Debo escribir esta entrada en exactamente 19 minutos que son los que me restan para salir corriendo a un evento del trabajo. Pero eso no es lo que justifica el título de esta entrada. Asistir a un evento es algo bastante sencillo que no complica mi vida. Tampoco lo es que iré con el corazón en un hilo porque los miércoles no debo circular por el centro de San José en el carro que me prestó la agencia de autos en lo que me entregan el mío (que no tiene placa diplomática ni ninguna inmunidad ni privilegio). Como la Embajada está en el centro, tendré que ir rezándole al santo patrono de las multas de tránsito para que ningún idem me detenga y yo tenga que poner cara de "yo ni sabía" y pagar los 400 dólares que vale la falta. Pero son nada más unas cuantas cuadras lo que durará mi incumplimiento, por lo que eso tampoco me hace difícil ser yo.
Lo que en realidad ha complicado mi existencia es una especie de hipocondria no diagnosticada que me ha durado casi todos los años que tengo de vida y que me hace pensar al más mínimo síntoma que estoy poseído por la más maléfica enfermedad. No hay razón que me entre cuando empiezo con las paranoias sanitarias. Y si un pequeño dolor de cabeza me asusta, ya se podrán ir imaginando cómo me puse cuando ayer por la noche empecé a sentir un dolor en el pecho. Poco me faltó para salir corriendo a Emergencias a decir que estaba yo in articulo mortis, aunque no lo pareciera. La sencilla explicación a mi dolor era que un día antes se me ocurrió hacer un ejercicio nuevo en el gimnasio para lo que llaman por ahí los pectorales. Y mi cabeza me lo repetía una y otra vez "es un dolor muscular", pero mi corazón (el metafórico, porque el anatómico nunca me ha dicho nada) me decía "tal vez te esté dando un infarto y tú (o sea, yo) tan tranquilo". Con decirles que hasta se me espantó el sueño y eso que quitarle el sueño a un Barceló es una tarea quijotesca.
Lo que más me preocupaba de mi altamente improbable infarto es que me agarrara el patatús a mitad de la noche y que nadie nunca se enterara de mi última voluntad (que no es particularmente voluntariosa). En realidad no tenía ninguna voluntad última que comunicar, pero a esas horas de la noche mi mente no estaba muy clara. Entonces, como hace cualquier víctima de insomnio me di a la reflexión de cuestiones irrelevantes, como cuál iba a ser el plan de acción en caso de que de buenas a primeras el bum bum cardíaco se me pusiera complicado. Lo primero que hice es verificar que supiera llamar a los servicios de emergencia. Nunca lo había hecho, pero ya me había informado que en este país están en el fácilmente recordable número 911. Marqué sólo para hacer una prueba e inmediatamente me contestó una voz que no era una operadora automática, lo cual me tranquilizó mucho, y procedí a colgar sin decir una palabra, más por vergüenza que por ninguna otra cosa.
También opté por dejar la puerta de la entrada sin candado, así les ahorraba tiempo a los hipotéticos camilleros/rescatistas y me economizaba tener que mandar a arreglar los daños de una puerta abierta a patadas (que es la manera que me pareció más lógica para abrir la puerta para darme los primeros auxilios). Todo estaba resuelto, en caso de cualquier complicación cardiaca, tenía el 911 y la puerta de la entrada abierta. Resueltas esas dos cuestiones, yo me sentí feliz de la vida y muy preparado para cualquier eventualidad, por lo que pude dormir como un bebé.
Y ahora salgo corriendo para no acentuar con el estrés mi condición cardiaca tan hipotéticamente deficiente, sobre todo si el santo patrono de las multas decide cancelarme sus favores.
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2 comentarios:
Lo estamos perdiendo.
AY! BRHO! COMO SE TE OCURREN COSAS....
LINDAS EN GENERAL :)
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