Estuve tentado a describir lo maravillosamente bien que la pasé en Acapulco el fin de semana, pero me detuvo el hecho de saber que por mejor que lo describa, no le haría justicia al paraíso que tuve la oportunidad de conocer y del cual tuve que devolverme por causas de fuerza mayor (o sea, continuar con mi vida). Y yo sé que van a decir que no fue justo el intercambio (pocas veces los intercambios son justos, de cualquier manera) pero he decidido escribir sobre algún tema que me rebase totalmente.
Esta última característica la cumple casi cualquier tema, así que traté de ser más específico y abordar algún asunto del que, además, tenga alguna idea u opinión, ya que de lo contrario sería un ejercicio más fútil que saludable. Que sea colectivamente interesante, bien saben los lectores de este blog, que no es precisamente mi prioridad bloguera. Y el tema elegido fue el ascenso de China como la nación más poderosa del orbe para las siguientes décadas (se escucha al fondo el coro de los marcianitos diciendo: oooohhhhh!!!).
De muy pequeño recuerdo la frase irónica de "te van a llevar los rusos" cuando alguien decía algo muy tonto, haciendo referencia a los poderosos científicos de la URSS, que era la otra súper potencia que hacía frente a los estadounidenses. Sin embargo, considerando que cuando cayó el Muro de Berlín (noviembre de 1989) yo tenía nueve años, básicamente mi vida ha transcurrido en un período en el que la súper potencia única e indiscutible ha sido Estados Unidos. Y hasta hace pocos años había pocos indicios de que fuera a cambiar radicalmente este balance de poder en la comunidad internacional.
La consolidación de la Unión Europea fue durante un tiempo una "esperanza" de que el casi monopolio del poder internacional no estuviera exclusivamente en las manos de EE.UU. Pero esa esperanza duró muy poco, cuando quedó manifiesto el hecho de que Europa no tiene una política exterior común y que muchos de sus gobiernos son siempre aliados o sometidos a la política exterior estadounidense. De la misma manera, Japón que era la segunda economía más importante del orbe, ni le hacía sombra a la gran potencia, ni parecía querer hacérsela.
Hace unos pocos años que va siendo claro que el poder de China en los ámbitos económico, científico, tecnológico y militar va en aumento de manera sostenida y que en un par de décadas será la economía más grande del mundo. Esto implicará grandes cambios en los equilibrios de poder que existen actualmente, porque si bien falta más tiempo para que le haga competencia al arrollador poder militar de la Unión Americana, "con dinero baila el chango" y donde esté el dinero está el mayor poder de negociación. Adicionalmente, China ha estado movilizando una importante actividad diplomática alrededor del mundo y se ha convertido en el principal aliado comercial de un buen número de países e, incluso, regiones o continentes, desplazando al país de las hamburguesas, la Coca-Cola y Microsoft. Además de haber convertido a África en su área de influencia, incluso está incidiendo en algunos países de América Latina como prestamista de proyectos o empresas públicas, como en Venezuela, Brasil y Argentina.
El crecimiento económico de China durante las últimas tres décadas ha sido impresionante (y devastador para el medio ambiente) logrando hacer crecer su Producto Interno Bruto por arriba del 10% anual, durante casi treinta años. En esta época de crisis, en la que muchas economías van a tener una contracción real de su producción, China se está jalando los cabellos porque "sólo" crecerá su PIB entre 6 y 7%. Pero, adicionalmente a este maravilloso crecimiento económico, esta nación se está consolidando como líder en áreas tan estratégicas como las tecnologías de la información, la producción de energía y la ciencia.
China es actualmente el gran exportador del mundo. La mayoría de los países tienen un déficit comercial con dicha nación porque aunque está naciendo una clase media china, la mayor parte de su población consume aún muy poco de los productos de otros países. Esto le ha permitido acumular unas reservas enormes con las cuales ahora está financiando a otros países, convirtiéndose en un poderoso acreedor (el más importante, por ejemplo, de los bonos del Tesoro de EE.UU.) y ganar amplios márgenes de influencia en el concierto de naciones.
Un crecimiento tan desproporcionado no ha estado privado de consecuencias negativas. Además de un terrible daño a sus propios ecosistemas, China se está convirtiendo en el principal generador de gases con efecto invernadero (que nos hacen el favor de calentar todo el planeta) y no ha aceptado ceñirse a las reglamentaciones del Protocolo de Kyoto, con la justificación de que tampoco EE.UU. lo ha hecho, aunque la razón real es que reducir las emisiones de gases contaminantes le implicaría bajar considerablemente el ritmo de crecimiento de su economía.
El ascenso de China nos presenta otro reto fundamental: se trata de un Estado no democrático, vamos, ni remotamente democrático. Es una economía capitalista, pero dirigida por un gobierno estatista, que ha dado en años recientes marcha atrás a las reformas liberalizadoras, para que el Estado o compañías controladas por el Estado dirijan la economía. Se trata también de un país en el que los ingresos se han dividido de manera muy desigual, en que ciertas familias y dirigentes gubernamentales han amasado grandes fortunas, mientras que el grueso de la población (que es ni más ni menos que un quinto de la población total del mundo) permanece viviendo en condiciones bastante deplorables si se les compara con el mundo desarrollado, e incluso con otras economías emergentes. Asimismo, las violaciones a los derechos humanos en ese país pueden llenar enciclopedias.
Si bien el liderazgo internacional de una nación democrática, como EE.UU., no ha sido ninguna garantía de que se persiga el bien común en el mundo o se logre la paz y la justicia en los principales conflictos internacionales, deberíamos preguntarnos qué podría significar en términos prácticos el liderazgo de un país autocrático y muy hermético, como ha probado ser el gobierno chino.
La capacidad de la Organización de Naciones Unidas para organizar a las naciones, que no están para nada unidas (juego de palabras intended), se ha venido erosionando de manera muy severa. Desafortunadamente, no hay ninguna otra institución internacional que juegue un papel similar a la ONU, por lo que siguen siendo las naciones poderosas las que llenan ese vacío de poder. El problema con esta situación es que, como es de esperarse, defienden sus intereses nacionales sobre los objetivos colectivos de la humanidad. Si no nos encargamos desde ahora de crear un marco institucional que funcione como un verdadero lugar de encuentro y resolución de conflictos entre todos los países del orbe, tendremos en poco tiempo nuevas luchas desgarradoras entre súper potencias, que tendrán como resultado previsible que toda la humanidad empeore sus condiciones de vida y bienestar. Y eso aplicará tanto para las nuevas generaciones como para las nuestras.
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