jueves, octubre 28, 2010

La ciudad de México

La primera vez que visité la ciudad de México estaba estudiando la preparatoria y tenía quince años. Era uno de esos adolescentes larguiruchos, flaquito, bastante pálido y seguramente con algunas manifestaciones de acné. Digamos que parecido al Rafa actual, pero con cara de niño. Vivía todavía en Huásabas, que tiene CASI mil habitantes y estaba visitando la ciudad más grande del mundo, de veinte millones (es decir, más de veinte mil Huásabas). Fui a un concurso de física de las preparatorias tecnológicas de todo el país, en representación de Sonora. Como un concurso de belleza, digamos, pero sin la belleza.

Estaba verdaderamente impresionado, era todo tan diferente. Como haber llegado a otro país. De pronto encontraba que mi estatura era mucho mayor a la del promedio, que la mayoría de la gente (de los millones de gente) tenía un marcado componente indígena en las facciones y en el color de la piel, que caminaban por multitudes en los apretados pasillos del metro sin voltearse a ver unos a otros. Y hablaban cantadito (esdrújulos, como dice otro amigo norteño). Me asombraba todo y por todo: los edificios altos, las construcciones coloniales, los inmensos monumentos, las calles llenas de carros que no se movían, ¡qué estaba fresco en julio! ¡En julio, por vida de Dios! Si era verano y no estaba la temperatura arriba de 40°C sino a menos de 20°C.

Llegamos en un hotel cerca de la Catedral Metropolitana, en la esquina de las calles 5 de mayo e Isabel la Católica (los nombres me llamaban mucho la atención). El Zócalo estaba a sólo tres cuadras. Cuando nos acomodamos en el hotel la tarde empezaba a caer y que estuviera tan fresco (frío para un sonorense en verano) fue un gran incentivo para ir a conocer. Iban a ser las seis de tarde cuando llegamos al Zócalo. Escuché las campanas de Catedral al mismo tiempo que miraba absorto todo lo que había a mi alrededor. Esa inmensa plaza central, el corazón de México podría decirse, que sólo conocía por fotos. Los imponentes edificios coloniales formaban algo así como una muralla, dentro de la cual todo se había vuelto loco. Miles de gente caminaban como sin trayectoria (aunque sí la tuvieran) mientras pasaban al lado de danzantes que bailaban sobre las columnas de humo con algo que parecía incienso, pero que llaman copal y que huele a prehispánico. En medio de la plancha del Zócalo una garganta tragaba gente, al parecer mediando su consentimiento, era una entrada a la estación del metro. Muchas personas con telas tiradas en el piso sobre las cuales colocaban cientos de joyitas de artificio, de pulseras, de collares, de anillos, todas con harto sentido étnico-genérico. Aquellos tiempos en los que el comercio ambulante extendía su imperio por todo el centro histórico de la ciudad de México.

La Catedral era lo más grande que yo hubiera visto jamás. Cada una de sus veinticinco capillas era del tamaño de una iglesia. El órgano de pipas era de proporciones monumentales y reinaba una combinación de misticismo con desorden, formado por la extraña mezcla de turistas tomando fotos con viejecitas rezando imperceptibles con sus cabezas cubiertas con rebozos. Tomar el metro fue otra impresión. Íbamos a pasear al castillo de Chapultepec y lo tomamos en la estación Zócalo. De ahí, trasbordamos en la estación Pino Suárez que tenía, ahí nada más en medio de un pasillo, los vestigios arqueológicos de una pirámide azteca antiquísima que descubrieron mientras construían el metro. En esa estación había todavía más gente: me paré frente a la puerta de un vagón y antes de que terminara de reflexionar sobre cómo debía comportarme cuando se abriera aquel extraño tren subterráneo, la masa de gente me metió hasta el otro extremo del vagón sin que yo moviera siquiera las piernas. La colectividad tenía vida propia y podía disponer de mi flacucha existencia sin tomar en consideración mi voluntad o lo que nos queda de libre albedrío.

Llegamos a Chapultepec y yo estaba tan impresionado con la gran cantidad de cosas que vendían por todos lados y lo baratas que eran todas las chácharas que terminé comprando de todo, hasta una cachucha de Bugs Bunny con las orejas en peluche del mismísimo Bugs Bunny y que podrían cambiar de posición, gracias a los ingeniosos alambres flexibles del Doctor Chunga. Con ese bello accesorio hice mi camino de vuelta y obtuve hartas miradas de los curiosos chilangos que no se podían creer que un tipo de 1 metro 86 portara algo tan ridículo sobre su cabeza. Si de algo estoy orgulloso de mí, es de mi capacidad de adaptación. A solo un día de que había llegado a la capital, pude entender la facilidad con la que se puede ser diferente, exótico, excéntrico en una ciudad de veinte millones de habitantes.

En esa visita y después de haber quedado gratamente impresionado con el Distrito Federal, jamás me hubiera imaginado que en otro momento viviría ahí. Visité la ciudad unas tres veces más, antes de decidir, mientras vivía en Francia, que yo quería estudiar en el CIDE y que eso implicaba mudarme a México, D.F. Después de conocer el fenómeno de la desenfrenada competencia para entrar a la maestría, descubrí que estaba en la jungla urbana y que me estaba gustando el reto. Llegué y fácilmente me hice amigo de un buen número de guachos (como se conoce en Sonora a la gente del sur) y descubrí que la masa informe de gente estaba compuesta de personas, entre las cuales había verdaderamente un poco de todo, no, qué digo, un mucho de todo. En menos de lo que cantan varios gallos, andaba solo en autobuses, en el metro, en taxi y para cuando acordé ya estaba por terminar la maestría y tenía un trabajo en la misma ciudad de México. La vuelta al terruño se veía cada vez más lejana, más impráctica. Pero ya había llegado el momento en que el monstruo había capturado mi huasabeño corazón. El síndrome de Estocolmo hizo su trabajo y amaba a la ciudad que me había secuestrado. Cada vez conocía más de sus rinconcitos apacibles, de sus sagrarios de pluralidad, de sus refugios de sofisticación. Ya era demasiado tarde, ya me había enamorado.

http://www.youtube.com/watch?v=3I17uqtQq-w

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Rafa que lindo¡ estoy leyendo tus ultimos blogs y estoy encantada es como estar escuchandote platicar en la sala de la casa que rico verdad perdon pero no encontre los signos de puntuacion.. Besos hermano desde Huasabas

RBD dijo...

Hermana:

Creo que sobre todo para eso escribo, porque cuando lo hago es pensando que se lo estoy platicando a alguien. Un abrazote y saludos a los niños y a Cruz.

Rafa

Sabías Que? dijo...

Permíteme felicitarte Rafa. Pero estoy encantado leyendo tu blog, muy entretenido lleno de experiencias, pero sobre todo la gran facilidad que tienes para contarla nos atrapas inmediatamente con tu fabulosa redacción fresca amena y bien llevada. Muchas gracias por aportarnos tan bellos escritos.
Buen día
Alberto Pérez Nájera