Ayer soñé con una princesa ârabe preciosa, una mora de sangre dirîan los andaluces refiriéndose no solamente a los ârabes que tanto influyeron en su historia, sino a los actuales habitantes del Oriente Medio y Âfrica del Norte. Ella vivîa cautiva en un exquisito palacio morisco en Granada, en la colina en la que se encuentra la Alhambra.
Su padre mismo la habîa encerrado en el palacio que mandô construir para ese efecto, con el fin de no ser jamâs vista por el ojo de ningûn caballero ni moro ni cristiano que pudiera quedar prendado de su inusitada hermosura. Con esto, decîa el rey, evitarîa atraerse mâs conflictos en su paîs cansado ya de feroces luchas, mientras pensaba que de esta manera su hija serîa solo para él.
Mandô traer a sus mâs sabios astrôlogos y magos, venidos de Egipto y de Palestina para fabricar un encantamiento tan poderoso que no pudiera ser contrarrestado por ningûn humano que habitara el planeta.
Mi sueño no pudo ser mâs que el resultado de leer en la noche anterior Los cuentos de la Alhambra de Washington Irving, en donde se narran con profusiôn todo tipo de leyendas de este género.
Pero el rey moro nada pudo hacer. El mâgico encantamiento que habîa sido cuidadosamente concebido con la sabidurîa acumulada de siglos de culturas amantes de las ciencias oscuras pudo ser franqueado por mi sueño. Y entré al palacio y la vi sentada contemplando su hermoso rostro en una fuente de alabastro, rodeada de naranjos que perfumaban el patio central con sus níveas flores de azahar. Adornaba su cuello un largo collar de finas perlas y sus manos, anillos de diamantes y esmeraldas. Estaba vestida con un vestido de seda blanco y bordadas con hilos de oro figuras florales competîan con la belleza de su portadora, sabiéndose perdidas de antemano. Hasta entonces entendî cômo el amor arrebata todos tus sentidos en el mismo instante en el que conoces a tu ser amado y tus pensamientos se detienen, perdiéndose toda nociôn de tiempo y espacio.
Por un momento creî que ella no podrîa verme, pero seguida del canto de un ruiseñor, su mirada se alzô hacia mî y el contorno de sus ojos cambiô lentamente y me hizo saber con ellos que mi amor era correspondido. No compartîamos época, patria, linaje ni religiôn, ni siquiera hablâbamos la misma lengua, pero nos sentimos uno. Y fuimos uno durante un lapso cuya duraciôn me resulta inconmensurable, pero que ahora me parece eterna al mismo tiempo que instantánea. Fue entonces que la alarma del despertador sonô, impidiéndome saber si el rey moro se enterô de que el poderoso encanto que, incestuosamente y con todo cuidado, mandô construir para que su hija no pudiera enamorarse nunca habîa sido roto por un soñador y que ahora su hija recluida en un rincôn de su palacio llora por mî en una dimensiôn que me es del todo extraña.
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