Es curioso cómo la memoria deja intactos momentos insignificantes que ocurrieron hace décadas pero olvida datos aprendidos un día antes y cuya obliteración te puede costar si no el trabajo, sí el favor de los semidioses del Olimpo laboral (por llamar de algún modo a la superioridad). Hoy me acabo de acordar cuando a los diez años me describí a mí mismo, ¿por qué no?, como "destacado", lo cual tuvo el efecto inmediato de ganarme el apodo, ¿cómo va a ser?, de "El destacado".
Recuerdo perfecto el momento, el lugar y la circunstancia. Íbamos en el carro de mi papá, un pick up Chevrolet azul, por la carretera que va de Huásabas a Bacadéhuachi, antes de llegar al rancho El Coyote. Mi papá manejando, mi mamá a su lado, la madre Chuyita, la madre Socorro - que si no me equivoco era entonces la madre superiora de las Misioneras Hijas de San Pío X - y yo, recargadito en la orilla del asiento, con la barbilla recargada sobre las manos sosteniéndome en el tablero del carro. Sosteniéndome, digo, porque la carretera de la que les hablo está en medio de la Sierra Madre Occidental y eso sólo puede significar una cosa: que lo que no es pronunciada curva, es pronunciada subida o pronunciada bajada.
A mis papás, que nunca fueron víctimas radicales de eso que llaman el orgullo paterno, tan molesto para las visitas en todo tipo de cenas y tardes de café, en esa ocasión les pareció buena idea que les platicara a las religiosas del viaje escolar que había hecho recientemente a Mazatlán. Platicar del viaje no hubiera sido problema si no me hubiera encontrado con la dificultad narrativa de tener que explicar por qué únicamente íbamos cuatro alumnos de cada grado, seleccionados por las autoridades educativas.
Para empezar, la respuesta no la tenía muy clara, pero según tenía entendido era un asunto estrictamente meritocrático. Se escogía a los cuatro mejores alumnos del grupo, pero no teniendo en cuenta las calificaciones - que para esas alturas del año escolar aún no quedaban claras -, sino por una especie de confusa y seguramente un tanto arbitraria matriz de variables en las que intervenía no sólo la excelencia académica, sino la disciplina y la buena disposición. Recuerdo el momento preciso en el que buscaba dentro de mi cabeza, de vocabulario más bien escaso, la palabra precisa que describiera la situación, sin hacerme ver como un pesado. Sopesé durante algunos segundos algunos adjetivos pero chocaban con una noción de modestia un tanto cuanto puntillosa. No podía decir, por ejemplo, que habíamos ido a Mazatlán los más inteligentes de la escuela, no sólo era una apreciación inexacta sino muy arrogante; tampoco podía decir los mejores alumnos, porque también carecía de justificación y no me parecía que ese criterio hubiera sido tan claro.
El caso es que seguíamos meciéndonos en las curvas de la Sierra Madre y en la cabina del carro sólo se podía oír el silencio expectante de mi respuesta. ¿Por qué razón habíamos sido invitados a Mazatlán y transportados por tren con todos los gastos pagados por el Gobierno estatal únicamente cuatro alumnos de cada grupo? Analizándolo en retrospectiva, caigo en cuenta de que ésta era la parte que más interesaba resaltar a mis papás: que tenían un niño ñoñito que presumir ante la madre superiora y demás miembros de la comunidad misionera femenil de la diócesis de Ciudad Obregón. Cuando el silencio se hizo demasiado prolongado, tuve que soltar el adjetivo que estaba analizando, sin tiempo para considerar las consecuencias de mis palabras, que, dicho sea de paso, es algo que uno va aprendiendo más bien poco a poco. Entonces dije con todo el convencimiento de que fui capaz que habíamos ido los más "destacados". Carcajada general.
¡Destacados, por vida de Dios! A quién carambas se le ocurre que eso rima con modestia, si conceptualmente son palabras contradictorias. Todavía recuerdo cómo se le salían las lágrimas de la risa a la madre Chuyita por mi ingenuo desplante de superioridad mal habida. Ni siquiera pudo distraer la atención la anécdota, que yo entendía era la principal en mi relato, sobre la canción que en el mismo viaje mi payasa proactividad me hizo componer (y cantar en público) que hablaba de cómo los mangos colgaban de las palmeras (delatando mi desértica crianza, en la que el mango era una fruta exótica que nunca había visto en su estado natural como para saber que cuando cuelgan de algo lo hacen de un árbol, no de una palmera).
Y así, de buenas a primeras, pasé a ser "El destacado" entre las Misioneras Hijas de San Pío X. Cuando volví al convento en mi pubertad, después en mi adolescencia y la última vez ya entrado en lo que se puede llamar simplemente mi juventud, me seguían preguntando "¿así que tú eres El destacado?", mientras yo seguía pensando que unas clases de humildad infantil me hubieran sido de lo más propicias para evitar el sarcasmo de la pregunta.
¡Chulada de chamaco destacado que era!
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2 comentarios:
Rafa, que mala pata que en ese entonces no habias conocido a mi mama, para que te hubiera asignado desde entonces tu ya conocido y muy descriptivo adjetivo calificativo: Rafa, es ALTO... aunque pensandolo bien, el ser alto ayuda harto a tu destacada existencia... alto y destacado, que no es lo mismo pero es igual ;)
Jajaja, hubiera sido mucho más fácil, me llevaron porque soy Rafa es alto y creo que eso lo explica todo, jajaja... pero a los diez años no era tan alto, eso vino después... jejeje...
Un abrazote, Olga, ahora dónde estás???
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