Esta es la historia de un hombre casado con una mujer muy gorda. Es claro que hay muchas mujeres muy gordas. Y también es claro que cuando esas mujeres están casadas, sus esposos son siempre hombres casados con una mujer muy gorda. Pero el hombre del que hoy les voy a contar era una cosa especial. No diré que era feo ni que era atractivo, más bien era un hombre como son la mayoría, ni muy feos ni muy atractivos. Normal, podría decirse, etiqueta que no creo que le molestara para nada. En efecto, lo único que empezó a rescatarlo del oprobio de la mediocridad de ser normal fue haberse decidido por una mujer tan gorda, habiendo tantas mujeres normales así sin más, ni muy feas ni muy atractivas. Hay que aclarar, en un esfuerzo por no perder la capacidad analítica, que la gordura y la hermosura (o su defecto) no son la misma cosa, aunque antaño se creyera que la mitad de la última se lograba con tener la primera. Esa noción antigua, sin embargo, ya no es consistente con la nueva modernidad, en la que el colesterol ha perdido su prestigio. La gorda mujer del hombre de este cuento no era ni mitad hermosa, ni tampoco horripilante. Sólo era muy gorda y el problema es que la abundancia de sus cachetes hacía muy difícil emitir juicios de valor sobre su belleza. No hay que olvidar que cualquier narrador que intente ser bueno no debe andar expresando sus opiniones por escrito si no las ha verificado, ya sea mediante sus sentidos, por pruebas circunstanciales o, cuando no queda otro recurso, por su imaginación. Entonces, yo no puedo pronunciarme sobre la belleza de esta mujer porque, insisto, sus cachetes no me permitieron conocer ese detalle. Lo que sí puedo decir de ella es que no era rica. Es un poco delicado que tenga que hacer la aclaración, pero no dejo de notar que no está bien visto en los valores colectivos tradicionales que un hombre se case con una mujer muy gorda únicamente por los beneficios que le reportaría su fortuna. Nuestro hombre, cuyo nombre no mencionaré -o trataré de no mencionar- por razones de discreción y para evitar demandas sobre derechos de autor y esas cosas, no pudo haberse casado por dinero, por la simple razón de que su mujer no lo tenía. Tal vez lo haya hecho porque la mujer en cuestión tuviera algún encanto especial que escapara a los ojos de los demás y que él, con la hipersensibilidad que tienen algunas personas, hubiera podido detectar. Pero esto nunca lo sabremos porque el hombre se llevó este dato a la tumba. Con esto queda claro que el hombre de este cuento ya murió, pero todavía no conocemos el porqué de su muerte. Si la mujer ha muerto tampoco lo sabemos, pero podemos suponer que por su obesidad tenía menos probabilidades de llegar a vieja. A muy vieja, por lo menos, que esa palabra es relativa.
La historia del hombre aquel no diré que era muy triste. No lo era. Ni diré que fue muy feliz. No lo fue. La tristeza y la alegría son más bien lujos que uno se da por momentos, pero una historia completa no se los puede dar. A menos que se haya realizado en los estudios Disney. Y últimamente ni tanto. El hombre sabía, siempre lo supo, que le faltaba algo. Aun en las piñatas infantiles en las que regalaban dulces, golosinas, pasteles y refrescos gaseosos lo sabía. Aun cuando le estaba dando con el palo a la piñata lo sabía. Incluso cuando la piñata no estaba hecha con esas odiosas ollas de barro que hacían cimbrar sus articulaciones cartilaginosas lo sabía. Algo le faltaba y no era la bolsita de dulces que regalaban al final. Algo le faltaba y no eran los dulces realmente buenos de los que las bolsitas de dulces estaban siempre privadas y que eran sustituidos por unos desagradables cacahuates polvorientos. Cuando llegó a la adolescencia siguió estando seguro de que algo le faltaba. Llegaron los tiempos de las cursis cartitas de enamorados y los fallidos intentos por hacer poesías, pero él sabía que no era eso lo que faltaba. Ni siquiera cuando descubrió los excelsos goces del placer egoísta que uno descubre por esas edades sintió que hubiera encontrado lo que le faltaba.
Los que lean esto seguramente estarán pensando a estas alturas que lo que le faltaba era una mujer muy gorda. Es obvio que no. Las cosas no vienen así de fácil en la vida. Y tampoco tienen por qué ser fáciles de obtener en los cuentos sólo por ser éstos un asunto ficticio. Lo que le faltaba a este no tan dichoso hombre no lo sabremos tampoco, no porque se lo haya llevado a la tumba, sino porque nunca lo encontró, de manera tal que él mismo jamás se enteró de qué era. Otros no se tocarán el corazón y van a pensar que era un malagradecido que no valoraba que, dentro de su normalidad, nunca le faltó nada. Tenía una familia que si bien no es que lo quisieran o cuidaran como oro molido, no lo golpeaban ni lo vejaban. Tampoco le faltó ningún bien material, por lo menos en el más estricto sentido de lo material. Comió, bebió, estuvo vestido y gozó de buena salud hasta el momento en que se murió, bueno, en el momento en que se murió su salud no fue tan buena como para mantenerlo vivo, pero tampoco tuvo que soportar ninguna agonía o incomodidad. Es más, tuvo la oportunidad de educarse aunque fuera en escuela pública. Por aquel tiempo las escuelas públicas no eran malas. Eran lo que había. Los que juzguen a este buen hombre de malagradecido por andar echando en falta algo, a pesar de tener todo lo básico, se equivocan. A mi juicio se equivocan.
Habiendo pasado todos los años que hacen falta para llegar a considerarse un adulto, se dio cuenta de que aquello no tenía remedio y que no se le iba a ir lo que le restaba de vida, buscando algo que ni siquiera sabía qué era. El método de prueba y error no había funcionado. Decidió entonces que había llegado la hora de hacerse hombre y de casarse. Los chalecos de rombos a su edad estaban empezando a generar rumores sobre él que no le gustaban. Llegó a la conclusión, y tal vez lo hizo bien, de que si tenía que casarse sin estar muy enamorado de alguien en particular, que la opción de mujer muy gorda era la que más convenía a sus intereses. Pero, sobre todo, la que más contribuía a mejorar el óptimo social, ese extraño concepto ambiguo (como todos los conceptos, me parece a mí) que había escuchado en sus clases de economía de la universidad.
Un sábado 17 de junio, que es un día bastante normal, salió a un bar y ya muy entrada la noche, cuando las copas han logrado hacer muy prescindibles esas sutiles categorías de la belleza, se dijo a sí mismo "ha llegado la hora". Era un bar grande y opciones había muchas. Él siempre había tenido una especie de fobia a tomar decisiones, porque la verdad es que consumen mucho tiempo y siempre te dejan con la incomodidad de saber si habrás hecho lo correcto. Por esta razón nada trivial optó por articular un criterio sencillo para escoger a la doncella (por así decirlo) con quien iba a casarse y se dijo a sí mismo "pues me llevo a la más gorda". No sé si ya lo había dicho, pero es que su mujer no es que fuera gordita, o un poco bofa, o gordis. Su mujer es que era un pedazo de mujer incalculable. Una masa abundantísima. Sus cachetes, como ya lo expliqué, ocultaban su posible hermosura, pero el resto de su humanidad ocultaba la posibilidad de calcular su peso (sin usar báscula, claro, la cual este narrador no iba a intentar usar, con lo políticamente incorrecto que eso hubiera resultado).
- Hola, le dijo. Ella le repondió también con un saludo coloquial, tal vez "hola". Seis meses después ya se estaba escuchando la marcha nupcial y aquella mujer tan gorda se contoneaba rumbo al altar, en un enfundado (no podía ser de otra manera) vestido blanco que hizo que el precio internacional de los textiles subiera muy ligeramente. Él con un frac rentado para la ocasión la esperaba al final del pasillo. Cuando vio aquella inmensidad de tela blanca, él supo definitivamente que tampoco era eso lo que le hacía falta, pero de cualquier manera no estaba esperando encontrarlo en ese momento. La fiesta de bodas estuvo bien, como era de esperarse los novios no se divirtieron mucho, la novia sudó bastante y se le aperló el bigote, las tías dijeron que la comida no era muy buena y los amigos del novio se emborracharon y al final de la noche traían las camisas desfajadas de la parte de atrás, pero fajadas por la parte del frente.
Los hijos no llegaron nunca, lo cual por una parte evitó la tristeza que se supone se siente cuando se van, pero los esfuerzos por tenerlos sí que consumieron mucho tiempo para el hombre y su gorda mujer. Algo había de satisfacción, sin embargo, porque lo intentaron en repetidas ocasiones. Uno de sus amigos, a quien dejó de frecuentar después de su matrimonio (las esposas no se llevaban), adelantó la conclusión de que el hombre había muerto en parte como causa de esos intentos porque, decía, no hay corazón que aguante. Me parece que el comentario era un tanto malintencionado e influido por la flacucha esposa de dicho amigo que, como ya lo he explicado, no quería bien a la gorda.
Todas las tardes, hasta que llegó el final de sus días - que desafortunadamente no tardó tanto en llegar -, el hombre miraba a la mujer muy gorda con la que se había casado y era curioso que en ocasiones se sentía bastante satisfecho con la decisión (pensando en el óptimo social, claro está) y otras veces pensaba que tal vez debió haberlo intentado con alguna solterona veinte años mayor (lo cual había cruzado por su cabeza, pero que evitó por ser alérgico al pelo de gato). Estaba convencido de que lo que le faltaba no lo había encontrado aún y de que si alguien alguna vez contaba su historia tenía la obligación moral de no decir su nombre. "Me choca el típico narrador omnipresente" - pensaba - "que no se le vaya ocurrir delatar mi nombre". Y en esos últimos días que tiene el final de los días de cualquier hombre, deseó con muchas ganas haber podido vivir también en otros mundos, para ver si por ahí se encontraba con eso que le hacía falta.
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1 comentario:
Discúlpame Rafa, pero la mayoría de los hombres, por lo menos en cierta ciudad que habito, son muy feos.
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