¿En qué me metí cuando dije que iba a escribir algo diariamente en el blog? Ya no digamos que mi imaginación no da para tanto, porque no se trata de eso, simplemente es que hay días que deberían durar más y, otros, admitámoslo, deberían durar mucho menos. Pero ya entrados en materia, resulta que ayer fue uno de esos días en los que me dije a mí mismo, desde tempranas horas, que debía ir al gimnasio. No es sólo que tenga las rodillas estrábicas, hay razones de mucho peso para autoconvencerme de la necesidad de pisar ese infernal lugar por lo menos dos o tres veces por semana, independientemente del nivel que marque el perezómetro. Esta semana en particular la había iniciado con una flojera monumental para todo lo que fuera físico, mi displicencia atlética no podía ser peor.
No obstante, me decidí a ir al gimnasio. Justo antes de subirme al carro empezó a caer una llovida que debe ser que Dios estuvo reconsiderando un segundo diluvio por todas las sodomías y gomorrías de veinte siglos. Se le ocurrió buen lugar para hacerlo Costa Rica, claro, en fin que aquí ya ni se nota y de la lluvia no ve uno lo duro, sino lo tupido. Hice todo mi trayecto con un tráfico potenciado por razones hídricas. Llegué al gimnasio y del cielo seguía cayendo el agua como si fueran pedazos de escombros de toda la temporada de huracanes. Esperé en el carro un buen rato, pero la paciencia no es una virtud que tenga en mi patrimonio (más bien escaso) de virtudes.
El carro estaba a unos cincuenta metros de la puerta del gimnasio. Consideré retirarme e irme a leer a mi casa, pero ya para esas alturas me dio vergüenza una falta de diligencia de ese tamaño. Entonces decidí, por qué no, correr hasta el gimnasio, servía que así iba calentando y no me mojaba tanto. Claro, a nadie se le olvide que yo soy del desierto, que la lluvia es un conocimiento que no tengo adquirido. Cuando llegué al gimnasio sólo pude ver la cara de asombro de todos mientras contemplaban como iba yo, mojado hasta la ropa interior, con la camisa blanca que ese día llevaba, empapada, que dejaba translúcido todo mi torso, como en un concurso de camisas mojadas, con menos carne, eso sí, de la que normalmente se muestra. Se me podían ver hasta las pecas de la espalda, sólo era cosa de fijarse. El peinado había perdido toda su estructura y más bien semejaba perro recién bañado.
Es que aquí no llueve, aquí caen cubetadas de agua. Y ya para la otra calculo mejor y si está lloviendo así, no daré otro espectáculo de wet shirts (que nadie pidió y tal vez ninguna de las cien personas que me vieron en el gimnasio supo apreciar) y haré lo que todo valiente debe hacer llegado su momento: irse a su casa a ver películas y comer palomitas de maíz.
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1 comentario:
Hola Rafa! Buenos días. No sabía yo de esta decisión tuya de escribir diariamente, pero la verdad es que me alegro mucho (mogollón, decimos por aquí, vaya: por Madrid).
Me ha encantado eso de que llovía como si cayeran "escombros de la temporada de huracanes". Por aquí, llover no llueve, pero nos achicharramos de calor.
Bueno, mañana más, ¿No? :-)
Un abrazo
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