaginario de los que no los vivimos, sino a través de los idealizados relatos de la abuela y sus igualmente ancianas interlocutoras, mientras te pellizcaban la mejilla y te apuraban "anda, ya vámonos al Rosario, que están por dar la última campanada".

martes, octubre 06, 2009

¡Ay qué tan bonito!


El viernes salimos temprano de la escuela. Una tarde de viernes libre había de ser aprovechada, tal y como reza el proverbio chino aquél que dice que los viernes en la tarde deben ser aprovechados. No es que no hubiera opciones en la ciudad: estaba el concierto de Depeche Mode, 451 museos o la permanente opción de perderse en el alcohol. Pero surgió etérea la idea de ir a Morelia, Michoacán, con ocasión del festival internacional de cine que se lleva a cabo en dicha ciudad colonial. Mi tan comentada imposibilidad de decir que no a cualquier plan hizo diligentemente su trabajo y a las dos de la tarde pasé por los otros cuatro valientes que decidimos -hora y media antes- tomar carretera y pasar el fin de semana fuera de la Megalópolis.

No tengo planeado describir los pormenores del viaje, obedeciendo el proverbio chino aquél que reza "nunca describas los pormenores de tus viajes", ni pretendo ser reiterativo sobre lo mucho que gozo los paisajes de las carreteras mexicanas o la belleza casi mágica de sus ciudades antiguas o sus pueblos suspendidos en un tiempo que parece pasado, pero no lo es. Lo cierto es que esas escapadas de fin de semana me reconcilian con la vida, me provocan algo parecido al enamoramiento de un país que está muy mal en los encabezados de todos sus periódicos pero que es hermoso cuando te ahorras la miopía de verlo a través de los borrosos cristales de sus medios de comunicación y te asomas a verlo directamente.

Bueno, y como ya me estaba poniendo más cursi de lo que tengo permitido, termino recomendando las dos películas que vi en el festival: London River y Hace tiempo que te quiero, la primera francoargelina y la segunda nomás francesa, con una impresionante actuación de Kristen Scott-Thomas. Pero, sobre todo, recomendarles que en cuanto puedan agarren la carretera y vayan a algún pueblito que les quede cerca, se tomen un buen café por ahí y, si no es mucha molestia, se acuerden de mí un poquito y yo -en plan new age- reciba sus paseadas y felices "energías", porque necesito seguir paseándome y simultáneamente hacer mis deberes, porque así es la vida de uno y así se va a quedar.