Ayer cumplí una semana en Costa Rica. He visto el sol muy pocas veces porque aquí lo que está de moda en los asuntos meteorológicos es el nublado constante. Tienen una noción particular de las estaciones en Centroamérica. Sólo hay dos de ellas, el verano y el invierno, pero no es la temperatura lo que las define, sino la cantidad de lluvia. Si llueve todo el tiempo es invierno y si no llueve todo el tiempo es verano. Ahora estamos entrando al invierno, a pesar de que el hemisferio norte acaba de salir de él. En fin, que son las curiosidades que no dejan de llamar mi atención.
Por todo lo demás, estoy encantado. Las oficinas de la Embajada de México en San José son lindísimas. Es una casona vieja con una arquitectura muy linda, es común que los turistas que pasen por en frente se paren a tomarle fotos. Es además un lugar histórico porque aquí se firmó un pacto que terminó con la última guerra civil que tuvo Costa Rica. Desde entonces el país es una democracia consolidada, la más antigua de América Latina sin intermedios autoritarios. San José es una ciudad linda, bastante pequeña cuando uno viene de ciudad de México, pero con sus particulares encantos. Para mí que soy hombre de desierto y me maravillo de cualquier vegetación que tenga el color verde - jeje - esto es un Edén. Hay árboles preciosos y los jardines son muy bonitos. El tráfico es bastante lento y molesto porque prácticamente no hay calles o avenidas grandes. Aunado a esto, la mayoría de los carros usa motor de diesel así que es el tráfico es muy ruidoso.
La gente no camina mucho en las calles a partir de que oscurece - a las 5:30 de la tarde - haciendo que mis caminatas nocturnas vayan acompañadas de cierto nerviosismo de encontrarme con la versión centroamericana de Jack el Destripador. Hasta ahorita, afortunadamente, no ha ocurrido, yo sigo tan entripado como cuando llegué.
Ahora bien, lo que ha ocupado mi mente todos estos días es mi desesperado intento por construirme una vida en el más breve tiempo. He estado viendo lo que me han parecido miles de departamentos que en realidad han sido unos cuantos. Voy de agencia en agencia buscando carros, desde los más impagables hasta los más improbables. Pasé todo un día en las oficinas que controlan las líneas de celular para adquirir un modelo de la más alta tecnología que me permitirá conectarme con el mundo y desconectarme de mi cerebro. Todo eso más los 101 trámites que debe hacer uno cuando se muda de país, que seguramente terminarán un día antes de que me informen que debo trasladarme a otro lugar, así que mejor me la tomo tranquilo.
Lo más extraño que me ha pasado en esta última semana y que ha tomado por sorpresa a mi cuerpo, es que estoy durmiendo ocho horas por día y, a veces, hasta nueve. Ah, claro, eso y que tanta humedad hace que mi peinado sea el mejor ejemplo del caos que se ha conocido en el planeta Tierra.
viernes, abril 30, 2010
miércoles, abril 14, 2010
¿Ya estás listo?
La pregunta que titula esta entrada es tal vez la que más escucho en los últimos días. Incluso más que la de si en verdad estoy bronceado. Quiero pensar que esta pregunta (si estoy listo, no si estoy bronceado) se refiere a que en una semana a partir de hoy me mudo a Costa Rica. Cuando la respondo no me pongo tan complicado como pienso ponerme ahora, pero la respuesta es que no sé.
No sé si estoy listo porque tampoco sé muy bien para qué debo estar listo. Una cosa es estar listo para irse y otra para llegar a un lugar nuevo, sin amigos, sin familia, sin un perrito que te ladre (lo cual agradezco porque no me gusta mucho que me ladren los perritos). Porque un tema es tener tus cosas listas y otro, muy diferente, es estar tú (o sea, yo) listo. Y, además, en español, a diferencia de en francés o en inglés, una cosa es estar listo y otra, más diferente, es ser listo.
Yo más que listo estoy alistándome. Abrumado por nimiedades y trámites que aunque pequeños a fuerza de ser tantos me llenan la cabeza. Que no me han dejado pensar a profundidad que a mí lo que me define es la nostalgia y que estoy a punto de nostalgiar con muchas ganas. Que se me van los días declarando impuestos y patrimonio (por así llamarlo), visitando bancos y calentando bancas en salas de espera. Y que no me alcanzan los días para ver a todos los amigos que dejo (en un sentido únicamente geográfico) ni para ordenar mis libros o tirar toda la basura que guardo y que haría que mi mudanza fuera el doble de grande y la mitad de eficiente.
Lo que más estoy disfrutando de este período que llamaré la época-del-ya-estás-listo es la avalancha de emociones que tienen que convivir simultáneamente en el pequeño espacio de mi corazón (porque todos sabemos que ahí es donde uno las guarda y que es un espacio pequeño). Hasta ahora lo han hecho muy bien, la neurosis ya se hizo amiga de la ilusión, a pesar de que antes no se llevaban, la impaciencia no se separa de la alegría, ni el nerviosismo del entusiasmo. Y en medio de todas esas emociones yo, el sujeto, sujetándome a ellas y tratando de que no me vuelvan más loco, porque la locura ya la elogió muy bien Erasmo, pero todavía hay quienes no se convencen de sus infinitas bondades, lo que te obliga a guardar cierta apariencia de cordura.
Y ahora me voy porque tengo que sacarle copias a mi credencial del Club de Mickey que me pidieron para un trámite. Y me la pidieron por triplicado.
No sé si estoy listo porque tampoco sé muy bien para qué debo estar listo. Una cosa es estar listo para irse y otra para llegar a un lugar nuevo, sin amigos, sin familia, sin un perrito que te ladre (lo cual agradezco porque no me gusta mucho que me ladren los perritos). Porque un tema es tener tus cosas listas y otro, muy diferente, es estar tú (o sea, yo) listo. Y, además, en español, a diferencia de en francés o en inglés, una cosa es estar listo y otra, más diferente, es ser listo.
Yo más que listo estoy alistándome. Abrumado por nimiedades y trámites que aunque pequeños a fuerza de ser tantos me llenan la cabeza. Que no me han dejado pensar a profundidad que a mí lo que me define es la nostalgia y que estoy a punto de nostalgiar con muchas ganas. Que se me van los días declarando impuestos y patrimonio (por así llamarlo), visitando bancos y calentando bancas en salas de espera. Y que no me alcanzan los días para ver a todos los amigos que dejo (en un sentido únicamente geográfico) ni para ordenar mis libros o tirar toda la basura que guardo y que haría que mi mudanza fuera el doble de grande y la mitad de eficiente.
Lo que más estoy disfrutando de este período que llamaré la época-del-ya-estás-listo es la avalancha de emociones que tienen que convivir simultáneamente en el pequeño espacio de mi corazón (porque todos sabemos que ahí es donde uno las guarda y que es un espacio pequeño). Hasta ahora lo han hecho muy bien, la neurosis ya se hizo amiga de la ilusión, a pesar de que antes no se llevaban, la impaciencia no se separa de la alegría, ni el nerviosismo del entusiasmo. Y en medio de todas esas emociones yo, el sujeto, sujetándome a ellas y tratando de que no me vuelvan más loco, porque la locura ya la elogió muy bien Erasmo, pero todavía hay quienes no se convencen de sus infinitas bondades, lo que te obliga a guardar cierta apariencia de cordura.
Y ahora me voy porque tengo que sacarle copias a mi credencial del Club de Mickey que me pidieron para un trámite. Y me la pidieron por triplicado.
viernes, marzo 05, 2010
Sorteo. Aplausos.
Ayer fue un día especial. Me quedé corto: ayer fue un día excepcional. Por canales no oficiales nos habíamos enterado un día antes, con un buen grado de certeza, de que el jueves se haría el sorteo por medio del cual se designaría la primera adscripción de los ochenta nuevos integrantes de la rama diplomático consular del Servicio Exterior Mexicano. El nerviosismo había aumentado a los más altos niveles posibles y miren que eso ya es decir mucho. No se trataba solamente del lugar en el que viviríamos al menos los próximos dos años, sino de cómo empezaría nuestra carrera, atendiendo qué temas, en qué región del planeta, cómo sería la calidad de vida de la ciudad o rincón del mundo en el que serían requeridos nuestros servicios.
La cita era a las 16:45 horas en uno de los salones de la Secretaría. Todo el día fueron y vinieron correos electrónicos de los compañeros deseándonos suerte, haciendo bromas, reflexiones, catarsis, un mucho de todo. El día transcurrió lentamente. Me quedé corto: el día fue uno de los más largos que ha conocido el planeta Tierra. Por más que lo deseaba mi estómago, amenazado por los jugos gástricos y la colitis nerviosa, el reloj no aceleraba su marcha. Fuimos a comer algunos de los indiciados de este proceso de ingreso al Servicio Exterior que no es menos severo que un proceso penal. Tratamos de vertir algo de alcohol al torrente sanguíneo para embrutecer al cerebro, que estaba trabajado más rápidamente de lo que recomiendan cualquier médico cabal, creando y recreando escenarios posibles. Que si París con bufanda y una baguette debajo del brazo. Tecunumán en la frontera sur con Guatemala y el fantasma de Maras Salvatruchas detrás de tu salario. Nueva York y una amena plática con colegas diplomáticos en Naciones Unidas. O la frontera norte con Estados Unidos, en un pueblo bicicletero texano olvidado de la mano de Dios y carente de cualquier resquicio de sofisticación, con un nombre tan opresor como Presidio.
Siguieron pasando las horas y comprobamos después de este larguísimo, tenebroso y satisfactorio proceso de ingreso que la sabiduría popular no se equivoca y que, efectivamente, no hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla. El salón Morelos estaba repleto de becarios a punto de dejar de serlo y convertirse muy pronto en agregados diplomáticos con un destino más o menos cierto (o no). Y empezó el show. No hablo figurativamente cuando digo el show. Eso era. Un reality. Yo estoy convencido de que lo venderán a la BBC en algún país exótico y lejano, como Rumania o Kazajistán, con el nombre Mexico's Next Top Diplomat. Empezaron primero los discursos, el sudor empezaba a fluir de nuestras caras, axilas y muy probablemente de partes que no osaré mencionar. Se alargaron los discursos, aunque ya éramos incapaces de escuchar a nadie así hubiera sido Mahatma Gandhi vuelto en vida. Luego vino la larga explicación del procedimiento. No habría un solo sorteo, habría dos. Uno sería para los de perfil internacionalista y otros, la mini-tómbola, para los licenciados en Derecho. Yo era de este último grupo, aunque traté de hacerme pasar como analista de políticas durante el proceso de ingreso. Nadie me la compró. Para efectos del sorteo yo era un vil y simple abogado.
Tres compañeros por razones familiares no fueron sorteados, sino designados para no separarlos tanto de sus parejas. Empezaron a leerse los destinos en el exterior que estarían rifándose entre los primeros aspirantes cuyos nombres salieran de otra tómbola (aquello estaba lleno de tómbolas). Los que no alcanzaran lugares en el exterior se quedarían en México capital en las oficinas centrales. En los destinos mencionados estuvieron ausentes los destinos de la llamada "Ruta Revlon", no había Parises ni sus baguettes, ni había Nueva York ni sus ONUs, no estaban tampoco las grandes capitales latinoamericanas, excepto un par de ellas (no tan grandes). Pero, bueno, estaban excelentes destinos en Asia y África, y una importante lista de consulados en América del Norte y un par en Guatemala. Después se sortearon los lugares disponibles en las oficinas centrales. Algunas fueron buenas sorpresas, otras cubetazos de agua fría. Para aumentar sadismo al proceso y elevar el rating del show (dondequiera que se estuviera viendo) cada quien sacaba su papelito, lo entregaba al Oficial Mayor y éste no lo leía directamente sino que hacía una especie de trivia sobre el lugar para que el nervioso concursante con la voz entrecortada (de alegría, decepción o espasmo) lo adivinara. Su instrumento nacional es el arpa. - No sé. Es el único país de Sudamérica que es oficialmente bilingüe. - Paraguay. Aplausos.
Pasaron los sesenta que estaban en esas tómbolas. Seguíamos los abogados. - Pónganse de pie los abogados. Ok. Permanezcan parados los que sean francófonos. Quedamos unos diez. Ahora siéntense por favor los que están casados. - Yo estoy comprometida. ¿Está casada? - No. Quedamos siete. Las dos que son mujeres pueden sentarse. Quedamos cinco. Ahora se va a rifar la posición de encargado de la sección consular en Haití. Es voluntario que participen en la rifa, los cinco varones e, inclusive, las dos señoritas. Si desean participar pasen al frente. Cuatro decidimos hacerlo. Aplausos y ovación de pie. Sentía la cara caliente, el corazón me latía muy fuerte. Veía a los otros tres y nos deseábamos suerte, sólo que no sabíamos en qué consistía la buena suerte. ¿Era mejor algo menos extremo o trabajar en un país destruido, prácticamente sin instituciones, violento, en la miseria, pero con enormes proyectos de desarrollo de parte de México? La suerte escogió a un buen compañero. Aplausos.
Ahora venía la mini-tómbola de los 16 abogados que faltábamos. Cinco destinos en el exterior, once en México. Un nombre, luego otro, luego otro. El mío parecía prolongarse eternamente. Rafael Barceló Durazo (afortunadamente decidieron no utilizar el Marcelo Valenzuela que me acababan de dar). Papelito. Costa Rica. Aplausos.
Emoción, alegría, contento, nerviosismo, sentir físicamente un reto, temor, entusiasmo, latidos del corazón, calor en la cara, alegría, miedo, ilusión, incertidumbre, sonrisa, emoción.
La cita era a las 16:45 horas en uno de los salones de la Secretaría. Todo el día fueron y vinieron correos electrónicos de los compañeros deseándonos suerte, haciendo bromas, reflexiones, catarsis, un mucho de todo. El día transcurrió lentamente. Me quedé corto: el día fue uno de los más largos que ha conocido el planeta Tierra. Por más que lo deseaba mi estómago, amenazado por los jugos gástricos y la colitis nerviosa, el reloj no aceleraba su marcha. Fuimos a comer algunos de los indiciados de este proceso de ingreso al Servicio Exterior que no es menos severo que un proceso penal. Tratamos de vertir algo de alcohol al torrente sanguíneo para embrutecer al cerebro, que estaba trabajado más rápidamente de lo que recomiendan cualquier médico cabal, creando y recreando escenarios posibles. Que si París con bufanda y una baguette debajo del brazo. Tecunumán en la frontera sur con Guatemala y el fantasma de Maras Salvatruchas detrás de tu salario. Nueva York y una amena plática con colegas diplomáticos en Naciones Unidas. O la frontera norte con Estados Unidos, en un pueblo bicicletero texano olvidado de la mano de Dios y carente de cualquier resquicio de sofisticación, con un nombre tan opresor como Presidio.
Siguieron pasando las horas y comprobamos después de este larguísimo, tenebroso y satisfactorio proceso de ingreso que la sabiduría popular no se equivoca y que, efectivamente, no hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla. El salón Morelos estaba repleto de becarios a punto de dejar de serlo y convertirse muy pronto en agregados diplomáticos con un destino más o menos cierto (o no). Y empezó el show. No hablo figurativamente cuando digo el show. Eso era. Un reality. Yo estoy convencido de que lo venderán a la BBC en algún país exótico y lejano, como Rumania o Kazajistán, con el nombre Mexico's Next Top Diplomat. Empezaron primero los discursos, el sudor empezaba a fluir de nuestras caras, axilas y muy probablemente de partes que no osaré mencionar. Se alargaron los discursos, aunque ya éramos incapaces de escuchar a nadie así hubiera sido Mahatma Gandhi vuelto en vida. Luego vino la larga explicación del procedimiento. No habría un solo sorteo, habría dos. Uno sería para los de perfil internacionalista y otros, la mini-tómbola, para los licenciados en Derecho. Yo era de este último grupo, aunque traté de hacerme pasar como analista de políticas durante el proceso de ingreso. Nadie me la compró. Para efectos del sorteo yo era un vil y simple abogado.
Tres compañeros por razones familiares no fueron sorteados, sino designados para no separarlos tanto de sus parejas. Empezaron a leerse los destinos en el exterior que estarían rifándose entre los primeros aspirantes cuyos nombres salieran de otra tómbola (aquello estaba lleno de tómbolas). Los que no alcanzaran lugares en el exterior se quedarían en México capital en las oficinas centrales. En los destinos mencionados estuvieron ausentes los destinos de la llamada "Ruta Revlon", no había Parises ni sus baguettes, ni había Nueva York ni sus ONUs, no estaban tampoco las grandes capitales latinoamericanas, excepto un par de ellas (no tan grandes). Pero, bueno, estaban excelentes destinos en Asia y África, y una importante lista de consulados en América del Norte y un par en Guatemala. Después se sortearon los lugares disponibles en las oficinas centrales. Algunas fueron buenas sorpresas, otras cubetazos de agua fría. Para aumentar sadismo al proceso y elevar el rating del show (dondequiera que se estuviera viendo) cada quien sacaba su papelito, lo entregaba al Oficial Mayor y éste no lo leía directamente sino que hacía una especie de trivia sobre el lugar para que el nervioso concursante con la voz entrecortada (de alegría, decepción o espasmo) lo adivinara. Su instrumento nacional es el arpa. - No sé. Es el único país de Sudamérica que es oficialmente bilingüe. - Paraguay. Aplausos.
Pasaron los sesenta que estaban en esas tómbolas. Seguíamos los abogados. - Pónganse de pie los abogados. Ok. Permanezcan parados los que sean francófonos. Quedamos unos diez. Ahora siéntense por favor los que están casados. - Yo estoy comprometida. ¿Está casada? - No. Quedamos siete. Las dos que son mujeres pueden sentarse. Quedamos cinco. Ahora se va a rifar la posición de encargado de la sección consular en Haití. Es voluntario que participen en la rifa, los cinco varones e, inclusive, las dos señoritas. Si desean participar pasen al frente. Cuatro decidimos hacerlo. Aplausos y ovación de pie. Sentía la cara caliente, el corazón me latía muy fuerte. Veía a los otros tres y nos deseábamos suerte, sólo que no sabíamos en qué consistía la buena suerte. ¿Era mejor algo menos extremo o trabajar en un país destruido, prácticamente sin instituciones, violento, en la miseria, pero con enormes proyectos de desarrollo de parte de México? La suerte escogió a un buen compañero. Aplausos.
Ahora venía la mini-tómbola de los 16 abogados que faltábamos. Cinco destinos en el exterior, once en México. Un nombre, luego otro, luego otro. El mío parecía prolongarse eternamente. Rafael Barceló Durazo (afortunadamente decidieron no utilizar el Marcelo Valenzuela que me acababan de dar). Papelito. Costa Rica. Aplausos.
Emoción, alegría, contento, nerviosismo, sentir físicamente un reto, temor, entusiasmo, latidos del corazón, calor en la cara, alegría, miedo, ilusión, incertidumbre, sonrisa, emoción.
lunes, marzo 01, 2010
De alter egos
Me acaban de dar la flamante cuenta de correo institucional de mi trabajo. Ya saben, ésas que tienen la inicial de tu nombre y tu primer apellido completo. Bueno, eso pensaba hasta hoy que llegó la funcionaria encargada de darme mi cuenta. Preguntó dónde estaba Rafael Marcelo. - Barceló, respondí, soy yo.
En fin, en esta ciudad de México de entonación cantadita no hay manera de que me presente sin que mi interlocutor obvie el hecho de que Barceló es una palabra aguda acentuada en la última vocal, y la pronuncie como si fuera una palabra grave, Barcelo. No entiendo porqué pero no ha habido manera de solucionar este limbo lingüístico entre lo que yo pronuncio y lo que la gente del centro de la República escucha. Entre Barcelo y Marcelo media lo que parece una sutilísima diferencia, por lo que ya me estoy acostumbrando a que me conviertan en Rafael Marcelo cada vez que se les presenta la oportunidad.
El caso es que llegó la funcionaria para darme mi nombre de usuario para mi computadora y me dice, su cuenta es rmarcelo. RMARCELO, ¡por el amor de Dios! Ni para efectos oficiales respetan la identidad que quisieron darme mis padres. Le comenté ipso factamente que yo me apellidaba Barceló, no Marcelo, y que si era tan amable de darme un correo electrónico que no distorsionara mi identidad, que se lo iba yo a agradecer eternamente. La funcionaria frunció el ceño y acentuó la cara de desdén que siempre ponen los burócratas cuando atienden a sus usuarios. Me dijo: - no, no se lo puedo cambiar, así quedó registrado. Considerando que pienso pasar los siguientes treinta y pico de años de vida laboral que tengo contemplados en esta honorable institución, no me parece asunto menor que para efectos prácticos me llame yo Rafael Marcelo, el cual, dicho sea de paso, es nombre como de peluquero de esquina de colonia populosa. Evidentemente insistí sobre el particular, de modo que la funcionaria me dijo que era necesario escribir una carta A-quien-corresponda señalando el motivo de mi inconformidad.
Yo soy de tomarme las cosas bastante a la ligera, excepto cuando se trata de acciones que vayan en detrimento de mi egocentrismo. Se podrán imaginar que un cambio de nombre de manera tan involuntaria es una afrenta a mi yo como las hay pocas. Decidí llamarle a uno de mis amigos y colega del trabajo para podernos reír de la situación. En eso estábamos, mientras la citada funcionaria instalaba en mi computadora no sé qué cosa, cuando nos interrumpe para preguntarme: "pero su segundo apellido sí es Valenzuela ¿verdad?".
¡Jolines! No pudimos más que continuar la carcajada porque de Barceló a Marcelo más o menos se entiende, pero qué va de Durazo a Valenzuela. Cuando le dije ya con rostro justificadamente contrariado que no, que tampoco era ése mi segundo apellido, la funcionaria tuvo a bien decir: "entonces sí, yo le recomiendo que mande la carta".
Así que en lo que la redacto, aprovecho la oportunidad para reiterarles las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración.
Atentamente,
Rafael Marcelo Valenzuela (mi nuevo yo)
En fin, en esta ciudad de México de entonación cantadita no hay manera de que me presente sin que mi interlocutor obvie el hecho de que Barceló es una palabra aguda acentuada en la última vocal, y la pronuncie como si fuera una palabra grave, Barcelo. No entiendo porqué pero no ha habido manera de solucionar este limbo lingüístico entre lo que yo pronuncio y lo que la gente del centro de la República escucha. Entre Barcelo y Marcelo media lo que parece una sutilísima diferencia, por lo que ya me estoy acostumbrando a que me conviertan en Rafael Marcelo cada vez que se les presenta la oportunidad.
El caso es que llegó la funcionaria para darme mi nombre de usuario para mi computadora y me dice, su cuenta es rmarcelo. RMARCELO, ¡por el amor de Dios! Ni para efectos oficiales respetan la identidad que quisieron darme mis padres. Le comenté ipso factamente que yo me apellidaba Barceló, no Marcelo, y que si era tan amable de darme un correo electrónico que no distorsionara mi identidad, que se lo iba yo a agradecer eternamente. La funcionaria frunció el ceño y acentuó la cara de desdén que siempre ponen los burócratas cuando atienden a sus usuarios. Me dijo: - no, no se lo puedo cambiar, así quedó registrado. Considerando que pienso pasar los siguientes treinta y pico de años de vida laboral que tengo contemplados en esta honorable institución, no me parece asunto menor que para efectos prácticos me llame yo Rafael Marcelo, el cual, dicho sea de paso, es nombre como de peluquero de esquina de colonia populosa. Evidentemente insistí sobre el particular, de modo que la funcionaria me dijo que era necesario escribir una carta A-quien-corresponda señalando el motivo de mi inconformidad.
Yo soy de tomarme las cosas bastante a la ligera, excepto cuando se trata de acciones que vayan en detrimento de mi egocentrismo. Se podrán imaginar que un cambio de nombre de manera tan involuntaria es una afrenta a mi yo como las hay pocas. Decidí llamarle a uno de mis amigos y colega del trabajo para podernos reír de la situación. En eso estábamos, mientras la citada funcionaria instalaba en mi computadora no sé qué cosa, cuando nos interrumpe para preguntarme: "pero su segundo apellido sí es Valenzuela ¿verdad?".
¡Jolines! No pudimos más que continuar la carcajada porque de Barceló a Marcelo más o menos se entiende, pero qué va de Durazo a Valenzuela. Cuando le dije ya con rostro justificadamente contrariado que no, que tampoco era ése mi segundo apellido, la funcionaria tuvo a bien decir: "entonces sí, yo le recomiendo que mande la carta".
Así que en lo que la redacto, aprovecho la oportunidad para reiterarles las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración.
Atentamente,
Rafael Marcelo Valenzuela (mi nuevo yo)
miércoles, febrero 17, 2010
Reportando
Estoy en Cancún hecho pelotas con la organización de la Cumbre de la Unidad de América Latina y el Caribe. Una monada el nombre pero yo ya veo bizco (persona estrábica, dice el diccionario) porque no veo que esta cosa esté lista. Hace frío, lo cual hace que mi mente esté cortocircuitada porque en ella en el Caribe hace calor y mucho sol y no se trata de andar jugando con la meteorología de mi mente.
Ya les platicaré cuando esté de regreso cómo estuvo todo, excepto la parte sustantiva porque no me quiero meter en problemas con juicios seguramente anticipados de las cosas que escapan a mi humilde entendimiento. Por lo pronto, estos dos párrafos me han relajado un poco y ya puedo continuar haciendo más cosas con mi muy particular sentido de urgencia, no sin antes mandar un saludo a la ambigua blogósfera.
Ya les platicaré cuando esté de regreso cómo estuvo todo, excepto la parte sustantiva porque no me quiero meter en problemas con juicios seguramente anticipados de las cosas que escapan a mi humilde entendimiento. Por lo pronto, estos dos párrafos me han relajado un poco y ya puedo continuar haciendo más cosas con mi muy particular sentido de urgencia, no sin antes mandar un saludo a la ambigua blogósfera.
martes, febrero 09, 2010
¿Qué hay de nuevo, compadre?
Dicen que ha llovido mucho allá en el pueblo. Que han estado muy bonitas las equipatas. ¿Sabe qué son las equipatas? ¿No? Pero si son preciosas las equipatas. Caen así finitas, nada más en invierno, finitas pero tupidas. Todo el día llueve cuando son equipatas. Llueve poquito, muy finitas las gotas que caen. Son las mejores lluvias porque remojan la tierra hasta adentro sin hacer mucho destrozo. Tardan más los arroyos en crecer, pero qué importa si de igual modo con esas aguas se renuevan los aguajes. Pero sobre todo son mejores porque las lluvias de verano - ésas se llaman "las aguas" - son muy escandalosas. Primero se vienen unas tormentas muy terrosas por las tardes cuando ya va a caer la tarde y si bien nos va en una media hora se vienen los chubascos. Pero ya para entonces seguro cayó un rayo en algún árbol medio seco. En verano cuando caen las aguas siempre está todo medio seco y no necesita más que unos relámpagos para que se prenda todo en fuego y se arda más el campo y los pocos pastos que quedaban. Además, con esas aguas tan tempestuosas siempre se va la luz eléctrica, porque las plantas de distribución están muy lejos del pueblo y con esos ventarrones pues no hay cables que resistan y siempre se va la luz. Y luego en verano, ya con las comodidades de la vida moderna, pues no se puede estar sin el cooler ni los abanicos. Se arde uno con esos calores de julio si no están prendidos los aparatos. Ya ni me acuerdo, compadre, cómo le hacíamos antes de que hubiera esos aparatos. Es un sofoco adentro de las casas que no se aguanta uno. Claro, muy en antes cuando estaba tan caliente pues todas las familias sacaban sus catres a los patios y ahí siempre estaba muy fresco. Pero ahora no, ahora conviene más dormirse adentro, habiendo esos aparatos tan re buenos que enfrían todo en un ratito. Hasta tapado duerme uno en verano. Ah pero eso sí, que no se vaya la luz con esos ventarrones, porque entonces sí es un sofoco adentro de las casas. Y los chamacos ahora son muy pretenciosos y no quieren dormir afuera. Les gusta dormir en camas, enfrente del chiflón del cooler, con las sábanas oliendo a Downey.
¿No sabe qué es el Downey, compadre? Usted sí que no está nada californeado. Es eso que le ponen a la ropa para que huela muy bonito. Yo creo que a usted le tocaron los tiempos en los que las señoras lavaban la ropa en el Agua Caliente. No, tampoco va a saber usted lo que es el Agua Caliente, si ni sabía lo que eran las equipatas. Era un aguaje, un manantial pues, en donde brotaba el agua de suelo en unas tinajas preciosas y como se podrá usted figurar por el nombre, pues salía el agua muy caliente. En antes, iban las señoras a lavar la ropa ahí, porque como salía tan caliente el agua, pues se morían todos los microbios y quedaba la ropa más limpia que si la lavaran con agua del río. Y luego el agua del río a veces venía puerca, cuando llovía se enturbiaba toda. En cambio, en el Agua Caliente siempre venía clarita, prístina, inmaculada, aprovechando que es domingo y que puedo echarme palabras domingueras.
Pero todo eso que le digo es en verano. Ahora en invierno, le estaba yo diciendo, son una chulada las equipatas. ¿Sabe también qué me dijeron? Que en estos días estuvo tan frío y había llovido tanto que había una neblina que no daría usted crédito. Ya no digamos que no se alcanzaba a ver el cerro, que está ahí nomás afuera del pueblo. No, no se podían ni ver las calles. A unos veinte metros, calcule usted, ya no se podía ver. Yo no estuve ahí, me contaron, pero a mí me hubiera dado hasta miedo caminar. No me fuera a pasar como a aquella señora que iba caminando con su hija muy en antes, cuando no había alambrado público. ¿Dije alambrado público, no, compadre? ¡Ah qué calamidad! Quise decir alumbrado público, pero es que cuando me emociono me da por hablar muy apurado y ando cometiendo toda clase de atropellos. Pues le decía que aquella pobre señora iba caminando a oscuras y se podrá usted imaginar que cuando no había luna era una batalla ver lo que tenía uno adelante. Y eran los tiempos en que las vacas se podían meter al pueblo. Porque ahora ya no pueden, figúrese, desde que pavimentaron todas las calles, las vacas sólo en las milpas y no entran al pueblo si no es arriba de un carro, las muy vaquetonas. Y estaba tan oscuro, que la pobre señora no pudo ver que tenía en frente una vaca echada y ya para cuando se dio cuenta ya iba en el aire y no pudo más que gritarle a su hija "la tora, la tora, la tora, Mamuela, la tora, la tora, la vaca, Mamuela". Se confundió la pobre mujer con el susto que se dio. Pues igual me pasó a mí ¿Que por qué le dijo Mamuela a su hija? Ah, pues porqué va a ser, porque no pudo decir Manuela. No pudo decir ni vaca, menos iba a poder decir Manuela.
Bueno, compadre, pues está muy buena la plática, pero no son horas éstas de estar tan tranquilos; también hay que trabajar, ¿no cree? Yo lo veo muy tranquilo pero ya va siendo hora. No porque hayan caído tan buenas equipatas se quede tan tranquilo, si usted ni tiene ganado y lo mismo le viene valiendo que llueva bien en el pueblo.
¿No sabe qué es el Downey, compadre? Usted sí que no está nada californeado. Es eso que le ponen a la ropa para que huela muy bonito. Yo creo que a usted le tocaron los tiempos en los que las señoras lavaban la ropa en el Agua Caliente. No, tampoco va a saber usted lo que es el Agua Caliente, si ni sabía lo que eran las equipatas. Era un aguaje, un manantial pues, en donde brotaba el agua de suelo en unas tinajas preciosas y como se podrá usted figurar por el nombre, pues salía el agua muy caliente. En antes, iban las señoras a lavar la ropa ahí, porque como salía tan caliente el agua, pues se morían todos los microbios y quedaba la ropa más limpia que si la lavaran con agua del río. Y luego el agua del río a veces venía puerca, cuando llovía se enturbiaba toda. En cambio, en el Agua Caliente siempre venía clarita, prístina, inmaculada, aprovechando que es domingo y que puedo echarme palabras domingueras.
Pero todo eso que le digo es en verano. Ahora en invierno, le estaba yo diciendo, son una chulada las equipatas. ¿Sabe también qué me dijeron? Que en estos días estuvo tan frío y había llovido tanto que había una neblina que no daría usted crédito. Ya no digamos que no se alcanzaba a ver el cerro, que está ahí nomás afuera del pueblo. No, no se podían ni ver las calles. A unos veinte metros, calcule usted, ya no se podía ver. Yo no estuve ahí, me contaron, pero a mí me hubiera dado hasta miedo caminar. No me fuera a pasar como a aquella señora que iba caminando con su hija muy en antes, cuando no había alambrado público. ¿Dije alambrado público, no, compadre? ¡Ah qué calamidad! Quise decir alumbrado público, pero es que cuando me emociono me da por hablar muy apurado y ando cometiendo toda clase de atropellos. Pues le decía que aquella pobre señora iba caminando a oscuras y se podrá usted imaginar que cuando no había luna era una batalla ver lo que tenía uno adelante. Y eran los tiempos en que las vacas se podían meter al pueblo. Porque ahora ya no pueden, figúrese, desde que pavimentaron todas las calles, las vacas sólo en las milpas y no entran al pueblo si no es arriba de un carro, las muy vaquetonas. Y estaba tan oscuro, que la pobre señora no pudo ver que tenía en frente una vaca echada y ya para cuando se dio cuenta ya iba en el aire y no pudo más que gritarle a su hija "la tora, la tora, la tora, Mamuela, la tora, la tora, la vaca, Mamuela". Se confundió la pobre mujer con el susto que se dio. Pues igual me pasó a mí ¿Que por qué le dijo Mamuela a su hija? Ah, pues porqué va a ser, porque no pudo decir Manuela. No pudo decir ni vaca, menos iba a poder decir Manuela.
Bueno, compadre, pues está muy buena la plática, pero no son horas éstas de estar tan tranquilos; también hay que trabajar, ¿no cree? Yo lo veo muy tranquilo pero ya va siendo hora. No porque hayan caído tan buenas equipatas se quede tan tranquilo, si usted ni tiene ganado y lo mismo le viene valiendo que llueva bien en el pueblo.
jueves, enero 28, 2010
Recuerdos de invierno
Apenas va clareando la mañana. Empieza a oler a hierba mojada, huele a mucho frío. Sobre los bordos de la tierra volteada de las milpas se divisa la blanca escarcha que a los primeros rayos de sol se convertirá en finas gotas de agua un momento después de destellar su último brillo. Mi nariz empieza a escurrir un líquido muy parecido a lágrimas provocado por el viento helado. Me refugio en mi bufanda y el vapor de mi respiración sube a mis lentes y los empaña. Hay que acelerar el paso para no llegar a la puerta de la escuela después de las siete. Escucho en la distancia los ruidos indistintos de los compañeros jugando voleibol en las canchas. Pienso en apurarme un poco para poder jugar un rato antes de que suene el timbre, pero me desalienta acordarme lo mucho que duelen los antebrazos cuando golpeas la pelota a esas gélidas temperaturas y lo mucho que estorba el suéter para controlar bien el golpe. Mejor vuelvo a mi ritmo normal y pateo una piedra, sólo para darme cuenta que traía sucios los zapatos. Me acomodo la mochila para agacharme a tratar de limpiar el zoquete - el lodo - y no lo logro muy bien, pero aprovecho para amarrarme mejor las agujetas. Me alcanza la Flor en el camino y empezamos a caminar juntos. Ya están la Helda y la Santa platicando en una banqueta, enfrente del salón de clases. Ellas ya calentaron su pedacito. Yo prefiero quedarme parado, con los brazos cruzados muy apretados sobre el pecho tratando de darme calor.
- ¿Qué hicieron ayer, chamacas?
- Nada, dice la Santa, vi Beverly Hills 90210. Es que está bien guapo el Brandon.
- Yo soñé algo súper chistoso, agrega Helda, que siempre tenía sueños geniales que yo creo que inventaba porque eran demasiado buenos.
- ¿Salíamos nosotros? Pregunta Flor.
- Sí, hagan de cuenta que íbamos los cuatro caminando por el callejón del Molino y, de repente, nos alcanza corriendo el maestro Martín con unos pants de colores, súper feos...
En eso suena el timbre y hay que irnos corriendo a la formación porque toca lunes cívico y hay que saludar a la bandera, cantar el himno y escuchar algún discurso moralizante del maestro Juan.
- Luego nos cuentas qué pasó.
- Ok, ahorita en la clase de Química.
- ¿Qué hicieron ayer, chamacas?
- Nada, dice la Santa, vi Beverly Hills 90210. Es que está bien guapo el Brandon.
- Yo soñé algo súper chistoso, agrega Helda, que siempre tenía sueños geniales que yo creo que inventaba porque eran demasiado buenos.
- ¿Salíamos nosotros? Pregunta Flor.
- Sí, hagan de cuenta que íbamos los cuatro caminando por el callejón del Molino y, de repente, nos alcanza corriendo el maestro Martín con unos pants de colores, súper feos...
En eso suena el timbre y hay que irnos corriendo a la formación porque toca lunes cívico y hay que saludar a la bandera, cantar el himno y escuchar algún discurso moralizante del maestro Juan.
- Luego nos cuentas qué pasó.
- Ok, ahorita en la clase de Química.
jueves, enero 14, 2010
De la fría ociosidad constructiva
Sentir de vez en cuando las temperaturas invernales en esta ciudad de clima casi perfecto tiene algunas ventajas. No quiero mencionar las más superficiales como lo lucidores que son los abrigos y las bufandas o lo delicioso que sabe una taza de chocolate Abuelita, pero sí lo benéfico que resulta que a uno le apetezca más quedarse en casa que andar rolando la inquieta existencia por las frías calles de la ciudad. No es que esto sea bueno per se, al menos no para mí que nunca he sido fanático de lo doméstico, pero sí es una belleza que esta fría ociosidad me permite hacer algunas cosas que yo suelo ir posponiendo a una posteridad que termina por nunca llegar. Escribir en el blog, leer por placer u ordenar la ropa, los discos, las pertenencias - en el sentido más amplio posible -.
La actividad más particular que esta fría ociosidad me ha provocado es pensar qué bien me cae la gente arrogante. No, no nada más así. La gente mediocre que es soberbia y que se esconde en su arrogancia para ocultar todas sus falencias me da más bien mucha pereza, lo patético de sus performances de actitud mal ejecutados me hace querer voltear a otro lado. A mí la gente que me gusta es la que sabe ser arrogante, que lo es porque sabe que puede serlo, que decide poder serlo y lo logra.
Me puse a pensar en esto cuando capté cuán paradójico es seguir creyendo que la humildad es una virtud fundamental y procurarla, incluso, como uno de mis propósitos para este año, pero a la vez admirar tanto a personajes (no es trivial que personajes en vez de personas) que considero muy arrogantes. Y, claro, como hoy hacía frío me puse a buscar la causa de mi admiración. Una parte la encontré en sus trayectorias, sus amplios conocimientos, su culta personalidad. Sin embargo, noté que mi simpatía hacia ellos no la causaba nada de esto, sino que se trataba de la manera en la que se pavonean por la vida luciendo sus conocimientos, su estilo, su sofisticación. Este pavoneo obviamente no va exento de una sutil humillación a los que no son como ellos, a los que su subconsciente sabe que no les llegan ni a los talones, a aquéllos cuya simpleza ofende implícitamente su complejidad moral, estética y, en no pocas veces, psiquiátrica.
No sé si este tipo de arrogancia permita la felicidad más plena, que creo está reservada únicamente para los cándidos. Pero estos simpáticos arrogantes no la necesitan. Se tienen a sí mismos, tienen el gozo constante de contemplarse vanidosamente, nos tienen a sus fans para alimentar su ego y tienen su soberbia para refugiarse en ella a lamerse las heridas que se causan en el riesgoso mundo donde viven las divas.
Estas y otras cosas pensé en la fría ociosidad de esta noche invernal.
La actividad más particular que esta fría ociosidad me ha provocado es pensar qué bien me cae la gente arrogante. No, no nada más así. La gente mediocre que es soberbia y que se esconde en su arrogancia para ocultar todas sus falencias me da más bien mucha pereza, lo patético de sus performances de actitud mal ejecutados me hace querer voltear a otro lado. A mí la gente que me gusta es la que sabe ser arrogante, que lo es porque sabe que puede serlo, que decide poder serlo y lo logra.
Me puse a pensar en esto cuando capté cuán paradójico es seguir creyendo que la humildad es una virtud fundamental y procurarla, incluso, como uno de mis propósitos para este año, pero a la vez admirar tanto a personajes (no es trivial que personajes en vez de personas) que considero muy arrogantes. Y, claro, como hoy hacía frío me puse a buscar la causa de mi admiración. Una parte la encontré en sus trayectorias, sus amplios conocimientos, su culta personalidad. Sin embargo, noté que mi simpatía hacia ellos no la causaba nada de esto, sino que se trataba de la manera en la que se pavonean por la vida luciendo sus conocimientos, su estilo, su sofisticación. Este pavoneo obviamente no va exento de una sutil humillación a los que no son como ellos, a los que su subconsciente sabe que no les llegan ni a los talones, a aquéllos cuya simpleza ofende implícitamente su complejidad moral, estética y, en no pocas veces, psiquiátrica.
No sé si este tipo de arrogancia permita la felicidad más plena, que creo está reservada únicamente para los cándidos. Pero estos simpáticos arrogantes no la necesitan. Se tienen a sí mismos, tienen el gozo constante de contemplarse vanidosamente, nos tienen a sus fans para alimentar su ego y tienen su soberbia para refugiarse en ella a lamerse las heridas que se causan en el riesgoso mundo donde viven las divas.
Estas y otras cosas pensé en la fría ociosidad de esta noche invernal.
sábado, enero 09, 2010
Lírica vaquera
Este fin de año y principios de 2010 estuve en Huásabas, la sucursal del paraíso. La pasé muy bien como siempre que voy, encantado con esa serenidad depurada de la Sierra Madre Occidental y muy en especial con las pláticas recurrentes sobre los personajes preferidos de las familias, entre ellos, los llamados "inocentes" del pueblo (eufemismo para no decir locos), los muy viejos, los ocurrentes. Entre los códigos compartidos de mi familia están precisamente las anécdotas o historias sobre estas personas, conocidas o fallecidas antes de que cobráramos razón, que por su especial personalidad o manera de responder ante la vida nos resultan muy graciosas.
No voy a compartir estas anécdotas porque, como lo dije, son un código compartido familiar y me queda muy claro que no deben de ser nada graciosas cuando se les escucha (o lee) en abstracto, sin el correspondiente contexto histórico de años sobre la persona cuyas frases o situaciones hacen soltar la carcajada a los Barceló Durazo. Sin embargo, no me puedo aguantar las ganas de transcribir una carta que en 1952 (circa) le envió un vaquero de nombre Pancracio Durazo a su patrón, Don Venancio, dándole el reporte de lo que pasaba en el rancho del que estaba encargado.
Ya había oído en varias ocasiones extractos de esta célebre misiva, pero hace unos meses mi cuñado tuvo el cuidado de pedirle a su autor - que aún vive - que se la dictara. Así es que ahora esta famosa carta está guardada en las notas de mi celular para releerla de vez en vez y se las transcribo aquí como muestra de lo que puede llegar a ser lo que yo llamo la lírica vaquera, género sin duda no estudiado con el detenimiento que se merece.
Rancho Capadéhuachi, municipalidad de Huásabas.
La presente, patrón, es con el fin de saludarte y ponerte en conocimiento de la situación por la cual atravesamos. Los pastos muy resecos, las aguas muy recortadas. En la árida barranca ya no canta el ruiseñor, ni tunas pizca tu pastor. Sólo se ven en el atardecer parvadas de negras auras que cruzan el espacio, incitadas por las brisas pestilentes de tanto cadáver de res que ha muerto.
Así es que para mediados de mayo vengas por mí porque si no a tus ganados y a mí nos llevará la chingada.
Pancracio Durazo.
: )
No voy a compartir estas anécdotas porque, como lo dije, son un código compartido familiar y me queda muy claro que no deben de ser nada graciosas cuando se les escucha (o lee) en abstracto, sin el correspondiente contexto histórico de años sobre la persona cuyas frases o situaciones hacen soltar la carcajada a los Barceló Durazo. Sin embargo, no me puedo aguantar las ganas de transcribir una carta que en 1952 (circa) le envió un vaquero de nombre Pancracio Durazo a su patrón, Don Venancio, dándole el reporte de lo que pasaba en el rancho del que estaba encargado.
Ya había oído en varias ocasiones extractos de esta célebre misiva, pero hace unos meses mi cuñado tuvo el cuidado de pedirle a su autor - que aún vive - que se la dictara. Así es que ahora esta famosa carta está guardada en las notas de mi celular para releerla de vez en vez y se las transcribo aquí como muestra de lo que puede llegar a ser lo que yo llamo la lírica vaquera, género sin duda no estudiado con el detenimiento que se merece.

La presente, patrón, es con el fin de saludarte y ponerte en conocimiento de la situación por la cual atravesamos. Los pastos muy resecos, las aguas muy recortadas. En la árida barranca ya no canta el ruiseñor, ni tunas pizca tu pastor. Sólo se ven en el atardecer parvadas de negras auras que cruzan el espacio, incitadas por las brisas pestilentes de tanto cadáver de res que ha muerto.
Así es que para mediados de mayo vengas por mí porque si no a tus ganados y a mí nos llevará la chingada.
Pancracio Durazo.
: )
viernes, diciembre 18, 2009
Tanta comunicación nos descomunica
El título de esta entrada es demasiado rotundo. Pero últimamente así ando, muy rotundo. Voy por la vida diciendo las cosas con una seguridad y arrogancia monumentales, seguramente desesperantes para mis interlocutores. Internamente yo sé que lo que estoy diciendo puede ser una gran mentira, un error de razonamiento, una postura moral discutible o una posición ante la vida que ni siquiera tengo bien meditada. Pero lo digo como si la humildad se hubiera extinguido de la faz de la tierra, con un propósito muy claro: discutir. Es que discutir es uno de mis deportes favoritos junto con el de platicar (que es casi lo mismo pero no es igual) y el deporte de nunca hacer deportes. Y aunque en México (sobre todo en el centro) la confrontación verbal se ve como una falta grave a la politesse, yo creo que es una práctica muy sana, especialmente cuando no dejamos que se involucren nuestros sentimientos (que normalmente echan todo a perder). Ok, termino mi inútil digresión sobre mi afición por las discusiones y vuelvo al punto.
Estamos demasiado comunicados en estos días, claro, si no eres parte del 80% de la población que está terriblemente incomunicada y alejada de los avances tecnológicos (que no es seguramente el caso de nadie que lea blogs). Así nomás para empezar, tenemos la comunicación tradicional, la oral, que usamos en el día a día con las personas que tuvieron la fortuna (buena o mala) de ser nuestros compañeros de espacio y tiempo. Aquí ya empecé con mis excesos, porque hablo muchas más palabras por día que las que debería tener permitidas cualquier ciudadano. Pero, bueno, es comunicación tradicional y está muy limitada en los medios de transmisión, o sea, por más que hablo tan fuerte como si me hubiera tragado unas bocinas de centro nocturno, nada más me pueden oír a unos cien metros a la redonda, cuando más.
Pero luego vino el teléfono y ya pudimos extender ese espacio y empezaron las conversaciones de hooooras de adolescentes que nos hacían las tareas escolares un desperdicio muy aburrido. Después llegó el aparatejo esclavizador (con efectos irreversibles) que tanto amo y que se llama celular. Ahora sí, como dice Mafalda, sonamos... podemos ir por el mundo hable y hable. Como si eso fuera poco se les ocurrió inventar los mensajitos de texto. Si antes teníamos que estar desocupados para hacer una llamada, con los mensajitos puedes simultáneamente estar en una reunión, pedirte un café, asistir a una clase o conferencia y estar "comunicándote" con mensajes de unos cuantos caracteres.
Y no he hablado de Internet, eso sí vino a descomponer todo: el correo electrónico, el chat, las páginas para conocer a la pareja de tus sueños, la prensa electrónica, los blogs, facebook, youtube, twitter... aaaaaaaahhhhh!!! Todo el día conectados "comunicando" algo. Digo, ¿a quién queremos engañar? Tenemos la cabeza bastante privada de ideas como para estar hablando y escribiendo tanto. En toda esa churrigueresca cantidad de información que compartimos y que recibimos de los demás y a los demás, llega el momento en que terminamos diciendo cualquier cantidad de sandeces. En tantos mensajes, cambios de estado, fotografías de nuestra vida, no cabe ya la profundidad, así que terminamos comunicando pura irrelevancia. Irrelavancias sin las cuales, además, ya no podemos vivir. Cuando salimos y dejamos olvidado el celular o se descompone la red y no podemos acceder a Internet nos sentimos desconectados. Es de la vida real que yo experimento un sentimiento de pérdida como si el mundo se fuera a acabar y yo no iba a poder estar enterado.
Todo se hace más grave cuando tu celular tiene Internet y te permite estar "comunicado" con todo el mundo en tiempo real. O si no es tu celular, puede ser tu iPod touch que también te ofrece esos servicios si estás en un lugar con red inalámbrica.
En fin, que tanto instrumento comunicador me ha hecho llegar a la conclusión de que me estoy descomunicando con mucha gente, porque aunque pudiera transmitir mucha información, rara vez estoy llegando a algún nivel de profundidad digno. Supongo que son las consecuencias de ser de la generación de la transición a la nueva realidad superinformatizada, en la que estamos completamente adentro pero siempre con algunas dudas... y, entonces, pongo cara de :S
Anyways... hoy es viernes y ya casi son vacaciones. Me repondré de mi shock generacional en este mismo momento y dejaré las negras intenciones de convertirme en ermitaño-para-encontrar-la-profundidad-de-la-vida-de-la-que-me-estoy-perdiendo y seguiré estando comunicado como lo he estado, por lo menos hasta que entre en alguna crisis que me haga deshacerme de mis gadgets. Lo cual, por cierto, no creo que pase nunca, porque tengo a mi blog para hacer catarsis (para comunicar y descomunicar) y volver reloaded cada vez que haga falta.
Estamos demasiado comunicados en estos días, claro, si no eres parte del 80% de la población que está terriblemente incomunicada y alejada de los avances tecnológicos (que no es seguramente el caso de nadie que lea blogs). Así nomás para empezar, tenemos la comunicación tradicional, la oral, que usamos en el día a día con las personas que tuvieron la fortuna (buena o mala) de ser nuestros compañeros de espacio y tiempo. Aquí ya empecé con mis excesos, porque hablo muchas más palabras por día que las que debería tener permitidas cualquier ciudadano. Pero, bueno, es comunicación tradicional y está muy limitada en los medios de transmisión, o sea, por más que hablo tan fuerte como si me hubiera tragado unas bocinas de centro nocturno, nada más me pueden oír a unos cien metros a la redonda, cuando más.
Pero luego vino el teléfono y ya pudimos extender ese espacio y empezaron las conversaciones de hooooras de adolescentes que nos hacían las tareas escolares un desperdicio muy aburrido. Después llegó el aparatejo esclavizador (con efectos irreversibles) que tanto amo y que se llama celular. Ahora sí, como dice Mafalda, sonamos... podemos ir por el mundo hable y hable. Como si eso fuera poco se les ocurrió inventar los mensajitos de texto. Si antes teníamos que estar desocupados para hacer una llamada, con los mensajitos puedes simultáneamente estar en una reunión, pedirte un café, asistir a una clase o conferencia y estar "comunicándote" con mensajes de unos cuantos caracteres.
Y no he hablado de Internet, eso sí vino a descomponer todo: el correo electrónico, el chat, las páginas para conocer a la pareja de tus sueños, la prensa electrónica, los blogs, facebook, youtube, twitter... aaaaaaaahhhhh!!! Todo el día conectados "comunicando" algo. Digo, ¿a quién queremos engañar? Tenemos la cabeza bastante privada de ideas como para estar hablando y escribiendo tanto. En toda esa churrigueresca cantidad de información que compartimos y que recibimos de los demás y a los demás, llega el momento en que terminamos diciendo cualquier cantidad de sandeces. En tantos mensajes, cambios de estado, fotografías de nuestra vida, no cabe ya la profundidad, así que terminamos comunicando pura irrelevancia. Irrelavancias sin las cuales, además, ya no podemos vivir. Cuando salimos y dejamos olvidado el celular o se descompone la red y no podemos acceder a Internet nos sentimos desconectados. Es de la vida real que yo experimento un sentimiento de pérdida como si el mundo se fuera a acabar y yo no iba a poder estar enterado.
Todo se hace más grave cuando tu celular tiene Internet y te permite estar "comunicado" con todo el mundo en tiempo real. O si no es tu celular, puede ser tu iPod touch que también te ofrece esos servicios si estás en un lugar con red inalámbrica.
En fin, que tanto instrumento comunicador me ha hecho llegar a la conclusión de que me estoy descomunicando con mucha gente, porque aunque pudiera transmitir mucha información, rara vez estoy llegando a algún nivel de profundidad digno. Supongo que son las consecuencias de ser de la generación de la transición a la nueva realidad superinformatizada, en la que estamos completamente adentro pero siempre con algunas dudas... y, entonces, pongo cara de :S
Anyways... hoy es viernes y ya casi son vacaciones. Me repondré de mi shock generacional en este mismo momento y dejaré las negras intenciones de convertirme en ermitaño-para-encontrar-la-profundidad-de-la-vida-de-la-que-me-estoy-perdiendo y seguiré estando comunicado como lo he estado, por lo menos hasta que entre en alguna crisis que me haga deshacerme de mis gadgets. Lo cual, por cierto, no creo que pase nunca, porque tengo a mi blog para hacer catarsis (para comunicar y descomunicar) y volver reloaded cada vez que haga falta.
martes, diciembre 15, 2009
Hoy vi mi vida pasar frente a mis ojos
Es bastante feo caer en cuenta súbitamente de conceptos tan poco amigables con el usuario como el de la fragilidad de la vida. Cargar con la conciencia de lo efímera que puede ser nuestra existencia es un peso demasiado duro para llevarlo siempre sobre los hombros. Y esas ideas funestas vienen en una mañana cualquiera por un descuido momentáneo en el que sólo volteas a ver a un lado de la calle y sigues caminando sin pensar que del otro lado - del tuyo - podría venir un autobús de toneladas a alta velocidad y pasar a tu lado, mientras oyes el sonido de su freno y sientes moverse los cabellos.
Nunca he sido de ponerme grave y severo por la inminencia de la muerte. Me cala tanto el sentimiento de pérdida que experimento cuando pienso en la mía o en la de las personas que quiero, que voy por la vida sin recordar el tema. Ahora mismo no estoy cómodo escribiendo al respecto, aunque por alguna razón decidí que tenía que hacerlo. No sé lo que pensar, porque en las cosas que no tienen remedio, el optimismo y el pesimismo sirven para lo mismo, o sea, para nada. Y como ambos no sirven para nada, yo suelo apostar por el primero y navegar con la bandera de la ingenuidad, que normalmente me lleva a mis zonas de confort.
No estoy en posición de pedirle nada a la Parca, ni me siento con ningún derecho, pero siempre he querido que si un día se le ocurre la mala idea de venirme a buscar para ampliar su fúnebre cosecha, me dé algunos días para algunos asuntos que me gustaría dejar bien arreglados. No vaya a ser la mala suerte que, de lo contrario, me vea yo en la necesidad de andar molestando a la gente cada noche, porque lo de los aparecidos no creo que se me dé muy bien. A mí se me da mejor lo de la alta visibilidad y no creo estar nada cómodo con esa tonalidad como desvanecida de los que ya se fueron pero no terminan de irse. Digo, ya tengo suficiente con este color blancuzco tan poco carismático que tengo en vida, para todavía tener que transitar a bronceados menos favorecedores.
Claro, lo de atravesar paredes se me haría divertido al principio, pero con todo, creo que en unos cuantos días estaría aburrido y tendría una cara de pocos amigos que asustaría a los niños. Entonces, le reitero mi petición a la Parca de que no se le vaya a ocurrir tomarme así tan de sorpresa, si yo cuando hago viajes largos soy fanático de la planeación y las fiestas de despedida.
Nunca he sido de ponerme grave y severo por la inminencia de la muerte. Me cala tanto el sentimiento de pérdida que experimento cuando pienso en la mía o en la de las personas que quiero, que voy por la vida sin recordar el tema. Ahora mismo no estoy cómodo escribiendo al respecto, aunque por alguna razón decidí que tenía que hacerlo. No sé lo que pensar, porque en las cosas que no tienen remedio, el optimismo y el pesimismo sirven para lo mismo, o sea, para nada. Y como ambos no sirven para nada, yo suelo apostar por el primero y navegar con la bandera de la ingenuidad, que normalmente me lleva a mis zonas de confort.
No estoy en posición de pedirle nada a la Parca, ni me siento con ningún derecho, pero siempre he querido que si un día se le ocurre la mala idea de venirme a buscar para ampliar su fúnebre cosecha, me dé algunos días para algunos asuntos que me gustaría dejar bien arreglados. No vaya a ser la mala suerte que, de lo contrario, me vea yo en la necesidad de andar molestando a la gente cada noche, porque lo de los aparecidos no creo que se me dé muy bien. A mí se me da mejor lo de la alta visibilidad y no creo estar nada cómodo con esa tonalidad como desvanecida de los que ya se fueron pero no terminan de irse. Digo, ya tengo suficiente con este color blancuzco tan poco carismático que tengo en vida, para todavía tener que transitar a bronceados menos favorecedores.
Claro, lo de atravesar paredes se me haría divertido al principio, pero con todo, creo que en unos cuantos días estaría aburrido y tendría una cara de pocos amigos que asustaría a los niños. Entonces, le reitero mi petición a la Parca de que no se le vaya a ocurrir tomarme así tan de sorpresa, si yo cuando hago viajes largos soy fanático de la planeación y las fiestas de despedida.
martes, diciembre 08, 2009
Visiones nocturnas
La pareja que se besa en la estación de metro más apasionadamente de lo que recomiendan la moral y las buenas costumbres (al menos lo que por tal entendían la tía Plácida y Marianita Moreno). El mendigo que se postra en el umbral barroco de la que en otros siglos fuera la mansión de un aristócrata y que hoy permanece estática e indiferente a la movilidad social descendente del barrio donde yace abandonada. El faquir en el crucero de dos avenidas importantes que hace piruetas y cae de lomo sobre cristales hartos de sus irrelevantes gotas de sangre. La quinceañera que corre afanosamente con su vestido pastel de tul, disfrazada de princesa soberana de los precarios ahorros de la familia, que se acabarán en la noche de ensueño que es su fiesta. El transexual con minifalda que espera paciente en la esquina de Viaducto a que llegue su anónimo cliente-victimario. El rubio turista del norte de Europa que no ve la hora de estar al lado de una bella mujer morena haciendo humear los cigarros de mariguana que constituyen su experiencia latinoamericana. El adolescente con peinado explosivo armado con kilos de gel y vestido con un iPod y una camiseta negra de un grupo punk que desconozco.
Todos juntos son la ciudad, mis faros, los que me convencen de que sigo aquí, pero sin llegar del todo, en la ciudad de los palacios. Llaman mi atención y condimentan el universo uniforme de la pequeña gran ciudad, para hacerla soportable, para hacerla digna del sacrificio que implica, para gozarla secretamente en el regocijo de mis prejuicios.
Todos juntos son la ciudad, mis faros, los que me convencen de que sigo aquí, pero sin llegar del todo, en la ciudad de los palacios. Llaman mi atención y condimentan el universo uniforme de la pequeña gran ciudad, para hacerla soportable, para hacerla digna del sacrificio que implica, para gozarla secretamente en el regocijo de mis prejuicios.
domingo, noviembre 29, 2009
En los ángulos agudos y obtusos de una vida como cualquiera
A Mariana le gustaba mucho buscar en los rincones. En ellos encontraba cosas que jamás pudo explicarse cómo llegaban ahí, a las esquinas de aquella casa vieja que olía un poco a humedad. Como le daban cierta tranquilidad, ocasionalmente terminaba sentada ahí por largos ratos, tratando de poner su mente en blanco, perdiendo su mirada en el más cercano de los infinitos para no ver nada al tratar de ver todo. Terminó por darse cuenta de que no era el acto de buscar objetos lo que la atraía a esos lugares, sino un fuerte deseo de estar en ellos.
El suelo de las esquinas era el que le parecía el más fresco de todos, porque ahí daba vuelta el viento. Llegaban las frágiles corrientes de aire que se podían formar en la casona de adobe con grandes arcos rodeando el jardín central y se llevaban lo que ella creía que eran pedazos de malos espíritus y que yo simplemente creo que eran los cabellos y células muertas que perdían ella y su familia. Pero no era el viento ni la temperatura lo que la hacía quererlos, era la sensación de estar lejos de lo demás y de los demás. Eran su trinchera ante un mundo al que no se sentía atraída.
En los rincones insalubres y putrefactos de la despensa que se usaba como bodega se sentía más tranquila que en la amplia biblioteca donde su padre casi ciego le pedía que le leyera por horas las historias de detectives y de crímenes policiacos. Se creía más protegida en la abnegación de un rincón que sentada al piano de la sala en el que su madre la obligaba a practicar al menos dos horas por día.
Hasta que un buen día, cuando todo estaba listo para que se casara con el muchacho que la llamaba en sus cartas "el amor de su vida", se fue a su rincón preferido, el que estaba junto al ropero de la última recámara, la de la esquina, y ahí se puso a llorar. Tenía en sus manos una muñeca de trapo que desde niña la había acompañado en la esquina de su habitación. Peinaba a la muñeca como si la vida le fuera en ello, la peinaba y lloraba amargamente mientras los hombres con batas blancas trataban de levantarla sin lastimarla.
Se encerró Mariana en el más oculto de sus rincones, uno que estaba en su propia mente y al que nadie pudo jamás llegar a levantarla. Locura le llamarán tal vez algunos, pero ella le llamaba rincones, esquinas, guaridas. Los suyos sean tal vez más estrechos que los nuestros, pero tanto ella como nosotros vivimos moviéndonos de un lado a otro entre esos ángulos agudos y obtusos que son nuestros refugios.
El suelo de las esquinas era el que le parecía el más fresco de todos, porque ahí daba vuelta el viento. Llegaban las frágiles corrientes de aire que se podían formar en la casona de adobe con grandes arcos rodeando el jardín central y se llevaban lo que ella creía que eran pedazos de malos espíritus y que yo simplemente creo que eran los cabellos y células muertas que perdían ella y su familia. Pero no era el viento ni la temperatura lo que la hacía quererlos, era la sensación de estar lejos de lo demás y de los demás. Eran su trinchera ante un mundo al que no se sentía atraída.
En los rincones insalubres y putrefactos de la despensa que se usaba como bodega se sentía más tranquila que en la amplia biblioteca donde su padre casi ciego le pedía que le leyera por horas las historias de detectives y de crímenes policiacos. Se creía más protegida en la abnegación de un rincón que sentada al piano de la sala en el que su madre la obligaba a practicar al menos dos horas por día.
Hasta que un buen día, cuando todo estaba listo para que se casara con el muchacho que la llamaba en sus cartas "el amor de su vida", se fue a su rincón preferido, el que estaba junto al ropero de la última recámara, la de la esquina, y ahí se puso a llorar. Tenía en sus manos una muñeca de trapo que desde niña la había acompañado en la esquina de su habitación. Peinaba a la muñeca como si la vida le fuera en ello, la peinaba y lloraba amargamente mientras los hombres con batas blancas trataban de levantarla sin lastimarla.
Se encerró Mariana en el más oculto de sus rincones, uno que estaba en su propia mente y al que nadie pudo jamás llegar a levantarla. Locura le llamarán tal vez algunos, pero ella le llamaba rincones, esquinas, guaridas. Los suyos sean tal vez más estrechos que los nuestros, pero tanto ella como nosotros vivimos moviéndonos de un lado a otro entre esos ángulos agudos y obtusos que son nuestros refugios.
domingo, noviembre 22, 2009
De graduaciones anticipadas...
Hace muchos años estudiar en el Instituto Matías Romero de formación diplomática era una ilusión. Tal cual, un sueño con un halo de verosimilitud pero sueño al fin. Pensar que algún día podría estar ahí desencadenaba mi obsesión por construir proyectos y castillos en el aire, costumbre que tengo muy arraigada en mis ratos de ocio. Este viernes que pasó (porque el otro "este viernes", el que viene, no me da todavía nada qué contar) fue el último día del curso que tomamos mis compañeros de generación y yo, como parte de una ambigua tercera etapa del concurso de ingreso al Servicio Exterior Mexicano.
Ya lo sabía yo desde antes que ése era el último día, pero no me había preparado. La nostalgia, como deben de saber los que leen este blog, es una de mis características definitorias. Hace algunos años ya lo había escrito: voy por la vida dejando pedacitos de corazón (y últimamente de hígado, cabe anotar). Volver a la escuelita me hizo una persona muy feliz. No que no tuviera de qué quejarme porque, vamos, la vida es bella pero no justa; pero ha sido una delicia volver a estar en un excelente grupo, compartiendo impresiones, decepciones, alusiones, cansancio y risas informales.
Digo que no me había preparado lo suficiente y lo noté desde que llegué a la primera clase del último día, porque mi atuendo no estaba a la altura de las circunstancias. Los compañeros iban elegantemente ataviados y yo con una camisa rosa-tornasol con la que al moverme me veía brillosito. Había querido aprovechar que se acababan los felices tiempos de vestimenta casual y que desde hoy empieza la formal, el mocasín, la corbata, el traje a rayas. Pero el viernes era un día para celebrar, habíamos ordenado unas tortas de la fonda de la Abuela para acompañar un vino de honor que nos ofrecía el Instituto. La torta no es, sin duda, ningún caviar beluga, pero eran muy especiales porque fueron preparadas por la Abuela, la encantadora señora de la colonia Guerrero que con su hermosa sonrisa de no muchos dientes nos ofrecía sus económicas delicias casi cada día.
Cuando nos tomamos la foto en las escalinatas del Instituto, hasta me pareció que nos veíamos guapos. Claro, era una especie de nostalgia anticipada que suele hacer mella de la severidad de los estándares estéticos tradicionales. Y ahí mismo se gestó el plan de festejar "the end of an era". Hubo por ahí alguna opción adicional a festejarlo en mi casa, pero se impuso el recorte presupuestal y la pertinencia de un esquema de convivencia de colisiones constantes, así que la colectividad decidió en medio del caos que era bueno meter a decenas de personas en el departamento que está enseguida del de mis molestos vecinos, o sea, en el mío.
Fue una fiesta muy divertida por muchas razones, la principal es que los ahí presentes estábamos auténticamente contentos. Otra poderosa razón: es prácticamente imposible que una reunión de más de sesenta personas en un espacio moderado, repleto de bebidas espirituosas y varios iPods con hartos GigaBytes de música, no sea garantía de éxito lúdico. Además, hubo premiaciones en distintas categorías y yo me hice acreedor a la de "mejor anfitrión", en la que era el único nominado. El premio mayor era el Ferrero Rocher de oro -el chocolate de los embajadores- pero no se habían definido con antelación las reglas para conseguirlo, así que se pospuso su entrega para cuando oficialmente tengamos el nombramiento como diplomáticos mexicanos -en unos tres meses, si Dios (y algunos otros nombres que prefiero no mencionar) no disponen otra cosa-.
Se acabó todo en perfectas condiciones, no se quebró ninguna copa, no mataron a ninguna de mis plantas -bueno, eso fue porque yo mismo lo hice hace varios meses- y el portero nunca llamó para callarnos. Un fin de semana tranquilo marcó el puente entre el Instituto Matías Romero de formación diplomática y una vuelta a la burocracia del Estado mexicano, a la cual voy con otras tantas ilusiones, proyectos y castillos en el aire.
Ya lo sabía yo desde antes que ése era el último día, pero no me había preparado. La nostalgia, como deben de saber los que leen este blog, es una de mis características definitorias. Hace algunos años ya lo había escrito: voy por la vida dejando pedacitos de corazón (y últimamente de hígado, cabe anotar). Volver a la escuelita me hizo una persona muy feliz. No que no tuviera de qué quejarme porque, vamos, la vida es bella pero no justa; pero ha sido una delicia volver a estar en un excelente grupo, compartiendo impresiones, decepciones, alusiones, cansancio y risas informales.
Digo que no me había preparado lo suficiente y lo noté desde que llegué a la primera clase del último día, porque mi atuendo no estaba a la altura de las circunstancias. Los compañeros iban elegantemente ataviados y yo con una camisa rosa-tornasol con la que al moverme me veía brillosito. Había querido aprovechar que se acababan los felices tiempos de vestimenta casual y que desde hoy empieza la formal, el mocasín, la corbata, el traje a rayas. Pero el viernes era un día para celebrar, habíamos ordenado unas tortas de la fonda de la Abuela para acompañar un vino de honor que nos ofrecía el Instituto. La torta no es, sin duda, ningún caviar beluga, pero eran muy especiales porque fueron preparadas por la Abuela, la encantadora señora de la colonia Guerrero que con su hermosa sonrisa de no muchos dientes nos ofrecía sus económicas delicias casi cada día.
Cuando nos tomamos la foto en las escalinatas del Instituto, hasta me pareció que nos veíamos guapos. Claro, era una especie de nostalgia anticipada que suele hacer mella de la severidad de los estándares estéticos tradicionales. Y ahí mismo se gestó el plan de festejar "the end of an era". Hubo por ahí alguna opción adicional a festejarlo en mi casa, pero se impuso el recorte presupuestal y la pertinencia de un esquema de convivencia de colisiones constantes, así que la colectividad decidió en medio del caos que era bueno meter a decenas de personas en el departamento que está enseguida del de mis molestos vecinos, o sea, en el mío.
Fue una fiesta muy divertida por muchas razones, la principal es que los ahí presentes estábamos auténticamente contentos. Otra poderosa razón: es prácticamente imposible que una reunión de más de sesenta personas en un espacio moderado, repleto de bebidas espirituosas y varios iPods con hartos GigaBytes de música, no sea garantía de éxito lúdico. Además, hubo premiaciones en distintas categorías y yo me hice acreedor a la de "mejor anfitrión", en la que era el único nominado. El premio mayor era el Ferrero Rocher de oro -el chocolate de los embajadores- pero no se habían definido con antelación las reglas para conseguirlo, así que se pospuso su entrega para cuando oficialmente tengamos el nombramiento como diplomáticos mexicanos -en unos tres meses, si Dios (y algunos otros nombres que prefiero no mencionar) no disponen otra cosa-.
Se acabó todo en perfectas condiciones, no se quebró ninguna copa, no mataron a ninguna de mis plantas -bueno, eso fue porque yo mismo lo hice hace varios meses- y el portero nunca llamó para callarnos. Un fin de semana tranquilo marcó el puente entre el Instituto Matías Romero de formación diplomática y una vuelta a la burocracia del Estado mexicano, a la cual voy con otras tantas ilusiones, proyectos y castillos en el aire.
sábado, octubre 24, 2009
El primer día del año vigésimo noveno de Nuestro Señor
Tengo yo la desafortunada costumbre de publicar con la mayor resonancia posible el advenimiento de mis aniversarios. Resulta que como hay gente que es buena para las matemáticas, para la oratoria, para las relaciones públicas, también los hay -en abundancia- quienes son malos para estos u otros menesteres. Yo confieso que hay un menester en el que soy malísimo: el de recordar fechas. No es que no pueda memorizar cuándo cumple años alguien, es simplemente que nunca veo el calendario como para recordar "ah, hoy es cumple de fulanito", entonces luego la gente se me siente, pero sólo por desconocer mi handicap. El caso es que hoy es mi cumpleaños y estoy muy contento por recibir felicitaciones y deseoso de recibir más porque, aunque nunca he entendido cuál es el mérito real de cumplir años si lo único que hace falta es seguir viviendo, pues como que se siente bonito.
El ejercicio que haré hoy en el blog será simplemente describir cómo fue el último día del año vigésimo octavo de Nuestro Señor, porque yo no quiero ir por la vida haciendo puntos complejos en mi blog -Dios me guarde- cuando las descripciones son tan simples, tan sencillas.
Sonó el despertador a las seis y media, pero mi mano derecha que está bastante mal conectada con mi cerebro, decidió autónomamente que sería buena idea apagar la alarma antes de que se me despertara el resto del cuerpo. El resto de mi cuerpo sabe mejor que a las siete y media yo debo estar saliendo de la cochera para poder llegar tranquilamente a mi curso de formación en el Instituto. Sabe bien el resto de mi cuerpo que no estoy para tener ninguna falta ni retardo sin inquietar a mi súper ego (que no es que sea un ego que esté muy súper, es sólo por meterle una categoría freudiana). Pues dada la iniciativa de mi mano derecha, eran las siete y media y apenas se estaba despertando mi ojo izquierdo y veo el reloj y tuvo que despertar súbitamente al resto de las partes del cuerpo del monstruo que dormían tranquilamente a horas en las que ya tenía que estar bañadas, perfumadas y vestidas.
Corría de un lado al otro del clóset, tratando de pensar qué debía ponerme para ese día, pero era como una pesadilla porque no había camisa que estuviera siquiera remotamente planchada. ¿Debía ser traje porque tendríamos ese día la visita de un Subsecretario o podría ir con alguna polo, escondida bajo un saco casual porque era viernes? Seguía corriendo y no lograba mi cerebro poner orden en esa madeja de ideas contradictorias. Al final ganó lo del viernes casual que es algo más rápido de vestir y no necesito de plancha. No hubo tiempo ni de bañarse, ni de rasurarse, ni de desayunar, así que tomé corriendo un yogur y otra cosa fermentada que estaba en mi refrigerador y durante el camino, entre gritos, cantos y desesperación por el tráfico que es peor los viernes, me los fui tomando para regocijo de mi pancita.
La razón de mi despertar tardío fue sin duda, haber ido la noche anterior a festejar a un buen amigo que cumplió también años y como púsose la conversación sabrosa, era la una de la madrugada y yo iba llegando a casa a dormir. Para haber estado así de cansado el día transcurrió muy tranquilo y pude escuchar sin mucho problema temas sobre multilateralismo, promoción económica, comercial y turística del país en el extranjero, y hasta para dar un tour por la bóveda de tratados del país, con todas las medidas de seguridad para conservar esos viejos papeles, sellados con elegantes lacres y escritos con unas letras preciosas que yo jamás podré dibujar, porque el teclado de la computadora ya me descompuso los genes que hacen letras bonitas.
Como sabía que a cualquiera de mis festejos de cumpleaños vienen aparejados los excesos, decidí para calmar un poco a mi conciencia que tenía que ir un rato aunque fuera al gimnasio. Hice lo que había de hacerse y salí corriendo a buscar el hielo para los cocteles de más al rato en la casa. Fue una misión mucho más difícil de lo que esperaba, pero al final lo logré. Al rato, empezaron a llegar los más puntuales y durante toda la noche unos fueron, otros vinieron, el portero me llamó varias veces para que nos calláramos, los vecinos seguramente me insultaron calladamente, los invitados departían sin callarse. Pero al final, la cosa terminó sin mayor inconveniente, mi casa oliendo a vicios y yo, tirado en la cama, contestando los mensajes de felicitación de los que sí son buenos para recordar fechas y escribiendo en el blog una entrada en lo que viene a ser el primer día del año vigésimo noveno de Nuestro Señor.
El ejercicio que haré hoy en el blog será simplemente describir cómo fue el último día del año vigésimo octavo de Nuestro Señor, porque yo no quiero ir por la vida haciendo puntos complejos en mi blog -Dios me guarde- cuando las descripciones son tan simples, tan sencillas.
Sonó el despertador a las seis y media, pero mi mano derecha que está bastante mal conectada con mi cerebro, decidió autónomamente que sería buena idea apagar la alarma antes de que se me despertara el resto del cuerpo. El resto de mi cuerpo sabe mejor que a las siete y media yo debo estar saliendo de la cochera para poder llegar tranquilamente a mi curso de formación en el Instituto. Sabe bien el resto de mi cuerpo que no estoy para tener ninguna falta ni retardo sin inquietar a mi súper ego (que no es que sea un ego que esté muy súper, es sólo por meterle una categoría freudiana). Pues dada la iniciativa de mi mano derecha, eran las siete y media y apenas se estaba despertando mi ojo izquierdo y veo el reloj y tuvo que despertar súbitamente al resto de las partes del cuerpo del monstruo que dormían tranquilamente a horas en las que ya tenía que estar bañadas, perfumadas y vestidas.
Corría de un lado al otro del clóset, tratando de pensar qué debía ponerme para ese día, pero era como una pesadilla porque no había camisa que estuviera siquiera remotamente planchada. ¿Debía ser traje porque tendríamos ese día la visita de un Subsecretario o podría ir con alguna polo, escondida bajo un saco casual porque era viernes? Seguía corriendo y no lograba mi cerebro poner orden en esa madeja de ideas contradictorias. Al final ganó lo del viernes casual que es algo más rápido de vestir y no necesito de plancha. No hubo tiempo ni de bañarse, ni de rasurarse, ni de desayunar, así que tomé corriendo un yogur y otra cosa fermentada que estaba en mi refrigerador y durante el camino, entre gritos, cantos y desesperación por el tráfico que es peor los viernes, me los fui tomando para regocijo de mi pancita.
La razón de mi despertar tardío fue sin duda, haber ido la noche anterior a festejar a un buen amigo que cumplió también años y como púsose la conversación sabrosa, era la una de la madrugada y yo iba llegando a casa a dormir. Para haber estado así de cansado el día transcurrió muy tranquilo y pude escuchar sin mucho problema temas sobre multilateralismo, promoción económica, comercial y turística del país en el extranjero, y hasta para dar un tour por la bóveda de tratados del país, con todas las medidas de seguridad para conservar esos viejos papeles, sellados con elegantes lacres y escritos con unas letras preciosas que yo jamás podré dibujar, porque el teclado de la computadora ya me descompuso los genes que hacen letras bonitas.
Como sabía que a cualquiera de mis festejos de cumpleaños vienen aparejados los excesos, decidí para calmar un poco a mi conciencia que tenía que ir un rato aunque fuera al gimnasio. Hice lo que había de hacerse y salí corriendo a buscar el hielo para los cocteles de más al rato en la casa. Fue una misión mucho más difícil de lo que esperaba, pero al final lo logré. Al rato, empezaron a llegar los más puntuales y durante toda la noche unos fueron, otros vinieron, el portero me llamó varias veces para que nos calláramos, los vecinos seguramente me insultaron calladamente, los invitados departían sin callarse. Pero al final, la cosa terminó sin mayor inconveniente, mi casa oliendo a vicios y yo, tirado en la cama, contestando los mensajes de felicitación de los que sí son buenos para recordar fechas y escribiendo en el blog una entrada en lo que viene a ser el primer día del año vigésimo noveno de Nuestro Señor.
sábado, octubre 17, 2009
Mercedes
Caminaba por ahí Mercedes, por una calle de banquetas irregulares. Arrastraba un poco los pies porque ya no le daban para grandes brincos. Sus piernas regordetas y cortas nunca le habían dado para mucho. Pero la edad le va agregando torpeza a las cosas, como si no alcanzara uno suficientes niveles de torpeza a edades más tempranas. En eso iba pensando Mercedes cuando llegó al parque, al de las bancas oxidadas que le manchaban siempre el vestido y que luego ya no podía volver a usar, pero que sí usaba porque no estaban los tiempos para ponerse tan exigentes y el óxido qué tanto daño le podría causar a la gente que es fijada. A esa gente fijada no se les puede hacer mucho caso, pensaba Mercedes, porque no hay modo de darles gusto y, además, qué necesidad tenían de fijarse en las manchas de la ropa de la gente que pasa frente a ellos.
Se sentó frente a los columpios en los que una niña se balanceaba alzando las piernas lo más alto que podía y Mercedes pensaba que qué peligro era eso de balancearse tan alto y los mareos que le podrían venir, pero sobre todo que no había necesidad de arriesgarse tanto, pudiendo divertirse más tranquilamente sin tener que andar ahí poniéndose en esa situación tan problemática. Y, luego, pensaba Mercedes, si se caía el "problemón" que se le iba a venir encima a ella, porque no veía por ningún lado a nadie que estuviera cuidando a la niña del columpio y capaz que hasta el hospital iba a ir a dar, porque no podía dejar a la niña ahí sola tirada en la arena, cuando seguro algo se le iba a romper cayendo como iba a caer, desde esa altura tan innecesaria.
Sacó de su bolso un libro, de esos no muy grandes, porque pensaba Mercedes que no había ninguna necesidad de pasarse la vida leyendo, cuando hay tantas cosas por hacer, y qué es eso de escribir y escribir como si la gente que lo va a leer a uno no tuviera más cosas que hacer que ponerse a leer un libro de esos gordos, de los que nunca se le antojaba leer porque no le parecía considerado de parte de los escritores para sus lectores. Y lo dejó de leer cuando empezó la heroína de la novela a sufrir demasiado porque se le juntaban las razones y a Mercedes la molestaba mucho eso de ver a la gente sufrir demasiado porque era una persona con mucha empatía y no importa que fuera el personaje de una novela, ella meditaba que no estaba bien que el sufrimiento se le cargara tanto a unos cuantos, cuando se podía distribuir de mejor manera entre todo el gentío que ella veía en los parques y en las calles, y que no se veía que sufrieran para nada.
Tomó el camino de regreso a su casa, porque ya le parecía que se hacía tarde y le daba miedo que le cayera la noche encima y ella con esas rodillas tan defectuosas que no la iban a sacar de ningún apuro si algún truhán se disponía a molestarla por la calle, o, peor aún, a asaltarla, si ella ni dinero traía y el que tenía había sido bien ganado, como para andárselo regalando a esa gente haragana que nada más por traer un arma ya se creían merecedores del dinero ajeno.
Llegó a casa, saludó a su perro, Melquisedec, que le movió dos veces la cola antes de ir a sentarse indiferente como siempre en el tapete de la sala; preparó su té, se puso el camisón, hizo sus oraciones y, sin pensar más nada, fue a dormir.
Se sentó frente a los columpios en los que una niña se balanceaba alzando las piernas lo más alto que podía y Mercedes pensaba que qué peligro era eso de balancearse tan alto y los mareos que le podrían venir, pero sobre todo que no había necesidad de arriesgarse tanto, pudiendo divertirse más tranquilamente sin tener que andar ahí poniéndose en esa situación tan problemática. Y, luego, pensaba Mercedes, si se caía el "problemón" que se le iba a venir encima a ella, porque no veía por ningún lado a nadie que estuviera cuidando a la niña del columpio y capaz que hasta el hospital iba a ir a dar, porque no podía dejar a la niña ahí sola tirada en la arena, cuando seguro algo se le iba a romper cayendo como iba a caer, desde esa altura tan innecesaria.
Sacó de su bolso un libro, de esos no muy grandes, porque pensaba Mercedes que no había ninguna necesidad de pasarse la vida leyendo, cuando hay tantas cosas por hacer, y qué es eso de escribir y escribir como si la gente que lo va a leer a uno no tuviera más cosas que hacer que ponerse a leer un libro de esos gordos, de los que nunca se le antojaba leer porque no le parecía considerado de parte de los escritores para sus lectores. Y lo dejó de leer cuando empezó la heroína de la novela a sufrir demasiado porque se le juntaban las razones y a Mercedes la molestaba mucho eso de ver a la gente sufrir demasiado porque era una persona con mucha empatía y no importa que fuera el personaje de una novela, ella meditaba que no estaba bien que el sufrimiento se le cargara tanto a unos cuantos, cuando se podía distribuir de mejor manera entre todo el gentío que ella veía en los parques y en las calles, y que no se veía que sufrieran para nada.
Tomó el camino de regreso a su casa, porque ya le parecía que se hacía tarde y le daba miedo que le cayera la noche encima y ella con esas rodillas tan defectuosas que no la iban a sacar de ningún apuro si algún truhán se disponía a molestarla por la calle, o, peor aún, a asaltarla, si ella ni dinero traía y el que tenía había sido bien ganado, como para andárselo regalando a esa gente haragana que nada más por traer un arma ya se creían merecedores del dinero ajeno.
Llegó a casa, saludó a su perro, Melquisedec, que le movió dos veces la cola antes de ir a sentarse indiferente como siempre en el tapete de la sala; preparó su té, se puso el camisón, hizo sus oraciones y, sin pensar más nada, fue a dormir.
martes, octubre 13, 2009
Eran los tiempos que corrían
Tratando de innovar en los temas de este monótono blog, se me ha ocurrido recordar una etapa que no me tocó vivir. De niño fantaseaba mucho, como todos en algún momento, supongo, con la idea de viajar en el tiempo. Por alguna razón que no me logro explicar, no me interesaba ni ir al futuro, ni demasiado lejos en el pasado. Lo que quería con ansias era poder vivir - en calidad de testigo, no de residente permanente - en la época de la niñez de mis abuelos en Huásabas. Los albores del siglo XX en ese rincón rural del norte mexicano me parecían una época fascinante . Esa nostalgia había sido alimentada, o debería decir inseminada, por los relatos de mi nana Carmela, mi abuela paterna. Me figuraba aquellas calles de tierra y casas de adobe llenas de historias latentes esperando a ser descubiertas, ocultas en el murmullo del viento al colarse entre las agujas de los enormes pinos salados, en cuyos troncos jugaban niños ataviados con ropas austeras de telas antiguas y aromas particulares de las que ellos no se percataban.
Las imágenes las iba construyendo con las fotografías viejas, ésas en blanco y negro que ya más bien eran amarillo y ocre. Y también con los retratos de mi bisabuela, mamá Amparo, o del padre Luis. Con esa materia prima, en mi mente iban las señoras haciendo sus tareas domésticas, vestidas de blondas, encaje y crinolinas. Los hombres eran todos de un aire muy respetable y aunque no usaban sotana, como el padre Luis, sí tenían todos su cara grave, eclesiástica.
Eran los tiempos de la dictadura de Don Porfirio que fueron seguidos por los años hostiles y larguísimos de la Revolución Mexicana. Esos períodos de transición son difíciles y se llegan a poner harto oscuros. No era de extrañarse que mi bisabuelo Julián fuera atacado por una cuadrilla de los hombres de Villa. Ya no se pudo más ir a llevar el dinero a los bancos de Arizona -los pocos que podían darse el lujo de acumular capital - porque las diligencias se habían hecho demasiado riesgosas. De tal modo que hubo de enterrarse el dinero en las huertas o en las anchas paredes de las viejas casonas de los ricos. Esos famosos entierros se convirtieron en poco tiempo en la obsesión de los descendientes de los antiguos potentados que querían ganarse su lotería, sin tener que comprar boletos. Y luego esa obsesión, tal vez por infructuosa, dio pie a sendas leyendas de aparecidos que cuidaban con la avaricia futil del inframundo, las monedas de oro cuyo dueño original no quiso compartir ni en el lecho de muerte.
Cuando se consolidaron los gobiernos de la Revolución en el período de uno de los generales de Sonora, Plutarco Elías Calles, vinieron tiempos de mayores sobresaltos para los habitantes del pueblo. Se prohibió la celebración de misas y se cerraron las iglesias. Aquello era peor aún que en los tiempos del "indio ése jacobino" de Benito Juárez. Ni el "pata rajada" al que peyorativamente las señoras hacían que sus hijos llamaran Beno Juárez, se había atrevido a ordenar las herejías que Calles estaba implementando a punta de pistolas y federales.
El padre Luis y todos los santos en vida que formaban el clero fueron a refugiarse a Los Ciriales, un rancho en lo más alto de la Sierra Madre Occidental, donde el obispo Navarrete había ordenado la construcción de un seminario para no suspender la formación de los próximos sacerdotes. Los bautismos, los matrimonios y las primeras comuniones debían celebrarse con el mayor sigilo, para no ser descubiertos, porque eran bravos los del gobierno, eran sacrílegos, unos grandes sacrílegos indignos.
No mermó el movimiento político la devoción de ese catolicismo acendrado, traído directamente de Europa y puesto en remojo en una mexicanidad cuyo guadalupanismo era el factor de identidad más consolidado de la República. No cayeron los velos que cubrían las cabezas de las mujeres enlutadas, ni de sus manos los rosarios. Sólo pasó el tiempo que tenía que pasar y todo fue volviendo a la fervorosa cotidianidad que algunos añoraban y otros no tanto.
Eran los tiempos que corrían los de María Auxiliadora, que vio llegar del pueblo vecino al engominado mancebo que la cortejaba. Lo vio venir una tarde calurosa de verano y otra vez a la semana siguiente. Llegó incluso a aceptarle una pieza de baile en las fiestas de la santa patrona, el celebrado quince de agosto, sin tocarle nunca la piel porque en la mano debía el caballero ponerse un pañuelo para no incitar malos pensamientos. Aún así, tuvo María Auxiliadora sensaciones totalmente nuevas, desbordando calladamente la alegría cuando oía acercarse los cascos del elegante caballo que transportaba al buen mozo de buena familia en las tardes más frescas del otoño.
Eran los tiempos que corrían cuando éste le propuso matrimonio y ella le respondió que debía hablarlo primero con el padre Luis. Así lo hizo y al enterarse de que el matrimonio involucraba asuntos tan carnales como le medio explicó el sacerdote, se rehusó a seguir recibiendo la visita del buen mozo, aunque fuera de buena familia, porque a sus dieciséis nunca se imaginó que hubiera que sacrificar la pureza para engendrar los hijos que le hubiera gustado tener. Así pensaba María Auxiliadora, por lo que se consagró al celibato y amó siempre a su engominado mancebo, casi tanto como al recuerdo de las tardes de verano y otoño en que su pecho se estremecía de una manera que jamás volvió a experimentar.
Eran los tiempos que corrían en aquel sereno pueblo de la sierra sonorense, por lo menos así corrían en el imaginario de los que no los vivimos, sino a través de los idealizados relatos de la abuela y sus igualmente ancianas interlocutoras, mientras te pellizcaban la mejilla y te apuraban "anda, ya vámonos al Rosario, que están por dar la última campanada".
Las imágenes las iba construyendo con las fotografías viejas, ésas en blanco y negro que ya más bien eran amarillo y ocre. Y también con los retratos de mi bisabuela, mamá Amparo, o del padre Luis. Con esa materia prima, en mi mente iban las señoras haciendo sus tareas domésticas, vestidas de blondas, encaje y crinolinas. Los hombres eran todos de un aire muy respetable y aunque no usaban sotana, como el padre Luis, sí tenían todos su cara grave, eclesiástica.
Eran los tiempos de la dictadura de Don Porfirio que fueron seguidos por los años hostiles y larguísimos de la Revolución Mexicana. Esos períodos de transición son difíciles y se llegan a poner harto oscuros. No era de extrañarse que mi bisabuelo Julián fuera atacado por una cuadrilla de los hombres de Villa. Ya no se pudo más ir a llevar el dinero a los bancos de Arizona -los pocos que podían darse el lujo de acumular capital - porque las diligencias se habían hecho demasiado riesgosas. De tal modo que hubo de enterrarse el dinero en las huertas o en las anchas paredes de las viejas casonas de los ricos. Esos famosos entierros se convirtieron en poco tiempo en la obsesión de los descendientes de los antiguos potentados que querían ganarse su lotería, sin tener que comprar boletos. Y luego esa obsesión, tal vez por infructuosa, dio pie a sendas leyendas de aparecidos que cuidaban con la avaricia futil del inframundo, las monedas de oro cuyo dueño original no quiso compartir ni en el lecho de muerte.
Cuando se consolidaron los gobiernos de la Revolución en el período de uno de los generales de Sonora, Plutarco Elías Calles, vinieron tiempos de mayores sobresaltos para los habitantes del pueblo. Se prohibió la celebración de misas y se cerraron las iglesias. Aquello era peor aún que en los tiempos del "indio ése jacobino" de Benito Juárez. Ni el "pata rajada" al que peyorativamente las señoras hacían que sus hijos llamaran Beno Juárez, se había atrevido a ordenar las herejías que Calles estaba implementando a punta de pistolas y federales.
El padre Luis y todos los santos en vida que formaban el clero fueron a refugiarse a Los Ciriales, un rancho en lo más alto de la Sierra Madre Occidental, donde el obispo Navarrete había ordenado la construcción de un seminario para no suspender la formación de los próximos sacerdotes. Los bautismos, los matrimonios y las primeras comuniones debían celebrarse con el mayor sigilo, para no ser descubiertos, porque eran bravos los del gobierno, eran sacrílegos, unos grandes sacrílegos indignos.
No mermó el movimiento político la devoción de ese catolicismo acendrado, traído directamente de Europa y puesto en remojo en una mexicanidad cuyo guadalupanismo era el factor de identidad más consolidado de la República. No cayeron los velos que cubrían las cabezas de las mujeres enlutadas, ni de sus manos los rosarios. Sólo pasó el tiempo que tenía que pasar y todo fue volviendo a la fervorosa cotidianidad que algunos añoraban y otros no tanto.
Eran los tiempos que corrían los de María Auxiliadora, que vio llegar del pueblo vecino al engominado mancebo que la cortejaba. Lo vio venir una tarde calurosa de verano y otra vez a la semana siguiente. Llegó incluso a aceptarle una pieza de baile en las fiestas de la santa patrona, el celebrado quince de agosto, sin tocarle nunca la piel porque en la mano debía el caballero ponerse un pañuelo para no incitar malos pensamientos. Aún así, tuvo María Auxiliadora sensaciones totalmente nuevas, desbordando calladamente la alegría cuando oía acercarse los cascos del elegante caballo que transportaba al buen mozo de buena familia en las tardes más frescas del otoño.
Eran los tiempos que corrían cuando éste le propuso matrimonio y ella le respondió que debía hablarlo primero con el padre Luis. Así lo hizo y al enterarse de que el matrimonio involucraba asuntos tan carnales como le medio explicó el sacerdote, se rehusó a seguir recibiendo la visita del buen mozo, aunque fuera de buena familia, porque a sus dieciséis nunca se imaginó que hubiera que sacrificar la pureza para engendrar los hijos que le hubiera gustado tener. Así pensaba María Auxiliadora, por lo que se consagró al celibato y amó siempre a su engominado mancebo, casi tanto como al recuerdo de las tardes de verano y otoño en que su pecho se estremecía de una manera que jamás volvió a experimentar.
Eran los tiempos que corrían en aquel sereno pueblo de la sierra sonorense, por lo menos así corrían en el imaginario de los que no los vivimos, sino a través de los idealizados relatos de la abuela y sus igualmente ancianas interlocutoras, mientras te pellizcaban la mejilla y te apuraban "anda, ya vámonos al Rosario, que están por dar la última campanada".
martes, octubre 06, 2009
¡Ay qué tan bonito!

El viernes salimos temprano de la escuela. Una tarde de viernes libre había de ser aprovechada, tal y como reza el proverbio chino aquél que dice que los viernes en la tarde deben ser aprovechados. No es que no hubiera opciones en la ciudad: estaba el concierto de Depeche Mode, 451 museos o la permanente opción de perderse en el alcohol. Pero surgió etérea la idea de ir a Morelia, Michoacán, con ocasión del festival internacional de cine que se lleva a cabo en dicha ciudad colonial. Mi tan comentada imposibilidad de decir que no a cualquier plan hizo diligentemente su trabajo y a las dos de la tarde pasé por los otros cuatro valientes que decidimos -hora y media antes- tomar carretera y pasar el fin de semana fuera de la Megalópolis.
No tengo planeado describir los pormenores del viaje, obedeciendo el proverbio chino aquél que reza "nunca describas los pormenores de tus viajes", ni pretendo ser reiterativo sobre lo mucho que gozo los paisajes de las carreteras mexicanas o la belleza casi mágica de sus ciudades antiguas o sus pueblos suspendidos en un tiempo que parece pasado, pero no lo es. Lo cierto es que esas escapadas de fin de semana me reconcilian con la vida, me provocan algo parecido al enamoramiento de un país que está muy mal en los encabezados de todos sus periódicos pero que es hermoso cuando te ahorras la miopía de verlo a través de los borrosos cristales de sus medios de comunicación y te asomas a verlo directamente.
Bueno, y como ya me estaba poniendo más cursi de lo que tengo permitido, termino recomendando las dos películas que vi en el festival: London River y Hace tiempo que te quiero, la primera francoargelina y la segunda nomás francesa, con una impresionante actuación de Kristen Scott-Thomas. Pero, sobre todo, recomendarles que en cuanto puedan agarren la carretera y vayan a algún pueblito que les quede cerca, se tomen un buen café por ahí y, si no es mucha molestia, se acuerden de mí un poquito y yo -en plan new age- reciba sus paseadas y felices "energías", porque necesito seguir paseándome y simultáneamente hacer mis deberes, porque así es la vida de uno y así se va a quedar.
domingo, septiembre 13, 2009
Cada quien tiene sus dinosaurios
Tantas veces soñé que volaba y al despertar, obvio, no volaba, ni tampoco podía saber si soñaba, o pensaba, o creía, o me ilusionaba. Los verbos no me servían para distinguir mis acciones de mis deseos, de mis emociones, o siquiera, de mis planes. El propio concepto de realidad perdía el significado preciso que siempre me ha gustado darle. Internamente y por momentos afortunadamente breves me volvía algo así como un bohemio sin carisma enfrascado en una discusión que no sólo no le importaba a nadie, que tampoco le importaba mucho a él. Un lumpen de las ideas ociosas. Un teólogo bizantino teniendo reflexiones teológicas bizantinas sobre ángeles, y su tamaño, y su sexo, o el tamaño de su sexo, mientras en sus murallas los turcos amenazaban con destruir el Imperio.
Así que dejé de cavilar sobre todas esas cuestiones "notoriamente improcedentes" - como se dice en los juicios - y decidí mejor vivir, aun sin distinguir, dando por sentadas todas las dudas con algún dogma que más o menos me sirva, dejando las cavilaciones para la gente inteligente.
Así que dejé de cavilar sobre todas esas cuestiones "notoriamente improcedentes" - como se dice en los juicios - y decidí mejor vivir, aun sin distinguir, dando por sentadas todas las dudas con algún dogma que más o menos me sirva, dejando las cavilaciones para la gente inteligente.
jueves, septiembre 03, 2009
Cuando las cosas no suceden
A veces, siento que el país está descompuesto (los días que estoy más desilusionado). No quiero decir que esté enfermo, arterioescleroso, desahuciado, porque los términos médicos como que no captan la situación. Más bien es un asunto estructural, mecánico. Descompuesto como un aparato que cada vez que la vas a usar está kaput. Sin detener su funcionamiento, claro, pero tronándole la mayoría de los engranajes, con tornillos barridos, tuercas sueltas, tirando aceite incesantemente en una fuga perpetua que chorrea por tantos orificios que no puede ser contenida ni proponiéndoselo.
Y eso que no me gusta ser tan fatalista como todos esos mexicanos que con tanto aplomo declaran que nos encontramos ante un estado fallido (y sonríen con aire de suficiencia, como si no se dieran cuenta de que ellos también serían víctimas de un desenlace así de fatal y, sobre todo, parte del problema). Simplemente no se me da ser tan pesimista cuando, en realidad, suelo pecar del pecado antónimo, de un optimismo ingenuo, un tanto superficial y poco empático con los que sí tienen razones para mandar toda nuestra realidad social por la coladera (revolución mediante).
En este exacerbado optimismo que me aqueja, pienso que para estar el mundo como está, la situación de México no es para llorar tan amargamente. No somos Afganistán, o Irán, o Somalia. Sin embargo, para donde voltees hay cosas que arreglar. La economía en crisis en todo el mundo, pero contrayéndose en México más del 8%, o sea, bastante más que en EE.UU. -donde se originó todo este caos financiero. El Gobierno enfrascado en una guerra contra el narcotráfico que no sólo no ha dado resultados contundentes, sino que ha aumentado la intensidad de la violencia relacionada con el crimen organizado. Pero, además, será un sexenio perdido en todos los demás aspectos, porque la seguridad ha monopolizado la agenda gubernamental de tal modo que el crecimiento, el empleo, la pobreza infame y pornográfica, mejorar la educación y los servicios de salud, son temas todos secundarios si se les compara con la banda de los Zetas, o los Arellano Félix. Por mí que se casen todos con Camelia la Texana, si se pudieran resolver los problemas estructurales del país.
Y, luego, la burocracia... qué va, el símbolo más fiel de la descomposición. Trámites lentos, ineficientes, secretarias con cara de pescado enlatado, con los ojos desorbitados por ver a un ciudadano que les trae más carga de trabajo, pero la mirada vacía porque sus puestos no los entienden como un lugar en el que se deben resolver problemas. Si está el aparato descompuesto, la culpa no puede ser de la pescada enlatada, ni de su falta de criterio y de ganas, la culpa debe de estar allá afuera, en algún otro recóndito rincón al que no puede acceder (todos sabemos que es "no quiere", excepto ella, o él, o eso). Y, a veces, están los que sí quieren, pero que están sometidos a un procedimiento que nadie sabe bien a bien cuál era su razón de ser y que todo lo detiene, paralizando a la razón misma.
Las reglas de civismo y respeto al próximo, por los suelos. Nadie le da el paso a nadie y si lo tomas, aunque te toque, te echan el carro con todo y ensordecedor ruido del claxon, porque, claro, el único derecho que todos reconocemos es el propio. Los vendedores ambulantes se apoderan del espacio que debería ser público - ajeno a cualquier apropiación - y si se puede se toman también la electricidad prestada que "pasaba por ahí", con cargo a todos los que sí pagan su recibo. Las grandes empresas comprometidos a nivel cero con el sostenimiento del erario público, aunque tomen sus ganancias como resultado de que ese estado medio funcione. La televisión, un aparato embrutecedor que es la única que cumple con su objetivo: estupidizar. Las asociaciones sindicales, unas verdaderas entorpecedoras del desarrollo de los sectores que controlan, han destruido el sentido de la protección de los trabajadores y son un estandarte de los privilegios no merecidos, con líderes gordos ostentando relojes que valen más que toda su hipertrófica existencia, o cientos de cirugías que no logran esconder ni la fealdad externa, ni la monstruosidad interna.
Y si le sigo, a todos nos toca, por un lado o por el otro. Pero la maquinaria sigue andando. Rechina como si mañana pudiera venirse abajo, aunque tiene siglos rechinando así o más feo. Quisiera conservar la esperanza de que pronto estaremos mejor, pero pareciera no quedarme otro recurso que voltear al Medio Oriente o al África Subsahariana para alimentar mi autocomplacencia. Hasta que de nueva cuenta me convenzo de que mi único recurso válido es voltear a ver mis manos y buscar en ellas soluciones, aunque sea para un solo tornillo barrido, aunque sea para una sola tuerca.
Y eso que no me gusta ser tan fatalista como todos esos mexicanos que con tanto aplomo declaran que nos encontramos ante un estado fallido (y sonríen con aire de suficiencia, como si no se dieran cuenta de que ellos también serían víctimas de un desenlace así de fatal y, sobre todo, parte del problema). Simplemente no se me da ser tan pesimista cuando, en realidad, suelo pecar del pecado antónimo, de un optimismo ingenuo, un tanto superficial y poco empático con los que sí tienen razones para mandar toda nuestra realidad social por la coladera (revolución mediante).
En este exacerbado optimismo que me aqueja, pienso que para estar el mundo como está, la situación de México no es para llorar tan amargamente. No somos Afganistán, o Irán, o Somalia. Sin embargo, para donde voltees hay cosas que arreglar. La economía en crisis en todo el mundo, pero contrayéndose en México más del 8%, o sea, bastante más que en EE.UU. -donde se originó todo este caos financiero. El Gobierno enfrascado en una guerra contra el narcotráfico que no sólo no ha dado resultados contundentes, sino que ha aumentado la intensidad de la violencia relacionada con el crimen organizado. Pero, además, será un sexenio perdido en todos los demás aspectos, porque la seguridad ha monopolizado la agenda gubernamental de tal modo que el crecimiento, el empleo, la pobreza infame y pornográfica, mejorar la educación y los servicios de salud, son temas todos secundarios si se les compara con la banda de los Zetas, o los Arellano Félix. Por mí que se casen todos con Camelia la Texana, si se pudieran resolver los problemas estructurales del país.
Y, luego, la burocracia... qué va, el símbolo más fiel de la descomposición. Trámites lentos, ineficientes, secretarias con cara de pescado enlatado, con los ojos desorbitados por ver a un ciudadano que les trae más carga de trabajo, pero la mirada vacía porque sus puestos no los entienden como un lugar en el que se deben resolver problemas. Si está el aparato descompuesto, la culpa no puede ser de la pescada enlatada, ni de su falta de criterio y de ganas, la culpa debe de estar allá afuera, en algún otro recóndito rincón al que no puede acceder (todos sabemos que es "no quiere", excepto ella, o él, o eso). Y, a veces, están los que sí quieren, pero que están sometidos a un procedimiento que nadie sabe bien a bien cuál era su razón de ser y que todo lo detiene, paralizando a la razón misma.
Las reglas de civismo y respeto al próximo, por los suelos. Nadie le da el paso a nadie y si lo tomas, aunque te toque, te echan el carro con todo y ensordecedor ruido del claxon, porque, claro, el único derecho que todos reconocemos es el propio. Los vendedores ambulantes se apoderan del espacio que debería ser público - ajeno a cualquier apropiación - y si se puede se toman también la electricidad prestada que "pasaba por ahí", con cargo a todos los que sí pagan su recibo. Las grandes empresas comprometidos a nivel cero con el sostenimiento del erario público, aunque tomen sus ganancias como resultado de que ese estado medio funcione. La televisión, un aparato embrutecedor que es la única que cumple con su objetivo: estupidizar. Las asociaciones sindicales, unas verdaderas entorpecedoras del desarrollo de los sectores que controlan, han destruido el sentido de la protección de los trabajadores y son un estandarte de los privilegios no merecidos, con líderes gordos ostentando relojes que valen más que toda su hipertrófica existencia, o cientos de cirugías que no logran esconder ni la fealdad externa, ni la monstruosidad interna.
Y si le sigo, a todos nos toca, por un lado o por el otro. Pero la maquinaria sigue andando. Rechina como si mañana pudiera venirse abajo, aunque tiene siglos rechinando así o más feo. Quisiera conservar la esperanza de que pronto estaremos mejor, pero pareciera no quedarme otro recurso que voltear al Medio Oriente o al África Subsahariana para alimentar mi autocomplacencia. Hasta que de nueva cuenta me convenzo de que mi único recurso válido es voltear a ver mis manos y buscar en ellas soluciones, aunque sea para un solo tornillo barrido, aunque sea para una sola tuerca.
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