miércoles, diciembre 22, 2010

Impactantes revelaciones

¿Se acuerdan del cacahuatero? Él no descansa. Tratándose de él ni las fiestas decembrinas le restan acuciosidad a sus críticas. Pero ayer me dijo algo muy interesante, al respecto de su perpetua oposición estética a mi poni tail. Cuando intenté una defensa más bien cuestionable de la misma, me dijo que tal vez era que yo había nacido para ser chusma, pero que la vida me había puesto en otro lugar; mientra que tal vez él hubiera nacido para ser diplomático pero la vida lo puso frente al puesto de golosinas.

Lo primero que me imaginé fue a Kiko, el amigo del Chavo del 8, golpeándome el hombro con desdén mientras me escupía en la cara un denostativo "chusma, chusma". No fue una imagen agradable, lo juro, sobre todo porque yo tenía puesto el horroroso gorro del Chavo del 8. Pero luego lo medité con mayor profundidad y simpaticé mucho con la tesis del cacahuatero, si bien la encuentro un tanto determinista. Pero si su hipótesis fuera correcta, podría encontrar la justificación de muchos de mis actos en mi original llamado (desatendido por razones que desconozco) a ser parte de la chusma.

La verdad revelada que se encuentra en las palabras del cacahuatero es, como la del oráculo, más bien ambigua y abierta a interpretación. Los inexistentes límites de su prudencia, sin embargo, son una ocasión propicia para la introspección. Haber nacido para ser chusma y no haberlo sabido a tiempo me podría acarrear una prematura crisis de la edad media. Hay que estar preparados y, por lo pronto, acudir con mayor frecuencia a las tropicongas.

viernes, diciembre 10, 2010

La maestra Elia

Lo que pasa con los recuerdos de la infancia es que se desdibujan tanto que no queda más remedio que idealizarlos. Uno de mis recuerdos más antiguos, como es bastante común, es llegar al Kinder, siendo apenas un niñito de menos de cuatro años y encontrar a la maestra Elia recibiendo al párvulo que era yo entonces. La recuerdo casi como si brillara, con una sonrisa amplísima y un regazo acogedor. La recuerdo regañándonos cariñosamente, en la ambigua misión que representa atraer a los niños durante su primera experiencia con el sistema escolarizado - que durará muchísimos años más -, pero a la vez formarlos desde el primer momento y educarlos en una disciplina que es ajena a la mayoría de los humanos en ciernes que llegan al jardín de niños sin haberse desprendido por completo de la más tierna infancia (pañales, chupones y biberones, incluidos).

La maestra Elia Durazo tenía un volkswagen sedán azul cielo, al que llamábamos "tortuguita" (y seguramente nos causaba gracia el nombre, porque uno de niño tiene un sentido del humor muy cuestionable y yo, aún de adulto, lo conservo). En ese tiempo mis hermanos y yo todavía no sabíamos que tenían el práctico apodo de "vochos" y más bien le encontramos forma de tortuga, no de escarabajo como el resto del mundo mundial. Ver llegar a la maestra Elia en su tortuguita azul me hacía ver el carro como un portento, el portador de mi nuevo personaje favorito, y no había en ese momento carro más bonito que la tortuguita.

Recuerdo a la maestra Elia enseñándonos canciones como la de "la mosca parada en la pared" que por jugar con las vocales se convertía en "una mesque perede en le pered" y así sucesivamente hasta ser "unu muscu purudu un lu purud". O me recuerdo a mí mismo batallando para colorear un dibujo "sin salirme de la rayita" lo cual nunca logré porque hay personas que simplemente no podemos vivir sin salirnos de la rayita. También me entusiasma acordarme de la ansiada hora en la que decían que ya era el receso, en el que aprovechábamos para comer el lonche que, por más sencillo que fuera, era mi momento favorito del día, mi picnic cotidiano. Menudas tareas simples y disfrutables que hacía uno en esa época en sus horas hábiles, ya las quisiera para ahora, pero de cualquier manera era un gusto cuando nos librábamos de tan "pesadas" actividades, como colorear sin salirnos de la rayita, y nos podíamos ir a jugar al patio con los hula-hulas o las llantas pintadas de colores que no sé bien cómo funcionaban, pero eran nuestros juguetes.

Si mi memoria no me está engañando, y frecuentemente lo hace, el jardín de niños de Huásabas, que tenía y sigue teniendo el muy decoroso nombre de Sor Juana Inés de la Cruz, tuvo dos locaciones. Por lo menos, yo estuve en dos locaciones. Primero fue la casa que ahora es de la Blanca de Dago y después nos trasladamos a la nuevas instalaciones recién construidas, si no mal recuerdo por el mismísimo Gobierno Federal, aunque tal vez fue el Gobierno Estatal. Cuando mi mamá llegó a inscribirme para el último año de Kinder, a las flamantes nuevas instalaciones, recuerdo que pasamos a la oficina de la maestra Elia, quien también era la directora. Yo tenía cinco años por lo que mi mamá no me quería inscribir aún en la Escuela Primaria, aunque ya supiera leer y escribir (o lo que entonces yo entendía como leer y escribir). Pero la maestra Elia me dio un papel y, aunque seguramente no tan bien como lo hacía sor Juana Inés de la Cruz a esa edad, lo pude leer sin mayor problema por lo que la recuerdo diciendo: "Tienes que meterlo ya a la Primaria, aquí se va a aburrir". Yo me sentí en ese momento muy emocionado por lo que inmediatamente identifiqué como un ascenso y también, la verdad, me sentí aliviado de no tener que pasar otro año tratando de colorear sin salirme de la rayita, lo cual a la fecha no logro. Ese mañana fue el fin de mis actividades preescolares. Mi siguiente recuerdo es cuando llegué a la Primaria y me sentaron en un mesabanco todo nuevecito junto con el Denis Siqueiros.

No tengo muy claro cuántas generaciones de niños huasabeños tuvimos la fortuna de tener a la maestra Elia como nuestra maestra de kinder, pero deben de ser muchas, porque mis hermanos mayores ya habían sido sus alumnos y también lo fueron mis sobrinos, en una generación completamente distinta. Ayer se fue la maestra Elia, falleció dejando en muchos esa profunda tristeza que causa la ausencia de la gente que se ganó tu cariño y el derecho de poblar rincones hermosos de tu memoria. Se va dejando un vacío en su familia pero llenando los bellos recuerdos de mucha gente de una etapa tan bonita, recuerdos sobre los que hoy quise escribir in memoriam para rendirle mis sencillos honores.

viernes, noviembre 26, 2010

La montaña rusa del ánimo

Al fin y al cabo, los días en los que uno pasa por ciento cincuenta y tres emociones sucesivas me terminan gustando. Esos días, por ejemplo, en que uno amanece con sueño queriendo alargar las horas en la cama por haberse prolongado la velada del día anterior, que pasan de la modorra a la motivación súbita que nos causa levantarnos de un salto por habernos acordado de un pendiente. Los días en que después de estar motivado se te descompone el iPod que acabas de comprar acabando con la motivación y dando paso a la frustración. Que luego te enojas y al rato te dan ganitas como de llorar un poquito pero mejor te las tragas porque no es de hombres. Y en que después de una charla amena te vuelve el buen humor y que sin razón aparente te entra la esperanza y no pasa mucho tiempo antes de estar no sólo ilusionado sino contento. Y luego otra vez te acuerdas del iPod y maldices en voz baja a Apple y, en general, a los cerdos capitalistas, para luego ponerte nuevamente feliz porque te vas de fin de semana a la playa. Esos días en los que los vaivenes del ánimo te hacen parecer un catálogo de enfermedades psiquiátricas, ahora un esquizofrénico, un paranoico, un hipocondriaco.

Esas fechas en que lo humano se distancia abrumadoramente de lo divino me gustan porque, en materia de emociones, lo kitsch aunque no sea sofisticado es muy entretenido.

miércoles, noviembre 24, 2010

De dientes y otras manifestaciones de orgullo

El autoestima es como una plantita que hay que regar y abonar para que siga floreciendo o, ya de perdida, para que no se marchite. Para hacerlo, yo voy por la vida buscando esos pequeños detalles que contribuyan a henchir de orgullo mi pecho. Cuando estaba en la escuela era más sencillo, una alta calificación o un "muy bien, Rafaelito" después de una exposición en clase era más que suficiente para sentir que ahí la llevaba. Por otra parte, en el campo de la galanura no he cosechado muchos logros, más bien he cosechado unos cuantos y más bien forzados. En realidad, en el campo de mi galanura escasa he debido reponerme de afrentas a mi ego estético, en varias ocasiones como cuando una peluquera me dijo cosas como "si no es usted feo" (¿qué necesidad de aclararlo, opino yo, si no va a hacer el favor completo de decir que le parezco guapo? Ninguna, ya eso está discutido), o cuando el cacahuatero critica la palidez de mi piel y me recomienda que tome el sol para no morir de raquitismo.

Entonces, ya hemos convenido (yo e hipotéticos lectores que hipotéticamente estarán de acuerdo con lo convenido) que no hay que perder oportunidad para alimentar el autoestima. Por esta razón, haré especial énfasis en publicar que mi dentista me dijo la semana pasada que tengo unos dientes formidables. Quienes me conozcan personalmente sabrán que de ninguna manera pudo referirse a que sean blancos como perlas, o que tengan la forma perfecta de una sonrisa Colgate. El color y diversidad de formas de mis dientes no son, ni remotamente, incuestionables. Pero ahondó mi dentista, mientras me tenía con la boca forzadamente abierta, un gancho entre los dientes y las encías sangrando como un Cristo, que no tengo ni he tenido nunca una sola caries, ninguna reparación, ni nada parecido y que eso, a mi edad (aquí sonó un poco feo el argumento) era una verdadera excepción. Tener esa salud dental a los treinta años casi me asegura llegar a los sesenta con "todos los dientes en boca", lo cual no suena tan bonito pero considera el dentista que es lo mejor que a una persona de sesenta años puede pasarle (yo me inclinaría más por tener sanos la próstata y los esfínteres). El dentista siguió arengando, mientras yo hacía gárgaras y sonidos desagradables con mi saliva arremolinada en mi garganta, que tener esos dientes espectaculares sólo podía deberse a una excelente higiene dental y a unos dientes que naturalmente están hechos a prueba de todo (el lenguaje florido lo añadí yo, si se me permite la licencia literaria).

Lo de la excelente higiene dental no están ustedes para saberlo, ni yo planeo abundar en cosas tan íntimas como el cepillado de mis dientes, pero no es tan así. Mi primera limpíeza dental me la hice a los 27 años, cuando también me dijo el dentista que tenía unos dientes fuertes como un toro y sanos como un toro sano. El cepillo dental y yo tenemos una relación que tampoco ha sido tan larga como debiera, del hilo dental me hice amigo muy recientemente y el enjuague bucal lo desprecie durante muchos años. De todo lo anterior se desprende que la única causa de mi fortaleza dental no es profiláctica sino genética o, para decirlo más elocuentemente, tengo unos genes dentales de rechupete, dignos de envidia y admiración. Así como mis genes me predispusieron a tener la vista de un topo, el oído de una pared y las pantorillas de un gorrión, en materia de dientes llegué primero a la repartición genética y agarré los mejores.

Así, con estos pequeños detalles, con esas tal vez insignificantes menciones, voy construyendo día a día un autoestima que se supone me protegerá de complejos con nombres feos y afecciones mentales que tal vez ni tengan nombre, de la misma manera que mi fluorurado esmalte ha protegido mi dentadura todos, tooodos los años que he vivido.

jueves, noviembre 18, 2010

Cuando sueño que estoy despierto

A veces pienso que estoy soñando. Creo que a todos nos pasa o, al menos, muchas personas dicen que les pasa. También hay cuentos cortos, cuentos largos, libros enteros y películas consagrados a narrar cómo la línea entre la realidad y los sueños es sutil o, mejor dicho, confusa. Algunas enfermedades psiquiátricas incluso son el extremo de esa confusión. Yo a veces pienso que estoy soñando, pero luego luego me convenzo de que no. Cuando era chiquito lo que hacía era pellizcarme para cerciorarme de que no estaba dormido, de que si el pellizco dolía la realidad era ésa y punto. Era un truco que había aprendido por la televisión. Tenías dos opciones: pellizcarte o apretar fuerte los ojos y luego abrirlos como parpadeando. Así resolvían ese problema los niños que salían en la televisión. O si no todos, algunos que vi una vez y que se convirtieron en mis mentores en el tema. Claro, esos niños usaban esas poderosas técnicas cuando pasaban cosas absolutamente increíbles en sus vidas que los forzaban a cuestionarse si estaban soñando. Yo, en cambio, tuve una infancia en la que todo lo que pasaba era bastante creíble. Podías estar de acuerdo o no, gustarte o no, pero todo era digno de crédito para una mente común como la mía. Nunca me tocó viajar en el tiempo, o ver unicornios y mucho menos que me regalaran un auto convertible. Mis mascotas tampoco hablaron nunca... bueno, en realidad, ni siquiera tuve mascota.

Pero de niño seguido me pellizcaba para saber si estaba despierto, si lo que me estaba pasando (que eran cosas absolutamente normales, como ya expliqué) era una cuestión de realidad o resultado de las maquinaciones de mi subconciente (que de niño llamaba por su nombre, es decir, sueños). Terminó por llamarme la atención que siempre que me pellizqué estaba despierto. Era sospechoso, meditándolo con la cabeza fría, cómo era que nunca se me ocurría pellizcarme estando dormido para poder despertarme y comprobar que la técnica aprendida por televisión tenía un fundamento empírico o, simplemente, que funcionaba correctamente para despertar al dormido que se confundía con sus sueños.

Cuando crecí siguió presentándose, aunque en menos ocasiones, la molesta confusión ¿esto es un sueño?/es la realidad/es la vida misma/¿qué carajos es la vida misma?/¿quién soy?/tengo una crisis existencial. Pero los síntomas cambiaron un poco. Ahora cuando me pasa me viene un mareo que se desvanece rapidísimo. La propia confusión se desvanece rapidísimo. No me da pena confesar que sigo usando la técnica de aquellos niños de la televisión de apretar fuerte los ojos, luego abrirlos grandes y parpadear rápidamente. Los pellizcos los eliminé no tanto por su falta de eficacia cuanto porque no me gustan los moretones y, en general, el sufrimiento.

Llegó un momento en la vida en que me convencí de que todas esas patrañas de "la vida es sueño" (con las disculpas a Calderón de la Barca) o la versión más moderna de "la realidad es lo que está adentro de la Matrix", no era un asunto que me debía inquietar. No vaya nadie a creer que tengo razones de peso para sostener esa posición, si yo en algunos casos soy más afecto a los dogmas. Prácticamente me baso para decir que la vida es real en que sería de muy mal gusto enterarse de que después de todos estos años en los que uno se tomó a sí mismo tan en serio, todo era una cosa superflua, perteneciente a la mente o a la metafísica. Piénsenlo bien y se darán cuenta de que sería una broma muy pesada enterarse de que todos los días que nos hemos levantado temprano para ir a la escuela o el trabajo, eran inútiles. Si acaso fuera así, si fuéramos el sueño de alguien más o la creación de una computadora nefasta que estaba aburrida, mejor ni enterarnos. ¡Qué pereza!

Por eso cuando sueño que estoy despierto, mejor me vuelvo a dormir.

miércoles, noviembre 03, 2010

Mi cacahuatero (round 3)

Ya sé que van a decir que no aprendo. Que si ya sé que las visitas a mi cacahuatero de confianza siempre toman rumbos insospechados, debería evitarlas. Pero no están tomando en consideración que no se puede vivir sin cacahuates estilo japonés y coca cola a la hora de redactar documentos. Tampoco se me puede reclamar que no vaya a alguna otra tiendita por mis cacahuates para evitar referencias ambiguas sobre mi peinado y lo no apropiado de éste para mis labores, o referencias muy claras sobre la palidez de mi piel. No, porque en ningún otro lugar he conocido otro cacahuatero más diligente para brindar el servicio que le requiero. Apenas ve que me voy acercando y rápidamente saca la coca cola del refrigerador junto con una bolsa de mis cacahuates favoritos (con un twist picosito que los hace muy interesantes). Ni siquiera he llegado al puesto cuando ya los tiene en la mano, listo para dármelos, y eso es algo que yo valoro mucho. Una aplicación radical de conocimientos de mercadotecnia: conoce a tu cliente, hazlo sentir especial. Ni siquiera me pregunta "¿lo de siempre?". No. Él sabe que voy por lo de siempre. Además, se ahorra ese tiempo de preguntas para hacer sus observaciones o comentarios del día.

Hoy empezó bien, me dijo que yo nunca iba a engordar (claro, conforme con su estilo, lo hizo después de cuestionarme porqué tomaba coca cola light en vez de la regular). También le pareció acertado hacer un chiste de "mexicanos". Inmediatamente supe que llevaba las de perder (yo, obviamente). Además, se disculpó anticipadamente "yo sé que usted es mexicano, pero...". El "pero" y unos puntos suspensivos me dejaron temblando. No entendí muy bien el chiste pero era algo como que un gringo (estadounidense) se puso unos cartones en la cabeza y dijo "¿parezco mexicano?". No sé, supongo que se referiría a las condiciones de indigencia en las que según algunos gringos vivimos todos los mexicanos. Este cacahuatero será un excelente comerciante, pero sensibilidad política o humana no tiene ni un ápice.

Pero, en su defensa, debo decir que es un tipo muy simpático. Continuando con lo políticamente incorrecto de su chiste, me comentó que él le quería mandar un correo electrónico a Barack Obama (mi cacahuatero no se amedrenta con nadie) y le iba a explicar que los nicaragüenses en Costa Rica, son como los mexicanos en Estados Unidos. Sólo que aquí era peor, porque Costa Rica era un país pobre. Yo a mi cacahuatero sólo lo escucho, ya aprendí a no interpelarlo. Tampoco le pido mayores explicaciones de sus observaciones. Me da miedo. Me dedico posteriormente a reflexionar en sus análisis, con la creencia (esperanza sería más adecuado) de que tal vez sea un Pessoa, un Wittgenstein, un Van Gogh, no sé bien qué, algún tipo que es un genio pero que decidió dedicarse a la venta de cacahuates y abandonar los reflectores que les corresponden a los incomprendidos genios que están muy adelantados a su tiempo.

No supe, ni quise saberlo, por qué motivos quería informar al presidente estadounidense de las condiciones migratorias de los nicaragüenses en Costa Rica. No sé si compararlos con los mexicanos en Estados Unidos sería de algún provecho. Pero he de decir que mi cacahuatero, como lo hace casi siempre, me dejó pensando.

jueves, octubre 28, 2010

La ciudad de México

La primera vez que visité la ciudad de México estaba estudiando la preparatoria y tenía quince años. Era uno de esos adolescentes larguiruchos, flaquito, bastante pálido y seguramente con algunas manifestaciones de acné. Digamos que parecido al Rafa actual, pero con cara de niño. Vivía todavía en Huásabas, que tiene CASI mil habitantes y estaba visitando la ciudad más grande del mundo, de veinte millones (es decir, más de veinte mil Huásabas). Fui a un concurso de física de las preparatorias tecnológicas de todo el país, en representación de Sonora. Como un concurso de belleza, digamos, pero sin la belleza.

Estaba verdaderamente impresionado, era todo tan diferente. Como haber llegado a otro país. De pronto encontraba que mi estatura era mucho mayor a la del promedio, que la mayoría de la gente (de los millones de gente) tenía un marcado componente indígena en las facciones y en el color de la piel, que caminaban por multitudes en los apretados pasillos del metro sin voltearse a ver unos a otros. Y hablaban cantadito (esdrújulos, como dice otro amigo norteño). Me asombraba todo y por todo: los edificios altos, las construcciones coloniales, los inmensos monumentos, las calles llenas de carros que no se movían, ¡qué estaba fresco en julio! ¡En julio, por vida de Dios! Si era verano y no estaba la temperatura arriba de 40°C sino a menos de 20°C.

Llegamos en un hotel cerca de la Catedral Metropolitana, en la esquina de las calles 5 de mayo e Isabel la Católica (los nombres me llamaban mucho la atención). El Zócalo estaba a sólo tres cuadras. Cuando nos acomodamos en el hotel la tarde empezaba a caer y que estuviera tan fresco (frío para un sonorense en verano) fue un gran incentivo para ir a conocer. Iban a ser las seis de tarde cuando llegamos al Zócalo. Escuché las campanas de Catedral al mismo tiempo que miraba absorto todo lo que había a mi alrededor. Esa inmensa plaza central, el corazón de México podría decirse, que sólo conocía por fotos. Los imponentes edificios coloniales formaban algo así como una muralla, dentro de la cual todo se había vuelto loco. Miles de gente caminaban como sin trayectoria (aunque sí la tuvieran) mientras pasaban al lado de danzantes que bailaban sobre las columnas de humo con algo que parecía incienso, pero que llaman copal y que huele a prehispánico. En medio de la plancha del Zócalo una garganta tragaba gente, al parecer mediando su consentimiento, era una entrada a la estación del metro. Muchas personas con telas tiradas en el piso sobre las cuales colocaban cientos de joyitas de artificio, de pulseras, de collares, de anillos, todas con harto sentido étnico-genérico. Aquellos tiempos en los que el comercio ambulante extendía su imperio por todo el centro histórico de la ciudad de México.

La Catedral era lo más grande que yo hubiera visto jamás. Cada una de sus veinticinco capillas era del tamaño de una iglesia. El órgano de pipas era de proporciones monumentales y reinaba una combinación de misticismo con desorden, formado por la extraña mezcla de turistas tomando fotos con viejecitas rezando imperceptibles con sus cabezas cubiertas con rebozos. Tomar el metro fue otra impresión. Íbamos a pasear al castillo de Chapultepec y lo tomamos en la estación Zócalo. De ahí, trasbordamos en la estación Pino Suárez que tenía, ahí nada más en medio de un pasillo, los vestigios arqueológicos de una pirámide azteca antiquísima que descubrieron mientras construían el metro. En esa estación había todavía más gente: me paré frente a la puerta de un vagón y antes de que terminara de reflexionar sobre cómo debía comportarme cuando se abriera aquel extraño tren subterráneo, la masa de gente me metió hasta el otro extremo del vagón sin que yo moviera siquiera las piernas. La colectividad tenía vida propia y podía disponer de mi flacucha existencia sin tomar en consideración mi voluntad o lo que nos queda de libre albedrío.

Llegamos a Chapultepec y yo estaba tan impresionado con la gran cantidad de cosas que vendían por todos lados y lo baratas que eran todas las chácharas que terminé comprando de todo, hasta una cachucha de Bugs Bunny con las orejas en peluche del mismísimo Bugs Bunny y que podrían cambiar de posición, gracias a los ingeniosos alambres flexibles del Doctor Chunga. Con ese bello accesorio hice mi camino de vuelta y obtuve hartas miradas de los curiosos chilangos que no se podían creer que un tipo de 1 metro 86 portara algo tan ridículo sobre su cabeza. Si de algo estoy orgulloso de mí, es de mi capacidad de adaptación. A solo un día de que había llegado a la capital, pude entender la facilidad con la que se puede ser diferente, exótico, excéntrico en una ciudad de veinte millones de habitantes.

En esa visita y después de haber quedado gratamente impresionado con el Distrito Federal, jamás me hubiera imaginado que en otro momento viviría ahí. Visité la ciudad unas tres veces más, antes de decidir, mientras vivía en Francia, que yo quería estudiar en el CIDE y que eso implicaba mudarme a México, D.F. Después de conocer el fenómeno de la desenfrenada competencia para entrar a la maestría, descubrí que estaba en la jungla urbana y que me estaba gustando el reto. Llegué y fácilmente me hice amigo de un buen número de guachos (como se conoce en Sonora a la gente del sur) y descubrí que la masa informe de gente estaba compuesta de personas, entre las cuales había verdaderamente un poco de todo, no, qué digo, un mucho de todo. En menos de lo que cantan varios gallos, andaba solo en autobuses, en el metro, en taxi y para cuando acordé ya estaba por terminar la maestría y tenía un trabajo en la misma ciudad de México. La vuelta al terruño se veía cada vez más lejana, más impráctica. Pero ya había llegado el momento en que el monstruo había capturado mi huasabeño corazón. El síndrome de Estocolmo hizo su trabajo y amaba a la ciudad que me había secuestrado. Cada vez conocía más de sus rinconcitos apacibles, de sus sagrarios de pluralidad, de sus refugios de sofisticación. Ya era demasiado tarde, ya me había enamorado.

http://www.youtube.com/watch?v=3I17uqtQq-w

miércoles, octubre 27, 2010

La fiesta blink blink

El domingo pasado cumplí mis primeras treinta primaveras (y equivalente número de otoños, veranos e inviernos). Aunque se dice fácil, requiere de un gran esfuerzo... ok, a veces no tanto. De cualquier manera, no había razón para dejar pasar el acontecimiento sin una celebración que se correspondiera con tan flamante fecha. Los años de loca juventud estaban a punto de decir adiós (o no) y no era justo dejar pasar desapercibido tal evento.

Desde antes de partir al exilio autoimpuesto en el que me encuentro, durante las recurrentes libaciones que tuvieron lugar para despedirme de los grandes amigos que hice entre la nueva generación de diplomáticos mexicanos, surgió el concepto de la fiesta blink-blink. Esta expresión es una degeneración del ya de por sí degenerado estilo bling-bling que caracteriza a los hiphoperos y otros músicos que ostentan su riqueza y juventud con los destelleantes asomos de grandes cantidades de oro y otros materiales brillantes en sus ropas (con el mal gusto como elemento inseparable; el leitmotiv que le llaman). Es decir, hacer para mis treinta años una celebración al más puro estilo del éxito musical de Black Eyed Peas en 2009 "I gotta feeling" (Tengo el presentimiento) que es el himno extra oficial de esta nueva generación de entusiastas diplomáticos y que en buen cristiano diría algo así como "Tengo el presentimiento de que esta noche será una gran noche".

Pasaron meses en los que mi mente estuvo distraída de lo que llaman el choque cultural de la mudanza y más bien ocupada en planear la fiesta blink-blink. Paulatinamente, cinco amigos fueron confirmando viaje especial a Costa Rica para el evento. No podría bajar el nivel a la reunión, tendría que poner los arcos para recibirlos y, como decía mi nana, preparar un buen potage. Entre los amigos que vinieron estuvo la totalidad de los nuevos diplomáticos asignados a la región centroamericana, Adriana, Enrique, Rodrigo y su esposa Mariela, así como la distinguida presencia de Camila, desde ciudad de México. Con eso teníamos, además de tema para la fiesta, un nombre que sería la Cumbre de Centroamérica + Cami. La celebración iniciaría en mi casa donde tuvimos a bien crear el Mecanismo de San José y como el lugar de las sesiones sería Cahuita, en el Caribe, de ahí saldría el Acuerdo de Cahuita que, a su vez, tiene un calendario de cumplimiento conocido para la posterirdad como la Agenda de Cahuita. (¡Éjem! Soy un ñoñazo, lo sé bien).

En cuanto recogimos a Enrique en el aeropuerto el mismo día de los festejos, iniciamos el eco-tour para darle un toque verde a la celebración. Fuimos al cráter del volcán Poás que lucía maravilloso y humeante. El día, contrario a la costumbre costarricense, era espléndido por lo que tuvimos una vista maravillosa. En el parque nacional del volcán fuimos a echar los pulmones en una senda caminata por la jungla que incluyó una vista maravillosa de una laguna que se llama Botox (lo que se puede ahorra uno en cirujanos). Una vez que el carácter urbano venció el ímpetu ecologista, retornamos a arreglar todo para el evento central del blink blink.

Contrario a lo que me suele pasar, me faltó tiempo para que todo quedara listo a la hora. Improvisamos unos centros de mesa en unos viveros, gracias al conocimiento botánico de Adriana que nos recomendó una bromelias (yo tampoco sé qué sean). Compramos un pastelito, nos pusimos guapos y a esperar a la concurrencia.

La fiesta fue de lo más divertida que recuerdo, las margaritas de limón hicieron excelentemente su trabajo y aunque había varios grupos de gente que no se conocían entre ellos, la convivencia intergrupal fue tan agradable como la intragrupal. La comida, cómo evitarlo, fue mexicana y en cantidades "all you can eat", que nos hemos ganado a pulso el mérito de ser los más gorditos del mundo. No faltó ni el mariachi, porque eliminar a José Alfredo Jiménez, a Agustín Lara o a Juan Gabriel de una fiesta de mexicanos es un poco como robarnos un pedacito de alma. La noche estuvo sensacional, no cayó ni una sola gota de lluvia y las nubes se despidieron brevemente dejándonos ver hasta la luna más bonita del año, que es lo que dice la canción de las lunas de octubre. Parecerá que estoy delirando, pero juro que hasta la luna estaba llena (como si también hubiera comido tacos).

El día siguiente había que manejar tres horas y media hasta la segunda sede, Cahuita, en el Caribe. El camino es muy lindo aunque las carreteras centroamericanas son cosa de mucho cuidado (y nerviosismo extremo para los copilotos). Ya que andábamos en ésas, decidimos enviar una exhortación "a quien corresponda" para mejorar la infraestructura vial de la región como un punto central del Acuerdo de Cahuita (para que no piensen que sólo nos ocupamos de temas frívolos y superficiales). El clima también fue delicioso. El sol brillaba en el Caribe y nos dejaba ver las tonalidades turquesa que han hecho a ese mar internacionalmente famoso. Tomamos un paseo en bote, en modesta imitación de los yates en los que la gente bling bling aparece en los videos musicales. Lo más genial de salir a pasear con los amigos, es cómo puede uno reírse de casi cualquier cosa. El lugar estaba casi desierto, virgen en el mejor de los sentidos, así que buscamos una playa de esas que parecen de carta postal y remojamos ahí, en esas aguas tranquilas como alberca, nuestra feliz humanidad.

La cena, el desayuno, el paseo por el parque nacional de Cahuita, la jungla, las playas, el parsimonioso Caribe, los perezosos (animales), los perezosos (humanos), los otros monos. Hubo de todo: una lagartija (real) en el iPod que estaba dentro del carro, una multa de tránsito (los nuevos diplomáticos no tenemos tantas inmunidades como quisiéramos), una blackberry olvidada en la casa de la playa, que viajó de manera paralela e hizo más escalas que estaciones tiene un via crucis hasta llegar de regreso a Nicaragua; y hasta que nuestra anfitriona en el Caribe confundiera a Camila con una famosa artista mexicana (que no mencionaré su nombre hasta tener la aprobación de ambas para divulgarlo, jajaja).

Lo más bonito de la fiesta blink blink son todas esas vivencias en la memoria. Identificar mi arribo a una nueva década, no con la decrepitud, no con la desaceleración de las experiencias de loca juventud, sino con el placer casi divino de tener tantos amigos, de tenerlos tan buenos, de una familia maravillosa, de una carrera que amo y que apenas inicia. Mi ingreso a los treinta me empieza a convencer de que, efectivamente, los treinta son los nuevos veinte. Sólo que mejores.

jueves, octubre 21, 2010

Feliz casi cumpleaños a mí

Como tengo la costumbre de hacer, primero procederé a disculparme por el abandono temporal al que sometí al blog. No abundaré en explicaciones porque no las hay muchas, pero sí quiero dejar constancia de mi último descubrimiento (agregue un minúsculo Eureka, modesto pero muy mi Eureka): para escribir hay que tener paz mental. No me refiero a una conciencia tranquila, ni a tener ideas muy ordenadas, ni lo uno ni lo otro son mi especialidad, mucho menos me refiero a no tener crisis existenciales, sino a que el espíritu creador de la palabra (si es que existe) esté relajado y que no se obnubile con las detalles nimios de la vida (a los que mi espíritu se entrega con singular alegría y falta de planeación estratégica).

Tengo también otra excelente costumbre: anunciar mi cumpleaños con anticipación para que las memorias escurridizas (como la mía) reciban una ayudita. Así, tengo a bien comunicar a los cuatro lectores (o más, espero) que este domingo 24 de octubre cumplo años. Se aceptan toda clase de felicitaciones, en todos sus formatos: ya sean poemas en endecasílabos, composiciones musicales o un siempre lírico Feliz Cumpleaños. También se aceptan oraciones (de todas las denominaciones religiosas), buenos deseos y, porqué no, porqué no, jamás les despreciaría un regalito, jajaja (broma pesada pero bienintencionada).

Haciendo cuentas, cosa que no es para nada necesaria ni de ninguna manera provechosa, resulta que cumpliré 30 años. Eso convierte el acontecimiento en categoría XXX, no por cuestiones relativas a lo carnal, a lo venéreo, ¡Dios me ayude!, sino porque es mi XXX Aniversario. Y como el número en romano se oye bien, lo pongo en formato efeméride. Lo festejaré de la manera en que me gusta hacerlo, en compañía de mi contexto inmediato. Estaré lejos de la tierra que me vio nacer (circunloquio abusivo e impreciso para decir "mi tierra") pero vale más que me vaya acostumbrando, porque dada mi carrera laboral así pinta lo que me resta de vida económicamente activa.

Para finalizar, les mando un gran abrazo a todos los cuatro o más lectores, esperando que sea cierta la ley de la física que dice que a toda acción le corresponde una reacción de igual magnitud pero de sentido contrario.

viernes, octubre 08, 2010

Me gano el pan con el sudor de nuevas callosidades

Ayer al momento de bañarme descubrí que tenía la esquina inferior izquierda de la mano derecha con una coloración rojiza y que me ardía un poco. Traté de hacer memoria de si me había caído a manera de hacerme esa especie de moretón, pero estaba casi seguro de no haber rodado por el suelo en fechas recientes. Pude recordar fácilmente uno que otro resbalón en las banquetas llenas de musgo y lama que dejaron las tenaces lluvias costarricenses, pero nada que me hiciera caer bonitamente (es decir, feamente).

Pero hoy al llegar a la oficina y empezar a checar mis correos, me di cuenta de la causa cuando empecé a maniobrar el mouse de la computadora y volver a sentir el ardor en esa parte de la mano. Hice varias pruebas y di con el origen de mi dolencia, se trataba ni más ni menos que de un callo producido por la sobreexposición a la computara de la oficina (la de mi casa no tiene mouse) y el abuso en el uso del así llamado "ratón". ¡Ah caray!, pensé, sus impuestos sí trabajan conmigo (dirigiéndome a hipotéticos contribuyentes mexicanos).

Claro que el mouse igualmente sirve para navegar en facebook y ociosidades varias, pero estoy seguro que los usos lúdicos de la computadora no dejan huellas tan nocivas como mi callosidad. En realidad, buena parte se la debo a la elaboración de un detalladísimo documento con tablas, viñetas, fotos, números, etcétera que no podía hacer con el teclado y que me hicieron abusar del ratonsuelo. Así que para mi próximo cumpleaños ya tienen una idea para regalo, un magnífico reposamanos ergonómico con colchoncito a la altura de la muñeca que me permita solasar mis atribuladas articulaciones, antes de que aplique la evolución inversa y termine quedando con forma de homo absolutamente non erectus (sin albur, si son tan amables) por pasar sentado nueve horas tras un ratoncito del mal, como si yo fuera Tom y él fuera Jerry.

O también, digo, si andan en sus días más generosos, podrían pensar en regalarme una pensión por retiro anticipado para evitar el desgaste de la juventud, que me permita irme a vivir a alguna playa sin oficinas, ni escritorios, ni mouses, ni paper cuts. Sí, ése sería buen regalo. ¿Quiéeeen?

Buen fin de semana.

martes, octubre 05, 2010

Mi nana Carmela

A veces uno cita de los grandes pensadores de la humanidad los conceptos que los hicieron famosos, cuando en realidad no los aprendimos de ellos sino de nuestro contexto más inmediato. Por ejemplo, mi nana Carmela me enseñó el asunto de la relatividad de una manera mucho más fácil de entender que con las fórmulas cuánticas de Einstein cuando decía "Es muy joven la Balbina... sólo tiene 82 años". Claro, como ella tenía 84 cuando le oí manifestarse sobre la juventud de la Balbina, esa era una cuestión relativa a la edad del que la juzgaba y no un asunto que admitiera absolutos.

También me enseñó que en la comunicación (como en el arte) importa más la impresión con la que se quede el receptor que la idea que el emisor haya querido transmitir. Y esto lo aprendí en una sosiega mañana veraniega de mi infancia, seguramente de sábado, cuando llegó la María Beltrán a visitarle. Estaban ambas sentadas cada una en una poltrona del corredor lleno de plantas de mi nana, cuando la María Beltrán, que siempre recuerdo con un gran sombrero de paja que usaba para no asolearse ya que se la pasaba del tingo al tango entre las calles de Huásabas y Granados, le preguntó con un tono sereno: "¿Los lunes vas, Carmela, al cementerio?". A lo que mi nana respondió: "No, María, voy los lunes". Ya para entonces yo puse cara de desconcierto, como que aquello no estaba teniendo mucho sentido. Y luego la María siguió meciéndose muy tranquilamente en la poltrona y con su sempiterna tranquilidad bucólica agregó: "Ah, fíjate, yo creí que ibas los lunes". Mi cara infantil lo fue también de desconcierto, pero ambas viejitas medio sordas se quedaron muy satisfechas con su conversación, cada una con una idea diferente de la visita de mi nana al cementerio (para arreglar la tumba de mi tata, por si se estaban preguntando el motivo). Cada quien con una idea diferente, pero ambas satisfechas. Y esa fue otra gran enseñanza.

También me enseñó grandes cosas sobre el amor y la íntima relación que éste guarda con la practicidad. Esas cosas las aprendí meditando su gran afición por los gatos, siempre y cuando no fueran negros. Su amor por los felinos era debido no a sus características intrínsecas, no al gato mismo, sino al hecho de que mataban a los alacranes. Pero, además, no amaba a los gatos negros porque con su vista ya cansada no los podía ver cuando anduvieran cerca de sus pies, lo que le podría causar un "resbalón de muerte". Así, aprendí que no hay amor sin interés y que no se ama lo que nos pueda causar resbalones de muerte y creo que esa enseñanza es de gran utilidad para las almas de los cínicos.

¡Era una sabia mi nana Carmela!

jueves, septiembre 23, 2010

Va de nuez

Una parte fundamental del egocentrismo es darle una importancia casi sagrada a nuestro nombre. Si el yo es el centro de uno mismo, la manera en la que se nombra al yo no puede ser considerada algo trivial o sin importancia. Ya les había compartido cómo a mí, de buenas a primeras, en mi lugar de trabajo me convirtieron en Rafael Marcelo Valenzuela y ahora muchos de mis amigos me dicen simplemente Marcelo (que mal suena a la versión masculina de la telenovela Simplemente María).

El día de hoy mi nombre sufrió otro severo descalabro. En los papeles de registro de mi automóvil acabo de descubir que ahora ya no soy Marcelo, ahora soy Rafael Barceló DuraZNo. ¡Durazno! ¡Durazno, por vida de Dios! ¡Como si fuera una vil fruta peluda! ¿qué egocentrismo va a ser posible con ese apellido?

Tratando de consolarme a mí mismo, me dije que menos mal que lo escribieron con Z porque hubiera sido mucho peor que me dijeran DurASNO. Y ahora más tranquilo sólo me queda esperar que, además de las crisis de identidad que me causan mis súbitos cambios de nombre, no me provoque dolores de cabeza burocráticos interminables cuando quiera vender el carro, o cobrar un seguro, y una señora con voz molesta se niegue a recibirme el trámite porque yo no soy quien digo ser, porque en mis documentos oficiales ni soy Marcelo, ni soy Durazno. ¡Grrrr!

miércoles, septiembre 22, 2010

Volver a la patria bicentenaria

Después de casi una semana de ausencia más que justificada, regreso para publicar en el blog que acabo de regresar de México. Con este viaje reafirmé que "volver" es un verbo mucho mejor que "ir", al igual que "reconocer" es un proceso mucho más significativo y profundo que "conocer". Si no fuera porque las lenguas nos gustan complicadas, en vez del verbo "volver" tendríamos el verbo "re ir" que no por coincidencia suena igual que "reír".

A los que somos de un lado pero vivimos en otro, se nos presenta de una manera más evidente el molesto (pero entretenido) dilema de la identidad. El típico ¿quién soy yo? o ¿por qué estoy aquí? pero con matices geográficos y culturales que todo lo enredan. Y cuando "re vamos" al lugar del que somos se siente como si fuéramos la pieza de un rompecabezas que se había quedado atorada en alguna esquinita y que finalmente puede volver a caer en su lugar y sentir que embonamos perfectamente. En esos momentos recupero hasta el acento perdido por las mudanzas y empiezo a arrastrar el sonido de la ch para pronunciarla como sh (fonema que existía en latín y que desapareció entre casi todos los hispanoparlantes, excepto los del noroeste de México). Bueno, y a gritar en vez de hablar, como solemos hacerlo los sonorenses.

El motivo de mi fugaz regreso fue, además, de lo más alegre: la boda de mi hermano menor (¡ouch!) pero se prestó la ocasión para vengar el apetito de tacos, de carne asada, de tortillas de harina y hasta para saciar las ganas que tenía de volver a ver las banquetas llenas de gente de la ciudad de México. Hablar con los amigos, abrazar a mis hermanas, jugar con mis sobrinos, reír con mis primos, platicar con mi padre e, incluso, bailar al ritmo de una orquesta sonorense tradicional. Todas estas actividades que de manera natural me informan (como si pudiera ovlidarlo) que el sentido de la vida me lo dan las personas que quiero; actividades que se atreven, incluso, a indicarme con toda exactitud a dónde pertenezco, a pesar de la distancia, aunque pasen los años y sin importar que me siga construyendo con las experiencias que todos los días se acumulan y con toda la gente valiosa que no me canso de conocer ni de aprender a querer, unas veces más, unas veces diferente.

jueves, septiembre 16, 2010

¡Feliz cumpleaños México!

¡Feliz bicentenario, México!

La ocasión es excelente para repensarnos como país, como sociedad, para mejorar su gobierno, nuestros modos y nuestro destino compartido.

Que de ahora en adelante la pregunta que todos nos hagamos sea ¿como puedo YO mejorar esto?

¡Felices doscientos años de independencia!

¡Felicidades México!

¡Felicidades mexicanos!

lunes, septiembre 13, 2010

¿De qué país se trata?

Volver a tener carro propio (lo cual acaba de pasar para mí la semana pasada) me trajo de vuelta algunas lamentables costumbres, como la de oír una y otra vez los mismos discos gastados que me gustan. Uno de ellos fue un regalo que hace dos años me hizo una amiga francesa, de un cantante también francés de nombre Francis Cabrel. Una de las canciones de ese disco, les cardinaux en costume, habla del doloroso proceso de la migración, las deportaciones, la xenofobia. Del drama más humano de todos, pero que las sociedades receptoras siguen tratando como si se tratara de un fenómeno nuevo, unidireccional, perjudicial. El estribillo de la canción es en español y dice así:

¡Qué vida! ¡Qué triste!
¿De qué país se trata?
¿Del mío? ¡No!
¡Del mío no se puede!

La indignación contenida en estas palabras retumba en mi cabeza al pensar en la masacre brutal, barbárica, sin nombre, de 72 migrantes centro y sudamericanos en mi país a manos de un grupo de delincuentes sanguinarios, despiadados con el caído, para despojarlos hasta de lo que no tenían, aprovechándose de la manera más ruin de su vulnerabilidad. ¡Menudo valor matar a sangre fría al que no puede defenderse! Se requiere haber perdido hasta lo último de humanidad que quedaba en su endeble código moral para poder ser tan cobardes, para sacar ventaja del marginal, del que nada reclama porque no puede defenderse quien vive en los márgenes, el sistema lo excluye hasta casi negar su existencia.

Hago mías las palabras de Cabrel para expresar el dolor que se siente tomar conciencia de que al mismo tiempo que celebramos 200 años de vida independiente ocurren en México hechos tan despreciables como el ocurrido en Tamaulipas: ¿De qué país se trata? ¿Del mío? ¡No!

Descansen en paz todos los que han muerto víctimas de los procesos irregulares de migración que les ha impuesto la miseria. Y los que hemos tenido el privilegio de poder cambiar las cosas que jamás nos venzan el miedo ni la desidia para despreciar la maldad, para reprobar el odio, para luchar por la dignidad de los demás.

viernes, septiembre 10, 2010

Huelga

Mis neuronas me avisaron ayer que están en una huelga muy formal de escritura en este blog. En un comunicado que me hicieron llegar por la vía neurálgica me informaron que se reúsan a aceptar los términos patronales que les he querido imponer, expresando que el modelo de estado de bienestar que se había logrado después de la posguerra se los quiero ir retirando poco a poco, en aras de la competitividad y el crecimiento económicos. Que ellas no están de acuerdo con mi proceder y que mientras no seamos capaces de renegociar las condiciones de mantenimiento cerebral, no cejarán en sus propósitos de recuperar los beneficios neurológicos con los que contaban, que yo desconozco cuáles sean porque esa información sólo la tienen mis neuronas y no me la desean compartir (así que estamos ante lo que en economía llaman el problema del agente-principal).

Yo seguiré pendiente de la negociación, tratando de satisfacer todos los puntos de su pliego petitorio para poder recobrar cuanto antes las actividades blogueras y minimizar las pérdidas sociales que ocasionaría una ausencia tan costosa (me gritan a coro las huelguistas neuronas, que esa pérdida es incalculable, pero la verdad es que de esas cosas ellas saben poco).

martes, septiembre 07, 2010

Culebrón de madrugada

Es curioso cómo uno va por la vida pensando que las telenovelas o culebrones, como le llaman en otros países, son una cosa irreal o poco verosímil. Es claro que, por fortuna, no existen close ups que duran veinte segundos retratando la forzada expresión (una sola expresión durante los veinte segundos) de algún actor o actriz que de actuación sabe lo que yo de futbol. Eso no lo hay, ni tampoco abundan galanes con nombres como Eusebio Roderico, o cuando los hay, sus allegados normalmente prefieren ahorrárselos y los llaman con apodos más cortos como el pollo, el güero, el chanfles, etc. Sin embargo, los grandes dramas de las telenovelas sí existen y no dan tregua, como bien puede documentarse con una visita al archivo de los juzgados familiares, o simplemente a la oficina de cualquier ministerio público.

El día de hoy a las seis de la mañana, por ejemplo, en mi edificio se vivió lo que parecía una grabación de la peor telenovela de Televisa. Y todo sucedió (más o menos) así: yo estaba durmiendo de lo más plácidamente, como tengo la costumbre de hacer a las seis de la mañana, cuando empiezo a oír unos golpes que yo pensé que, o estaban demoliendo el edificio y no me había enterado, o bien, acababan de abrir una estación del metro en el vestíbulo. Hice lo que cualquier persona haría en esas circunstancias, o sea, me puse la almohada sobre la cabeza. Pero los golpes no paraban sino que pasaban los minutos y el ruidajo continuaba. No sabía si actuar en consecuencia o ponerme una tercer almohada sobre la cabeza, pero empecé a oír los gritos de una mujer furiosa y tuve a mal asumir que se trataba de una vecina que había bajado a arreglar el asunto con el peor de los modos. Como los gritos de la mujer/bestia furiosa continuaron y también continuaron los golpes llegué a la conclusión de que estaba manejando una hipótesis incorrecta. La fuente de aquel escándalo no era ni un Caterpillar ni una estación del metro, era una mujer herida.

Quiero dejar claro que para esta hora eran ya las 6:30 a.m. y todo mundo sabe que esa hora es la más sagrada de todas las horas de sueño. Yo llevaba media hora del tiempo sagrado en vela, asfixiándome con tres almohadas y pensando en que no me gusta cómo se me ven las ojeras que me provocan esas desmañanadas. Este último pensamiento me puso los pelos de punta. Hablando metafóricamente, porque después de dormir es una situación absolutamente normal tener los pelos de punta. Entonces renegué insultos que no puedo repetir en público, me vestí con pijama, camiseta y gorra (para ocultar la inflamación capilar) y salí al pasillo a gritonear algo así como "¿que no tienen consideración de los demás?" (pero con voz de tía gorda angustiada). Cuando salí pude ver de qué vecinos se trataba el zafarrancho.

Este párrafo estará dedicado a explicar porqué me pude imaginar de qué vecinos hablaba, aunque prácticamente no he entablado conversación con ninguno. Lo supe desde que hace poco más de un mes vi el carro estacionado. No los vi a ellos, sólo vi el carro. No hace falta explicar que cada quién carga con una caja de prejuicios y con ella arma y desarma las nociones que tiene de los demás. En mi caja de prejuicios tengo las siguientes nociones preconcebidas (por tanto, algunas veces falsas): tipo musculoso = tonto que solamente habla de esteroides; tipo gordito = simpático (¡me he dado unas equivocadas con ésta!); carro deportivo con rines extra grandes y del mismo color que el carro (¡guíuc!) = vecino que va a dar problemas. Lo juro, el carro que estaba a dos espacios del mío me lo dijo claramente, este tipo va a dar problemas. Esta vez no me equivoqué. A la semana siguiente de su arribo hizo una fiesta en el área común y los invitados gritaban como enajenados, en la alberca había gente con camisetas y bailaban ritmos que pueden ser descritos como guapachosos tropicales (del género muy molestos). Luego vi en persona al vecino (de lejitos) y anunciaba a kilómetros un aumento de ingresos súbito y no bien procesado. Mi caja de prejuicios fue rápida para seguir sacando conclusiones.

Me asomé al piso de abajo, que era donde se estaban desarrollando los acontecimientos, y vi a la mujer del vecino. La tipa no dejó ni un solo rasgo del estereotipo ausente: vestido de leopardo súper ajustado, minifaldita, escote pronunciado, rubia contra la voluntad de Dios, zapatos de tacón altísimos a las seis de la mañana. ¡Vestido de leopardo, por lo que más quieran! Ella era la fuente de todo el escándalo, ese curvilíneo cuerpecito con aspecto de Laura León era capaz de provocar todo ese ruido. Esa mujer estaba más herida que Lupita D'Alessio y tenía peor gusto que Irma Serrano (pero esto no viene el caso ahora, es sólo animadversión por robarme el sueño).

La situación era la siguiente: ella descubrió que su hombre (desconozco la naturaleza de su relación) estaba ahí, en el departamento que ella había alquilado, con la otra. ¡La otra! Y los golpes eran en la puerta para que le abrieran. Ahora sabemos que su hombre sería lo que ustedes quieran, pero muy valiente no. Se agazapó dos horas dentro del departamento (con la otra) hasta que llegó la policía, muchísimo tiempo después, a sacarlo. Como el hombre nomás no la dejaba pasar, los guardias de seguridad no podían lograr que la señora se calmara y la policía no llegaba, doña Ruidos bajó a donde estaba el carro del susodicho y empezó a darle zapatazos hasta que rompió una ventana. Todo esto, como ya me era imposible dormir, decidí verlo con mis propios ojos, porque tenía una vista privilegiada desde el balconcito. Primero rompió una ventana y tuvo a mal encontrar los zapatos de la otra (a la cual ya había nombrado con diferentes calificativos que prefiero no repetir), entonces se enojó aún más, lo que yo creí que ya no era posible, y le rompió absolutamente todas las ventanas al carro deportivo pero ahora con los zapatos de la otra, que yo me imagino que quedaron en un estado execrable. El vidrio del frente no lo pudo romper, se ve que los hacen muy sólidos, ¡bien por Toyota!, se ve que sí mejoraron la seguridad de sus autos. También le quebró los dos espejos y colgaban así con sus cablecitos, pobrecillos. Las abolladeras de ese automóvil ahora le hacen honor a su nombre y quedaron efectivamente muy abolladas.

Todo esto del carro, los ruidos que hacían sus ahora inexistentes ventanas al quebrarse y demás, lo pudieron también contemplar el hombre (ex hombre ahora, supongo) y "la otra" (agregue close ups a discreción) desde la ventana de su casa, que asimismo tenía vista privilegiada al estacionamiento (de visitas, por cierto, pero el nuevo rico siempre lo dejaba ahí, pero ésa es otra historia que también salió a colación por mi animadversión por el sueño robado).

Yo decidí que era hora de seguir con mi vida, dejé a los policías sacar al tipo del departamento rentado por su herida mujer, la cual pudo apoderarse de él (el departamento, no del hombre) y me empecé a alistar una hora antes de lo que tenía previsto. No supe qué pasó con "la otra", supongo que se fue en taxi y derramó lágrimas que mancharon de maquillaje su rostro. La mujer leopardo (lo digo por su vestido) espero que también decida seguir con su vida, pero espero en Dios que considere hacerlo en otro lugar, porque no me gustaría convertirme de pronto en testigo protegido de sus nuevas fechorías, solo por estar en el balconcito para contemplar otro culebrón de madrugada.

lunes, septiembre 06, 2010

Improvisando

Uno de los métodos para divertirme que mejor me ha funcionado, es el que está basado en la improvisación. No digo que la falta de planeación no tenga sus desventajas, pero la espontaneidad tiene un encanto particular, un no sé qué, un qué sé yo. Las fiestas que me traen recuerdos más entrañables son normalmente aquéllas que sé dónde empiezan, pero que no tengo idea de dónde terminaron ni, sobre todo, por qué terminaron ahí.

Cómo olvidar, por ejemplo, aquel cumpleaños que empezó con una paella y terminó a las cinco y media de la madrugada en el mercado municipal de Hermosillo cada quien con un plato de pozole, excepto Rómulo al lado desayunándose (a esa hora, en esas circunstancias) unos chiles rellenos, mientras era aconsejado que en ese lugar no se comiera nada que no estuviera hirviendo mientras se lo servían. O la fiesta al comenzar la universidad que terminó cuando a las siete de la mañana la religión era comparable a una botella de XX Lager y Dios a la cerveza (con mis padres llamando a Locatel después de estar toda la noche en vela por mi no anunciada ausencia). Tampoco es fácil olvidar las noches de farra de aquel año nuevo en Puerto Vallarta que terminaban siempre en la banqueta del hotel a las diez de la mañana, maldiciendo el molesto sol tropical. Ni cuando al caer algunas tardes nos veíamos los compañeros del Servicio en la cantina Covadonga, a esa hora repleta de respetables viejecitos del exilio español jugando dominó, y salíamos en la madrugada, a esa hora repleta de alternativos habitantes de la cultura que venían de ver la lucha libre en la Arena México. Ahí era más fácil saber dónde terminaríamos, porque los tacos son un destino ineludible en las desmañanadas del Distrito Federal.

Ya quisiera yo ser un verdadero bohemio y tener muchos más ejemplos para dar, pero la verdad es que en mí han tenido que convivir el santurrón, el nerd y el riguroso que se obliga a dormir sus buenas horas. Eso, por fortuna, limitó las posibilidades de que me entregara a la vida epicúrea, de la que soy naturalmente afecto. De cualquier manera, cuento con una buena muestra de ocasiones festivas (a razón de una por fin de semana) para saber que la improvisación es una inversión que sí paga en divertimento. Y este viernes fue otra ocasión que tuve para comprobarlo. Todo empezó en el concierto de Lila Downs (¡fabuloso!) y siguió en las cantinas del centro de San José. Cantinas antiguas con un cantinero antiguo, con humo de cigarros, con música de fondo, literalmente como fondo a la conversación, con canciones de José Alfredo y algunas cumbias genéricas de triste memoria. Y cerveza, mucha cerveza, demasiada cerveza, demasiada improvisación.

viernes, septiembre 03, 2010

Para la casa de piedra y flores

Uno sabe que ya se le está juntando la Historia (es decir, los años) cuando se le empiezan a morir los escritores favoritos. Este año, en ese sentido, me ha caído fatal. Tal vez no sea casualidad que en menos de dos meses estaré abandonando la década de los veinte y cumpliré treinta años, en el mismo 2010 que se llevó a Saramago, a Monsivás y, ayer, como si esas pérdidas hubieran sido pocas, a Germán Dehesa.

Yo ni en el gimnasio ni en la lectura me he caracterizado por el rigor o la disciplina, por lo que no puedo decir, como muchos, que leía diariamente a Dehesa. Pero cuando leía las columnas de los periódicos, la suya era, de lejos, mi favorita. En honor a la verdad, debo confesar que lo único de él que me aburría era cuando hablaba de futbol, que era muy seguido, básicamente porque no entendía sus comentarios por falta de información estratégica. Ahora bien, estoy seguro que en ese tema debe también de haber sido divertidísimo y que de haber sido yo un iniciado en la materia, me hubiera arrebatado carcajadas similares a, por ejemplo, cuando hablaba de Elba Esther Gordillo, de Montiel, de Beatriz Paredes, o de Jimmy Neutrón (Peña Nieto).

Lo que más me gustaba de Dehesa era su humor como herramienta para analizar los problemas de la vida real. Es una mezcla difícil combinar el humor con el compromiso social. Sin embargo, lo divertido de sus crónicas políticas o urbanas no le quitaba ni un ápice de profundidad a la seriedad con la que tomaba sus causas.

Había algo muy particular de él que admiraba: era un activista motivado por el amor a las cosas, no por el desprecio a lo que no le gustaba. Esta distinción que puede parecer sólo una sutileza, no lo es tanto, porque el amor por la gente, por tu ciudad, por la naturaleza te llevan a construir para que todo esto sea mejor, mientras que el desprecio por el sistema, por los políticos, por los cerdos capitalistas o por los sucios comunistas, implican revoluciones cuyos resultados nunca se saben si serán contraproducentes.

Desde ya estoy extrañando su columna. Después de leer en las noticias que a su funeral irá el presidente Calderón, el secretario de Educación, la directora del organismo encargado de la cultura y una larga lista de celebridades de distintos medios, me encantaría poder leer cómo hubiera relatado su propio funeral, con esa chispa que hacia parecer divertido hasta un encuentro interministerial para evitar la evasión fiscal (intentando una reducción al absurdo). Tal vez hablaría del suyo como el funeral Bicentenario, o quizás se autonombraría Dulcísimo Padre de la Patria y del Bucles. Ya no podremos leerlo, ahora sólo nos quedará imaginar sobre tantos temas qué hubiera dicho... pero, sobre todo, cómo lo hubiera dicho.

jueves, septiembre 02, 2010

De política y otras mortificaciones

La información que obtengo de los medios masivos de comunicación suele tener el efecto de dejarme muy intranquilo. Tantas explosiones, terremotos, lluvias, sequías, balaceras, me causan una especie de desasosiego, por no hablar de la estupefacción con que me dejan las declaraciones de los gobernantes, particularmente los latinamericanos que parece que la mayoría saliera directamente de Macondo. Por mi trabajo actual, sin embargo, no tengo la opción de retirarme y voltear a otro lado. Mala sea la hora, con desasosiego o sin él, me los tengo que reventar y rogarle al santo patrono de las crisis nerviosas que haga las veces de té de tila y me relaje yo un poco.

Esa situación me hizo recordar a mi tío Rafay (que no era mi tío de la vida real pero, según mi hermana, de niño yo tenía un complejo de Angelina Jolie e iba adoptando parientes al por mayor). Entre una de sus muchas características, mi tío Rafay tenía la de ser un panista muy convencido (con panista quiero decir afecto al partido político mexicano cuya comestible sigla es PAN y que es ahora el partido del presidente de la República). Como para darles más contexto, conviene aclarar que en aquellos tiempos (no tan lejanos, me interesa subrayar) en que yo era niño, México tenía un sistema político de partido si no único, sí muy requete dominante y no era el PAN, sino el PRI. Los así llamados partidos de oposición jugaban un rol prácticamente marginal y no era infrecuente que algunas personas consideraran la pertenencia a la oposición como una especie de inmoralidad revuelta con traición a la Patria. Ser panista, o sea, no priísta, era casi como ser protestante, o sea, no católico, y eso la sociedad no siempre lo digería de la mejor manera. Aunque el ejemplo es bastante confuso, porque justamente ser católico y panista era la combinación más coherente. El caso es que los fervientes seguidores de la oposición política eran una cosa minoritaria y todos sabemos que hay gente que dice "fuchi las minorías" (y lo usan para muy distintas situaciones).

El tío Rafay era, como les iba diciendo, un comprometido panista en tiempos en los que esto era una situación socialmente irregular. En los tiempos de los que les hablo, los medios de comunicación solían seguir una línea editorial (por llamarla de alguna manera) bastante acorde con el resto del sistema. Los canales de televisión públicos, como es previsible por las jerarquías y esa suerte de cosas, solían ser muy proclives a ensalzar los logros de los altos funcionarios priístas en turno y de denostar ya sea a los líderes de la oposición o a los logros de las muy pocas autoridades emanadas de ella (siendo justos con los comunicadores de ese entonces, a los seguidores de la oposición, como mi tío Rafay, rara vez los maltrataban verbalmente).

Pues resulta de todo esto, que un día mi tío Rafay tuvo que ir con el cardiólogo, por síntomas relacionados, yo supongo, o mejor dicho, yo infiero, que con el corazón. Para no hacerles la historia más larga y volver a trabajar - porque yo me gano el pan que me como con el sudor de la frente, o mejor dicho, con otros sudores que me causa el nada fresco asiento en el que paso una cantidad indecible de horas - el cardiólogo dio con un diagnóstico tan original como los que saca de repente el Dr. House. No le dijo no coma grasas saturadas o grasas trans (que aún no estaban de moda, es decir, que no estaba de moda la obligación moral de evitarlas); tampoco le dijo que hiciera ejercicio (o tal vez sí, porque a los médicos les gusta mucho que uno haga ejercicio); ni siquiera sacó el cardiólogo una receta para anotar costosos medicamentos. El galeno, que algo habrá tenido de psicólogo, simplemente le dijo que dejara de ver el noticiero de Sergio Romano que tanto acongojaba su corazón por el tipo de línea editorial priísta que ya expliqué en el párrafo anterior.

Así me siento a veces, como mi tío Rafay, con ganas de salir corriendo en busca de algún cardiólogo brillante como el que lo atendió a él, que por prescripción médica me prohiba seguir leyendo la prensa o viendo noticieros y así poder devolverle la paz a mi atribulado corazón, que antes se dedicaba casi exclusivamente a la adopción de parientes y que ahora deambula en un torbellino de malas noticias, como si no las hubiera buenas.