Al fin y al cabo, los días en los que uno pasa por ciento cincuenta y tres emociones sucesivas me terminan gustando. Esos días, por ejemplo, en que uno amanece con sueño queriendo alargar las horas en la cama por haberse prolongado la velada del día anterior, que pasan de la modorra a la motivación súbita que nos causa levantarnos de un salto por habernos acordado de un pendiente. Los días en que después de estar motivado se te descompone el iPod que acabas de comprar acabando con la motivación y dando paso a la frustración. Que luego te enojas y al rato te dan ganitas como de llorar un poquito pero mejor te las tragas porque no es de hombres. Y en que después de una charla amena te vuelve el buen humor y que sin razón aparente te entra la esperanza y no pasa mucho tiempo antes de estar no sólo ilusionado sino contento. Y luego otra vez te acuerdas del iPod y maldices en voz baja a Apple y, en general, a los cerdos capitalistas, para luego ponerte nuevamente feliz porque te vas de fin de semana a la playa. Esos días en los que los vaivenes del ánimo te hacen parecer un catálogo de enfermedades psiquiátricas, ahora un esquizofrénico, un paranoico, un hipocondriaco.
Esas fechas en que lo humano se distancia abrumadoramente de lo divino me gustan porque, en materia de emociones, lo kitsch aunque no sea sofisticado es muy entretenido.
viernes, noviembre 26, 2010
miércoles, noviembre 24, 2010
De dientes y otras manifestaciones de orgullo
El autoestima es como una plantita que hay que regar y abonar para que siga floreciendo o, ya de perdida, para que no se marchite. Para hacerlo, yo voy por la vida buscando esos pequeños detalles que contribuyan a henchir de orgullo mi pecho. Cuando estaba en la escuela era más sencillo, una alta calificación o un "muy bien, Rafaelito" después de una exposición en clase era más que suficiente para sentir que ahí la llevaba. Por otra parte, en el campo de la galanura no he cosechado muchos logros, más bien he cosechado unos cuantos y más bien forzados. En realidad, en el campo de mi galanura escasa he debido reponerme de afrentas a mi ego estético, en varias ocasiones como cuando una peluquera me dijo cosas como "si no es usted feo" (¿qué necesidad de aclararlo, opino yo, si no va a hacer el favor completo de decir que le parezco guapo? Ninguna, ya eso está discutido), o cuando el cacahuatero critica la palidez de mi piel y me recomienda que tome el sol para no morir de raquitismo.
Entonces, ya hemos convenido (yo e hipotéticos lectores que hipotéticamente estarán de acuerdo con lo convenido) que no hay que perder oportunidad para alimentar el autoestima. Por esta razón, haré especial énfasis en publicar que mi dentista me dijo la semana pasada que tengo unos dientes formidables. Quienes me conozcan personalmente sabrán que de ninguna manera pudo referirse a que sean blancos como perlas, o que tengan la forma perfecta de una sonrisa Colgate. El color y diversidad de formas de mis dientes no son, ni remotamente, incuestionables. Pero ahondó mi dentista, mientras me tenía con la boca forzadamente abierta, un gancho entre los dientes y las encías sangrando como un Cristo, que no tengo ni he tenido nunca una sola caries, ninguna reparación, ni nada parecido y que eso, a mi edad (aquí sonó un poco feo el argumento) era una verdadera excepción. Tener esa salud dental a los treinta años casi me asegura llegar a los sesenta con "todos los dientes en boca", lo cual no suena tan bonito pero considera el dentista que es lo mejor que a una persona de sesenta años puede pasarle (yo me inclinaría más por tener sanos la próstata y los esfínteres). El dentista siguió arengando, mientras yo hacía gárgaras y sonidos desagradables con mi saliva arremolinada en mi garganta, que tener esos dientes espectaculares sólo podía deberse a una excelente higiene dental y a unos dientes que naturalmente están hechos a prueba de todo (el lenguaje florido lo añadí yo, si se me permite la licencia literaria).
Lo de la excelente higiene dental no están ustedes para saberlo, ni yo planeo abundar en cosas tan íntimas como el cepillado de mis dientes, pero no es tan así. Mi primera limpíeza dental me la hice a los 27 años, cuando también me dijo el dentista que tenía unos dientes fuertes como un toro y sanos como un toro sano. El cepillo dental y yo tenemos una relación que tampoco ha sido tan larga como debiera, del hilo dental me hice amigo muy recientemente y el enjuague bucal lo desprecie durante muchos años. De todo lo anterior se desprende que la única causa de mi fortaleza dental no es profiláctica sino genética o, para decirlo más elocuentemente, tengo unos genes dentales de rechupete, dignos de envidia y admiración. Así como mis genes me predispusieron a tener la vista de un topo, el oído de una pared y las pantorillas de un gorrión, en materia de dientes llegué primero a la repartición genética y agarré los mejores.
Así, con estos pequeños detalles, con esas tal vez insignificantes menciones, voy construyendo día a día un autoestima que se supone me protegerá de complejos con nombres feos y afecciones mentales que tal vez ni tengan nombre, de la misma manera que mi fluorurado esmalte ha protegido mi dentadura todos, tooodos los años que he vivido.
Entonces, ya hemos convenido (yo e hipotéticos lectores que hipotéticamente estarán de acuerdo con lo convenido) que no hay que perder oportunidad para alimentar el autoestima. Por esta razón, haré especial énfasis en publicar que mi dentista me dijo la semana pasada que tengo unos dientes formidables. Quienes me conozcan personalmente sabrán que de ninguna manera pudo referirse a que sean blancos como perlas, o que tengan la forma perfecta de una sonrisa Colgate. El color y diversidad de formas de mis dientes no son, ni remotamente, incuestionables. Pero ahondó mi dentista, mientras me tenía con la boca forzadamente abierta, un gancho entre los dientes y las encías sangrando como un Cristo, que no tengo ni he tenido nunca una sola caries, ninguna reparación, ni nada parecido y que eso, a mi edad (aquí sonó un poco feo el argumento) era una verdadera excepción. Tener esa salud dental a los treinta años casi me asegura llegar a los sesenta con "todos los dientes en boca", lo cual no suena tan bonito pero considera el dentista que es lo mejor que a una persona de sesenta años puede pasarle (yo me inclinaría más por tener sanos la próstata y los esfínteres). El dentista siguió arengando, mientras yo hacía gárgaras y sonidos desagradables con mi saliva arremolinada en mi garganta, que tener esos dientes espectaculares sólo podía deberse a una excelente higiene dental y a unos dientes que naturalmente están hechos a prueba de todo (el lenguaje florido lo añadí yo, si se me permite la licencia literaria).
Lo de la excelente higiene dental no están ustedes para saberlo, ni yo planeo abundar en cosas tan íntimas como el cepillado de mis dientes, pero no es tan así. Mi primera limpíeza dental me la hice a los 27 años, cuando también me dijo el dentista que tenía unos dientes fuertes como un toro y sanos como un toro sano. El cepillo dental y yo tenemos una relación que tampoco ha sido tan larga como debiera, del hilo dental me hice amigo muy recientemente y el enjuague bucal lo desprecie durante muchos años. De todo lo anterior se desprende que la única causa de mi fortaleza dental no es profiláctica sino genética o, para decirlo más elocuentemente, tengo unos genes dentales de rechupete, dignos de envidia y admiración. Así como mis genes me predispusieron a tener la vista de un topo, el oído de una pared y las pantorillas de un gorrión, en materia de dientes llegué primero a la repartición genética y agarré los mejores.
Así, con estos pequeños detalles, con esas tal vez insignificantes menciones, voy construyendo día a día un autoestima que se supone me protegerá de complejos con nombres feos y afecciones mentales que tal vez ni tengan nombre, de la misma manera que mi fluorurado esmalte ha protegido mi dentadura todos, tooodos los años que he vivido.
jueves, noviembre 18, 2010
Cuando sueño que estoy despierto
A veces pienso que estoy soñando. Creo que a todos nos pasa o, al menos, muchas personas dicen que les pasa. También hay cuentos cortos, cuentos largos, libros enteros y películas consagrados a narrar cómo la línea entre la realidad y los sueños es sutil o, mejor dicho, confusa. Algunas enfermedades psiquiátricas incluso son el extremo de esa confusión. Yo a veces pienso que estoy soñando, pero luego luego me convenzo de que no. Cuando era chiquito lo que hacía era pellizcarme para cerciorarme de que no estaba dormido, de que si el pellizco dolía la realidad era ésa y punto. Era un truco que había aprendido por la televisión. Tenías dos opciones: pellizcarte o apretar fuerte los ojos y luego abrirlos como parpadeando. Así resolvían ese problema los niños que salían en la televisión. O si no todos, algunos que vi una vez y que se convirtieron en mis mentores en el tema. Claro, esos niños usaban esas poderosas técnicas cuando pasaban cosas absolutamente increíbles en sus vidas que los forzaban a cuestionarse si estaban soñando. Yo, en cambio, tuve una infancia en la que todo lo que pasaba era bastante creíble. Podías estar de acuerdo o no, gustarte o no, pero todo era digno de crédito para una mente común como la mía. Nunca me tocó viajar en el tiempo, o ver unicornios y mucho menos que me regalaran un auto convertible. Mis mascotas tampoco hablaron nunca... bueno, en realidad, ni siquiera tuve mascota.
Pero de niño seguido me pellizcaba para saber si estaba despierto, si lo que me estaba pasando (que eran cosas absolutamente normales, como ya expliqué) era una cuestión de realidad o resultado de las maquinaciones de mi subconciente (que de niño llamaba por su nombre, es decir, sueños). Terminó por llamarme la atención que siempre que me pellizqué estaba despierto. Era sospechoso, meditándolo con la cabeza fría, cómo era que nunca se me ocurría pellizcarme estando dormido para poder despertarme y comprobar que la técnica aprendida por televisión tenía un fundamento empírico o, simplemente, que funcionaba correctamente para despertar al dormido que se confundía con sus sueños.
Cuando crecí siguió presentándose, aunque en menos ocasiones, la molesta confusión ¿esto es un sueño?/es la realidad/es la vida misma/¿qué carajos es la vida misma?/¿quién soy?/tengo una crisis existencial. Pero los síntomas cambiaron un poco. Ahora cuando me pasa me viene un mareo que se desvanece rapidísimo. La propia confusión se desvanece rapidísimo. No me da pena confesar que sigo usando la técnica de aquellos niños de la televisión de apretar fuerte los ojos, luego abrirlos grandes y parpadear rápidamente. Los pellizcos los eliminé no tanto por su falta de eficacia cuanto porque no me gustan los moretones y, en general, el sufrimiento.
Llegó un momento en la vida en que me convencí de que todas esas patrañas de "la vida es sueño" (con las disculpas a Calderón de la Barca) o la versión más moderna de "la realidad es lo que está adentro de la Matrix", no era un asunto que me debía inquietar. No vaya nadie a creer que tengo razones de peso para sostener esa posición, si yo en algunos casos soy más afecto a los dogmas. Prácticamente me baso para decir que la vida es real en que sería de muy mal gusto enterarse de que después de todos estos años en los que uno se tomó a sí mismo tan en serio, todo era una cosa superflua, perteneciente a la mente o a la metafísica. Piénsenlo bien y se darán cuenta de que sería una broma muy pesada enterarse de que todos los días que nos hemos levantado temprano para ir a la escuela o el trabajo, eran inútiles. Si acaso fuera así, si fuéramos el sueño de alguien más o la creación de una computadora nefasta que estaba aburrida, mejor ni enterarnos. ¡Qué pereza!
Por eso cuando sueño que estoy despierto, mejor me vuelvo a dormir.
Pero de niño seguido me pellizcaba para saber si estaba despierto, si lo que me estaba pasando (que eran cosas absolutamente normales, como ya expliqué) era una cuestión de realidad o resultado de las maquinaciones de mi subconciente (que de niño llamaba por su nombre, es decir, sueños). Terminó por llamarme la atención que siempre que me pellizqué estaba despierto. Era sospechoso, meditándolo con la cabeza fría, cómo era que nunca se me ocurría pellizcarme estando dormido para poder despertarme y comprobar que la técnica aprendida por televisión tenía un fundamento empírico o, simplemente, que funcionaba correctamente para despertar al dormido que se confundía con sus sueños.
Cuando crecí siguió presentándose, aunque en menos ocasiones, la molesta confusión ¿esto es un sueño?/es la realidad/es la vida misma/¿qué carajos es la vida misma?/¿quién soy?/tengo una crisis existencial. Pero los síntomas cambiaron un poco. Ahora cuando me pasa me viene un mareo que se desvanece rapidísimo. La propia confusión se desvanece rapidísimo. No me da pena confesar que sigo usando la técnica de aquellos niños de la televisión de apretar fuerte los ojos, luego abrirlos grandes y parpadear rápidamente. Los pellizcos los eliminé no tanto por su falta de eficacia cuanto porque no me gustan los moretones y, en general, el sufrimiento.
Llegó un momento en la vida en que me convencí de que todas esas patrañas de "la vida es sueño" (con las disculpas a Calderón de la Barca) o la versión más moderna de "la realidad es lo que está adentro de la Matrix", no era un asunto que me debía inquietar. No vaya nadie a creer que tengo razones de peso para sostener esa posición, si yo en algunos casos soy más afecto a los dogmas. Prácticamente me baso para decir que la vida es real en que sería de muy mal gusto enterarse de que después de todos estos años en los que uno se tomó a sí mismo tan en serio, todo era una cosa superflua, perteneciente a la mente o a la metafísica. Piénsenlo bien y se darán cuenta de que sería una broma muy pesada enterarse de que todos los días que nos hemos levantado temprano para ir a la escuela o el trabajo, eran inútiles. Si acaso fuera así, si fuéramos el sueño de alguien más o la creación de una computadora nefasta que estaba aburrida, mejor ni enterarnos. ¡Qué pereza!
Por eso cuando sueño que estoy despierto, mejor me vuelvo a dormir.
miércoles, noviembre 03, 2010
Mi cacahuatero (round 3)
Ya sé que van a decir que no aprendo. Que si ya sé que las visitas a mi cacahuatero de confianza siempre toman rumbos insospechados, debería evitarlas. Pero no están tomando en consideración que no se puede vivir sin cacahuates estilo japonés y coca cola a la hora de redactar documentos. Tampoco se me puede reclamar que no vaya a alguna otra tiendita por mis cacahuates para evitar referencias ambiguas sobre mi peinado y lo no apropiado de éste para mis labores, o referencias muy claras sobre la palidez de mi piel. No, porque en ningún otro lugar he conocido otro cacahuatero más diligente para brindar el servicio que le requiero. Apenas ve que me voy acercando y rápidamente saca la coca cola del refrigerador junto con una bolsa de mis cacahuates favoritos (con un twist picosito que los hace muy interesantes). Ni siquiera he llegado al puesto cuando ya los tiene en la mano, listo para dármelos, y eso es algo que yo valoro mucho. Una aplicación radical de conocimientos de mercadotecnia: conoce a tu cliente, hazlo sentir especial. Ni siquiera me pregunta "¿lo de siempre?". No. Él sabe que voy por lo de siempre. Además, se ahorra ese tiempo de preguntas para hacer sus observaciones o comentarios del día.
Hoy empezó bien, me dijo que yo nunca iba a engordar (claro, conforme con su estilo, lo hizo después de cuestionarme porqué tomaba coca cola light en vez de la regular). También le pareció acertado hacer un chiste de "mexicanos". Inmediatamente supe que llevaba las de perder (yo, obviamente). Además, se disculpó anticipadamente "yo sé que usted es mexicano, pero...". El "pero" y unos puntos suspensivos me dejaron temblando. No entendí muy bien el chiste pero era algo como que un gringo (estadounidense) se puso unos cartones en la cabeza y dijo "¿parezco mexicano?". No sé, supongo que se referiría a las condiciones de indigencia en las que según algunos gringos vivimos todos los mexicanos. Este cacahuatero será un excelente comerciante, pero sensibilidad política o humana no tiene ni un ápice.
Pero, en su defensa, debo decir que es un tipo muy simpático. Continuando con lo políticamente incorrecto de su chiste, me comentó que él le quería mandar un correo electrónico a Barack Obama (mi cacahuatero no se amedrenta con nadie) y le iba a explicar que los nicaragüenses en Costa Rica, son como los mexicanos en Estados Unidos. Sólo que aquí era peor, porque Costa Rica era un país pobre. Yo a mi cacahuatero sólo lo escucho, ya aprendí a no interpelarlo. Tampoco le pido mayores explicaciones de sus observaciones. Me da miedo. Me dedico posteriormente a reflexionar en sus análisis, con la creencia (esperanza sería más adecuado) de que tal vez sea un Pessoa, un Wittgenstein, un Van Gogh, no sé bien qué, algún tipo que es un genio pero que decidió dedicarse a la venta de cacahuates y abandonar los reflectores que les corresponden a los incomprendidos genios que están muy adelantados a su tiempo.
No supe, ni quise saberlo, por qué motivos quería informar al presidente estadounidense de las condiciones migratorias de los nicaragüenses en Costa Rica. No sé si compararlos con los mexicanos en Estados Unidos sería de algún provecho. Pero he de decir que mi cacahuatero, como lo hace casi siempre, me dejó pensando.
Hoy empezó bien, me dijo que yo nunca iba a engordar (claro, conforme con su estilo, lo hizo después de cuestionarme porqué tomaba coca cola light en vez de la regular). También le pareció acertado hacer un chiste de "mexicanos". Inmediatamente supe que llevaba las de perder (yo, obviamente). Además, se disculpó anticipadamente "yo sé que usted es mexicano, pero...". El "pero" y unos puntos suspensivos me dejaron temblando. No entendí muy bien el chiste pero era algo como que un gringo (estadounidense) se puso unos cartones en la cabeza y dijo "¿parezco mexicano?". No sé, supongo que se referiría a las condiciones de indigencia en las que según algunos gringos vivimos todos los mexicanos. Este cacahuatero será un excelente comerciante, pero sensibilidad política o humana no tiene ni un ápice.
Pero, en su defensa, debo decir que es un tipo muy simpático. Continuando con lo políticamente incorrecto de su chiste, me comentó que él le quería mandar un correo electrónico a Barack Obama (mi cacahuatero no se amedrenta con nadie) y le iba a explicar que los nicaragüenses en Costa Rica, son como los mexicanos en Estados Unidos. Sólo que aquí era peor, porque Costa Rica era un país pobre. Yo a mi cacahuatero sólo lo escucho, ya aprendí a no interpelarlo. Tampoco le pido mayores explicaciones de sus observaciones. Me da miedo. Me dedico posteriormente a reflexionar en sus análisis, con la creencia (esperanza sería más adecuado) de que tal vez sea un Pessoa, un Wittgenstein, un Van Gogh, no sé bien qué, algún tipo que es un genio pero que decidió dedicarse a la venta de cacahuates y abandonar los reflectores que les corresponden a los incomprendidos genios que están muy adelantados a su tiempo.
No supe, ni quise saberlo, por qué motivos quería informar al presidente estadounidense de las condiciones migratorias de los nicaragüenses en Costa Rica. No sé si compararlos con los mexicanos en Estados Unidos sería de algún provecho. Pero he de decir que mi cacahuatero, como lo hace casi siempre, me dejó pensando.
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