¡Cómo disfruté esa noche cuando vi bailar a Victoria! A la apasionada Victoria que movía las caderas al ritmo de salsa como nunca antes había visto. Estuve tentado a preguntarle si le pagaban por hacerlo, si el dueño de aquel lugar de bailes le daba un estipendio para que encendiera con su gracia el espíritu de fiesta. Pero me contuve porque no hay dinero que pueda pagar un gozo como el que ella experimentaba, su rostro era como si se transfigurara cuando la orquesta hacía algún requiebro musical que ella honraba modificando la coreografía para estar a la altura de las circunstancias.
Victoria en realidad se llamaba Lin y sus padres llegaron de China unos meses antes de que ella naciera, pero se hacía llamar Victoria porque le gustaba la música del nombre, porque así nadie le pedía repetirlo o porque era de una ortografía que no daba problemas a los locales, que nada sabían de lenguas tonales. Pero también era que llamarse así la hacía sentirse parte del país en el que nació, la convertían en una lationamericana de cuño con toda la legitimación para bailar salsa todos los domingos después de ir a la misa vespertina de las siete, así como los lunes y los viernes.
El único día que la vi, vestía una falda corta hecha de una tela que también bailaba, que seguía perfectamente sus movimientos y como que los imitaba. No sólo los imitaba, también los acentuaba. El cabello lo llevaba recogido, perfectamente relamido y en la parte alta de la cabeza su cola de caballo se meneaba como lo haría un péndulo vuelto loco. Su cara de ojos perfectamente rasgados se cubría de sudor a la segunda canción, pero eso a ella no le importaba y esperaba para retocarse hasta que los de la orquesta hicieran su receso unas dos horas después de haber comenzado.
A Victoria la enloquecía bailar salsa y le daba la razón a Chesterton en que hay que estar loco por algo para no volverse completamente loco. Su trabajo como contadora en una empresa importadora cuyos negocios iban viento en popa, la habría vuelto demente si no hubiera tenido la válvula de escape de su obsesión por la salsa. Estar en el oscuro salón de baile, rodeada del humo del cigarro, del abominable aliento alcohólico de los borrachos y de las variopintas tonalidades del sudor ajeno, se habían convertido casi en una terapia, a la que metódicamente asistía para renovar el espíritu decaído que los libros contables producen en la gente.
El único problema que tenía frecuentemente en ese su paraíso particular era que sus parejas de baile pensaban que su explosión de energía se debía al interés romántico que ellos le causaban. Sin embargo, no había nada más lejos de la verdad. El único amor que ella había tenido era la salsa, las parejas de baile eran solamente instrumentales y, sobre todo, siempre remplazables por la larga fila de hombres que querían tener el privilegio de danzar a su lado, de abrazar su cintura, se sentirse proveedores de su éxtasis. Algunos se molestaban cuando Victoria se daba la vuelta y los dejaba a la mitad de las forzadas conversaciones que intentan los caballeros cuando quieren quedar bien. A hablar no se iba a esos lugares de música estruendosa, sólo a bailar. A bailar hasta desfallecer, hasta dejar los tacones gastados, hasta que las trompetas y los timbales agonizaran la última nota.
El día que Victoria no volvió a casa, su madre lloró amargamente. Pero no tanto por su ausencia, sino por la desilusión de ver que su hija se había finalmente rendido a la decadencia del país pseudo occidental en el que vivían. Que la estricta educación que ambos padres le habían procurado no había valido de nada, que todos los sacrificios de migrar, de atravesar el Océano Pacífico en un barco atestado y maloliente para no tener que abortarla por la política restrictiva de reproducción que había impuesto Mao, o el gobierno de Mao, o el partido de Mao, o algún funcionario decrépito al servicio de Mao, no habían servido de nada. Y así le estuvo recriminando internamente y sin palabras, sólo con sentimientos, lo malagradecida que había sido, lo ruin, lo despreciable que era ahora ante sus ojos. Lo indigna de que su padre la mirara o de que ella misma la hubiera cuidado las noches y los días que estuvo enferma, que le hubiera preparado la sopa que le gustaba, que hubiera ahorrado como sólo pueden hacerlo los chinos para darle la mejor educación. Se inventó las palabras que le dirían, los insultos en su dialecto cantonés, las maldiciones en un chino tan antiguo que todas las dinastías del imperio pudieron insultar con ellas a sus rameras. Pero Victoria nunca volvió. Toda la alegría de la mejor bailarina de salsa de la ciudad ahora reposa en un expediente ministerial inconcluso que nunca dio con el culpable de su muerte, con el degenerado que no pudo soportar su desprecio, su indiferencia, cuya indolencia y patética falta de victorias privó al mundo de nuestra Victoria.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
4 comentarios:
que padre Rafa..hasta me hiciste con tu relato sentir alguito por Lin M., cosa que no es facil!! De tu relato se podria escribir una cancion, muy al estilo de Serrat, Victor Manuel o Sabina...y nos dieron las 10 y las 11, esperando a Victoria con su bolso de piel marron, a la sombra de un leon...
Jajaja. Me encantó la idea de la mezcla Sabina-Serrat-Víctor Manuel!!!
Abrazote,
RBD
Pues qué padre.
Ahora, manda este caso a Mujer casos de la Vida real.
Publicar un comentario