De mi niñez podría decirse que transcurrió muy tranquila al abrigo de mi preferencia por actividades de bajo riesgo. Me gustaba ver telenovelas - mea culpa -, oír las conversaciones de los adultos, aunque notara que mi presencia los hacía omitir detalles que me intrigaban sobremanera; leer los libros infantiles de la biblioteca pública Juan Netvig e, incluso, tuve temporadas en las que me inicié en lo que yo llamaba "trabajos manuales" (sólo para descubrir que yo en el mundo del arte no tenía ningún futuro). De ninguna manera se podría decir que yo fuera uno de esos niños traviesos que dan dolores de cabeza por su hiperactividad. Creo que si en algo molestaba a mis mayores era sólo por una especie de autismo selectivo que, de cualquier modo, me hacía perfectamente funcional para la vida en sociedad.
Todo lo anterior lo aclaro antes de iniciar mi relato para que quede constancia de que la imprudencia no era parte de mi modus operandi infantil. Por lo menos no en cuestiones físicas. Pero un día tuve que aprender a andar en bicicleta. Debo reconocer, aun con la pena que esto me causa, que la razón principal para hacerlo fue que mi hermano menor (por dos años) aprendió primero que yo. Mis tempranas y confusas nociones de honor me hicieron sentir que no era una situación admisible que mi hermanito supiera andar en dos ruedas y yo tuviera que depender de un triciclo. Además, ya se me había adelantado también en el uso del trompo, que aprendió a bailar mucho antes que yo. Está bien, yo todavía no aprendo... pero no es cosa que quiera discutir.
Empujado a aventuras tan estresantes como saber manejar una bicicleta sin terminar con las rodillas hechas carne deshebrada, destiné una gran parte de mi tiempo libre y de mi concentración a andar en bicicleta. Cuando finalmente lo conseguí, la felicidad fue casi absoluta. Hubo entre mí y el viento en la cara una suerte de enamoramiento que me hizo un niño fanático de la bici que me había traído Santaclós. Además, tenía las llantas de color blanco, cosa bastante extraña entre las bicicletas de la comunidad, lo cual me hacía sentir muy importante. Para agregar un toque de mayor distinción recuerdo que quise comprarme unas agujetas rojas para que el pedaleo fuera una manifestación de mayor esplendor. Pero en todo Huásabas no las había. El rojo era un color que no estaba en temporada, así que tendría que pedalear con mis comunes y corrientes agujetas blancas.
Otro asunto importante que debo relatar es que Huásabas está ubicado en tres mesetas contiguas una a la otra. En términos prácticos esto significa que hay cuestas que las unen. A menos que quisieras dar vueltas y vueltas en la meseta correspondiente a tu domicilio, labor que pronto se hacía tediosa por el tamaño de mi pueblo, había que subir y bajar las cuestas. Subir una cuesta en bicicleta bien lo sabe Dios que es una cosa muy pesada y con el calor que hace en Sonora, es un sacrificio considerable. Pero bajar una cuesta es una delicia, es cosa de ir controlando con los frenos la velocidad y la ley de la gravedad junto con el invento de la rueda hacen todo el trabajo.
Cuando descubrí el valor del "cuestabajo" fui también muy feliz. Subía la cuesta con el sacrificio debido y al llegar a lo alto me dejaba ir por toda la avenida Álvaro Obregón tratando de llegar con el puro vuelo hasta la casa de la Rosa de Melo, que era el remate de dicha avenida, a unas seis cuadras de la cuesta. Pero nunca lo lograba, lo más lejos que llegaba era a la casa de la Cruz de Vicente, usando hasta el último momento de equilibrio posible hasta que la bicicleta estuviera completamente detenida y tuviera que bajar los pies para no caer y raspar los platinados tubos de mi bici. La curiosidad infantil y mi tenacidad por lograr lo que me proponía me jugaron una mala pasada cuando decidí que así fuera lo último que hiciera yo llegaría hasta la casa al final de la calle, sin pedalear ni una sola vez. Si el vuelo no me servía debía agregar a la ecuación algo que me diera más ímpetu, en fin que sólo me faltaba media cuadra para lograr mi propósito. Fue entonces cuando intuí que si además del vuelo que me daba la empinada cuesta le agregara todo el pedaleo que mis fuerzas fueran capaces de hacer, llegaría tan lejos como quisiera. Seguramente se me iluminó la cara con la ocurrencia y pensé: "ya está, pies a la obra".
En lo alto de la cuesta, que en ese momento era empedrada, volteé concentrado hacia mi destino y me dije a mí mismo alguna frase motivacional o tal vez el equivalente a gritar "Jeroooonimoooo". Puse cara de niño malo, imagen que nadie hubiera creído, respiré profundo y empecé a darle impulso a mi bici. El "cuestabajo" hizo su efecto y empecé a andar a una velocidad no recomendada para la salud. Antes de que cayera en cuenta, los manubrios de la bicicleta temblaban fuera de control y yo de ninguna manera pensaba poner freno a la situación. La prudencia se había ido al carajo. La velocidad y la violencia de los movimientos de la dirección de mi vehículo de dos ruedas tuvieron un desenlace fatídico: justo al terminar la cuesta caí estrepitosamente al suelo, frente de por medio. Fuerza del impacto: desconocida. Daños a la salud: costura de tres puntos en la cabeza. Secuelas: cicatriz visible en la frente del sujeto.
No recuerdo el momento de caer, tal vez porque lo bloqueé o quizás porque me desmayé del puro susto antes de pegar contra el suelo. Recobré la conciencia cuando me llevaban a cuestas rumbo al centro de salud que, para mi fortuna, estaba a un par de cuadras (es la ventaja de vivir en un lugar de dimensiones huasabeñas). Cuando caí en cuenta de la situación, dije bañado en llanto lo que diría cualquier valiente niño de esa edad: "quiero ver a mi mamáaaaaa". El otro vívido recuerdo que me dejó mi ciclista imprudencia es que al día siguiente en la escuela, frente a todo el alumnado esperando romper filas para entrar a nuestras respectivas aulas, el maestro Abel tuvo a bien comentar que "me había roto la alcancía", expresión coloquial que no tomé con buen ánimo, sobre todo porque fue seguida por la estentórea risa colectiva de toda la escuela primaria Benito Juárez.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
1 comentario:
jajaja bueniisimo - al dia siguiente en la escuela, aplica la frase celebre de Guille de Mafalda: "me duele el odddgulloo". Te imagine cual baron Rojo con casco, lentes de aviador y bufanda de seda bajando a todo lo que das por la cuesta empinada!
Publicar un comentario