Ante la pregunta común de qué hacemos en las embajadas, yo suelo contestar que somos el cajón del sastre, venido a más con la etiqueta "diplomático" que se supone le confiere dignidad al encargo. Hoy, por ejemplo, acabo de llegar de pagar una cuenta de hotel, como parte de mi encargo diplomático. No fui yo quien se hospedó en ningún lado, sino que se trató de unos impuestos no cobrados en su momento, pero de igual forma debidos, que hubo que solucionar con mis "buenos oficios", sólo por decirlo bonito. No voy a abundar en los detalles logísticos de la gestión, porque yo cuando empiezo a escuchar a los contadores explicar las razones de un pago, pongo el cerebro en stand by y me programo la cancioncita de los carruseles - ésa de tin tin tiririn tin tirín tin tirirín ad infinitum -, cuando veo que ya terminó la explicación o que ya es educado interrumpir pregunto, o bien, cuánto le debo, o bien, cuánto me deben, pongo atención a la cantidad y listo. Hoy no fue la excepción, la contadora del hotel me empezó a hacer un tanto largo el cuento, puse la canción del carrusel y luego le dije cuánto le debo. Ella me explicó otras tantas cosas de la contabilidad del hotel que tampoco entendí, excepto la parte de "acompáñeme al casino para que haga ahí el pago". Yo pensé "ah qué caray", como hago casi siempre que me sorprenden, y me dirigí junto a la contadora al casino.
Resulta que en México por alguna razón que tampoco he podido nunca entender los casinos no están permitidos y sólo hace poco empezaron a crearse algunos pero con algunos eufemismos idiotas como salas de juego o algo así. En fin, cada país tiene sus manifestaciones de puritanismo y en México se nos manifestó en considerar a los casinos lugares de vicio, no aptos para una sociedad trabajadora y honesta. El asunto es que por haber estado prohibidos en mi país, mi esquema mental hace que yo los vea como algo clandestino, me los imagine borrosos, humeantes y los relacione con Al Capone o figuras de similar reputación. La idea de ir a hacer el pago al casino en horas hábiles, he de confesar, me puso un tanto nervioso, ya me imaginaba mi foto en un expediente de alguna Contraloría con un puro en la boca y fajos de billete perdidos a las apuestas en un lunes cualquiera a las tres de la tarde. Sin embargo, no pensaba discutir con la contadora un tema de pagos, que obviamente es su campo de batalla y en el que yo tenía todas las de perder.
Van a decir que invento, pero lo primero que vi al entrar al casino, tenuemente iluminado como era de esperarse, fue un hombre con un ojo nublado. No es por contribuir al realismo mágico latinoamericano, pero juro por Dios que el primer tipo con el que me encontré estaba sentado en una mesa de ruleta y tenía un ojo más borrado que una nube. El otro ojo con el que me dirigió una mirada más bien furtiva era perfectamente normal. Yo nada más seguía a la contadora, tratando de contener mi asombro de ver que aquello estaba repleto en un lunes cualquiera a las tres de la tarde. En una mesa de una esquina un grupo de chinos jugaban algo con cartas, probablemente Blackjack. Obviamente supuse que se trataba de un peligroso brazo de una mafia china inmisericorde. Claro, tal vez fuera simplemente un grupo de chinos en la juerga, o costarricenses de origen chino con un trabajo perfectamente decente. Pero eso no lo pensé, hasta ahora que lo escribo.
Hice mi transacción en una pequeña oficina llena de contadores, donde seguramente el trabajo es tan aburrido como en cualquier otra de tipo similar, pero también pensé que por ahí pasarían a lavar su dinero criminales consumados. Al salir, vi a algunas señoritas de tacones más altos y faldas más cortas que el promedio, que me hicieron pensar en el lucrativo negocio de las carnes, la trata de blancas (o morenas, que para el caso es lo mismo) y el turismo sexual. Salí de ahí invocando el nombre de la mitad de los integrantes de la corte celestial y listo para unirme a la vela perpetua, porque una cosa es la clandestinidad así nomás a secas, pero otra, muy diferente, es la clandestinidad en horas hábiles. Un espanto.
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