viernes, abril 11, 2008

María

Esta es la historia de María. Mejor dicho, esta es parte de su historia. Se llamaba en realidad María Trinidad de Jesus, pero siempre usó únicamente su primer nombre, hasta que llegó el momento en que olvidó que tenía otros dos. Su apellido sí lo recordaba, aunque sólo lo usara de vez en cuando, en las pocas ocasiones en su vida en las que lo necesitó para hacer algún trámite oficial.

Los ojos de María podían resumir todo lo que era, pero nadie fue capaz de descifrar lo que escondía su inexpugnable mirada. Eran del color de las avellanas y tan grandes que asustaba verlos por mucho tiempo porque daban la impresión como de atravesarte, de tener un filo que quebraba cualquier inseguridad de su interlocutor, cortando rápidamente el contacto que hicieras con ella. Se pasaba las tardes, casi sin hablar, mientras su hermana menos y sus amigas de la infancia jugaban el difícil reto de sostenerle la mirada por el mayor tiempo posible, como quien juega a ver cuánto puede aguantar la respiración debajo del agua. Podían pasar horas y los ojos de avellana de María parecían ni siquiera parpadear, y las tardes calmadas y silenciosas del verano parecían eternizarse.

Pero esa mirada penetrante e impenetrable no había sido sino el resultado de una vida dura, llena de privaciones que fueron endureciendo no sólo la mirada, sino también los sentimientos frágiles que alguna vez tuvo, cuando muy niña, antes de enfrentar la pérdida de sus dos padres en el incendio de la pequeña casa de adobe en la que vivían. Su hermana y ella se salvaron de compartir la suerte de sus padres, porque estaban meciéndose en el columpio a la sombra del gran mezquite que estaba hasta el fondo del largo patio de la casa paterna. Ya de grande, cuando le preguntaban a María quiénes eran sus padres decía que ella sólo tuvos dos "mamases": la Caridad y la Lástima. Que si no fuera por ésas dos, se habría muerto de hambre. En su interior, María pensaba que, en realidad, si hubiera muerto por alog, hubiera sido por la tristeza y el coraje, mientras apretaba los dientes para aguantarse las ganas de soltarse gritando, reclamándole a la vida haberla privado del cariño que necesitaba, del amor que se merecía.

Todas las cosas que pasaban por el ágil pensamiento de María no las conoció nunca nadie, se fueron a la tumba con ella, cuando después de décadas de una vida ardua, la muerte decidió que también se la llevaba a ella, con un aire de misericordia, para terminar el dolor y la molestia de una tuberculosis que se había alargado demasiado. Así, los que la rodeaban nunca se hubieran imaginado que debajo de la piel serena y ecuánime de María, se revolvían caudales de emociones, de reclamaciones, de quejas internas que nadie jamás escuchó. "¿Qué? ¿Se te secó el alma a ti, María?" - le preguntaba en los últimos años su comadre Juana. "No, comadre, es nomás que nunca me floreció" - respondía con un aire sosegado y un tono reconciliado con una vida que no merecía su perdón.

La niñez para María se acabó el mismo día de la muerte de sus padres, cuando tuvo que hacerse cargo de su hermanita y atender a su hermano dos años mayor que ella, que también se convirtió en adulto con el mismo evento, a sus diez años, cuando se dio cuenta que tenía que hacerse responsable del reinventado hogar que formaron los tres huerfanitos. Entre los tres fueron arreglando lo que quedó de la casa incendiada, durmiendo por meses en la única esquina que había quedado protegida por retazos de techo. El trabajo que su hermano hacía en los campos, como ayudante de los agricultores de subsistencia que habitaban en su pueblo resultaba insuficiente para proveerse de lo necesario, por lo que María empezó pronto a lavar ropa ajena, a planchar, luego a remendar roturas, hasta que pudo ahorrar lo suficiente para comprarse una máquina de coser Singer, en la que se pasó los años cosiendo vestidos, pantalones, cortinas y morrales de manta. Ahí mismo dejó los ojos María, batallando con la poca luz que le daban unas velas puestas algo lejos del lugar donde las agujas y el hilo unían los dos trozos de tela. Nunca se atrevió a acercar la vela a la ropa por la aversión que sentía por los incendios, que la sobrepasaba totalmente.

María nunca se casó. Durante la última década de su célibe existencia una duda ensombreció su atribulado corazón: ¿había sido que nunca encontró el amor porque desde el principío no estaba predestinada a encontrarlo, o se había distraído con las diarias tribulaciones de hacerse cargo de su propia miseria y la de sus hermanos cuando estuvo cerca el hombre que le habría de dar el amor que nunca pudo recibir? Con los años, el deseo sexual se convirtió en un páramo en el centro del cual estaba ella, con su máquina de coser Singer y una vela que no alumbraba lo suficiente.

Si la Caridad y la Lástima habían sido sus "mamases", su cónyuge eterno y fiel fue únicamente la Soledad. Ese sentimiento de vacío, de abandono, fue una constante en su vida que ni siquiera aumentó cuando murió primero su hermanita a los doce años, en aquella epidemia de viruela que dejó su pueblo reducido a la mitad de lo que era, y años después la trágica y repentina muerte de su hermano que fue partido en dos por un arado, en el campo en el que se ganaba unos cuantos pesos a la semana y que austeramente administraba María. No sintió quedarse más sola cuando no hubo nadie a su lado, porque ya era absoluta la sensación de soledad que se encargó de endurecerle la mirada de los ojos de almíbar.

El resto de su vida fue sólo un trámite. El tiempo no era ni su amigo ni su enemigo por atreverse a resecar su piel y llenarla de arrugas, por hacer flácidas sus carnes e ir emblanqueciendo la profusa melena oscura que ataba y enredaba en una larga trenza que recorría su talle y se perdía debajo de su cintura.

El espectáculo sereno de ver a María casi al final de sus años, meciéndose en una poltrona, sentada al lado de la puerta de aquella misma casa de adobe que incendiándose había marcado para siempre el estancamiento de su vida, conmovía profundamente. Y conmovía, no por lo innegeble de su decrepitud, no por su pobreza digna y dolorosa, ni siquiera por la soledad inmisericorde que no la dejaba ni un segundo, sino por contemplar cómo conservaba esa mirada cortante, de ojos de avellana y almíbar, que nadie podía resistir más tiempo del que dura el breve saludo callejero de los que pasaban al frente de ella.

5 comentarios:

Paco Bernal dijo...

Hola! Es buenísimo, Rafael. Qué estilazo. Pero me gustaría saber cómo sigue ¿Qué le pasa a María?
¿Qué conversaciones tenía con su comadre? ¿Durante su vida, María tuvo una semana de locura de la que nadie se enteró?¿Se enamoró durante años de un desconocido y fue incapaz de decirle nada? (Ojo, que hablo de amor, no de deseo).
Abrazos de un lector agradecido,
P.

Aydee dijo...

Me gusto el estilo y aunque un poco breve, logro captar la vida de María y la sensacion de soledad que siempre la empaño. Como dice Paco Bernal, Si pudieras agregarle la historia de un amor, digamos tormentoso, le daría el toque romántico que a las mujeres nos encanta (por eso es que Isabel Allende es una de mis favoritas(os)).

Hasta luego.

RBD dijo...

Paco,
Muchas gracias y, sí, claro, la historia de María se irá conociendo un poco más en posteriores entradas de este blog. Abrazos también para ti.

Aydee,
No te garantizo una historia de amor tormentoso à la Isabel Allende, pero sí hay más cosas de María que se darán a conocer, "a esta misma hora y en el mismo canal..."
Hasta luego

Rafa

Anónimo dijo...

me encontre con tu blog, y la verdad me da mucho gusto.. tienes talento, la historia de la desgracia de Maria y posts anteriores qe he leido, son interensates... atrapas Rafael.

qe estes muy bien:) desde hermosillo, un abrazo :)

-luisa zozaya Durazo
(prima lejana x) )

RBD dijo...

Hey, Luisa, pues me da muchísimo gusto y también yo espero seguir recibiendo tu visita en esta página. Muchas gracias y saludos hasta Hermosillo.

Saludos,

Rafa.