Hoy es 24 de junio y eso lo convierte en el día de San Juan, el solsticio de verano en el hemisferio norte. Una fiesta muy popular en el mundo católico y celebrada de distintas maneras en algunos países y regiones. Queda exactamente en las antípodas calendáricas de la navidad. Si ésta es fría, San Juan es caluroso. Si ésta es la noche más larga del año (o casi), la fiesta de San Juan es el día más extenso del calendario (o casi). Pero yo no me ocupo tanto de estas cosas cuanto de mis propios recuerdos. ¿Cómo era vivir en Huásabas si el día de San Juan se celebraba andando todo el día a caballo por las calles del pueblo y los callejones circunvecinos? Porque no están todos para saberlo, pero en el pueblo así se celebraba el día de San Juan, tan ardiente, tan caluroso y con promesas tan exiguas de que se vinieran las lluvias. No me queda muy claro que el pobre de San Juan Bautista, decapitado el pobre al final de sus días, haya andado a caballo para celebrar su nacimiento. La pura verdad, no creo que lo haya hecho, pero "haiga sido como haiga sido" los huasabeños celebraban a San Juan paseando a caballo.
Para ser sincero, no me queda claro que la tradición aún subsista. Es un horror el que me causa hablar de tradiciones que tal vez desaparecieron, me hace sentir que un torrente de años ha caído de repente sobre mí y que ya estoy tan viejo como para considerarme depositario de la tradición. El caso es que no sé si todavía los muchachos se paseen a caballo en este día, sobre todo teniendo en cuenta eventos internacionales de gran envergadura como el calentamiento global o la pérdida de las tradiciones, pero prometo averiguarlo pronto. Lo que me hace dudarlo es que las calles de Huásabas fueron pavimentadas por allá en mi niñez (otro torrente de años se acaba de cernir sobre mí) con concreto hidráulico y resultó que los cascos de los caballos, o sus herraduras, no se llevaron bien con él. Mi hermano menor, justo al inicio de su descomunal crecimiento, tuvo la mala fortuna de ser víctima de la desazón entre el concreto y los equinos. Se resbaló este último y le cayó encima a Cristóbal, llevándose consigo un fémur fracturado. No tengo cuenta precisa de si era un día de San Juan o simplemente un domingo cualquiera en el que le dio por pasear, porque sí recuerdo perfectamente que no andaba montando, de ninguna manera, por razones laborales.
Yo, por mi parte, aburguesado y falazmente urbano, sólo cumplí con la tradición una vez en mi vida. Por más que haya salido de lo más granado de la familia ganadera sonorense, mi trato con los caballos (con los animales en general) fue distante, digamos que una relación de mutuo respeto, pero como de lejitos. Recuerdo perfectamente que la Florecita del Junior fue la que me acompañó en la intrépida aventura, accidentada en algunos momentos como cuando el caballo (o yegua) se empecinó en no avanzar y agachar su largo cuello para degustar los verdes pastos que crecían en una milpa contigua al pueblo. Dicen que el hambre es canija y debe de serlo, sin lugar a dudas, porque al animal aquel no había quien lo moviera, por más que intenté métodos aprendidos por la tradición oral. Le pegaba con los talones en la parte donde debe golpearse al animal y no se movía. Le hacía un sonido que no puedo reproducir fielmente por escrito, pero que era algo así como tt tt tt tt tt tt o nq nq nq nq nq - bueno, algo así - y no se movía. A uno como hombrecito la verdad es que esas cosas terminan por darle vergüenza, que una bestia no lo obedezca frente a una dama demerita cualquier prestigio que uno trate de hacerse. Y lo realmente molesto no era que el caballo no avanzara, sino que al estar comiendo pasto, su hocico por tierra hacía que el cuello formara una pendiente descendente muy pronunciada. El caballo traía su montura (silla) y demás aditamentos, pero la pendiente descendente terminó por ponerme nervioso de caer y, en el trayecto de la caída, ocasionarle al caballo una fractura de vértebras cervicales que podría ser fatal (sin contar la merma al patrimonio de la familia o la burla de los amigos de la escuela al día siguiente).
No me caí, eso lo recuerdo bien, y en algún momento el caballo decidió moverse y nos dirigimos rumbo a casa para terminar con toda posibilidad de escarnio en un día de San Juan. Qué hicimos después no lo recuerdo, pero seguramente fue algo más tranquilo como sentarnos a la sombra de algún porche y ver pasar a los jinetes sudorosos bajo aquel ardiente sol del inicio del verano, que es tan inclemente como el de mediados el verano o el de finales del verano.
Otra posibilidad era dormir una buena siesta, costumbre que nunca pude adquirir durante mi infancia. Lo más prudente era, sin duda, estar en algún lugar con buena sombra y esperar a que el sol empezara a caer (esto es claramente sólo una manera de decirlo, que no respeta los más avanzados conocimientos astronómicos pero es una buena alegoría). El problema era que en Huásabas había la creencia de que el día de San Juan tenía que empezar a llover, la cual cada año era más difícil de sostener. Las lluvias de verano, llamadas aguas, caían por la tarde cuando menguaban las temperaturas y venían en formas muy tormentosas. Provocaban muchísimo viento, lo cual en Sonora quiere decir muchísimo polvo y si se llegaban a presentar lo hacían con un chubasco que te remojaba antes de darte tiempo de encontrar un refugio, lo cual a caballo es aún más difícil. Además, un ventarrón es insostenible para alguien que monte con sombrero, porque solo eso ya te ocupa la totalidad de una mano para detenerlo sobre la cabeza y es un espanto andar correteando un sombrero por la calle cuando hay ventarrones, son muy ligeros y terminan muy dañados.
Pasaron todos los días de San Juan que viví en Huásabas y nunca me tocó ver una gota de agua cayendo del cielo. Al final del día los mayores decían "bueno, seguramente lloverá entonces para el día de San Pedro y San Pablo (29 de junio)". Pero tampoco llovía, a pesar de que yo lo esperaba con muchas ansías, porque siempre me ha gustado la certidumbre y no estaba mal que pudiéramos contar con la sagrada lluvia en fechas definidas y poder planear mejor las actividades de mi vida en Huásabas.
jueves, junio 24, 2010
martes, junio 22, 2010
El cuento del hombre aquel
Esta es la historia de un hombre casado con una mujer muy gorda. Es claro que hay muchas mujeres muy gordas. Y también es claro que cuando esas mujeres están casadas, sus esposos son siempre hombres casados con una mujer muy gorda. Pero el hombre del que hoy les voy a contar era una cosa especial. No diré que era feo ni que era atractivo, más bien era un hombre como son la mayoría, ni muy feos ni muy atractivos. Normal, podría decirse, etiqueta que no creo que le molestara para nada. En efecto, lo único que empezó a rescatarlo del oprobio de la mediocridad de ser normal fue haberse decidido por una mujer tan gorda, habiendo tantas mujeres normales así sin más, ni muy feas ni muy atractivas. Hay que aclarar, en un esfuerzo por no perder la capacidad analítica, que la gordura y la hermosura (o su defecto) no son la misma cosa, aunque antaño se creyera que la mitad de la última se lograba con tener la primera. Esa noción antigua, sin embargo, ya no es consistente con la nueva modernidad, en la que el colesterol ha perdido su prestigio. La gorda mujer del hombre de este cuento no era ni mitad hermosa, ni tampoco horripilante. Sólo era muy gorda y el problema es que la abundancia de sus cachetes hacía muy difícil emitir juicios de valor sobre su belleza. No hay que olvidar que cualquier narrador que intente ser bueno no debe andar expresando sus opiniones por escrito si no las ha verificado, ya sea mediante sus sentidos, por pruebas circunstanciales o, cuando no queda otro recurso, por su imaginación. Entonces, yo no puedo pronunciarme sobre la belleza de esta mujer porque, insisto, sus cachetes no me permitieron conocer ese detalle. Lo que sí puedo decir de ella es que no era rica. Es un poco delicado que tenga que hacer la aclaración, pero no dejo de notar que no está bien visto en los valores colectivos tradicionales que un hombre se case con una mujer muy gorda únicamente por los beneficios que le reportaría su fortuna. Nuestro hombre, cuyo nombre no mencionaré -o trataré de no mencionar- por razones de discreción y para evitar demandas sobre derechos de autor y esas cosas, no pudo haberse casado por dinero, por la simple razón de que su mujer no lo tenía. Tal vez lo haya hecho porque la mujer en cuestión tuviera algún encanto especial que escapara a los ojos de los demás y que él, con la hipersensibilidad que tienen algunas personas, hubiera podido detectar. Pero esto nunca lo sabremos porque el hombre se llevó este dato a la tumba. Con esto queda claro que el hombre de este cuento ya murió, pero todavía no conocemos el porqué de su muerte. Si la mujer ha muerto tampoco lo sabemos, pero podemos suponer que por su obesidad tenía menos probabilidades de llegar a vieja. A muy vieja, por lo menos, que esa palabra es relativa.
La historia del hombre aquel no diré que era muy triste. No lo era. Ni diré que fue muy feliz. No lo fue. La tristeza y la alegría son más bien lujos que uno se da por momentos, pero una historia completa no se los puede dar. A menos que se haya realizado en los estudios Disney. Y últimamente ni tanto. El hombre sabía, siempre lo supo, que le faltaba algo. Aun en las piñatas infantiles en las que regalaban dulces, golosinas, pasteles y refrescos gaseosos lo sabía. Aun cuando le estaba dando con el palo a la piñata lo sabía. Incluso cuando la piñata no estaba hecha con esas odiosas ollas de barro que hacían cimbrar sus articulaciones cartilaginosas lo sabía. Algo le faltaba y no era la bolsita de dulces que regalaban al final. Algo le faltaba y no eran los dulces realmente buenos de los que las bolsitas de dulces estaban siempre privadas y que eran sustituidos por unos desagradables cacahuates polvorientos. Cuando llegó a la adolescencia siguió estando seguro de que algo le faltaba. Llegaron los tiempos de las cursis cartitas de enamorados y los fallidos intentos por hacer poesías, pero él sabía que no era eso lo que faltaba. Ni siquiera cuando descubrió los excelsos goces del placer egoísta que uno descubre por esas edades sintió que hubiera encontrado lo que le faltaba.
Los que lean esto seguramente estarán pensando a estas alturas que lo que le faltaba era una mujer muy gorda. Es obvio que no. Las cosas no vienen así de fácil en la vida. Y tampoco tienen por qué ser fáciles de obtener en los cuentos sólo por ser éstos un asunto ficticio. Lo que le faltaba a este no tan dichoso hombre no lo sabremos tampoco, no porque se lo haya llevado a la tumba, sino porque nunca lo encontró, de manera tal que él mismo jamás se enteró de qué era. Otros no se tocarán el corazón y van a pensar que era un malagradecido que no valoraba que, dentro de su normalidad, nunca le faltó nada. Tenía una familia que si bien no es que lo quisieran o cuidaran como oro molido, no lo golpeaban ni lo vejaban. Tampoco le faltó ningún bien material, por lo menos en el más estricto sentido de lo material. Comió, bebió, estuvo vestido y gozó de buena salud hasta el momento en que se murió, bueno, en el momento en que se murió su salud no fue tan buena como para mantenerlo vivo, pero tampoco tuvo que soportar ninguna agonía o incomodidad. Es más, tuvo la oportunidad de educarse aunque fuera en escuela pública. Por aquel tiempo las escuelas públicas no eran malas. Eran lo que había. Los que juzguen a este buen hombre de malagradecido por andar echando en falta algo, a pesar de tener todo lo básico, se equivocan. A mi juicio se equivocan.
Habiendo pasado todos los años que hacen falta para llegar a considerarse un adulto, se dio cuenta de que aquello no tenía remedio y que no se le iba a ir lo que le restaba de vida, buscando algo que ni siquiera sabía qué era. El método de prueba y error no había funcionado. Decidió entonces que había llegado la hora de hacerse hombre y de casarse. Los chalecos de rombos a su edad estaban empezando a generar rumores sobre él que no le gustaban. Llegó a la conclusión, y tal vez lo hizo bien, de que si tenía que casarse sin estar muy enamorado de alguien en particular, que la opción de mujer muy gorda era la que más convenía a sus intereses. Pero, sobre todo, la que más contribuía a mejorar el óptimo social, ese extraño concepto ambiguo (como todos los conceptos, me parece a mí) que había escuchado en sus clases de economía de la universidad.
Un sábado 17 de junio, que es un día bastante normal, salió a un bar y ya muy entrada la noche, cuando las copas han logrado hacer muy prescindibles esas sutiles categorías de la belleza, se dijo a sí mismo "ha llegado la hora". Era un bar grande y opciones había muchas. Él siempre había tenido una especie de fobia a tomar decisiones, porque la verdad es que consumen mucho tiempo y siempre te dejan con la incomodidad de saber si habrás hecho lo correcto. Por esta razón nada trivial optó por articular un criterio sencillo para escoger a la doncella (por así decirlo) con quien iba a casarse y se dijo a sí mismo "pues me llevo a la más gorda". No sé si ya lo había dicho, pero es que su mujer no es que fuera gordita, o un poco bofa, o gordis. Su mujer es que era un pedazo de mujer incalculable. Una masa abundantísima. Sus cachetes, como ya lo expliqué, ocultaban su posible hermosura, pero el resto de su humanidad ocultaba la posibilidad de calcular su peso (sin usar báscula, claro, la cual este narrador no iba a intentar usar, con lo políticamente incorrecto que eso hubiera resultado).
- Hola, le dijo. Ella le repondió también con un saludo coloquial, tal vez "hola". Seis meses después ya se estaba escuchando la marcha nupcial y aquella mujer tan gorda se contoneaba rumbo al altar, en un enfundado (no podía ser de otra manera) vestido blanco que hizo que el precio internacional de los textiles subiera muy ligeramente. Él con un frac rentado para la ocasión la esperaba al final del pasillo. Cuando vio aquella inmensidad de tela blanca, él supo definitivamente que tampoco era eso lo que le hacía falta, pero de cualquier manera no estaba esperando encontrarlo en ese momento. La fiesta de bodas estuvo bien, como era de esperarse los novios no se divirtieron mucho, la novia sudó bastante y se le aperló el bigote, las tías dijeron que la comida no era muy buena y los amigos del novio se emborracharon y al final de la noche traían las camisas desfajadas de la parte de atrás, pero fajadas por la parte del frente.
Los hijos no llegaron nunca, lo cual por una parte evitó la tristeza que se supone se siente cuando se van, pero los esfuerzos por tenerlos sí que consumieron mucho tiempo para el hombre y su gorda mujer. Algo había de satisfacción, sin embargo, porque lo intentaron en repetidas ocasiones. Uno de sus amigos, a quien dejó de frecuentar después de su matrimonio (las esposas no se llevaban), adelantó la conclusión de que el hombre había muerto en parte como causa de esos intentos porque, decía, no hay corazón que aguante. Me parece que el comentario era un tanto malintencionado e influido por la flacucha esposa de dicho amigo que, como ya lo he explicado, no quería bien a la gorda.
Todas las tardes, hasta que llegó el final de sus días - que desafortunadamente no tardó tanto en llegar -, el hombre miraba a la mujer muy gorda con la que se había casado y era curioso que en ocasiones se sentía bastante satisfecho con la decisión (pensando en el óptimo social, claro está) y otras veces pensaba que tal vez debió haberlo intentado con alguna solterona veinte años mayor (lo cual había cruzado por su cabeza, pero que evitó por ser alérgico al pelo de gato). Estaba convencido de que lo que le faltaba no lo había encontrado aún y de que si alguien alguna vez contaba su historia tenía la obligación moral de no decir su nombre. "Me choca el típico narrador omnipresente" - pensaba - "que no se le vaya ocurrir delatar mi nombre". Y en esos últimos días que tiene el final de los días de cualquier hombre, deseó con muchas ganas haber podido vivir también en otros mundos, para ver si por ahí se encontraba con eso que le hacía falta.
La historia del hombre aquel no diré que era muy triste. No lo era. Ni diré que fue muy feliz. No lo fue. La tristeza y la alegría son más bien lujos que uno se da por momentos, pero una historia completa no se los puede dar. A menos que se haya realizado en los estudios Disney. Y últimamente ni tanto. El hombre sabía, siempre lo supo, que le faltaba algo. Aun en las piñatas infantiles en las que regalaban dulces, golosinas, pasteles y refrescos gaseosos lo sabía. Aun cuando le estaba dando con el palo a la piñata lo sabía. Incluso cuando la piñata no estaba hecha con esas odiosas ollas de barro que hacían cimbrar sus articulaciones cartilaginosas lo sabía. Algo le faltaba y no era la bolsita de dulces que regalaban al final. Algo le faltaba y no eran los dulces realmente buenos de los que las bolsitas de dulces estaban siempre privadas y que eran sustituidos por unos desagradables cacahuates polvorientos. Cuando llegó a la adolescencia siguió estando seguro de que algo le faltaba. Llegaron los tiempos de las cursis cartitas de enamorados y los fallidos intentos por hacer poesías, pero él sabía que no era eso lo que faltaba. Ni siquiera cuando descubrió los excelsos goces del placer egoísta que uno descubre por esas edades sintió que hubiera encontrado lo que le faltaba.
Los que lean esto seguramente estarán pensando a estas alturas que lo que le faltaba era una mujer muy gorda. Es obvio que no. Las cosas no vienen así de fácil en la vida. Y tampoco tienen por qué ser fáciles de obtener en los cuentos sólo por ser éstos un asunto ficticio. Lo que le faltaba a este no tan dichoso hombre no lo sabremos tampoco, no porque se lo haya llevado a la tumba, sino porque nunca lo encontró, de manera tal que él mismo jamás se enteró de qué era. Otros no se tocarán el corazón y van a pensar que era un malagradecido que no valoraba que, dentro de su normalidad, nunca le faltó nada. Tenía una familia que si bien no es que lo quisieran o cuidaran como oro molido, no lo golpeaban ni lo vejaban. Tampoco le faltó ningún bien material, por lo menos en el más estricto sentido de lo material. Comió, bebió, estuvo vestido y gozó de buena salud hasta el momento en que se murió, bueno, en el momento en que se murió su salud no fue tan buena como para mantenerlo vivo, pero tampoco tuvo que soportar ninguna agonía o incomodidad. Es más, tuvo la oportunidad de educarse aunque fuera en escuela pública. Por aquel tiempo las escuelas públicas no eran malas. Eran lo que había. Los que juzguen a este buen hombre de malagradecido por andar echando en falta algo, a pesar de tener todo lo básico, se equivocan. A mi juicio se equivocan.
Habiendo pasado todos los años que hacen falta para llegar a considerarse un adulto, se dio cuenta de que aquello no tenía remedio y que no se le iba a ir lo que le restaba de vida, buscando algo que ni siquiera sabía qué era. El método de prueba y error no había funcionado. Decidió entonces que había llegado la hora de hacerse hombre y de casarse. Los chalecos de rombos a su edad estaban empezando a generar rumores sobre él que no le gustaban. Llegó a la conclusión, y tal vez lo hizo bien, de que si tenía que casarse sin estar muy enamorado de alguien en particular, que la opción de mujer muy gorda era la que más convenía a sus intereses. Pero, sobre todo, la que más contribuía a mejorar el óptimo social, ese extraño concepto ambiguo (como todos los conceptos, me parece a mí) que había escuchado en sus clases de economía de la universidad.
Un sábado 17 de junio, que es un día bastante normal, salió a un bar y ya muy entrada la noche, cuando las copas han logrado hacer muy prescindibles esas sutiles categorías de la belleza, se dijo a sí mismo "ha llegado la hora". Era un bar grande y opciones había muchas. Él siempre había tenido una especie de fobia a tomar decisiones, porque la verdad es que consumen mucho tiempo y siempre te dejan con la incomodidad de saber si habrás hecho lo correcto. Por esta razón nada trivial optó por articular un criterio sencillo para escoger a la doncella (por así decirlo) con quien iba a casarse y se dijo a sí mismo "pues me llevo a la más gorda". No sé si ya lo había dicho, pero es que su mujer no es que fuera gordita, o un poco bofa, o gordis. Su mujer es que era un pedazo de mujer incalculable. Una masa abundantísima. Sus cachetes, como ya lo expliqué, ocultaban su posible hermosura, pero el resto de su humanidad ocultaba la posibilidad de calcular su peso (sin usar báscula, claro, la cual este narrador no iba a intentar usar, con lo políticamente incorrecto que eso hubiera resultado).
- Hola, le dijo. Ella le repondió también con un saludo coloquial, tal vez "hola". Seis meses después ya se estaba escuchando la marcha nupcial y aquella mujer tan gorda se contoneaba rumbo al altar, en un enfundado (no podía ser de otra manera) vestido blanco que hizo que el precio internacional de los textiles subiera muy ligeramente. Él con un frac rentado para la ocasión la esperaba al final del pasillo. Cuando vio aquella inmensidad de tela blanca, él supo definitivamente que tampoco era eso lo que le hacía falta, pero de cualquier manera no estaba esperando encontrarlo en ese momento. La fiesta de bodas estuvo bien, como era de esperarse los novios no se divirtieron mucho, la novia sudó bastante y se le aperló el bigote, las tías dijeron que la comida no era muy buena y los amigos del novio se emborracharon y al final de la noche traían las camisas desfajadas de la parte de atrás, pero fajadas por la parte del frente.
Los hijos no llegaron nunca, lo cual por una parte evitó la tristeza que se supone se siente cuando se van, pero los esfuerzos por tenerlos sí que consumieron mucho tiempo para el hombre y su gorda mujer. Algo había de satisfacción, sin embargo, porque lo intentaron en repetidas ocasiones. Uno de sus amigos, a quien dejó de frecuentar después de su matrimonio (las esposas no se llevaban), adelantó la conclusión de que el hombre había muerto en parte como causa de esos intentos porque, decía, no hay corazón que aguante. Me parece que el comentario era un tanto malintencionado e influido por la flacucha esposa de dicho amigo que, como ya lo he explicado, no quería bien a la gorda.
Todas las tardes, hasta que llegó el final de sus días - que desafortunadamente no tardó tanto en llegar -, el hombre miraba a la mujer muy gorda con la que se había casado y era curioso que en ocasiones se sentía bastante satisfecho con la decisión (pensando en el óptimo social, claro está) y otras veces pensaba que tal vez debió haberlo intentado con alguna solterona veinte años mayor (lo cual había cruzado por su cabeza, pero que evitó por ser alérgico al pelo de gato). Estaba convencido de que lo que le faltaba no lo había encontrado aún y de que si alguien alguna vez contaba su historia tenía la obligación moral de no decir su nombre. "Me choca el típico narrador omnipresente" - pensaba - "que no se le vaya ocurrir delatar mi nombre". Y en esos últimos días que tiene el final de los días de cualquier hombre, deseó con muchas ganas haber podido vivir también en otros mundos, para ver si por ahí se encontraba con eso que le hacía falta.
martes, junio 15, 2010
Las malaventuranzas de un flaco
La semana pasada tuve la peregrina ocurrencia de inscribirme en el gimnasio. En realidad, al gimnasio me he inscrito muchas veces, he ido otras tantas y he faltado la gran mayoría. Yo quisiera ser una persona disciplinada, comer raciones adecuadas de proteínas y limitadas de carbohidratos, pero no haber vivido nunca de mi cuerpo me ha convertido en un ser negligente y sólo tengo manifestaciones muy intermitentes de rigor atlético. La idea realmente peregrina fue acceder a asistir a una cita en la que me harían un examen personalizado de mis capacidades gimnásticas y la manga del muerto. [NOTA: no tengo caraja idea de qué sea la manga del muerto, pero se me había acabado el soplo inspirador de las descripciones y no sabía cómo acabar la oración.] Me dieron la cita para que atendieran a mi persona personalizadamente y listo. Acudí puntual, lo cual todavía me cuesta algo de esfuerzo porque no conozco bien las rutas. Empezaron las mediciones. La balanza fue muy poco generosa con mi peso que estuvo un kilo debajo de lo que considero mi promedio. La estatura seguía igual, lo cual es siempre un alivio porque empezar a encogerse no habla muy bien de uno. El tipo me dice párese allá en frente y me observa con un detenimiento que no hace sino incomodarme. Derechito. Ponga sus pies a la altura de sus hombros. Caray - pensé - ahora viene el kamasutra. - ¿Cómo? - Sí, que abra sus pies alinéandolos con la posición de sus hombros. Ah, bueno, eso suena más decente. - Usted tiene $&%#. Masculló una palabra de ésas que suenan a Vademécum y que no entendí ni pude descrifrar etimológicamente. - Que sus rodillas apuntan hacia afuera. ¡Jolines! ¿Eso es grave? - No, es genético. Ah,vaya, si es genético no debe de ser nada grave, según la lógica retorcida de este tipo. - ¿Y qué puedo hacer para corregirlo? - Nada, usted tiene la rodillas apuntando para fuera, no hay nada que hacer, pero ya le digo, no es grave.
Tengo 29 años viviendo con unas rodillas deformes que apuntan una para Chihuahua y la otra para El Paso, Texas, y nunca me había percatado. Me queda claro que mis padres tampoco lo hicieron en su momento y - gracias al cielo - nunca anduve con mangueras de Forrest Gump bailando el pasito de Elvis. Pero ahora, 29 años después, me veo las rodillas y me parecen mounstrosas. Absolutamente salidas de sus casillas. Es impresionante el poder de la sugestión que tienen los términos médicos en mí (aunque no pueda recordar su nombre). Ahora cada vez que hago una sentadilla volteo a ver de reojo a mis rodillas y las encuentro insufriblemente divorciadas la una de la otra. Como si no se dirigieran la palabra, como si estuvieran celosas y hubieran renunciado a trabajar en equipo. Claro, tengo para mí que por ser un problema genético no es grave, según el instructor del gimnasio, a quien no le creo más de dos o tres palabras juntas.
Pero eso no fue todo. Cuando me hubo medido casi todo lo que se puede medir en la anatomía humana (aquí agradecería que evitáramos malas interpretaciones de naturaleza pícara que no vienen a lugar), me dijo "sostenga usted este aparato" (vuelvo a hacer la misma petición). Se trataba de un adminículo que había que tomarse con las dos manos y mantenerlo con los brazos extendidos a la altura de la barbilla. Se supone, se supone, que mide el porcentaje de grasa corporal. A mí no me pareció más que alquimia de la más vil con algunos microchips para dar la impresión de modernidad. Me marca error - me dijo el tipo - probemos otra vez. Misma historia. Me parece, diagnosticó el consumado atleta, que usted tiene niveles de grasa por debajo de lo normal. Ah qué caray, le dije yo, ahora resulta. Pues es que este aparato es muy preciso y a usted no le ha detectado la grasa. Yo, con las rodillas separadas y apuntando cada una para un lado diferente, pensé "¡mecacho! Kate Moss estaría dando brincos de contenta con la noticia". Bueno, ¿y qué puedo hacer? - Hay que subir de peso, sentenció el interpelado. ¡Menuda receta! Tengo desde la aciaga pubertad tratando de subir de peso y ya pasaron tres lustros sin conseguirlo. Pero es que no puedo. Lo mío, lo mío, es la espiritifláutica delgadez de hoja siempre verde. - Tal vez, entonces, tenga que ver a un nutricionista. - ¿A un nutricionista? Como para qué, para que me mande a comer tres latas de atún, dos huevos cocidos, un gramaje excesivo de espinacas y germen de trigo y, además, además, me prohiba tomar coca-cola. No, yo paso.
Siempre es la misma historia con estos exámenes, diagnósticos, checkups o lo que sea. No saben decir que está todo bien. Deberían tomar en consideración que uno es medio hipocondriaco y que, además, es paradójicamente adverso a las farmacéuticas. No, pero nada de eso les importa. Siempre te han de dejar con el mal sabor de boca por sus juicios de valor negativos aunque sea por la alineación de tus rodillas. Yo he tomado la decisión zen de no hacerles caso. Seguiré feliz con mis distorsionadas articulaciones y lo único que haré es comer más postres hasta ponerme cachetón como Rossie O'Donnell.
Tengo 29 años viviendo con unas rodillas deformes que apuntan una para Chihuahua y la otra para El Paso, Texas, y nunca me había percatado. Me queda claro que mis padres tampoco lo hicieron en su momento y - gracias al cielo - nunca anduve con mangueras de Forrest Gump bailando el pasito de Elvis. Pero ahora, 29 años después, me veo las rodillas y me parecen mounstrosas. Absolutamente salidas de sus casillas. Es impresionante el poder de la sugestión que tienen los términos médicos en mí (aunque no pueda recordar su nombre). Ahora cada vez que hago una sentadilla volteo a ver de reojo a mis rodillas y las encuentro insufriblemente divorciadas la una de la otra. Como si no se dirigieran la palabra, como si estuvieran celosas y hubieran renunciado a trabajar en equipo. Claro, tengo para mí que por ser un problema genético no es grave, según el instructor del gimnasio, a quien no le creo más de dos o tres palabras juntas.
Pero eso no fue todo. Cuando me hubo medido casi todo lo que se puede medir en la anatomía humana (aquí agradecería que evitáramos malas interpretaciones de naturaleza pícara que no vienen a lugar), me dijo "sostenga usted este aparato" (vuelvo a hacer la misma petición). Se trataba de un adminículo que había que tomarse con las dos manos y mantenerlo con los brazos extendidos a la altura de la barbilla. Se supone, se supone, que mide el porcentaje de grasa corporal. A mí no me pareció más que alquimia de la más vil con algunos microchips para dar la impresión de modernidad. Me marca error - me dijo el tipo - probemos otra vez. Misma historia. Me parece, diagnosticó el consumado atleta, que usted tiene niveles de grasa por debajo de lo normal. Ah qué caray, le dije yo, ahora resulta. Pues es que este aparato es muy preciso y a usted no le ha detectado la grasa. Yo, con las rodillas separadas y apuntando cada una para un lado diferente, pensé "¡mecacho! Kate Moss estaría dando brincos de contenta con la noticia". Bueno, ¿y qué puedo hacer? - Hay que subir de peso, sentenció el interpelado. ¡Menuda receta! Tengo desde la aciaga pubertad tratando de subir de peso y ya pasaron tres lustros sin conseguirlo. Pero es que no puedo. Lo mío, lo mío, es la espiritifláutica delgadez de hoja siempre verde. - Tal vez, entonces, tenga que ver a un nutricionista. - ¿A un nutricionista? Como para qué, para que me mande a comer tres latas de atún, dos huevos cocidos, un gramaje excesivo de espinacas y germen de trigo y, además, además, me prohiba tomar coca-cola. No, yo paso.
Siempre es la misma historia con estos exámenes, diagnósticos, checkups o lo que sea. No saben decir que está todo bien. Deberían tomar en consideración que uno es medio hipocondriaco y que, además, es paradójicamente adverso a las farmacéuticas. No, pero nada de eso les importa. Siempre te han de dejar con el mal sabor de boca por sus juicios de valor negativos aunque sea por la alineación de tus rodillas. Yo he tomado la decisión zen de no hacerles caso. Seguiré feliz con mis distorsionadas articulaciones y lo único que haré es comer más postres hasta ponerme cachetón como Rossie O'Donnell.
lunes, junio 07, 2010
Una experiencia profunda (si se vale la expresión)
Cataratas de Iguazú. Ese punto casi mágico del orbe que ya vivía en mi imaginación a través de la película The Mission, en la que Robert De Niro interpretaba a un jesuita del siglo XVI consagrado a defender la idea, obvia pero cuestionada por preclaros intereses, de que los indígenas americanos tenían alma. Hace ya un par de años que fui, que crucé esa línea imaginaria del Ecuador que me intriga porque no la creo imaginaria sino real. A Iguazú fui yo solo. Solamente yo. Me interné en ese trópico húmedo sin más compañía que mis pensamientos. Estaba convencido de que mis habilidades sociales me integrarían a algún grupo de viajeros europeos viviendo su aventura latinoamericana con ese desdén involuntario que les provoca el mundo a los que desde siempre tuvieron sus necesidades materiales cubiertas. La civilización y el progreso, al fin de cuentas, también tienen daños colaterales: dejan a sus integrantes desprovistos de la curiosidad genuina. De cualquier manera, los provee con dólares o euros y, más importante, con una guía de viajeros de Lonely Planet o conexas.
Las cataratas de Iguazú se encuentran, como las del Niágara, en una frontera. No de dos sino de tres países: Argentina, Brasil y Paraguay. No pienso dedicar mucho tiempo a expresar mi insatisfacción con el poco buen gusto de los argentinos al llamar a los saltos de agua con nombres de próceres nacionales, en vez de estar a la altura de las circunstancias y bautizarlas con un poco más de poesía, con más respeto a la humanidad como un todo, con más amor por los prodigios de la naturaleza. Por qué no ensayar con, digamos, velo de novia, canto del ruiseñor, faldas de doncella, vuelo de golondrina, qué sé yo. Su intento más cercano fue apodar el salto de agua más impresionante que tal vez exista "la garganta del diablo". Patético. El miedo de estar ante esa inmensidad natural no debe ser suficiente motivo para dejarse convencer por el terror de sentirse tan pequeño, para considerar malévolo o diabólico un punto que es lo más cerca de lo divino que se puede estar sobre la tierra. El impresionante ímpetu destructor de esa cascada que parece infinita, que todo lo convierte en un blanco ensordecedor en donde el agua cae para abajo y luego cae para arriba suspendiéndose para llenar el abismo, no es la garganta del diablo, sino de Dios. Es su boca omnisciente, su mano omnipotente, su cuerpo mismo omnipresente.
El lugar me absorbió con el inequívoco poder de la magnificencia. Contemplar las caídas casi espasmódicas del agua que a borbotones incalculables se desbordaba por los resquicios más improbables, la lucha tenaz de los árboles que aferrados a las paredes de unas rocas insolentes desafiaban con su vida a la vida misma y el frágil vuelo de mariposas blancas que parecían ser el elemento indispensable para equilibrar la convivencia de tanta fuerza, para evitar que el lugar explotara atrozmente sin dejar rastro de su sublime existencia. Abandoné mis escaramuzas conceptuales y rendí mis triquiñuelas pseudoanalíticas para entregarme a la deriva de mi asombro. Estupefacto por la contemplación, me sentí solitario al lado de cientos de turistas con cámaras digitales. No caminaba sino que deambulaba, porque caminar implica tener conciencia de sus propios pasos y yo no sabía si me movía mediando la voluntad o era arrastrado por las corrientes de un lado a otro, del principio al fin y luego de regreso.
En Iguazú no sentí que era pequeño, eso ya lo había experimentado antes en muchas ocasiones y por muy diversos motivos. En Iguazú sentí dejar de ser yo como algo autónomo, no porque me viera de pronto reducido al absurdo o negara mi propia existencia, sino porque de una vez por todas me sentía como parte, como parte de algo más que sí era. Una especie de Nirvana occidental combinado con posmodernismo del más ruin. Por eso tuvieron que pasar años para que me atreviera a escribir lo que sentí - o al menos lo que ahora pienso que sentí - porque no fui testigo ni protagonista, sino simplemente parte de un conjunto de dimensiones inconmensurables. Mi presencia no era ni significativa ni insignificante, sino más bien un inexorable encuentro con Pachamama, un aparente reencuentro con el vientre de mi madre del cual - me di cuenta en ese instante - nunca había realmente salido.
Las cataratas de Iguazú se encuentran, como las del Niágara, en una frontera. No de dos sino de tres países: Argentina, Brasil y Paraguay. No pienso dedicar mucho tiempo a expresar mi insatisfacción con el poco buen gusto de los argentinos al llamar a los saltos de agua con nombres de próceres nacionales, en vez de estar a la altura de las circunstancias y bautizarlas con un poco más de poesía, con más respeto a la humanidad como un todo, con más amor por los prodigios de la naturaleza. Por qué no ensayar con, digamos, velo de novia, canto del ruiseñor, faldas de doncella, vuelo de golondrina, qué sé yo. Su intento más cercano fue apodar el salto de agua más impresionante que tal vez exista "la garganta del diablo". Patético. El miedo de estar ante esa inmensidad natural no debe ser suficiente motivo para dejarse convencer por el terror de sentirse tan pequeño, para considerar malévolo o diabólico un punto que es lo más cerca de lo divino que se puede estar sobre la tierra. El impresionante ímpetu destructor de esa cascada que parece infinita, que todo lo convierte en un blanco ensordecedor en donde el agua cae para abajo y luego cae para arriba suspendiéndose para llenar el abismo, no es la garganta del diablo, sino de Dios. Es su boca omnisciente, su mano omnipotente, su cuerpo mismo omnipresente.
El lugar me absorbió con el inequívoco poder de la magnificencia. Contemplar las caídas casi espasmódicas del agua que a borbotones incalculables se desbordaba por los resquicios más improbables, la lucha tenaz de los árboles que aferrados a las paredes de unas rocas insolentes desafiaban con su vida a la vida misma y el frágil vuelo de mariposas blancas que parecían ser el elemento indispensable para equilibrar la convivencia de tanta fuerza, para evitar que el lugar explotara atrozmente sin dejar rastro de su sublime existencia. Abandoné mis escaramuzas conceptuales y rendí mis triquiñuelas pseudoanalíticas para entregarme a la deriva de mi asombro. Estupefacto por la contemplación, me sentí solitario al lado de cientos de turistas con cámaras digitales. No caminaba sino que deambulaba, porque caminar implica tener conciencia de sus propios pasos y yo no sabía si me movía mediando la voluntad o era arrastrado por las corrientes de un lado a otro, del principio al fin y luego de regreso.
En Iguazú no sentí que era pequeño, eso ya lo había experimentado antes en muchas ocasiones y por muy diversos motivos. En Iguazú sentí dejar de ser yo como algo autónomo, no porque me viera de pronto reducido al absurdo o negara mi propia existencia, sino porque de una vez por todas me sentía como parte, como parte de algo más que sí era. Una especie de Nirvana occidental combinado con posmodernismo del más ruin. Por eso tuvieron que pasar años para que me atreviera a escribir lo que sentí - o al menos lo que ahora pienso que sentí - porque no fui testigo ni protagonista, sino simplemente parte de un conjunto de dimensiones inconmensurables. Mi presencia no era ni significativa ni insignificante, sino más bien un inexorable encuentro con Pachamama, un aparente reencuentro con el vientre de mi madre del cual - me di cuenta en ese instante - nunca había realmente salido.
miércoles, junio 02, 2010
Raquel
Mientras se escucha el tema principal de la banda sonora de Amélie, ella mueve sus pies con la desharrapada delicadeza de su adolescencia ilusionada. Imita pasos de ballet con una gracia que sólo viene con la ingenuidad. Las curvas de su cuerpo no la hacen parecer pintura de Degas ni la calidad de su atuendo es digna de academia. Sin embargo, su carita color de aceituna propaga una sonrisa que desea parecer contenida, como una mueca que debe formar parte del espectáculo, pero que termina cobrando existencia propia y se vuelve ajena a él. Los pensamientos son insuficientes y las palabras torpes para descifrar lo que esa sonrisa contiene. El poder del brillo deslumbrante de sus ojos forma un arma que desarma. Que desalma.
Sus zapatillas de ballet ya no recuerdan los días en que eran nuevas, el polvo ha cubierto su brillo y apenas se alcanza a ver que alguna vez fueron rosas. Mientras la pieza se sigue oyendo al piano, es evidente que la coreografía está tan ausente de técnica como llena de espontaneidad. Un par de meses de ensayos en la escuela rural a la que asiste, instruida por un profesor que no tiene más en su currículum que sus buenas intenciones, son suficientes. Ella está feliz con lo que presenta, con el público de medio pelo que la ve expectante. Su felicidad junto con la cándida ignorancia de que hay un mundo mucho más grande que el suyo son una lección abrumadora.
En la tarde lluviosa que siguió a su presentación, en el kiosko del parque contiguo a su casa Raquel rio un largo rato con sus amigas al abrigo de una copiosa borrasca. Algo en su interior la hacía sentirse eufórica y alimentaba sus carcajadas a la menor provocación. El mundo estaba presenciando el espectáculo formidable de la felicidad auténtica, la que es autónoma de toda consideración externa, de la crítica autorizada, de sus estándares estrictos. Esa tarde, en ese pequeño lugar del mundo, la humanidad presenció en su sonrisa el clímax estético del arte.
Sus zapatillas de ballet ya no recuerdan los días en que eran nuevas, el polvo ha cubierto su brillo y apenas se alcanza a ver que alguna vez fueron rosas. Mientras la pieza se sigue oyendo al piano, es evidente que la coreografía está tan ausente de técnica como llena de espontaneidad. Un par de meses de ensayos en la escuela rural a la que asiste, instruida por un profesor que no tiene más en su currículum que sus buenas intenciones, son suficientes. Ella está feliz con lo que presenta, con el público de medio pelo que la ve expectante. Su felicidad junto con la cándida ignorancia de que hay un mundo mucho más grande que el suyo son una lección abrumadora.
En la tarde lluviosa que siguió a su presentación, en el kiosko del parque contiguo a su casa Raquel rio un largo rato con sus amigas al abrigo de una copiosa borrasca. Algo en su interior la hacía sentirse eufórica y alimentaba sus carcajadas a la menor provocación. El mundo estaba presenciando el espectáculo formidable de la felicidad auténtica, la que es autónoma de toda consideración externa, de la crítica autorizada, de sus estándares estrictos. Esa tarde, en ese pequeño lugar del mundo, la humanidad presenció en su sonrisa el clímax estético del arte.
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