jueves, agosto 05, 2010

Cuando me escapé del gobelino en el que estaba

Raphael era el habitante de un gobelino belga del siglo XIII. Pasó cientos de años inmóvil en un tapete maravilloso que retrataba la vida de su tiempo, colgado en muy diversas paredes. En el gobelino aparecía contemplando el fogón en donde fundía una espada que estaba forjando para que su señor feudal pudiera ir a las Cruzadas. Nunca entendió muy bien por qué de todas las ocupaciones posibles le había tocado a él ser capturado por unos monjes tejedores que lo habían inmovilizado ahí para el deleite de la vista de tan diversas personas a lo largo de muy diversas épocas, sin posibilidad aparente de cambiar de posición. La posición, además, no era muy cómoda porque ser un esforzado herrero al momento de golpear con el marro la encendida espada termina por cansar a cualquiera, conforme empiezan a pasar los años. Mucho menos entendía por qué se les había ocurrido darle el oficio de herrero, cuando él no se llevaba bien con los de ese gremio. En realidad, él era panadero y no se llevaba bien con los herreros por la simple razón de que los panaderos y los herreros tenían que competir por la leña que a veces escaseaba mucho en Flandes.

Con el paso del tiempo se fue acostumbrando a ser un herrero en un gobelino, de cualquier manera no tenía muchas alternativas. Le causaba incomodidad que él estaba viendo al fuego y simultáneamente iba a golpear con el pesado marro la espada. Tenía la impresión de que al momento de concretar el golpe podía asestarlo en su otra mano por haber distraído la mirada hacia las llamas. Un golpe de ésos en los tiempos en los que no existía la penicilina bien podría terminar en gangrena. Además, él era panadero y no tenía experiencia en la forja de espadas. Conforme fue pasando el tiempo cayó en cuenta de que el golpe que había iniciado cuando tejieron el gobelino, nunca iba a terminar, que se iba a quedar como estaba tal vez para toda la eternidad. Durante los primeros años se consagró a la observación de la distancia que había entre el marro y la espada (o su mano, en el peor de los casos) para ver si ésta se iba reduciendo. A pesar de que le costaba trabajo hacer esa medición porque tenía que hacerla de reojo, porque ya habíamos aclarado que lo que él estaba viendo era el fogón, descubrió poco a poco que no se movía ni un ápice.

Por más que pasó completa la vida entera de la hija de la sirvienta del castillo español en que estaba colgado en la pared del comedor, el marro no se acercaba a su mano. La pequeña niña de cejas muy pobladas creció y se convirtió ella misma en sirvienta pero en el gobelino todo seguía igual. La sirvienta de las cejas pobladas tuvo a su vez a una niña con rizos rubios que tenía un asombroso parecido al señor del castillo que nadie parecía notar, o al menos, nadie mencionaba. La niña de los rizos rubios fue creciendo también y se puso bastante guapa, pero no tardó mucho en embarazarse y dar a luz a otra niña. Para entonces varias cosas habían cambiado en el castillo y él ya había visto cambiar al jefe de la familia algunas veces, que siempre se sentaba en la cabecera. Le puso contento darse cuenta de que la vida la podría ir contando con el número de hijas que tuvieran la sucesión de sirvientas de cejas pobladas, porque todas compartían ese rasgo, y le harían fácil seguir la cuenta. Hasta que un día la hija de la que había sido hermosa pero que ya no lo era, porque se puso gorda y la piel se le arrugó a una edad demasiado temprana, desapareció sin dejar ningún rastro. Por lo menos, él no se dio cuenta de ningún rastro aunque hay que decir que estando colgado en la pared del comedor tampoco se enteraba de muchas cosas.

Cambió muchas veces de residencia, todas ellas palaciegas, y le tocó ver a muchas sirvientas, algunas con cejas pobladas otras con cejas normales. Dejó de contarlas porque tampoco le servía de mucho, intentó entender cómo se usan los años para medir el tiempo, pero el cambio al calendario gregoriano lo confundió mucho y decidió que lo único que le importaba era que la distancia entre el mazo y su mano nunca disminuyera pero que por lo que él intuía eso no sería un problema. La capacidad de observación, eso sí, nunca la perdió. Percibió con toda claridad la creciente importancia de la burguesía y cómo la aristocracia fue perdiendo terreno. Claro que él no le daba estos nombres a las cosas, porque ni leía libros ni la gente que discurría en los comedores donde estaba de adorno sostenían conversaciones que involucraran estos términos. Pero podía ver la diferencia entre aristócratas y burgueses con mucha claridad, distinguiendo lo que era el dinero y lo que era el añejo abolengo. La diferencia le quedó mucho más clara cuando lo subastaron en Londres y lo transportaron en barco a algún lugar de América, donde hablaban un idioma que le era ajeno y que tuvo que aprender poco a poco.

La etapa que más disfrutó fue cuando murió el último burgués en cuya sala estuvo algunas generaciones y se convirtió en parte de una donación a un museo. Le encantaba ver pasar a la gente que iba a verlo en la sección de arte medieval. Claro que pudo apreciar inmediatamente que los desteñidos colores de los gobelinos no llamaban tanto la atención del público en general como los dorados destellos de los cálices forrados con piedras preciosas que estaban en la sala contigua. Muy pocos lo contemplaban con detenimiento, pero uno de ellos que luego se enteró que era profesor de Historia en una universidad de esa misma ciudad, estuvo yendo diario a verlo. No a verlo a él, eso le quedaba claro, sino a ver el gobelino en el que estaba. A veces llevaba a algún alumno y le hablaba muchos cuentos de la vida en Europa durante la Edad Media. A él le hubiera encantado platicarle el pleito que tenían los herreros y los panaderos en Flandes, porque se ve que él sabía mucho de los gremios y era un tema que le interesaba. Pero, claro, él nunca pudo hablar con nadie. Si por él hubiera sido se hubiera quedado ahí para siempre porque en ningún otro lugar las condiciones del ambiente habían sido tan propicias para la conservación del gobelino, no le molestaba ni la humedad, ni el calor, ni la luz.

Pero un buen día lo llevaron a otro país a una exposición temporal en una ciudad que le pareció en extremo grande y que tuvo mucho éxito porque las personas iban y venían sin parar. Al parecer en esa ciudad tan grande a la gente le interesaban más los gobelinos y varias señoras de edad avanzada se preguntaron si estaría tejido en punto de cruz, cosa que él no entendió, pero estaba acostumbrado. No lo estaba pasando nada mal en ese país de gente interesada en los gobelinos, cuando una noche entraron varios malhechores y se robaron el gobelino donde él estaba junto con todos los cálices forrados con piedras preciosas. Lo tuvieron un tiempo guardado en un almacén donde tanto la humedad como el calor lo molestaron bastante. Hasta que un día lo vendieron a una familia que, a vuelo de pájaro, se distinguía que era de la categoría burguesa, pero con los defectos muy acentuados. Quería decir con esto que eran nuevos ricos, pero era un término que tampoco conocía. Lo que más le gustaba de esta casa eran las reuniones del hijo con sus amigos. Era gente divertidísima, se reían, tomaban mucho vino y otras bebidas. Se reían muchísimo y lo hacían reír a él también, porque eran muy ingeniosos. Además, hablaban en la misma lengua del castillo español en la que estuvo primero, pero con un acento muy diferente que al principio le costó trabajo pero que luego pudo entender sin ningún problema.

Uno de los amigos siempre se le quedaba viendo muy detenidamente, pero no emitía ningún comentario al respecto. Hasta que un día le platicó a su amigo sobre un cuento llamado Axolotl de un tal Cortázar. El cuento no entendí bien de qué se trataba pero tenía que ver con un tipo que iba a un acuario a ver a unos anfibios extraños de México que se llaman ajolotes y que se le quedó viendo hasta que de pronto él se convirtió en Axolotl y el ajolote se convirtió en él. No sé bien cómo pasó todo después pero sin darme cuenta, estuve sentado a la mesa con los amigos del hijo del dueño y tomaba vino. Los demás me preguntaban por qué estaba tan callado esa noche, me decían que les contara qué estaba leyendo en la universidad, yo no sabía qué contarles porque temía que el asunto de la animadversión entre los panaderos y los herreros de Flandes no le interesara a nadie. Al final de la cena volteé a ver el gobelino y sosteniendo fuertemente el marro estaba el tipo al que le gustaba Cortázar y después de muchos siglos empecé a caminar por las calles de una ciudad que no conocía, liberado del temor de golpearme la mano por hacer actividades de herrero, cuando yo era panadero.

2 comentarios:

OJ Gonzalez-Cazares dijo...

me encanto!!! me dio un pequenio escalofrio al final... mi Rafa de otra epoca...ahora lo comprendo todo: definitivamente ya no los hacen como antes. Me gusta mucho mucho, tu imaginacion y habilidad para el realismo magico.

ps -en donde estas? no es en el monasterio en SJ?

RBD dijo...

Hola, Olga, muchas gracias. A mí también me gustó y ya ves que no siempre le gusta a uno lo que escribe. Estoy en casa de un amigo en Ciudad de México, un poco antes de venirme a CR. Es hora que todavía no conozco Le Monastère, aunque me lo han recomendado mucho. Cuándo vienes para que vayamos???

Un abrazote,

Rafa