A Mariana le gustaba mucho buscar en los rincones. En ellos encontraba cosas que jamás pudo explicarse cómo llegaban ahí, a las esquinas de aquella casa vieja que olía un poco a humedad. Como le daban cierta tranquilidad, ocasionalmente terminaba sentada ahí por largos ratos, tratando de poner su mente en blanco, perdiendo su mirada en el más cercano de los infinitos para no ver nada al tratar de ver todo. Terminó por darse cuenta de que no era el acto de buscar objetos lo que la atraía a esos lugares, sino un fuerte deseo de estar en ellos.
El suelo de las esquinas era el que le parecía el más fresco de todos, porque ahí daba vuelta el viento. Llegaban las frágiles corrientes de aire que se podían formar en la casona de adobe con grandes arcos rodeando el jardín central y se llevaban lo que ella creía que eran pedazos de malos espíritus y que yo simplemente creo que eran los cabellos y células muertas que perdían ella y su familia. Pero no era el viento ni la temperatura lo que la hacía quererlos, era la sensación de estar lejos de lo demás y de los demás. Eran su trinchera ante un mundo al que no se sentía atraída.
En los rincones insalubres y putrefactos de la despensa que se usaba como bodega se sentía más tranquila que en la amplia biblioteca donde su padre casi ciego le pedía que le leyera por horas las historias de detectives y de crímenes policiacos. Se creía más protegida en la abnegación de un rincón que sentada al piano de la sala en el que su madre la obligaba a practicar al menos dos horas por día.
Hasta que un buen día, cuando todo estaba listo para que se casara con el muchacho que la llamaba en sus cartas "el amor de su vida", se fue a su rincón preferido, el que estaba junto al ropero de la última recámara, la de la esquina, y ahí se puso a llorar. Tenía en sus manos una muñeca de trapo que desde niña la había acompañado en la esquina de su habitación. Peinaba a la muñeca como si la vida le fuera en ello, la peinaba y lloraba amargamente mientras los hombres con batas blancas trataban de levantarla sin lastimarla.
Se encerró Mariana en el más oculto de sus rincones, uno que estaba en su propia mente y al que nadie pudo jamás llegar a levantarla. Locura le llamarán tal vez algunos, pero ella le llamaba rincones, esquinas, guaridas. Los suyos sean tal vez más estrechos que los nuestros, pero tanto ella como nosotros vivimos moviéndonos de un lado a otro entre esos ángulos agudos y obtusos que son nuestros refugios.
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