La información que obtengo de los medios masivos de comunicación suele tener el efecto de dejarme muy intranquilo. Tantas explosiones, terremotos, lluvias, sequías, balaceras, me causan una especie de desasosiego, por no hablar de la estupefacción con que me dejan las declaraciones de los gobernantes, particularmente los latinamericanos que parece que la mayoría saliera directamente de Macondo. Por mi trabajo actual, sin embargo, no tengo la opción de retirarme y voltear a otro lado. Mala sea la hora, con desasosiego o sin él, me los tengo que reventar y rogarle al santo patrono de las crisis nerviosas que haga las veces de té de tila y me relaje yo un poco.
Esa situación me hizo recordar a mi tío Rafay (que no era mi tío de la vida real pero, según mi hermana, de niño yo tenía un complejo de Angelina Jolie e iba adoptando parientes al por mayor). Entre una de sus muchas características, mi tío Rafay tenía la de ser un panista muy convencido (con panista quiero decir afecto al partido político mexicano cuya comestible sigla es PAN y que es ahora el partido del presidente de la República). Como para darles más contexto, conviene aclarar que en aquellos tiempos (no tan lejanos, me interesa subrayar) en que yo era niño, México tenía un sistema político de partido si no único, sí muy requete dominante y no era el PAN, sino el PRI. Los así llamados partidos de oposición jugaban un rol prácticamente marginal y no era infrecuente que algunas personas consideraran la pertenencia a la oposición como una especie de inmoralidad revuelta con traición a la Patria. Ser panista, o sea, no priísta, era casi como ser protestante, o sea, no católico, y eso la sociedad no siempre lo digería de la mejor manera. Aunque el ejemplo es bastante confuso, porque justamente ser católico y panista era la combinación más coherente. El caso es que los fervientes seguidores de la oposición política eran una cosa minoritaria y todos sabemos que hay gente que dice "fuchi las minorías" (y lo usan para muy distintas situaciones).
El tío Rafay era, como les iba diciendo, un comprometido panista en tiempos en los que esto era una situación socialmente irregular. En los tiempos de los que les hablo, los medios de comunicación solían seguir una línea editorial (por llamarla de alguna manera) bastante acorde con el resto del sistema. Los canales de televisión públicos, como es previsible por las jerarquías y esa suerte de cosas, solían ser muy proclives a ensalzar los logros de los altos funcionarios priístas en turno y de denostar ya sea a los líderes de la oposición o a los logros de las muy pocas autoridades emanadas de ella (siendo justos con los comunicadores de ese entonces, a los seguidores de la oposición, como mi tío Rafay, rara vez los maltrataban verbalmente).
Pues resulta de todo esto, que un día mi tío Rafay tuvo que ir con el cardiólogo, por síntomas relacionados, yo supongo, o mejor dicho, yo infiero, que con el corazón. Para no hacerles la historia más larga y volver a trabajar - porque yo me gano el pan que me como con el sudor de la frente, o mejor dicho, con otros sudores que me causa el nada fresco asiento en el que paso una cantidad indecible de horas - el cardiólogo dio con un diagnóstico tan original como los que saca de repente el Dr. House. No le dijo no coma grasas saturadas o grasas trans (que aún no estaban de moda, es decir, que no estaba de moda la obligación moral de evitarlas); tampoco le dijo que hiciera ejercicio (o tal vez sí, porque a los médicos les gusta mucho que uno haga ejercicio); ni siquiera sacó el cardiólogo una receta para anotar costosos medicamentos. El galeno, que algo habrá tenido de psicólogo, simplemente le dijo que dejara de ver el noticiero de Sergio Romano que tanto acongojaba su corazón por el tipo de línea editorial priísta que ya expliqué en el párrafo anterior.
Así me siento a veces, como mi tío Rafay, con ganas de salir corriendo en busca de algún cardiólogo brillante como el que lo atendió a él, que por prescripción médica me prohiba seguir leyendo la prensa o viendo noticieros y así poder devolverle la paz a mi atribulado corazón, que antes se dedicaba casi exclusivamente a la adopción de parientes y que ahora deambula en un torbellino de malas noticias, como si no las hubiera buenas.
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