Es curioso cómo la memoria deja intactos momentos insignificantes que ocurrieron hace décadas pero olvida datos aprendidos un día antes y cuya obliteración te puede costar si no el trabajo, sí el favor de los semidioses del Olimpo laboral (por llamar de algún modo a la superioridad). Hoy me acabo de acordar cuando a los diez años me describí a mí mismo, ¿por qué no?, como "destacado", lo cual tuvo el efecto inmediato de ganarme el apodo, ¿cómo va a ser?, de "El destacado".
Recuerdo perfecto el momento, el lugar y la circunstancia. Íbamos en el carro de mi papá, un pick up Chevrolet azul, por la carretera que va de Huásabas a Bacadéhuachi, antes de llegar al rancho El Coyote. Mi papá manejando, mi mamá a su lado, la madre Chuyita, la madre Socorro - que si no me equivoco era entonces la madre superiora de las Misioneras Hijas de San Pío X - y yo, recargadito en la orilla del asiento, con la barbilla recargada sobre las manos sosteniéndome en el tablero del carro. Sosteniéndome, digo, porque la carretera de la que les hablo está en medio de la Sierra Madre Occidental y eso sólo puede significar una cosa: que lo que no es pronunciada curva, es pronunciada subida o pronunciada bajada.
A mis papás, que nunca fueron víctimas radicales de eso que llaman el orgullo paterno, tan molesto para las visitas en todo tipo de cenas y tardes de café, en esa ocasión les pareció buena idea que les platicara a las religiosas del viaje escolar que había hecho recientemente a Mazatlán. Platicar del viaje no hubiera sido problema si no me hubiera encontrado con la dificultad narrativa de tener que explicar por qué únicamente íbamos cuatro alumnos de cada grado, seleccionados por las autoridades educativas.
Para empezar, la respuesta no la tenía muy clara, pero según tenía entendido era un asunto estrictamente meritocrático. Se escogía a los cuatro mejores alumnos del grupo, pero no teniendo en cuenta las calificaciones - que para esas alturas del año escolar aún no quedaban claras -, sino por una especie de confusa y seguramente un tanto arbitraria matriz de variables en las que intervenía no sólo la excelencia académica, sino la disciplina y la buena disposición. Recuerdo el momento preciso en el que buscaba dentro de mi cabeza, de vocabulario más bien escaso, la palabra precisa que describiera la situación, sin hacerme ver como un pesado. Sopesé durante algunos segundos algunos adjetivos pero chocaban con una noción de modestia un tanto cuanto puntillosa. No podía decir, por ejemplo, que habíamos ido a Mazatlán los más inteligentes de la escuela, no sólo era una apreciación inexacta sino muy arrogante; tampoco podía decir los mejores alumnos, porque también carecía de justificación y no me parecía que ese criterio hubiera sido tan claro.
El caso es que seguíamos meciéndonos en las curvas de la Sierra Madre y en la cabina del carro sólo se podía oír el silencio expectante de mi respuesta. ¿Por qué razón habíamos sido invitados a Mazatlán y transportados por tren con todos los gastos pagados por el Gobierno estatal únicamente cuatro alumnos de cada grupo? Analizándolo en retrospectiva, caigo en cuenta de que ésta era la parte que más interesaba resaltar a mis papás: que tenían un niño ñoñito que presumir ante la madre superiora y demás miembros de la comunidad misionera femenil de la diócesis de Ciudad Obregón. Cuando el silencio se hizo demasiado prolongado, tuve que soltar el adjetivo que estaba analizando, sin tiempo para considerar las consecuencias de mis palabras, que, dicho sea de paso, es algo que uno va aprendiendo más bien poco a poco. Entonces dije con todo el convencimiento de que fui capaz que habíamos ido los más "destacados". Carcajada general.
¡Destacados, por vida de Dios! A quién carambas se le ocurre que eso rima con modestia, si conceptualmente son palabras contradictorias. Todavía recuerdo cómo se le salían las lágrimas de la risa a la madre Chuyita por mi ingenuo desplante de superioridad mal habida. Ni siquiera pudo distraer la atención la anécdota, que yo entendía era la principal en mi relato, sobre la canción que en el mismo viaje mi payasa proactividad me hizo componer (y cantar en público) que hablaba de cómo los mangos colgaban de las palmeras (delatando mi desértica crianza, en la que el mango era una fruta exótica que nunca había visto en su estado natural como para saber que cuando cuelgan de algo lo hacen de un árbol, no de una palmera).
Y así, de buenas a primeras, pasé a ser "El destacado" entre las Misioneras Hijas de San Pío X. Cuando volví al convento en mi pubertad, después en mi adolescencia y la última vez ya entrado en lo que se puede llamar simplemente mi juventud, me seguían preguntando "¿así que tú eres El destacado?", mientras yo seguía pensando que unas clases de humildad infantil me hubieran sido de lo más propicias para evitar el sarcasmo de la pregunta.
¡Chulada de chamaco destacado que era!
martes, agosto 31, 2010
lunes, agosto 30, 2010
Y como Teminator... I'm back
Después de más de una semana de ausencia, provocada por el exilio forzado que me impuso una carga descomunal de trabajo de las actividades recreativas y conexas, he regresado. Lo curioso es que, a pesar de mediar varios días en los que no reporté de qué iba mi vida, no hay muchas cosas que se me ocurran platicarles. Por ejemplo, prefiero evitarme ahondar en la manera vergonzosa en la que hoy al momento de llegar al restaurante para comer olvidé que había dejado en el carro el libro con el que pensaba acompañar el café y al momento de súbitamente dar vuelta para recuperarlo, la humedad y las lisas suelas de los zapatos me hicieron la mala pasada de ponerme a esquiar estrepitósamente en la banqueta llena de lama, moviendo los brazos con bruscos y casi groseros aspavientos para intentar recuperar un equilibrio que ya era imposible volver a encontrar, hasta que varios segundos después estaba metiendo las manos para no romperme todo lo que se llama jeta en la empedrada.
Pero no les platicaré nada de eso, porque ya tuve bastante con la mirada absorta de los comensales que contemplaron el nada estético espectáculo, a los cuales ni siquiera tuve el valor de voltear a ver como para decirles que no se preocuparan, que después de todo yo estaba bien, porque lo muy poquito que me quedaba de autoestima la llevaba cargando en las manos y la tuve que tirar para usarlas en la urgente tarea de no rodar por la cuesta abajo.
Tampoco me puedo detener a contarles cómo vive la vida loca un diplomático/burócrata mexicano en Costa Rica un viernes por la noche, porque después de una semana que me dejó exhausto, me recosté en cuanto llegué a casa, a eso de las ocho, para recuperar fuerzas y salir a buscar la fiesta y la depravación, pero me quedé tan profundamente dormido que desperté hasta el día siguiente. ¡Como un abuelo! ¡Dormido el viernes a las ocho de la noche!
Y menos les voy a platicar las cosas que hice en mi trabajo, porque si lo hiciera tendría que matarlos para preservar los peligrosos secretos de Estado que obran en mi poder. Mmmhhh... o, para ser sincero, no deseo aburrirlos con esos temas. Después de todo el tiempo y el esfuerzo que me ha costado asimilarlo, ahora sé que lo que a mí me divierte o entretiene, puede ser soporíferamente aburrido para los interlocutores y es un delito de lesa humanidad obligar al prójimo a escuchar o leer de los trabajos ajenos, a menos que uno fuera actor de Jólivud, o patinador artístico, o el australiano éste que azuzaba cocodrilos y que fue muerto por algo tan soso como una mantarraya.
O sea que recapitulando he vuelto pero no tengo nada interesante que contar. ¡Jolines!
Pero no les platicaré nada de eso, porque ya tuve bastante con la mirada absorta de los comensales que contemplaron el nada estético espectáculo, a los cuales ni siquiera tuve el valor de voltear a ver como para decirles que no se preocuparan, que después de todo yo estaba bien, porque lo muy poquito que me quedaba de autoestima la llevaba cargando en las manos y la tuve que tirar para usarlas en la urgente tarea de no rodar por la cuesta abajo.
Tampoco me puedo detener a contarles cómo vive la vida loca un diplomático/burócrata mexicano en Costa Rica un viernes por la noche, porque después de una semana que me dejó exhausto, me recosté en cuanto llegué a casa, a eso de las ocho, para recuperar fuerzas y salir a buscar la fiesta y la depravación, pero me quedé tan profundamente dormido que desperté hasta el día siguiente. ¡Como un abuelo! ¡Dormido el viernes a las ocho de la noche!
Y menos les voy a platicar las cosas que hice en mi trabajo, porque si lo hiciera tendría que matarlos para preservar los peligrosos secretos de Estado que obran en mi poder. Mmmhhh... o, para ser sincero, no deseo aburrirlos con esos temas. Después de todo el tiempo y el esfuerzo que me ha costado asimilarlo, ahora sé que lo que a mí me divierte o entretiene, puede ser soporíferamente aburrido para los interlocutores y es un delito de lesa humanidad obligar al prójimo a escuchar o leer de los trabajos ajenos, a menos que uno fuera actor de Jólivud, o patinador artístico, o el australiano éste que azuzaba cocodrilos y que fue muerto por algo tan soso como una mantarraya.
O sea que recapitulando he vuelto pero no tengo nada interesante que contar. ¡Jolines!
viernes, agosto 20, 2010
El soneto imperfecto de la vida
Hay del mundo tres cosas que abomino:
la mala ortografía, el poco empeño,
la arrogante tolerancia que esconde
la falta del legítimo respeto.
También añoro cuando no lo tengo
platicar con los amigos, sonreír,
abrazar a mi familia y hasta
la falaz caricia de un halago incierto.
Pensé que yo forjaba mi destino
colmando ingenuamente mi existencia
de todo lo que añoro y abomino.
Mas mío es el hastío que me ajusta
como el día feliz o el que le sigue,
no importa si me gusta o me disgusta.
jueves, agosto 19, 2010
Doña Josefa Ortiz de Domínguez
A falta de cosa mejor que escribir y para demostrar que en este blog la única religión es el desvarío, les dejaré la biografía de una de las heroínas de la Independencia de México que más me ha llamado siempre la atención. Digo, es mi manera muy particular de celebrar el omnipresente Bicentenario del inicio de la independencia de México y si Alex Syntek pudo sacar una canción conmemorativa (horrible), por qué este humilde blog no va a poder contribuir con su granito de arena. Escogí la biografía de Doña Josefa Ortiz de Domínguez, primero, porque de niño me impresionaba mucho su molote (su chongo, su peinado) que la hacía lucir como estricta directora de escuela. Luego, oír su nombre me daba escalofríos porque nomás de escucharlo, tan sonoro él, sentía la necesidad de pararme derechito, sobre todo porque siempre se antecedía por ese rimbombante "doña" que en Huásabas no se usaba más que para nombrarla a ella y yo no había visto su uso más que en el Mío Cid o en Don Juan Tenorio. Además, porque la mujer se apellidaba Ortiz, que era el segundo apellido de mi madre, lo cual la convertía en algo así como mi segura pariente, convirtiéndose éste en el único vínculo que yo tenía con los próceres nacionales, porque a Juárez, ni nombrarlo, era jacobino y no muy bien aceptado en una familia tan católica como la mía.
Los datos los tomé de un libro de 1910, así que si la investigación histórica hizo alguna mejora o descubrimiento de ese tiempo para acá, la veracidad de lo dicho puede sufrir serios descalabros. Venga pues, los dejo con algo de la enigmática señora de molote alto.
Esta ilustre heroína de la Independencia de México nació en 1768 en Valladolid (hoy Morelia). A una edad temprana se convirtió en huérfana de madre, por lo que quedó a cargo de su hermana mayor, mudándose a la ciudad de México.
Estudió en el Colegio de las Vizcaínas, de donde salió dos años después para casarse con el abogado Miguel Domínguez. Su esposo fue nombrado Corregidor de la ciudad de Querétaro, cargo en el que Josefa lo ayudó incluso a resolver asuntos delicados pues era una señora talentosa y muy decidida.
Se cree que participó desde 1809 en las conspiraciones que iniciaron en Valladolid (hoy Morelia) e invitó a ellas a su esposo, quien desempeñaba una función que dependía de la Corona española. Fue una de las grandes colaboradoras de esta conspiración y participó fervientemente incluso enviando cartas hechas con recortes de palabras impresas en los diarios, pues sabía leer mas no escribir.
Cuando se dio cuenta de que la conspiración había sido descubierta, aunque su esposo la encerró con llave para que no cometiera ninguna imprudencia, se las averiguó para que un mensajero diera aviso a Ignacio Allende. Esto hizo que se adelantara el levantamiento en el pueblo de Dolores a la noche del 15 de septiembre de 1810 y que no se frustrara esta conspiración, como había pasado con otras anteriores. Un día después fue detenida junto con su esposo y liberada tiempo después cuando su marido fue restituido en el puesto que ocupaba. Estas mortificaciones no impidieron que doña Josefa siguiera haciendo propaganda a favor de la independencia, lo que convirtió a Querétaro en un foco de la insurgencia. En 1813 fue recluida en un convento y liberada después por motivos de salud, para volver a ser encerrada en un convento en 1816. Cuando sobrevino el imperio de Iturbide la nombraron dama de honor de la Emperatriz Doña Ana, cargo que se negó a aceptar. Participó con sus opiniones algunas veces más en la vida política del recientemente creado Estado mexicano, hasta que murió en 1829.
¡Y que nos quedamos sin Doña Josefa!
Los datos los tomé de un libro de 1910, así que si la investigación histórica hizo alguna mejora o descubrimiento de ese tiempo para acá, la veracidad de lo dicho puede sufrir serios descalabros. Venga pues, los dejo con algo de la enigmática señora de molote alto.
Esta ilustre heroína de la Independencia de México nació en 1768 en Valladolid (hoy Morelia). A una edad temprana se convirtió en huérfana de madre, por lo que quedó a cargo de su hermana mayor, mudándose a la ciudad de México.
Estudió en el Colegio de las Vizcaínas, de donde salió dos años después para casarse con el abogado Miguel Domínguez. Su esposo fue nombrado Corregidor de la ciudad de Querétaro, cargo en el que Josefa lo ayudó incluso a resolver asuntos delicados pues era una señora talentosa y muy decidida.
Se cree que participó desde 1809 en las conspiraciones que iniciaron en Valladolid (hoy Morelia) e invitó a ellas a su esposo, quien desempeñaba una función que dependía de la Corona española. Fue una de las grandes colaboradoras de esta conspiración y participó fervientemente incluso enviando cartas hechas con recortes de palabras impresas en los diarios, pues sabía leer mas no escribir.
Cuando se dio cuenta de que la conspiración había sido descubierta, aunque su esposo la encerró con llave para que no cometiera ninguna imprudencia, se las averiguó para que un mensajero diera aviso a Ignacio Allende. Esto hizo que se adelantara el levantamiento en el pueblo de Dolores a la noche del 15 de septiembre de 1810 y que no se frustrara esta conspiración, como había pasado con otras anteriores. Un día después fue detenida junto con su esposo y liberada tiempo después cuando su marido fue restituido en el puesto que ocupaba. Estas mortificaciones no impidieron que doña Josefa siguiera haciendo propaganda a favor de la independencia, lo que convirtió a Querétaro en un foco de la insurgencia. En 1813 fue recluida en un convento y liberada después por motivos de salud, para volver a ser encerrada en un convento en 1816. Cuando sobrevino el imperio de Iturbide la nombraron dama de honor de la Emperatriz Doña Ana, cargo que se negó a aceptar. Participó con sus opiniones algunas veces más en la vida política del recientemente creado Estado mexicano, hasta que murió en 1829.
¡Y que nos quedamos sin Doña Josefa!
miércoles, agosto 18, 2010
Y va de nuevo con los cacahuates...
No es que yo quisiera ir hoy a comprar cacahuates japoneses con el marchante parlanchín, si aún no se ha curado mi vanidad ni he olvidado el nefasto diagnóstico que me sentenció por mi involuntaria palidez. Pero tenía que redactar un largo informe y traía la cabeza tan llena de cosas (irrelevantes todas) que tuve que acudir al último recurso para invocar a la inspiración... y, sí, ese recurso es comer cacahuates japoneses a media mañana acompañados de un refresco gaseoso tan malintencionadamente denominados "aguas negras del imperialismo yanqui". Tenía la esperanza de esta vez salir ileso de la sencilla transacción comercial, deseo que albergué hasta que antes de irme me ve y me dice: "Una pregunta...".
En ese momento supe que todo estaba perdido, que los malditos cacahuates me acarrearían más ruina y destrucción. Con tono resignado e inclinando un poco la cabeza hacia la izquierda (que es la postura que tomo cuando me resigno) le dije "venga", como si le dijera dispara, que sé por experiencia que es la especialidad del manicero. Y me dijo: - Pues no sé, es que usted siendo un diplomático tan grande... [aquí ya tuve la certeza de que todo iba a ir muy mal] me llama la atención que lleve coletilla.
No están todos para saberlo pero uno de los remedios con los que di para aplacar los malévolos efectos de la humedad en mi desordenada cabeza de cabellos largos, fue amarrármelos con una pequeña y discreta (yo creía) coletilla de caballo, de pony, para ser exacto. Ahora sé que tan discreta no es porque fue descubierta fácilmente por los rapaces ojos del cacahuatero parlanchín, a los que nada escapa. Sabía que no importaba lo que yo dijera, él ya había dictado sentencia y con lo de "gran diplomático" estaba queriendo decir que mi peinado lo podía imaginar para algún artista, o promotor cultural, pero que era absolutamente inadmisible para el oficio que yo tenía.
De cualquier manera, le pregunté qué era lo que llamaba su atención. Me dijo que no es que estuviera mal, pues, (con cierta actitud, claro) sino que "no era típico, no era normal verlo". Yo estuve de acuerdo y le dije que entre todos los adjetivos que tratara de darme ,"normal" era uno que de ninguna manera me correspondía. Pero ya para este punto, todos sabemos que el tipo no ceja nunca en sus propósitos, así que continuó: "sí, claro, pero es que en las reuniones de cancilleres a las que usted va seguramente le preguntan que si de qué va esa coletilla".
Mi cara estaba nuevamente pasmada pensando de dónde carajos había sacado la idea de que yo era un gran diplomático o que voy a reuniones con cancilleres, si lo único que me ha visto hacer es pedirle cacahuates y coca cola. Mientras trataba de pensar en una respuesta convincente a sus planteamientos, o bien, desmentirlo sobre la grandilocuencia de mis ocupaciones, la vida se apiadó de mí y le llegaron tres o cuatro clientes, con lo cual pude zafarme de su rudo escrutinio estético y seguir pensando por mi cuenta en la lógica de lo apropiado.
Manicero 2 - Rafael 0
En ese momento supe que todo estaba perdido, que los malditos cacahuates me acarrearían más ruina y destrucción. Con tono resignado e inclinando un poco la cabeza hacia la izquierda (que es la postura que tomo cuando me resigno) le dije "venga", como si le dijera dispara, que sé por experiencia que es la especialidad del manicero. Y me dijo: - Pues no sé, es que usted siendo un diplomático tan grande... [aquí ya tuve la certeza de que todo iba a ir muy mal] me llama la atención que lleve coletilla.
No están todos para saberlo pero uno de los remedios con los que di para aplacar los malévolos efectos de la humedad en mi desordenada cabeza de cabellos largos, fue amarrármelos con una pequeña y discreta (yo creía) coletilla de caballo, de pony, para ser exacto. Ahora sé que tan discreta no es porque fue descubierta fácilmente por los rapaces ojos del cacahuatero parlanchín, a los que nada escapa. Sabía que no importaba lo que yo dijera, él ya había dictado sentencia y con lo de "gran diplomático" estaba queriendo decir que mi peinado lo podía imaginar para algún artista, o promotor cultural, pero que era absolutamente inadmisible para el oficio que yo tenía.
De cualquier manera, le pregunté qué era lo que llamaba su atención. Me dijo que no es que estuviera mal, pues, (con cierta actitud, claro) sino que "no era típico, no era normal verlo". Yo estuve de acuerdo y le dije que entre todos los adjetivos que tratara de darme ,"normal" era uno que de ninguna manera me correspondía. Pero ya para este punto, todos sabemos que el tipo no ceja nunca en sus propósitos, así que continuó: "sí, claro, pero es que en las reuniones de cancilleres a las que usted va seguramente le preguntan que si de qué va esa coletilla".
Mi cara estaba nuevamente pasmada pensando de dónde carajos había sacado la idea de que yo era un gran diplomático o que voy a reuniones con cancilleres, si lo único que me ha visto hacer es pedirle cacahuates y coca cola. Mientras trataba de pensar en una respuesta convincente a sus planteamientos, o bien, desmentirlo sobre la grandilocuencia de mis ocupaciones, la vida se apiadó de mí y le llegaron tres o cuatro clientes, con lo cual pude zafarme de su rudo escrutinio estético y seguir pensando por mi cuenta en la lógica de lo apropiado.
Manicero 2 - Rafael 0
lunes, agosto 16, 2010
Una nueva bifurcación
Antier descubrí que la bicicleta estacionaria del gimnasio tiene tetris. Ayer por primera vez en mucho tiempo (tal vez en toda mi vida) hice ejercicio en domingo. Ese jueguito podría marcar un hito en mis hábitos atléticos. Y aunque no sé todavía quién ganará el dilema entre la pereza perenne o la obsesión con el tetris, procuraré salir con algunos beneficios de esta afortunada coincidencia.
viernes, agosto 13, 2010
Victoria
¡Cómo disfruté esa noche cuando vi bailar a Victoria! A la apasionada Victoria que movía las caderas al ritmo de salsa como nunca antes había visto. Estuve tentado a preguntarle si le pagaban por hacerlo, si el dueño de aquel lugar de bailes le daba un estipendio para que encendiera con su gracia el espíritu de fiesta. Pero me contuve porque no hay dinero que pueda pagar un gozo como el que ella experimentaba, su rostro era como si se transfigurara cuando la orquesta hacía algún requiebro musical que ella honraba modificando la coreografía para estar a la altura de las circunstancias.
Victoria en realidad se llamaba Lin y sus padres llegaron de China unos meses antes de que ella naciera, pero se hacía llamar Victoria porque le gustaba la música del nombre, porque así nadie le pedía repetirlo o porque era de una ortografía que no daba problemas a los locales, que nada sabían de lenguas tonales. Pero también era que llamarse así la hacía sentirse parte del país en el que nació, la convertían en una lationamericana de cuño con toda la legitimación para bailar salsa todos los domingos después de ir a la misa vespertina de las siete, así como los lunes y los viernes.
El único día que la vi, vestía una falda corta hecha de una tela que también bailaba, que seguía perfectamente sus movimientos y como que los imitaba. No sólo los imitaba, también los acentuaba. El cabello lo llevaba recogido, perfectamente relamido y en la parte alta de la cabeza su cola de caballo se meneaba como lo haría un péndulo vuelto loco. Su cara de ojos perfectamente rasgados se cubría de sudor a la segunda canción, pero eso a ella no le importaba y esperaba para retocarse hasta que los de la orquesta hicieran su receso unas dos horas después de haber comenzado.
A Victoria la enloquecía bailar salsa y le daba la razón a Chesterton en que hay que estar loco por algo para no volverse completamente loco. Su trabajo como contadora en una empresa importadora cuyos negocios iban viento en popa, la habría vuelto demente si no hubiera tenido la válvula de escape de su obsesión por la salsa. Estar en el oscuro salón de baile, rodeada del humo del cigarro, del abominable aliento alcohólico de los borrachos y de las variopintas tonalidades del sudor ajeno, se habían convertido casi en una terapia, a la que metódicamente asistía para renovar el espíritu decaído que los libros contables producen en la gente.
El único problema que tenía frecuentemente en ese su paraíso particular era que sus parejas de baile pensaban que su explosión de energía se debía al interés romántico que ellos le causaban. Sin embargo, no había nada más lejos de la verdad. El único amor que ella había tenido era la salsa, las parejas de baile eran solamente instrumentales y, sobre todo, siempre remplazables por la larga fila de hombres que querían tener el privilegio de danzar a su lado, de abrazar su cintura, se sentirse proveedores de su éxtasis. Algunos se molestaban cuando Victoria se daba la vuelta y los dejaba a la mitad de las forzadas conversaciones que intentan los caballeros cuando quieren quedar bien. A hablar no se iba a esos lugares de música estruendosa, sólo a bailar. A bailar hasta desfallecer, hasta dejar los tacones gastados, hasta que las trompetas y los timbales agonizaran la última nota.
El día que Victoria no volvió a casa, su madre lloró amargamente. Pero no tanto por su ausencia, sino por la desilusión de ver que su hija se había finalmente rendido a la decadencia del país pseudo occidental en el que vivían. Que la estricta educación que ambos padres le habían procurado no había valido de nada, que todos los sacrificios de migrar, de atravesar el Océano Pacífico en un barco atestado y maloliente para no tener que abortarla por la política restrictiva de reproducción que había impuesto Mao, o el gobierno de Mao, o el partido de Mao, o algún funcionario decrépito al servicio de Mao, no habían servido de nada. Y así le estuvo recriminando internamente y sin palabras, sólo con sentimientos, lo malagradecida que había sido, lo ruin, lo despreciable que era ahora ante sus ojos. Lo indigna de que su padre la mirara o de que ella misma la hubiera cuidado las noches y los días que estuvo enferma, que le hubiera preparado la sopa que le gustaba, que hubiera ahorrado como sólo pueden hacerlo los chinos para darle la mejor educación. Se inventó las palabras que le dirían, los insultos en su dialecto cantonés, las maldiciones en un chino tan antiguo que todas las dinastías del imperio pudieron insultar con ellas a sus rameras. Pero Victoria nunca volvió. Toda la alegría de la mejor bailarina de salsa de la ciudad ahora reposa en un expediente ministerial inconcluso que nunca dio con el culpable de su muerte, con el degenerado que no pudo soportar su desprecio, su indiferencia, cuya indolencia y patética falta de victorias privó al mundo de nuestra Victoria.
Victoria en realidad se llamaba Lin y sus padres llegaron de China unos meses antes de que ella naciera, pero se hacía llamar Victoria porque le gustaba la música del nombre, porque así nadie le pedía repetirlo o porque era de una ortografía que no daba problemas a los locales, que nada sabían de lenguas tonales. Pero también era que llamarse así la hacía sentirse parte del país en el que nació, la convertían en una lationamericana de cuño con toda la legitimación para bailar salsa todos los domingos después de ir a la misa vespertina de las siete, así como los lunes y los viernes.
El único día que la vi, vestía una falda corta hecha de una tela que también bailaba, que seguía perfectamente sus movimientos y como que los imitaba. No sólo los imitaba, también los acentuaba. El cabello lo llevaba recogido, perfectamente relamido y en la parte alta de la cabeza su cola de caballo se meneaba como lo haría un péndulo vuelto loco. Su cara de ojos perfectamente rasgados se cubría de sudor a la segunda canción, pero eso a ella no le importaba y esperaba para retocarse hasta que los de la orquesta hicieran su receso unas dos horas después de haber comenzado.
A Victoria la enloquecía bailar salsa y le daba la razón a Chesterton en que hay que estar loco por algo para no volverse completamente loco. Su trabajo como contadora en una empresa importadora cuyos negocios iban viento en popa, la habría vuelto demente si no hubiera tenido la válvula de escape de su obsesión por la salsa. Estar en el oscuro salón de baile, rodeada del humo del cigarro, del abominable aliento alcohólico de los borrachos y de las variopintas tonalidades del sudor ajeno, se habían convertido casi en una terapia, a la que metódicamente asistía para renovar el espíritu decaído que los libros contables producen en la gente.
El único problema que tenía frecuentemente en ese su paraíso particular era que sus parejas de baile pensaban que su explosión de energía se debía al interés romántico que ellos le causaban. Sin embargo, no había nada más lejos de la verdad. El único amor que ella había tenido era la salsa, las parejas de baile eran solamente instrumentales y, sobre todo, siempre remplazables por la larga fila de hombres que querían tener el privilegio de danzar a su lado, de abrazar su cintura, se sentirse proveedores de su éxtasis. Algunos se molestaban cuando Victoria se daba la vuelta y los dejaba a la mitad de las forzadas conversaciones que intentan los caballeros cuando quieren quedar bien. A hablar no se iba a esos lugares de música estruendosa, sólo a bailar. A bailar hasta desfallecer, hasta dejar los tacones gastados, hasta que las trompetas y los timbales agonizaran la última nota.
El día que Victoria no volvió a casa, su madre lloró amargamente. Pero no tanto por su ausencia, sino por la desilusión de ver que su hija se había finalmente rendido a la decadencia del país pseudo occidental en el que vivían. Que la estricta educación que ambos padres le habían procurado no había valido de nada, que todos los sacrificios de migrar, de atravesar el Océano Pacífico en un barco atestado y maloliente para no tener que abortarla por la política restrictiva de reproducción que había impuesto Mao, o el gobierno de Mao, o el partido de Mao, o algún funcionario decrépito al servicio de Mao, no habían servido de nada. Y así le estuvo recriminando internamente y sin palabras, sólo con sentimientos, lo malagradecida que había sido, lo ruin, lo despreciable que era ahora ante sus ojos. Lo indigna de que su padre la mirara o de que ella misma la hubiera cuidado las noches y los días que estuvo enferma, que le hubiera preparado la sopa que le gustaba, que hubiera ahorrado como sólo pueden hacerlo los chinos para darle la mejor educación. Se inventó las palabras que le dirían, los insultos en su dialecto cantonés, las maldiciones en un chino tan antiguo que todas las dinastías del imperio pudieron insultar con ellas a sus rameras. Pero Victoria nunca volvió. Toda la alegría de la mejor bailarina de salsa de la ciudad ahora reposa en un expediente ministerial inconcluso que nunca dio con el culpable de su muerte, con el degenerado que no pudo soportar su desprecio, su indiferencia, cuya indolencia y patética falta de victorias privó al mundo de nuestra Victoria.
jueves, agosto 12, 2010
Próxima estación: raquitismo
Jueves, 11:00 a.m. Tengo hambre, no, mejor dicho, tengo antojo. Decido hacer lo que todo hombre sensato hace cuando tiene antojo: correr por unos cacahuates estilo japonés y una coca cola. Bajo al puestecito de golosinas y engordantes varios que descubrí hace poco. El tipo que atiende es muy simpático. Podríamos agregar un demasiado simpático que espero no tenga el efecto de hacerme parecer amargado. Es esa gente que cae bien porque siempre tienen un comentario que hacerte, pero que cuando uno anda de antisocial, preferiría ahorrarse. Hoy yo andaba muy sociable, así que me dio gusto ir a comprarle cacahuates al parlanchín.
Cuando me vio, me saludó cortésmente de mano, le pedí los quitahambres y cuando estaba pagando me pregunta. - ¿Usted de dónde es? De México. E insiste un poco: - ¿pero de dónde? De Sonora, del desierto, agrego, para ubicarlo mejor en el espacio. Entonces me espeta: - Pues como que le falta color. Mi alegría y sociabilidad súbitamente desaparecen y le pregunto con una cierta actitud: ¿Cómo? -Sí, que le falta sol, está usted muy pálido.
El tipo no tenía por qué saber que el tema de mi palidez crónica e irremediable es mi talón de Aquiles, así que fui paciente y le expliqué que acababa de regresar de la playa, que no era falta de sol, que era mi color. Punto. Fue entonces que me diagnosticó, como si no hubiera escuchado una palabra de lo que dije: "le falta vitamina D y ésa se la da el sol". Le repetí lo de la playa ya un poco más impaciente, pero él siguió con su arenga de que o me asoleaba o no iba yo a tener suficiente vitamina D. Decidí renunciar a mi defensa, pagar e irme a llorar por mi falta de color y de vitaminas. Pero el tipo me dijo: - Espere. Sacó de algún rincón rodeado de paletas y chicles unas hojas de papel. - Le voy a decir los problemas que causa no tener vitamina D, para que vaya y se asolee. ¡Ah! No había tenido suficiente con destruir mi vanidad, también se iba a dirigir a atizarme el carácter hipocondriaco.
Repasó sus apuntes sobre vitaminas y enfermedades causadas por su defecto, hasta que llegó a la vitamina D. Y sentenció: - Si no se asolea le va a dar raquitismo. ¿Raquitismo? - Sí, aquí dice que es deformación de los huesos. Miren nomás, yo sólo iba por unos cacahuates y salí con raquitismo, pero, claro, al menos eso explica lo de mis rodillas chuecas. El instructor del gimnasio dijo que era genético pero el vendedor de cacahuates seguramente lo atribuiría a la falta de vitamina D, que obviamente me falta porque no hay más que verme el color para dar con mis hábitos vampirescos.
¡Que alguien me ayude con esta gente!
Cuando me vio, me saludó cortésmente de mano, le pedí los quitahambres y cuando estaba pagando me pregunta. - ¿Usted de dónde es? De México. E insiste un poco: - ¿pero de dónde? De Sonora, del desierto, agrego, para ubicarlo mejor en el espacio. Entonces me espeta: - Pues como que le falta color. Mi alegría y sociabilidad súbitamente desaparecen y le pregunto con una cierta actitud: ¿Cómo? -Sí, que le falta sol, está usted muy pálido.
El tipo no tenía por qué saber que el tema de mi palidez crónica e irremediable es mi talón de Aquiles, así que fui paciente y le expliqué que acababa de regresar de la playa, que no era falta de sol, que era mi color. Punto. Fue entonces que me diagnosticó, como si no hubiera escuchado una palabra de lo que dije: "le falta vitamina D y ésa se la da el sol". Le repetí lo de la playa ya un poco más impaciente, pero él siguió con su arenga de que o me asoleaba o no iba yo a tener suficiente vitamina D. Decidí renunciar a mi defensa, pagar e irme a llorar por mi falta de color y de vitaminas. Pero el tipo me dijo: - Espere. Sacó de algún rincón rodeado de paletas y chicles unas hojas de papel. - Le voy a decir los problemas que causa no tener vitamina D, para que vaya y se asolee. ¡Ah! No había tenido suficiente con destruir mi vanidad, también se iba a dirigir a atizarme el carácter hipocondriaco.
Repasó sus apuntes sobre vitaminas y enfermedades causadas por su defecto, hasta que llegó a la vitamina D. Y sentenció: - Si no se asolea le va a dar raquitismo. ¿Raquitismo? - Sí, aquí dice que es deformación de los huesos. Miren nomás, yo sólo iba por unos cacahuates y salí con raquitismo, pero, claro, al menos eso explica lo de mis rodillas chuecas. El instructor del gimnasio dijo que era genético pero el vendedor de cacahuates seguramente lo atribuiría a la falta de vitamina D, que obviamente me falta porque no hay más que verme el color para dar con mis hábitos vampirescos.
¡Que alguien me ayude con esta gente!
miércoles, agosto 11, 2010
¡Qué difícil ser yo!
Debo escribir esta entrada en exactamente 19 minutos que son los que me restan para salir corriendo a un evento del trabajo. Pero eso no es lo que justifica el título de esta entrada. Asistir a un evento es algo bastante sencillo que no complica mi vida. Tampoco lo es que iré con el corazón en un hilo porque los miércoles no debo circular por el centro de San José en el carro que me prestó la agencia de autos en lo que me entregan el mío (que no tiene placa diplomática ni ninguna inmunidad ni privilegio). Como la Embajada está en el centro, tendré que ir rezándole al santo patrono de las multas de tránsito para que ningún idem me detenga y yo tenga que poner cara de "yo ni sabía" y pagar los 400 dólares que vale la falta. Pero son nada más unas cuantas cuadras lo que durará mi incumplimiento, por lo que eso tampoco me hace difícil ser yo.
Lo que en realidad ha complicado mi existencia es una especie de hipocondria no diagnosticada que me ha durado casi todos los años que tengo de vida y que me hace pensar al más mínimo síntoma que estoy poseído por la más maléfica enfermedad. No hay razón que me entre cuando empiezo con las paranoias sanitarias. Y si un pequeño dolor de cabeza me asusta, ya se podrán ir imaginando cómo me puse cuando ayer por la noche empecé a sentir un dolor en el pecho. Poco me faltó para salir corriendo a Emergencias a decir que estaba yo in articulo mortis, aunque no lo pareciera. La sencilla explicación a mi dolor era que un día antes se me ocurrió hacer un ejercicio nuevo en el gimnasio para lo que llaman por ahí los pectorales. Y mi cabeza me lo repetía una y otra vez "es un dolor muscular", pero mi corazón (el metafórico, porque el anatómico nunca me ha dicho nada) me decía "tal vez te esté dando un infarto y tú (o sea, yo) tan tranquilo". Con decirles que hasta se me espantó el sueño y eso que quitarle el sueño a un Barceló es una tarea quijotesca.
Lo que más me preocupaba de mi altamente improbable infarto es que me agarrara el patatús a mitad de la noche y que nadie nunca se enterara de mi última voluntad (que no es particularmente voluntariosa). En realidad no tenía ninguna voluntad última que comunicar, pero a esas horas de la noche mi mente no estaba muy clara. Entonces, como hace cualquier víctima de insomnio me di a la reflexión de cuestiones irrelevantes, como cuál iba a ser el plan de acción en caso de que de buenas a primeras el bum bum cardíaco se me pusiera complicado. Lo primero que hice es verificar que supiera llamar a los servicios de emergencia. Nunca lo había hecho, pero ya me había informado que en este país están en el fácilmente recordable número 911. Marqué sólo para hacer una prueba e inmediatamente me contestó una voz que no era una operadora automática, lo cual me tranquilizó mucho, y procedí a colgar sin decir una palabra, más por vergüenza que por ninguna otra cosa.
También opté por dejar la puerta de la entrada sin candado, así les ahorraba tiempo a los hipotéticos camilleros/rescatistas y me economizaba tener que mandar a arreglar los daños de una puerta abierta a patadas (que es la manera que me pareció más lógica para abrir la puerta para darme los primeros auxilios). Todo estaba resuelto, en caso de cualquier complicación cardiaca, tenía el 911 y la puerta de la entrada abierta. Resueltas esas dos cuestiones, yo me sentí feliz de la vida y muy preparado para cualquier eventualidad, por lo que pude dormir como un bebé.
Y ahora salgo corriendo para no acentuar con el estrés mi condición cardiaca tan hipotéticamente deficiente, sobre todo si el santo patrono de las multas decide cancelarme sus favores.
Lo que en realidad ha complicado mi existencia es una especie de hipocondria no diagnosticada que me ha durado casi todos los años que tengo de vida y que me hace pensar al más mínimo síntoma que estoy poseído por la más maléfica enfermedad. No hay razón que me entre cuando empiezo con las paranoias sanitarias. Y si un pequeño dolor de cabeza me asusta, ya se podrán ir imaginando cómo me puse cuando ayer por la noche empecé a sentir un dolor en el pecho. Poco me faltó para salir corriendo a Emergencias a decir que estaba yo in articulo mortis, aunque no lo pareciera. La sencilla explicación a mi dolor era que un día antes se me ocurrió hacer un ejercicio nuevo en el gimnasio para lo que llaman por ahí los pectorales. Y mi cabeza me lo repetía una y otra vez "es un dolor muscular", pero mi corazón (el metafórico, porque el anatómico nunca me ha dicho nada) me decía "tal vez te esté dando un infarto y tú (o sea, yo) tan tranquilo". Con decirles que hasta se me espantó el sueño y eso que quitarle el sueño a un Barceló es una tarea quijotesca.
Lo que más me preocupaba de mi altamente improbable infarto es que me agarrara el patatús a mitad de la noche y que nadie nunca se enterara de mi última voluntad (que no es particularmente voluntariosa). En realidad no tenía ninguna voluntad última que comunicar, pero a esas horas de la noche mi mente no estaba muy clara. Entonces, como hace cualquier víctima de insomnio me di a la reflexión de cuestiones irrelevantes, como cuál iba a ser el plan de acción en caso de que de buenas a primeras el bum bum cardíaco se me pusiera complicado. Lo primero que hice es verificar que supiera llamar a los servicios de emergencia. Nunca lo había hecho, pero ya me había informado que en este país están en el fácilmente recordable número 911. Marqué sólo para hacer una prueba e inmediatamente me contestó una voz que no era una operadora automática, lo cual me tranquilizó mucho, y procedí a colgar sin decir una palabra, más por vergüenza que por ninguna otra cosa.
También opté por dejar la puerta de la entrada sin candado, así les ahorraba tiempo a los hipotéticos camilleros/rescatistas y me economizaba tener que mandar a arreglar los daños de una puerta abierta a patadas (que es la manera que me pareció más lógica para abrir la puerta para darme los primeros auxilios). Todo estaba resuelto, en caso de cualquier complicación cardiaca, tenía el 911 y la puerta de la entrada abierta. Resueltas esas dos cuestiones, yo me sentí feliz de la vida y muy preparado para cualquier eventualidad, por lo que pude dormir como un bebé.
Y ahora salgo corriendo para no acentuar con el estrés mi condición cardiaca tan hipotéticamente deficiente, sobre todo si el santo patrono de las multas decide cancelarme sus favores.
martes, agosto 10, 2010
Cosas que no me gustarían
Seguramente han oído la frase célebre ésa de que "cuidado con lo que deseas porque se te puede hacer realidad". Yo también la he oído y hasta el cansancio, pero algo de verdad encierra. Hay cosas que parecen buenas así nada más de oírse, pero que al fin de cuentas no resultan muy agradables. Aquí van algunos ejemplos de cosas que a mí no me gustarían:
1. Que el estado del tiempo fuera predecible (aplican excepciones para huracanes). Son esas cosas de romántico empedernido, pero tiene su gracia que esos detallitos climáticos que están absolutamente fuera de tu control tengan un efecto tan importante en tu vida.
2. Que la gente dejara de morirse. Ya Saramago lo explicó perfecto en Las intermitencias de la muerte. Sería fatal... sobre todo para el negocio de las funerarias.
3. Vivir en un paradisíaco destino turístico. Los precios son más altos, la gente que te rodea siempre está de paso, la felicidad es provisional y cualquier intento de perpetuar indefinidamente el gozo resulta en aburrimiento.
4. Que todos habláramos esperanto y olvidáramos nuestros mutuamente ininteligibles idiomas. No necesita mucha explicación pero esa medida es como si te obligaran a comer caldo de pollo desgrasado para el resto de tu vida.
5. Que no hubiera gente fea. Ah no, eso sí que no me gustaría nadita, porque la belleza humana se haría absolutamente irrelevante y no está este mundo para andar perdiendo nociones abstractas, con las pocas que aún nos quedan.
1. Que el estado del tiempo fuera predecible (aplican excepciones para huracanes). Son esas cosas de romántico empedernido, pero tiene su gracia que esos detallitos climáticos que están absolutamente fuera de tu control tengan un efecto tan importante en tu vida.
2. Que la gente dejara de morirse. Ya Saramago lo explicó perfecto en Las intermitencias de la muerte. Sería fatal... sobre todo para el negocio de las funerarias.
3. Vivir en un paradisíaco destino turístico. Los precios son más altos, la gente que te rodea siempre está de paso, la felicidad es provisional y cualquier intento de perpetuar indefinidamente el gozo resulta en aburrimiento.
4. Que todos habláramos esperanto y olvidáramos nuestros mutuamente ininteligibles idiomas. No necesita mucha explicación pero esa medida es como si te obligaran a comer caldo de pollo desgrasado para el resto de tu vida.
5. Que no hubiera gente fea. Ah no, eso sí que no me gustaría nadita, porque la belleza humana se haría absolutamente irrelevante y no está este mundo para andar perdiendo nociones abstractas, con las pocas que aún nos quedan.
lunes, agosto 09, 2010
Del microtexteo (si se me permite la expresión)
La discusión del tema de las redes sociales se ha vuelto de un tedio insoportable. Que si por nuestra información en Facebook nos exponemos al secuestro (si FB realmente exhibiera nuestros estados financieros creo que la gran mayoría podríamos irnos despreocupando de ser víctimas de cualquier delito del orden patrimonial). Que si el número de seguidores en Twitter determina tu éxito social. O que si publicar tus nimiedades en un blog hacen desaparecer la privacidad o exponen tu intimidad al acecho de las mentes malintencionadas. Son cuestiones que no tienen otra justificación que el choque que produce la novedad. Nada ha cambiado realmente el fenómeno del chisme, tan antiguo él, tan humano, tan presente en nuestras comunidades desde tiempos inmemoriales. El chisme es tan viejo o más como el que dicen es el oficio más viejo del mundo, que no osaré mencionar por su nombre por no molestar a la moral ni a las buenas costumbres de nadie. Lo único que ha cambiado es la forma en la que viene envuelto, la facilidad del acceso que redujo las barreras que imponía la distancia y que todo sea en electrónico. Pero todos seguimos viviendo en días de 24 horas, 8 de las cuales se supone deberíamos estar durmiendo y, en mayor o menor medida, todos seguimos teniendo lo que llaman principios, pero que a veces son sólo finales. Mientras esas dos cosas no cambien, tampoco podrá cambiar mucho la sociedad.
Lo único que me tiene consternado por el destino de la humanidad (hipérbole evidente) es el éxito reciente de lo que se llama microblogging. Es decir, compartir mensajes que no pueden tener más de 140 caracteres (unas 28 palabras). Digo que el éxito de ese famoso microtexteo (Si se me permite la aventurada traducción) me preocupa, porque yo nunca he sido bueno para la brevedad. La considero una virtud (sobre todo cuando escucho un discurso o leo un oficio) pero no todos servimos para profesarla. Pero, sobre todo, me preocupa que mensajes más cortos signifique más personas leyéndolos, pero en detrimento directo a la profundidad de lo dicho. No es que todas las ideas requieran de mucha profundidad, pero siempre es bueno saber un poco más de lo que piensa la gente y nunca estorba detallar la justificación de las razones que nos llevaron a decir algo.
Esto que podríamos llamar un abuso del Más x Menos (que consiste en poder comunicarse con mucha más gente o estar en contacto con un número abundante de interlocutores aunque les debamos dedicar menos tiempo a todos) termina teniendo, además de algunas ventajas, el efecto perverso de hacer la comunicación necesariamente más superficial. Por la simple y sencilla razón antes expuesta de que el día tiene 24 horas, dormimos 8, trabajamos otras 8, comemos en 2, nos transportamos en 1 y además tenemos que ir al gimnasio para que nos digan que nos sobra o nos falta peso y que tenemos las rodillas chuecas (proyección del autor). En fin, que tiempo para dedicarlo a comunicarnos con los demás nos queda poco y desde segundo o tercero de primaria que nos enseñaron esa horrible operación matemática llamada divisiones (tan bélico el término) es fácil saber que si ese tiempo lo divides entre un número muy grande no te da la vida más que para decirle a cada quien "hola" o tal vez "hi" para ahorrarnos un par de letras.
Así, por ejemplo, anteriores blogueros se convirtieron en twitteros y no veo la hora de que nos llegue la Contrarreforma para que vuelvan a donde estaban, porque yo extraño a algunos que se cambiaron del texto al microtexto (o nanotexto) y claro que aún dicen cosas que son muy graciosas en menos de 140 caracteres, pero han dejado abandonados, o casi, sus añorados blogs. Esta profesión de escribir dicen que es muy ingrata, así que no culpo a los que el cambio tecnológico les haya venido bien y en vez de arengar ahora hayan optado por microarengar, pero que lo sepan que aunque microleerlos es simpático, cuando a uno le gusta lo que escriben es "más mejor" macroleerlos. He macrodicho.
Lo único que me tiene consternado por el destino de la humanidad (hipérbole evidente) es el éxito reciente de lo que se llama microblogging. Es decir, compartir mensajes que no pueden tener más de 140 caracteres (unas 28 palabras). Digo que el éxito de ese famoso microtexteo (Si se me permite la aventurada traducción) me preocupa, porque yo nunca he sido bueno para la brevedad. La considero una virtud (sobre todo cuando escucho un discurso o leo un oficio) pero no todos servimos para profesarla. Pero, sobre todo, me preocupa que mensajes más cortos signifique más personas leyéndolos, pero en detrimento directo a la profundidad de lo dicho. No es que todas las ideas requieran de mucha profundidad, pero siempre es bueno saber un poco más de lo que piensa la gente y nunca estorba detallar la justificación de las razones que nos llevaron a decir algo.
Esto que podríamos llamar un abuso del Más x Menos (que consiste en poder comunicarse con mucha más gente o estar en contacto con un número abundante de interlocutores aunque les debamos dedicar menos tiempo a todos) termina teniendo, además de algunas ventajas, el efecto perverso de hacer la comunicación necesariamente más superficial. Por la simple y sencilla razón antes expuesta de que el día tiene 24 horas, dormimos 8, trabajamos otras 8, comemos en 2, nos transportamos en 1 y además tenemos que ir al gimnasio para que nos digan que nos sobra o nos falta peso y que tenemos las rodillas chuecas (proyección del autor). En fin, que tiempo para dedicarlo a comunicarnos con los demás nos queda poco y desde segundo o tercero de primaria que nos enseñaron esa horrible operación matemática llamada divisiones (tan bélico el término) es fácil saber que si ese tiempo lo divides entre un número muy grande no te da la vida más que para decirle a cada quien "hola" o tal vez "hi" para ahorrarnos un par de letras.
Así, por ejemplo, anteriores blogueros se convirtieron en twitteros y no veo la hora de que nos llegue la Contrarreforma para que vuelvan a donde estaban, porque yo extraño a algunos que se cambiaron del texto al microtexto (o nanotexto) y claro que aún dicen cosas que son muy graciosas en menos de 140 caracteres, pero han dejado abandonados, o casi, sus añorados blogs. Esta profesión de escribir dicen que es muy ingrata, así que no culpo a los que el cambio tecnológico les haya venido bien y en vez de arengar ahora hayan optado por microarengar, pero que lo sepan que aunque microleerlos es simpático, cuando a uno le gusta lo que escriben es "más mejor" macroleerlos. He macrodicho.
viernes, agosto 06, 2010
Recuerdo de mi ciclista imprudencia
De mi niñez podría decirse que transcurrió muy tranquila al abrigo de mi preferencia por actividades de bajo riesgo. Me gustaba ver telenovelas - mea culpa -, oír las conversaciones de los adultos, aunque notara que mi presencia los hacía omitir detalles que me intrigaban sobremanera; leer los libros infantiles de la biblioteca pública Juan Netvig e, incluso, tuve temporadas en las que me inicié en lo que yo llamaba "trabajos manuales" (sólo para descubrir que yo en el mundo del arte no tenía ningún futuro). De ninguna manera se podría decir que yo fuera uno de esos niños traviesos que dan dolores de cabeza por su hiperactividad. Creo que si en algo molestaba a mis mayores era sólo por una especie de autismo selectivo que, de cualquier modo, me hacía perfectamente funcional para la vida en sociedad.
Todo lo anterior lo aclaro antes de iniciar mi relato para que quede constancia de que la imprudencia no era parte de mi modus operandi infantil. Por lo menos no en cuestiones físicas. Pero un día tuve que aprender a andar en bicicleta. Debo reconocer, aun con la pena que esto me causa, que la razón principal para hacerlo fue que mi hermano menor (por dos años) aprendió primero que yo. Mis tempranas y confusas nociones de honor me hicieron sentir que no era una situación admisible que mi hermanito supiera andar en dos ruedas y yo tuviera que depender de un triciclo. Además, ya se me había adelantado también en el uso del trompo, que aprendió a bailar mucho antes que yo. Está bien, yo todavía no aprendo... pero no es cosa que quiera discutir.
Empujado a aventuras tan estresantes como saber manejar una bicicleta sin terminar con las rodillas hechas carne deshebrada, destiné una gran parte de mi tiempo libre y de mi concentración a andar en bicicleta. Cuando finalmente lo conseguí, la felicidad fue casi absoluta. Hubo entre mí y el viento en la cara una suerte de enamoramiento que me hizo un niño fanático de la bici que me había traído Santaclós. Además, tenía las llantas de color blanco, cosa bastante extraña entre las bicicletas de la comunidad, lo cual me hacía sentir muy importante. Para agregar un toque de mayor distinción recuerdo que quise comprarme unas agujetas rojas para que el pedaleo fuera una manifestación de mayor esplendor. Pero en todo Huásabas no las había. El rojo era un color que no estaba en temporada, así que tendría que pedalear con mis comunes y corrientes agujetas blancas.
Otro asunto importante que debo relatar es que Huásabas está ubicado en tres mesetas contiguas una a la otra. En términos prácticos esto significa que hay cuestas que las unen. A menos que quisieras dar vueltas y vueltas en la meseta correspondiente a tu domicilio, labor que pronto se hacía tediosa por el tamaño de mi pueblo, había que subir y bajar las cuestas. Subir una cuesta en bicicleta bien lo sabe Dios que es una cosa muy pesada y con el calor que hace en Sonora, es un sacrificio considerable. Pero bajar una cuesta es una delicia, es cosa de ir controlando con los frenos la velocidad y la ley de la gravedad junto con el invento de la rueda hacen todo el trabajo.
Cuando descubrí el valor del "cuestabajo" fui también muy feliz. Subía la cuesta con el sacrificio debido y al llegar a lo alto me dejaba ir por toda la avenida Álvaro Obregón tratando de llegar con el puro vuelo hasta la casa de la Rosa de Melo, que era el remate de dicha avenida, a unas seis cuadras de la cuesta. Pero nunca lo lograba, lo más lejos que llegaba era a la casa de la Cruz de Vicente, usando hasta el último momento de equilibrio posible hasta que la bicicleta estuviera completamente detenida y tuviera que bajar los pies para no caer y raspar los platinados tubos de mi bici. La curiosidad infantil y mi tenacidad por lograr lo que me proponía me jugaron una mala pasada cuando decidí que así fuera lo último que hiciera yo llegaría hasta la casa al final de la calle, sin pedalear ni una sola vez. Si el vuelo no me servía debía agregar a la ecuación algo que me diera más ímpetu, en fin que sólo me faltaba media cuadra para lograr mi propósito. Fue entonces cuando intuí que si además del vuelo que me daba la empinada cuesta le agregara todo el pedaleo que mis fuerzas fueran capaces de hacer, llegaría tan lejos como quisiera. Seguramente se me iluminó la cara con la ocurrencia y pensé: "ya está, pies a la obra".
En lo alto de la cuesta, que en ese momento era empedrada, volteé concentrado hacia mi destino y me dije a mí mismo alguna frase motivacional o tal vez el equivalente a gritar "Jeroooonimoooo". Puse cara de niño malo, imagen que nadie hubiera creído, respiré profundo y empecé a darle impulso a mi bici. El "cuestabajo" hizo su efecto y empecé a andar a una velocidad no recomendada para la salud. Antes de que cayera en cuenta, los manubrios de la bicicleta temblaban fuera de control y yo de ninguna manera pensaba poner freno a la situación. La prudencia se había ido al carajo. La velocidad y la violencia de los movimientos de la dirección de mi vehículo de dos ruedas tuvieron un desenlace fatídico: justo al terminar la cuesta caí estrepitosamente al suelo, frente de por medio. Fuerza del impacto: desconocida. Daños a la salud: costura de tres puntos en la cabeza. Secuelas: cicatriz visible en la frente del sujeto.
No recuerdo el momento de caer, tal vez porque lo bloqueé o quizás porque me desmayé del puro susto antes de pegar contra el suelo. Recobré la conciencia cuando me llevaban a cuestas rumbo al centro de salud que, para mi fortuna, estaba a un par de cuadras (es la ventaja de vivir en un lugar de dimensiones huasabeñas). Cuando caí en cuenta de la situación, dije bañado en llanto lo que diría cualquier valiente niño de esa edad: "quiero ver a mi mamáaaaaa". El otro vívido recuerdo que me dejó mi ciclista imprudencia es que al día siguiente en la escuela, frente a todo el alumnado esperando romper filas para entrar a nuestras respectivas aulas, el maestro Abel tuvo a bien comentar que "me había roto la alcancía", expresión coloquial que no tomé con buen ánimo, sobre todo porque fue seguida por la estentórea risa colectiva de toda la escuela primaria Benito Juárez.
Todo lo anterior lo aclaro antes de iniciar mi relato para que quede constancia de que la imprudencia no era parte de mi modus operandi infantil. Por lo menos no en cuestiones físicas. Pero un día tuve que aprender a andar en bicicleta. Debo reconocer, aun con la pena que esto me causa, que la razón principal para hacerlo fue que mi hermano menor (por dos años) aprendió primero que yo. Mis tempranas y confusas nociones de honor me hicieron sentir que no era una situación admisible que mi hermanito supiera andar en dos ruedas y yo tuviera que depender de un triciclo. Además, ya se me había adelantado también en el uso del trompo, que aprendió a bailar mucho antes que yo. Está bien, yo todavía no aprendo... pero no es cosa que quiera discutir.
Empujado a aventuras tan estresantes como saber manejar una bicicleta sin terminar con las rodillas hechas carne deshebrada, destiné una gran parte de mi tiempo libre y de mi concentración a andar en bicicleta. Cuando finalmente lo conseguí, la felicidad fue casi absoluta. Hubo entre mí y el viento en la cara una suerte de enamoramiento que me hizo un niño fanático de la bici que me había traído Santaclós. Además, tenía las llantas de color blanco, cosa bastante extraña entre las bicicletas de la comunidad, lo cual me hacía sentir muy importante. Para agregar un toque de mayor distinción recuerdo que quise comprarme unas agujetas rojas para que el pedaleo fuera una manifestación de mayor esplendor. Pero en todo Huásabas no las había. El rojo era un color que no estaba en temporada, así que tendría que pedalear con mis comunes y corrientes agujetas blancas.
Otro asunto importante que debo relatar es que Huásabas está ubicado en tres mesetas contiguas una a la otra. En términos prácticos esto significa que hay cuestas que las unen. A menos que quisieras dar vueltas y vueltas en la meseta correspondiente a tu domicilio, labor que pronto se hacía tediosa por el tamaño de mi pueblo, había que subir y bajar las cuestas. Subir una cuesta en bicicleta bien lo sabe Dios que es una cosa muy pesada y con el calor que hace en Sonora, es un sacrificio considerable. Pero bajar una cuesta es una delicia, es cosa de ir controlando con los frenos la velocidad y la ley de la gravedad junto con el invento de la rueda hacen todo el trabajo.
Cuando descubrí el valor del "cuestabajo" fui también muy feliz. Subía la cuesta con el sacrificio debido y al llegar a lo alto me dejaba ir por toda la avenida Álvaro Obregón tratando de llegar con el puro vuelo hasta la casa de la Rosa de Melo, que era el remate de dicha avenida, a unas seis cuadras de la cuesta. Pero nunca lo lograba, lo más lejos que llegaba era a la casa de la Cruz de Vicente, usando hasta el último momento de equilibrio posible hasta que la bicicleta estuviera completamente detenida y tuviera que bajar los pies para no caer y raspar los platinados tubos de mi bici. La curiosidad infantil y mi tenacidad por lograr lo que me proponía me jugaron una mala pasada cuando decidí que así fuera lo último que hiciera yo llegaría hasta la casa al final de la calle, sin pedalear ni una sola vez. Si el vuelo no me servía debía agregar a la ecuación algo que me diera más ímpetu, en fin que sólo me faltaba media cuadra para lograr mi propósito. Fue entonces cuando intuí que si además del vuelo que me daba la empinada cuesta le agregara todo el pedaleo que mis fuerzas fueran capaces de hacer, llegaría tan lejos como quisiera. Seguramente se me iluminó la cara con la ocurrencia y pensé: "ya está, pies a la obra".
En lo alto de la cuesta, que en ese momento era empedrada, volteé concentrado hacia mi destino y me dije a mí mismo alguna frase motivacional o tal vez el equivalente a gritar "Jeroooonimoooo". Puse cara de niño malo, imagen que nadie hubiera creído, respiré profundo y empecé a darle impulso a mi bici. El "cuestabajo" hizo su efecto y empecé a andar a una velocidad no recomendada para la salud. Antes de que cayera en cuenta, los manubrios de la bicicleta temblaban fuera de control y yo de ninguna manera pensaba poner freno a la situación. La prudencia se había ido al carajo. La velocidad y la violencia de los movimientos de la dirección de mi vehículo de dos ruedas tuvieron un desenlace fatídico: justo al terminar la cuesta caí estrepitosamente al suelo, frente de por medio. Fuerza del impacto: desconocida. Daños a la salud: costura de tres puntos en la cabeza. Secuelas: cicatriz visible en la frente del sujeto.
No recuerdo el momento de caer, tal vez porque lo bloqueé o quizás porque me desmayé del puro susto antes de pegar contra el suelo. Recobré la conciencia cuando me llevaban a cuestas rumbo al centro de salud que, para mi fortuna, estaba a un par de cuadras (es la ventaja de vivir en un lugar de dimensiones huasabeñas). Cuando caí en cuenta de la situación, dije bañado en llanto lo que diría cualquier valiente niño de esa edad: "quiero ver a mi mamáaaaaa". El otro vívido recuerdo que me dejó mi ciclista imprudencia es que al día siguiente en la escuela, frente a todo el alumnado esperando romper filas para entrar a nuestras respectivas aulas, el maestro Abel tuvo a bien comentar que "me había roto la alcancía", expresión coloquial que no tomé con buen ánimo, sobre todo porque fue seguida por la estentórea risa colectiva de toda la escuela primaria Benito Juárez.
jueves, agosto 05, 2010
Cuando me escapé del gobelino en el que estaba
Raphael era el habitante de un gobelino belga del siglo XIII. Pasó cientos de años inmóvil en un tapete maravilloso que retrataba la vida de su tiempo, colgado en muy diversas paredes. En el gobelino aparecía contemplando el fogón en donde fundía una espada que estaba forjando para que su señor feudal pudiera ir a las Cruzadas. Nunca entendió muy bien por qué de todas las ocupaciones posibles le había tocado a él ser capturado por unos monjes tejedores que lo habían inmovilizado ahí para el deleite de la vista de tan diversas personas a lo largo de muy diversas épocas, sin posibilidad aparente de cambiar de posición. La posición, además, no era muy cómoda porque ser un esforzado herrero al momento de golpear con el marro la encendida espada termina por cansar a cualquiera, conforme empiezan a pasar los años. Mucho menos entendía por qué se les había ocurrido darle el oficio de herrero, cuando él no se llevaba bien con los de ese gremio. En realidad, él era panadero y no se llevaba bien con los herreros por la simple razón de que los panaderos y los herreros tenían que competir por la leña que a veces escaseaba mucho en Flandes.
Con el paso del tiempo se fue acostumbrando a ser un herrero en un gobelino, de cualquier manera no tenía muchas alternativas. Le causaba incomodidad que él estaba viendo al fuego y simultáneamente iba a golpear con el pesado marro la espada. Tenía la impresión de que al momento de concretar el golpe podía asestarlo en su otra mano por haber distraído la mirada hacia las llamas. Un golpe de ésos en los tiempos en los que no existía la penicilina bien podría terminar en gangrena. Además, él era panadero y no tenía experiencia en la forja de espadas. Conforme fue pasando el tiempo cayó en cuenta de que el golpe que había iniciado cuando tejieron el gobelino, nunca iba a terminar, que se iba a quedar como estaba tal vez para toda la eternidad. Durante los primeros años se consagró a la observación de la distancia que había entre el marro y la espada (o su mano, en el peor de los casos) para ver si ésta se iba reduciendo. A pesar de que le costaba trabajo hacer esa medición porque tenía que hacerla de reojo, porque ya habíamos aclarado que lo que él estaba viendo era el fogón, descubrió poco a poco que no se movía ni un ápice.
Por más que pasó completa la vida entera de la hija de la sirvienta del castillo español en que estaba colgado en la pared del comedor, el marro no se acercaba a su mano. La pequeña niña de cejas muy pobladas creció y se convirtió ella misma en sirvienta pero en el gobelino todo seguía igual. La sirvienta de las cejas pobladas tuvo a su vez a una niña con rizos rubios que tenía un asombroso parecido al señor del castillo que nadie parecía notar, o al menos, nadie mencionaba. La niña de los rizos rubios fue creciendo también y se puso bastante guapa, pero no tardó mucho en embarazarse y dar a luz a otra niña. Para entonces varias cosas habían cambiado en el castillo y él ya había visto cambiar al jefe de la familia algunas veces, que siempre se sentaba en la cabecera. Le puso contento darse cuenta de que la vida la podría ir contando con el número de hijas que tuvieran la sucesión de sirvientas de cejas pobladas, porque todas compartían ese rasgo, y le harían fácil seguir la cuenta. Hasta que un día la hija de la que había sido hermosa pero que ya no lo era, porque se puso gorda y la piel se le arrugó a una edad demasiado temprana, desapareció sin dejar ningún rastro. Por lo menos, él no se dio cuenta de ningún rastro aunque hay que decir que estando colgado en la pared del comedor tampoco se enteraba de muchas cosas.
Cambió muchas veces de residencia, todas ellas palaciegas, y le tocó ver a muchas sirvientas, algunas con cejas pobladas otras con cejas normales. Dejó de contarlas porque tampoco le servía de mucho, intentó entender cómo se usan los años para medir el tiempo, pero el cambio al calendario gregoriano lo confundió mucho y decidió que lo único que le importaba era que la distancia entre el mazo y su mano nunca disminuyera pero que por lo que él intuía eso no sería un problema. La capacidad de observación, eso sí, nunca la perdió. Percibió con toda claridad la creciente importancia de la burguesía y cómo la aristocracia fue perdiendo terreno. Claro que él no le daba estos nombres a las cosas, porque ni leía libros ni la gente que discurría en los comedores donde estaba de adorno sostenían conversaciones que involucraran estos términos. Pero podía ver la diferencia entre aristócratas y burgueses con mucha claridad, distinguiendo lo que era el dinero y lo que era el añejo abolengo. La diferencia le quedó mucho más clara cuando lo subastaron en Londres y lo transportaron en barco a algún lugar de América, donde hablaban un idioma que le era ajeno y que tuvo que aprender poco a poco.
La etapa que más disfrutó fue cuando murió el último burgués en cuya sala estuvo algunas generaciones y se convirtió en parte de una donación a un museo. Le encantaba ver pasar a la gente que iba a verlo en la sección de arte medieval. Claro que pudo apreciar inmediatamente que los desteñidos colores de los gobelinos no llamaban tanto la atención del público en general como los dorados destellos de los cálices forrados con piedras preciosas que estaban en la sala contigua. Muy pocos lo contemplaban con detenimiento, pero uno de ellos que luego se enteró que era profesor de Historia en una universidad de esa misma ciudad, estuvo yendo diario a verlo. No a verlo a él, eso le quedaba claro, sino a ver el gobelino en el que estaba. A veces llevaba a algún alumno y le hablaba muchos cuentos de la vida en Europa durante la Edad Media. A él le hubiera encantado platicarle el pleito que tenían los herreros y los panaderos en Flandes, porque se ve que él sabía mucho de los gremios y era un tema que le interesaba. Pero, claro, él nunca pudo hablar con nadie. Si por él hubiera sido se hubiera quedado ahí para siempre porque en ningún otro lugar las condiciones del ambiente habían sido tan propicias para la conservación del gobelino, no le molestaba ni la humedad, ni el calor, ni la luz.
Pero un buen día lo llevaron a otro país a una exposición temporal en una ciudad que le pareció en extremo grande y que tuvo mucho éxito porque las personas iban y venían sin parar. Al parecer en esa ciudad tan grande a la gente le interesaban más los gobelinos y varias señoras de edad avanzada se preguntaron si estaría tejido en punto de cruz, cosa que él no entendió, pero estaba acostumbrado. No lo estaba pasando nada mal en ese país de gente interesada en los gobelinos, cuando una noche entraron varios malhechores y se robaron el gobelino donde él estaba junto con todos los cálices forrados con piedras preciosas. Lo tuvieron un tiempo guardado en un almacén donde tanto la humedad como el calor lo molestaron bastante. Hasta que un día lo vendieron a una familia que, a vuelo de pájaro, se distinguía que era de la categoría burguesa, pero con los defectos muy acentuados. Quería decir con esto que eran nuevos ricos, pero era un término que tampoco conocía. Lo que más le gustaba de esta casa eran las reuniones del hijo con sus amigos. Era gente divertidísima, se reían, tomaban mucho vino y otras bebidas. Se reían muchísimo y lo hacían reír a él también, porque eran muy ingeniosos. Además, hablaban en la misma lengua del castillo español en la que estuvo primero, pero con un acento muy diferente que al principio le costó trabajo pero que luego pudo entender sin ningún problema.
Uno de los amigos siempre se le quedaba viendo muy detenidamente, pero no emitía ningún comentario al respecto. Hasta que un día le platicó a su amigo sobre un cuento llamado Axolotl de un tal Cortázar. El cuento no entendí bien de qué se trataba pero tenía que ver con un tipo que iba a un acuario a ver a unos anfibios extraños de México que se llaman ajolotes y que se le quedó viendo hasta que de pronto él se convirtió en Axolotl y el ajolote se convirtió en él. No sé bien cómo pasó todo después pero sin darme cuenta, estuve sentado a la mesa con los amigos del hijo del dueño y tomaba vino. Los demás me preguntaban por qué estaba tan callado esa noche, me decían que les contara qué estaba leyendo en la universidad, yo no sabía qué contarles porque temía que el asunto de la animadversión entre los panaderos y los herreros de Flandes no le interesara a nadie. Al final de la cena volteé a ver el gobelino y sosteniendo fuertemente el marro estaba el tipo al que le gustaba Cortázar y después de muchos siglos empecé a caminar por las calles de una ciudad que no conocía, liberado del temor de golpearme la mano por hacer actividades de herrero, cuando yo era panadero.
Con el paso del tiempo se fue acostumbrando a ser un herrero en un gobelino, de cualquier manera no tenía muchas alternativas. Le causaba incomodidad que él estaba viendo al fuego y simultáneamente iba a golpear con el pesado marro la espada. Tenía la impresión de que al momento de concretar el golpe podía asestarlo en su otra mano por haber distraído la mirada hacia las llamas. Un golpe de ésos en los tiempos en los que no existía la penicilina bien podría terminar en gangrena. Además, él era panadero y no tenía experiencia en la forja de espadas. Conforme fue pasando el tiempo cayó en cuenta de que el golpe que había iniciado cuando tejieron el gobelino, nunca iba a terminar, que se iba a quedar como estaba tal vez para toda la eternidad. Durante los primeros años se consagró a la observación de la distancia que había entre el marro y la espada (o su mano, en el peor de los casos) para ver si ésta se iba reduciendo. A pesar de que le costaba trabajo hacer esa medición porque tenía que hacerla de reojo, porque ya habíamos aclarado que lo que él estaba viendo era el fogón, descubrió poco a poco que no se movía ni un ápice.
Por más que pasó completa la vida entera de la hija de la sirvienta del castillo español en que estaba colgado en la pared del comedor, el marro no se acercaba a su mano. La pequeña niña de cejas muy pobladas creció y se convirtió ella misma en sirvienta pero en el gobelino todo seguía igual. La sirvienta de las cejas pobladas tuvo a su vez a una niña con rizos rubios que tenía un asombroso parecido al señor del castillo que nadie parecía notar, o al menos, nadie mencionaba. La niña de los rizos rubios fue creciendo también y se puso bastante guapa, pero no tardó mucho en embarazarse y dar a luz a otra niña. Para entonces varias cosas habían cambiado en el castillo y él ya había visto cambiar al jefe de la familia algunas veces, que siempre se sentaba en la cabecera. Le puso contento darse cuenta de que la vida la podría ir contando con el número de hijas que tuvieran la sucesión de sirvientas de cejas pobladas, porque todas compartían ese rasgo, y le harían fácil seguir la cuenta. Hasta que un día la hija de la que había sido hermosa pero que ya no lo era, porque se puso gorda y la piel se le arrugó a una edad demasiado temprana, desapareció sin dejar ningún rastro. Por lo menos, él no se dio cuenta de ningún rastro aunque hay que decir que estando colgado en la pared del comedor tampoco se enteraba de muchas cosas.
Cambió muchas veces de residencia, todas ellas palaciegas, y le tocó ver a muchas sirvientas, algunas con cejas pobladas otras con cejas normales. Dejó de contarlas porque tampoco le servía de mucho, intentó entender cómo se usan los años para medir el tiempo, pero el cambio al calendario gregoriano lo confundió mucho y decidió que lo único que le importaba era que la distancia entre el mazo y su mano nunca disminuyera pero que por lo que él intuía eso no sería un problema. La capacidad de observación, eso sí, nunca la perdió. Percibió con toda claridad la creciente importancia de la burguesía y cómo la aristocracia fue perdiendo terreno. Claro que él no le daba estos nombres a las cosas, porque ni leía libros ni la gente que discurría en los comedores donde estaba de adorno sostenían conversaciones que involucraran estos términos. Pero podía ver la diferencia entre aristócratas y burgueses con mucha claridad, distinguiendo lo que era el dinero y lo que era el añejo abolengo. La diferencia le quedó mucho más clara cuando lo subastaron en Londres y lo transportaron en barco a algún lugar de América, donde hablaban un idioma que le era ajeno y que tuvo que aprender poco a poco.
La etapa que más disfrutó fue cuando murió el último burgués en cuya sala estuvo algunas generaciones y se convirtió en parte de una donación a un museo. Le encantaba ver pasar a la gente que iba a verlo en la sección de arte medieval. Claro que pudo apreciar inmediatamente que los desteñidos colores de los gobelinos no llamaban tanto la atención del público en general como los dorados destellos de los cálices forrados con piedras preciosas que estaban en la sala contigua. Muy pocos lo contemplaban con detenimiento, pero uno de ellos que luego se enteró que era profesor de Historia en una universidad de esa misma ciudad, estuvo yendo diario a verlo. No a verlo a él, eso le quedaba claro, sino a ver el gobelino en el que estaba. A veces llevaba a algún alumno y le hablaba muchos cuentos de la vida en Europa durante la Edad Media. A él le hubiera encantado platicarle el pleito que tenían los herreros y los panaderos en Flandes, porque se ve que él sabía mucho de los gremios y era un tema que le interesaba. Pero, claro, él nunca pudo hablar con nadie. Si por él hubiera sido se hubiera quedado ahí para siempre porque en ningún otro lugar las condiciones del ambiente habían sido tan propicias para la conservación del gobelino, no le molestaba ni la humedad, ni el calor, ni la luz.
Pero un buen día lo llevaron a otro país a una exposición temporal en una ciudad que le pareció en extremo grande y que tuvo mucho éxito porque las personas iban y venían sin parar. Al parecer en esa ciudad tan grande a la gente le interesaban más los gobelinos y varias señoras de edad avanzada se preguntaron si estaría tejido en punto de cruz, cosa que él no entendió, pero estaba acostumbrado. No lo estaba pasando nada mal en ese país de gente interesada en los gobelinos, cuando una noche entraron varios malhechores y se robaron el gobelino donde él estaba junto con todos los cálices forrados con piedras preciosas. Lo tuvieron un tiempo guardado en un almacén donde tanto la humedad como el calor lo molestaron bastante. Hasta que un día lo vendieron a una familia que, a vuelo de pájaro, se distinguía que era de la categoría burguesa, pero con los defectos muy acentuados. Quería decir con esto que eran nuevos ricos, pero era un término que tampoco conocía. Lo que más le gustaba de esta casa eran las reuniones del hijo con sus amigos. Era gente divertidísima, se reían, tomaban mucho vino y otras bebidas. Se reían muchísimo y lo hacían reír a él también, porque eran muy ingeniosos. Además, hablaban en la misma lengua del castillo español en la que estuvo primero, pero con un acento muy diferente que al principio le costó trabajo pero que luego pudo entender sin ningún problema.
Uno de los amigos siempre se le quedaba viendo muy detenidamente, pero no emitía ningún comentario al respecto. Hasta que un día le platicó a su amigo sobre un cuento llamado Axolotl de un tal Cortázar. El cuento no entendí bien de qué se trataba pero tenía que ver con un tipo que iba a un acuario a ver a unos anfibios extraños de México que se llaman ajolotes y que se le quedó viendo hasta que de pronto él se convirtió en Axolotl y el ajolote se convirtió en él. No sé bien cómo pasó todo después pero sin darme cuenta, estuve sentado a la mesa con los amigos del hijo del dueño y tomaba vino. Los demás me preguntaban por qué estaba tan callado esa noche, me decían que les contara qué estaba leyendo en la universidad, yo no sabía qué contarles porque temía que el asunto de la animadversión entre los panaderos y los herreros de Flandes no le interesara a nadie. Al final de la cena volteé a ver el gobelino y sosteniendo fuertemente el marro estaba el tipo al que le gustaba Cortázar y después de muchos siglos empecé a caminar por las calles de una ciudad que no conocía, liberado del temor de golpearme la mano por hacer actividades de herrero, cuando yo era panadero.
miércoles, agosto 04, 2010
De los méritos de lo bonito
En uno de esos ratos en los que mi cabeza deambulaba por pensamientos ociosos (costumbre que tiene muy arraigada) fui a dar con una página de Internet que hizo una lista de las 50 mejores películas de la década de los años cero (¿así se dice?). Bueno, me refiero a la primera década del siglo XXI, que antes se oía tan futurista y que ahora se antoja más bien démodé... transcurrida, por así decirlo.
Lo primero que se piensa al ver una lista de esta naturaleza es según quién, según quién no sé qué cosa es lo mejor. Porque los humanos somos muy de decir: "eso es muy subjetivo". Con lo que yo odio esa frase tan trillada. Es que no sólo dicen "es subjetivo" lo cual es obvio porque ya las abuelas lo decían desde tiempos inmemoriales que en gustos se rompen géneros, sino que agregan el "muy" para rechazar de manera rotunda cualquier calificación que no coincida con la propia sobre la vida y sus menesteres. A mí me parece que hay que tener más respeto por los pocos que aún creemos en la objetividad y no quitarnos las ilusiones así nomás de sopetón. Volviendo al punto, la verdad sea dicha, yo para estas alturas ya olvidé quién hizo la lista, tal vez fue un puñado de cinéfilos más bien irrelevantes de algún diario local de Arkansas, o tal vez el consejo de ancianos de los ganadores del premio Nóbel a la cinematografía... si existiera (ni Dios lo permita).
El caso es que esta lista me puso a pensar en los méritos de lo bonito, es decir, que lo bonito debe de tener sus criterios. No va la cosa estética nada más así porque una persona se atreva a decir que algo le gusta. Para eso habrá otras palabras y si no que se invente. Yo propongo que algo que le guste a alguien pero que no tenga los méritos de lo bonito se llame "gustoso". Por ejemplo, no faltará el pervertido que encuentre bonita a Elba Esther Gordillo. Error. Insulto grosero a la estética. Para esa hipotética persona (que realmente no creo que exista) la lideresa sindical es gustosa, pero nunca se podría decir que es bonita. Y en este caso particular se puede decir con bastante confianza que ni por fuera ni mucho menos por dentro (énfasis añadido por el autor, por quién más si no).
Así ya nos vamos entendiendo. Si uno usa algunos criterios y los deja explícitos se encuentra más fácilmente lo bonito. Es bastante más fácil con otros conceptos como quiénes son las personas más ricas del mundo, ahí basta con decir quién tiene más dinero y propiedades a su nombre y todos contentos (bueno, ellos contentos, los que no estamos en Forbes, quedamos como estábamos). Por citar un ejemplo, que los que hacen listas de la gente más bonita del mundo se expliquen un poquito. Si lo son porque son más simétricos, porque más gente votó por ellos, porque tienen menos grasa, más músculos, facciones grandes, facciones chicas. Bueno, mejor que no lo hagan porque tendrían que reducir espacio para las fotos y aumentar el texto, seguramente para decir más tonterías. Pero para decir cuál es la mejor película sí podemos ponernos un poco más delicados y aquí van algunas ideas que se me acaban de ocurrir (por lo que es muy probable que sean muy malas).
Sobre originalidad: cuántas películas hay sobre el mismo tema, aquí ya perdieron las de catástrofes naturales con un héroe americano que hace todo por su familia que es la única que termina importándole al espectador como si el resto de la humanidad (incluidos los parientes del espectador y el mismo) no existieran. A menos películas de trama igual, más puntos en este aspecto. Las telenovelas de Televisa pierden por default.
Sobre emotividad: litros de lágrimas derramados alrededor del planeta. Las películas sobre el holocausto de la Segunda Guerra Mundial y las así llamadas chick flicks se van a llevar muchos puntos en este, aunque ya no podrán lograr prácticamente nada en originalidad.
Sobre hilaridad: decibeles producidos por la acumulación de carcajadas a nivel mundial que causó la película. Se restringirá el derecho de voto a las personas que no tengan ni dos dedos de frente. Se aplicará la pena capital a Eddie Murphy para que deje de molestar el cine con sus películas (petición añadida por el autor), debido a que las dificultades metodológicas de esta medición hacen imperativo reducir el número de películas cómicas.
Sobre reconocimiento: se tendrá en consideración el número de premios serios ganados. Se restará de este puntaje el número de Óscares que la compañía productora haya comprado.
Seguiré pensando en cuáles son los méritos de lo bonito... o tal vez deje de hacerlo. Urge.
martes, agosto 03, 2010
Fumarolas
Este soy yo. Estoy frente a un volcán. El volcán está activo. En unos minutos va a soltar una fumarola. También suelta de vez en vez algunos pedazos de lava incandescente, pero se aprecia mejor si es de noche. Se llama El Arenal y no es muy viejo. En 1968 apareció sobre la faz de la tierra con una violenta erupción que mató a más de setenta personas. En 1992 dio otro susto a los residentes y volvió a escupir sus geológicas regurgitaciones. Durante mi viaje a conocerlo tuvo el buen tacto de estar calmado, sólo fumarolas y algunos rugidos bastante inquietantes pero completamente inofensivos.
No pienso abundar más en mi cápsula cultural de petatiux, porque tendría que recurrir a wikipedia y no me apetece hacerlo en este momento. Hoy no está el horno para bollos culturales porque es martes de recuperación. Y lo es porque ayer fue lunes festivo que tuvo a bien juntarse con el fin de semana y crear lo que la gente por ahí llama "puente". Y yo siempre he dicho lo mismo, que los puentes y las vacaciones son una cosa linda, casi divina, tan divina como la amenaza de ganarnos el pan con el sudor de la frente. Pero siendo tan bonitos, uno se emociona y se olvida del descanso y terminando más exhausto de lo que empezó. O aun cuando el descanso es muy abundante, hay que ver que el exceso de reposo termina cansando mucho . Y así los martes de recuperación lo agarran a uno completamente desconcentrado, añorando el día de ayer, el de antier, y el de antesdeantier.
Además, las fumarolas volcánicas seguro cargan gases tóxicos que uno inhala pensando que está respirando el aire más puro del planeta, pero a los que un hipocondriaco crónico como yo siempre adjudicará la causa de todos los daños colaterales. Eso lo pienso ya ahora que estoy en San José, alejado de ese volcán (aunque más cerca de muchos otros, que por aquí el subsuelo está que no se aguanta salir en las noticias). Aunque el martes deba ser de rehabilitación, hay que añadir que fue por una buena causa, que tanto los paseos por el volcán y la jungla, como las aguas termales que bañaron mi piel a temperaturas cercanas a la de la ebullición, calentadas por lavas juguetonas, son una bendición que hay que agradecer. Que una buena fumarola vale las ojeras.
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