Tratando de innovar en los temas de este monótono blog, se me ha ocurrido recordar una etapa que no me tocó vivir. De niño fantaseaba mucho, como todos en algún momento, supongo, con la idea de viajar en el tiempo. Por alguna razón que no me logro explicar, no me interesaba ni ir al futuro, ni demasiado lejos en el pasado. Lo que quería con ansias era poder vivir - en calidad de testigo, no de residente permanente - en la época de la niñez de mis abuelos en Huásabas. Los albores del siglo XX en ese rincón rural del norte mexicano me parecían una época fascinante . Esa nostalgia había sido alimentada, o debería decir inseminada, por los relatos de mi nana Carmela, mi abuela paterna. Me figuraba aquellas calles de tierra y casas de adobe llenas de historias latentes esperando a ser descubiertas, ocultas en el murmullo del viento al colarse entre las agujas de los enormes pinos salados, en cuyos troncos jugaban niños ataviados con ropas austeras de telas antiguas y aromas particulares de las que ellos no se percataban.
Las imágenes las iba construyendo con las fotografías viejas, ésas en blanco y negro que ya más bien eran amarillo y ocre. Y también con los retratos de mi bisabuela, mamá Amparo, o del padre Luis. Con esa materia prima, en mi mente iban las señoras haciendo sus tareas domésticas, vestidas de blondas, encaje y crinolinas. Los hombres eran todos de un aire muy respetable y aunque no usaban sotana, como el padre Luis, sí tenían todos su cara grave, eclesiástica.
Eran los tiempos de la dictadura de Don Porfirio que fueron seguidos por los años hostiles y larguísimos de la Revolución Mexicana. Esos períodos de transición son difíciles y se llegan a poner harto oscuros. No era de extrañarse que mi bisabuelo Julián fuera atacado por una cuadrilla de los hombres de Villa. Ya no se pudo más ir a llevar el dinero a los bancos de Arizona -los pocos que podían darse el lujo de acumular capital - porque las diligencias se habían hecho demasiado riesgosas. De tal modo que hubo de enterrarse el dinero en las huertas o en las anchas paredes de las viejas casonas de los ricos. Esos famosos entierros se convirtieron en poco tiempo en la obsesión de los descendientes de los antiguos potentados que querían ganarse su lotería, sin tener que comprar boletos. Y luego esa obsesión, tal vez por infructuosa, dio pie a sendas leyendas de aparecidos que cuidaban con la avaricia futil del inframundo, las monedas de oro cuyo dueño original no quiso compartir ni en el lecho de muerte.
Cuando se consolidaron los gobiernos de la Revolución en el período de uno de los generales de Sonora, Plutarco Elías Calles, vinieron tiempos de mayores sobresaltos para los habitantes del pueblo. Se prohibió la celebración de misas y se cerraron las iglesias. Aquello era peor aún que en los tiempos del "indio ése jacobino" de Benito Juárez. Ni el "pata rajada" al que peyorativamente las señoras hacían que sus hijos llamaran Beno Juárez, se había atrevido a ordenar las herejías que Calles estaba implementando a punta de pistolas y federales.
El padre Luis y todos los santos en vida que formaban el clero fueron a refugiarse a Los Ciriales, un rancho en lo más alto de la Sierra Madre Occidental, donde el obispo Navarrete había ordenado la construcción de un seminario para no suspender la formación de los próximos sacerdotes. Los bautismos, los matrimonios y las primeras comuniones debían celebrarse con el mayor sigilo, para no ser descubiertos, porque eran bravos los del gobierno, eran sacrílegos, unos grandes sacrílegos indignos.
No mermó el movimiento político la devoción de ese catolicismo acendrado, traído directamente de Europa y puesto en remojo en una mexicanidad cuyo guadalupanismo era el factor de identidad más consolidado de la República. No cayeron los velos que cubrían las cabezas de las mujeres enlutadas, ni de sus manos los rosarios. Sólo pasó el tiempo que tenía que pasar y todo fue volviendo a la fervorosa cotidianidad que algunos añoraban y otros no tanto.
Eran los tiempos que corrían los de María Auxiliadora, que vio llegar del pueblo vecino al engominado mancebo que la cortejaba. Lo vio venir una tarde calurosa de verano y otra vez a la semana siguiente. Llegó incluso a aceptarle una pieza de baile en las fiestas de la santa patrona, el celebrado quince de agosto, sin tocarle nunca la piel porque en la mano debía el caballero ponerse un pañuelo para no incitar malos pensamientos. Aún así, tuvo María Auxiliadora sensaciones totalmente nuevas, desbordando calladamente la alegría cuando oía acercarse los cascos del elegante caballo que transportaba al buen mozo de buena familia en las tardes más frescas del otoño.
Eran los tiempos que corrían cuando éste le propuso matrimonio y ella le respondió que debía hablarlo primero con el padre Luis. Así lo hizo y al enterarse de que el matrimonio involucraba asuntos tan carnales como le medio explicó el sacerdote, se rehusó a seguir recibiendo la visita del buen mozo, aunque fuera de buena familia, porque a sus dieciséis nunca se imaginó que hubiera que sacrificar la pureza para engendrar los hijos que le hubiera gustado tener. Así pensaba María Auxiliadora, por lo que se consagró al celibato y amó siempre a su engominado mancebo, casi tanto como al recuerdo de las tardes de verano y otoño en que su pecho se estremecía de una manera que jamás volvió a experimentar.
Eran los tiempos que corrían en aquel sereno pueblo de la sierra sonorense, por lo menos así corrían en el imaginario de los que no los vivimos, sino a través de los idealizados relatos de la abuela y sus igualmente ancianas interlocutoras, mientras te pellizcaban la mejilla y te apuraban "anda, ya vámonos al Rosario, que están por dar la última campanada".
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5 comentarios:
que bonito Rafa, hasta senti que estaba viendo una novela de epoca muy a la Senda de Gloria, con todo y musica de fondo de vals latinoamericano. insisto, que bonito relato! Gracias mil...
Me encantóo hermanoo... y estoy segura que esto fue aún más hermoso en tu imaginación...
=)
lil sis...
Como siempre, leer cada uno de tu post son una delicia. Tienes una vena para escribir y describir única.
Saludos muy tapatios.
Buenas tardes Rafa:
Qué bonito lo que escribes. ¡Ah, el tiempo de los abuelos y las viejas historias de familia!. Lo que cuentas de los tesoros me suena familiar, porque mi padre, que ya es mayor, cuenta como su abuelo, que era del pueblo de Guadalupe, en Extremadura,murió sin dejar dicho a su familia donde tenía escondidos sus capitales. Cuando a su mujer e hijos ya no les quedó más que vender, vendieron la casa y en las reformas que hizo el comprador, tiró una escalera y allí estaba el dinero. Mi abuelo, el padre de mi padre, dejó Guadalupe para ir a vivir a la vega de Córdoba, porque no quería ser pobre donde antes había sido rico. El tiempo de los abuelos es un tiempo de leyenda, pero fue vida y fue verdad.
Saludos
Felicidades Rafael ,
Me he topado con tu blog y es una delicia leer. En particular la entrada de tiempos aquellos que me ha hecho recordar algunos relatos que mi madre me cuenta.
Un Saludo para Ti y todo Huásabas.
Gerardo Andrade Fimbres.
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