¿Qué hace que uno pueda reconocer su tierra como propia? Como si pudiéramos olerla con los ojos cerrados, como hacen las crías recién nacidas que se mueven hasta encontrar la teta materna. No me queda claro si es un proceso racional o más bien un asunto meramente intuitivo, es decir, que reconocemos a nuestra tierra por el conjunto de pequeños detalles que conocemos de ella (reconocer = conocer dos veces) y que podemos definir o la reconocemos simplemente por instinto. La pregunta tiene rato dándome vueltas en la cabeza y se me ha presentado con la lectura de dos libros de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes y 2666.
En ambas novelas el escritor chileno habla de ciudades imaginarias que están en Sonora, en mi tierra. En Los detectives salvajes son más bien lugares casi míticos, Villaviciosa y Santa Teresa, a donde se fue a vivir una desaparecida poeta que creó el movimiento literario de los realvisceralistas. Sólo una pequeña parte del libro pasa realmente en estos lugares imaginarios sonorenses, aunque menciona de refilón muchos otros que sí existen, pueblos pequeños la mayoría, algunos muy cercanos a Huásabas, lugares que conozco y de los cuales escuché hablar toda mi infancia y juventud, no como parte de mi ficción sino como parte de mi realidad. Los detectives salvajes en su gira por Sonora habrían pasado por Huásabas, a un lado, cuando fueron de Los Hoyos a Aribabi. Leer de estos lugares en la pluma de un grande como Bolaño, con sus nombres publicados en ediciones cuidadosas (y caras) de Anagrama era una experiencia un tanto extraña, como si mis nociones de realidad se molestaran de que la ficción quisiera usurparlas. Otras veces, era la incomodidad de no reconocer la imagen que yo tenía de esos lugares en las descripciones que hacía el escritor.
En 2666 la mayor parte de la novela pasa en la ciudad imaginaria de Santa Teresa, que se supone está en la frontera entre Sonora y Arizona. Por esta razón, yo buscaba mi tierra en la novela y nunca la encontré. Cuando digo mi tierra, no me refiero a un lugar real, sino a la imagen que uno tiene de ella, a todos esos elementos que hacen que uno sienta que pertenece ahí, donde te identificas con el aspecto de la gente, con su vocabulario, con la manera de ser de todo y de todos. No sé si Bolaño pisó alguna vez en su vida Sonora, muy seguramente no y si lo hizo fue sin duda superficialmente. Lo que es claro para mí que soy de ahí, es que no la capta ni poquito. No capta su especificidad y la confunde con sus nociones generales de lo mexicano aprendidas en la ciudad de México y por extensión se las atribuye a un lugar, aderezándolas con las nociones estereotipadas y melancólicas de la frontera mexicano-estadounidense. Por ahí menciona el bacanora o gente que calza botas, habla de la carretera a Hermosillo, a Nogales, a Ures, del polvo, de los atardeceres de colores del desierto, pero nada más, casi nada de lo que yo reconocería casi olfativamente como sonorense. Como pude reconocer muchas en el libro de Arturo Pérez-Reverte, La reina del Sur, quien sí estuvo en Sonora y mayormente en Sinaloa, logrando captar con mucha precisión rasgos particulares del Noroeste de México y de la contracultura (¿cultura a secas?) relacionada con el narco.
A mi juicio, Bolaño escogió Sonora porque en su mente ahí se acababa Latinoamérica, porque en un sentido, ahí se acababa todo. Una especie de frontera entre lo real y lo fantasmal. Aunque sitúa Santa Teresa en Sonora y menciona cantidad de lugares reales del estado, no conoció esa mi tierra ni intentó hacerlo, quizás no sintió que tenía porqué. Pudo haber dicho Chihuahua, Coahuila, tal vez Oklahoma, era su ficción y era su decisión escoger Tangamandapio o Atacama. Fición al fin, nadie tiene qué reclamarle. No me hace pensar menos de él como escritor, sólo me ha dejado con esa pregunta. ¿En qué reconozco yo a Sonora? ¿En el aroma a carne asada, en que al decir tacos esto signifique automáticamente "tacos de carne asada", en que la tortilla sea de harina (de trigo) y no de maíz? O tal vez en que la gente hable gritando o en su gusto por el beisbol. En que la otredad sea cualquier cosa que esté al sur de Estación Don. No lo sé, me inclino más bien a creer que la reconocería también con el olfato, no con el intelecto, cuando pueda oler a mi propia familia, a mis amigos, al taquero, a la señora que hace tortillas sobaqueras, en vez de los seres grises, como empolvados, como de ficción, a los que ya se les acabó el alma, como son los que leo en Bolaño. Que huelen, pero cuya aroma no reconozco como propia.
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1 comentario:
Es un debate parecido a la pornografía: "difícil de definir pero que la reconoces cuando la ves". Me parece que la búsqueda de identidad y la sensación de pertenencia nos acompañan inevitablemente. Te siento como un león defendiendo tu territorio. Disculpa la comparación. Me parece que es normal actuar así. Además no es un debate menor, los franceses no atinan en definir qué es ser francés. El mosaico es tan amplio. Como sea, gracias. Hiciste que recordará mi pueblo. Mi bastión. Mi fortaleza final, el lugar donde nunca me sentiré extraño. El lugar donde no hay poses y donde, al igual que las tortugas, deseo regresar.
Miguel Beltrán
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