lunes, marzo 03, 2008

Mi vida en Huásabas, capítulo 11

Después de una larga ausencia de las remembranzas entrañables de mi vida en Huásabas, me encuentro en la imperiosa necesidad de continuar la serie. Cuando ahora pienso en Huásabas, me cuesta trabajo concebir el lugar como lo hacía cuando vivía ahí. En esa época, el pueblo era literalmente el centro del mundo, porque evidentemente era el centro de mi mundo, que finalmente era el único que realmente me importaba. Las distancias, los espacios y las lejanías estaban todas definidas en función del pueblo. No era yo el que habitaba un rincón del planeta, era el resto del planeta el que estaba lejos de mis dominios. Ahora es diferente, aunque mi egocentrismo no ha disminuido en su intensidad, sí admite nuevos matices que me dejan entender el universo como policéntrico. Ya no pienso que la ciudad de México sea el centro del mundo porque ahora vivo aquí, porque ahora mi cabeza funciona con un mapa que me permite desplazarme sin tener que pedirle a la brújula que cada vez cambie sus puntos cardinales.

Esa dificultad para recordar qué se sentía concebir el mundo de esa manera, es idéntica a cuando era pequeño y durante el invierno quería recordar con precisión qué se sentía el calor del verano y no podía. No podía. Lo intentaba una y otra vez con distintos métodos y los días fríos de noviembre a marzo, me era imposible recordar la sensación de tener calor, de que te escurriera el sudor, cuando a la una de la tarde, corríamos por las calles del pueblo al salir de la escuela, con ese sudor que empapaba las camisas y que se mezclaba con el polvo que se nos había pegado en el recreo. Y por más que me esforzaba no podía acordarme de la agradable sensación de frescura al entrar a la casa que estaba fría con la ayuda del cooler y quitarme los zapatos que hacían parecer que los pies te hervían literalmente con el calor del semidesierto de Sonora y exclamar un ahhhh de satisfacción cuando tocabas el piso helado, aunque me estuviera gritando mi mamá que dejara que se me enfriaran los pies un poco antes de pisar el suelo, porque si no me iba a enfermar. No podía reproducir la sensación de alivio al empinarme directamente del galón con agua helada que estaba dentro del refrigerador, dando unos tragos largos que me dejaban sin aliento, desoyendo también el grito materno de "sírvete en un vaso". O no querer comer sino sólo tomar la limonada hecha con los limones de la huerta de mi nana, o la bebida refrescante y sintética del día (como Kool Aid o Tang). Todas esas experiencias sensoriales eran completamente de temporada y no se podía saber qué se sentía sino cuando las vivías y para vivirlas había que estar en el verano.

El único rasgo que recuerdo que no respetaba estaciones era el tradicional e inconfundible aroma a pupitre, que tan bien detectaba mi tía Auxiliadora. Creo que causado por ese olor que tenían los salones de la escuela en mis tiempos, como a aceite de petróleo con el que se trapeaba el piso y que tan bien disimulaba el polvo y dejaba brillo sobre el piso de cemento pulido. Y, claro, mezclado con el aroma a lápices, a cuadernos, a gis, a mochilas que se lavaban una vez por año, sin dejar de mencionar los olores que emanaban de veinte o treinta niños de la misma edad, entre los cuales seguramente no faltaban aquéllos que no le tenían mucho afecto al baño.

Y lo mismo me pasaba en verano, cuando trataba de recordar qué era eso de sentir frío y tener que ponerse un swéter o una chamarra porque la piel como que ardía. Cómo podía sentir uno eso, si en el verano lo que quieres es quitarle capas que no se pueden quitar, para dejar de sudar. O cómo se sentía andar todo mocoso cuando al ir a la escuela podía verse hielo escarchado en la parte superior de los surcos en los campos. O sentir que el viento helado se metía por la nariz y te hacía arder los ojos, pero igual seguir jugando en la calle en vez de meterte a tu casa y sentarte junto a la estufa de leña a comer cacahuates o un burrito de frijoles. Mi impotencia más intensa era no poder recordar en verano lo qué se sentía ponerse un sweter de lana, o bufanda, o hasta guantes.

Y lo más curioso es que al año siguiente yo me recriminaba no haber puesto atención ex profeso en un día de invierno para poder recordar en la otra estación el sentimiento preciso para cuando fuera verano y tratara de acordarme. Y lo mismo me pasaba en invierno que me lamentaba de no haberme acordado de que en el verano tenía que poner mucha atención y concentrarme para poder reproducir la sensación de tener calor y sudar y oler mucho a pupitre, pero concentrado.

También era sensacional cuando había que "sacar la ropa de invierno" y acordarte de las sudaderas y los pants que me gustaban mucho y que parecía una eternidad de que los usaba. Y era como volver a estrenarlos y me sentía tan guapo cuando me los ponía en un día normal, aunque no festejáramos Navidad o las fiestas de agosto en honor a la virgen de la Asunción (que eran LOS días de estrenar ropa). Y cuando entraba y se establecía la primavera (porque "febrero es loco y marzo otro poco", lo cual quiere decir que en esos meses cambia mucho la temperatura y había que esperarse hasta que todo se estabilizara para sacar la ropa de verano que había estado guardada en cajas) y se sacaba la ropa de verano.

Qué ilusión volver a ponerse shorts y andar libremente en camiseta en los frecuentes paseos para bañarnos (nadar) en el río o en la acequia que sólo estaban permitidos en el verano (por obvias razones). O las hermosas lluvias de verano, llamadas "las aguas", en las que por la tarde después de un buen rato de ventarrones llenos de polvo y truenos y relámpagos las tormentosas nubes producían unos chubascos impresionantes, en los que salíamos todos los niños a las calles a mojarnos bajo la lluvia, con los pies descalzos y la ropa con la que anduviéramos. Y después de que había pasado el chaparrón, cómo olvidar que yo me sentaba o acostaba en plena calle, para sentir el agua de los "arroyitos" (o sea, el agua que corría por las calles, porque sobra decir que en Huásabas, por su tamaño, no hacían falta alcantarillas), sobre todo en las partes más bajas de las salidas del pueblo, como en la calle ancha por donde se acumulaba más agua en los "arroyitos".

Cada estación tenía sus encantos, en el invierno era fabuloso esperar las lluvias calmadas y ligeras que llegaban a durar más de dos días casi sin parar, y que llaman "equipatas". Como no se podía salir, ni bañarse bajo la lluvia por las bajas temperaturas, se quedaba uno en la casa casi todo el día y se comía delicioso, justo a un lado de la estufa de leña, sobre la cual nunca dejaba de haber comida. Cuando hace frío tomarse una taza de café, acompañada de un burrito hecho de tortilla de harina de las grandes (sobaqueras) con jamoncillo (dulce de leche) es una experiencia insuperable. Sinceramente no creo que comer en un restaurante que tenga las tres estrellas de la guía Michelin me acerque a lo sublime de esos momentos (claro que para saber primero tendría que comer en un restaurante con las tres estrellas de Michelin).

En ese tiempo, todas esas vivencias que podrían parecer triviales eran fundamentales porque Huásabas era mi centro del mundo, mi vida entera giraba alrededor de esas circunstancias; ahora, todas esas memorias son cruciales porque Huásabas se ha convertido en mi sucursal del paraíso, en mi segundo cielo.

5 comentarios:

Aydee dijo...

Hola Rafa,
Tu relato me a recordado el cento de mi universo: Uruapan Michoacan.
Tambien alli llueve por dias en Septiembre, y tambien saliamos a la calle a ver los riachuelos y a pretender que los pedacitos de madera que encontrabamos eran barquitos. My abuelita tambien hacia burritos de frijoles con queso y cafe. Que dias mas hermosos.

Ahora si, que me ah entrado la nostalgia. Ya que no veo a my familia desde hace mucho tiempo.

Saludos

Paco Bernal dijo...

Gracias, Rafa. Ayer, cuando leí esta entrada por primera vez, me alegraste el día. Fue una experiencia fenomenal entrar en tu casa y quitarse los zapatos y sentir el suelo frío de baldosas, porque mi casa de Madrid era igual (y creo que en la misma época) a pesar de que estaba separada por miles de kilómetros.
Un abrazo desde Austria, y una sugerencia: los caminos de la literatura, como los del Señor, son imprevisibles. A lo mejor la novela que empezaste a escribir no era el camino. Para contar una historia se necesita sentirla como tú sientes Huásabas. Ese lugar que es la patria de tu imaginación.
Sería fenomenal una novela en la que contases historias de ese sitio al que conducen todos los caminos.
Otro abrazo y confío en que sabrás perdonarme si me he metido en donde no me llamaban:-)

CRISTINA dijo...

Me has llenado de emoción, Rafael. Me pasó también con un post tuyo en el que hablabas de las siestas, y de las riñas de los mayores a los pequeños de la casa por hacer ruido...
Es curioso que estemos tan lejos, en paisajes tan diferentes, y que haya vivencias tan iguales y que nos hayan dejado la misma huella.
Con este post he sentido lo mismo. Recuerdos iguales a los tuyos como la sensación del calor, el pisar descalzo el suelo frío resguardado de la calle en la antigua casa de la abuela, las lluvias en otras estaciones (en aquellos años en los que aquí en España todavía llovía...).
Creo que lo mejor es que todo éso, y el lugar en el que se daba, en tu caso Huásabas, sigan siendo no ya el centro de nuestro mundo, pero sí un punto de referencia, un faro, un refugio.
Besos.

Anónimo dijo...

Tus vivencias iguales a las mias, y por eso no solo me a dado nostalgia: chille!!!, y a quien le importa, pero me transportaste hasta alla y que bello!
Gracias mil....!!!!

Saludos y cuidate mucho!
Celinita Duran

CRISTINA dijo...

Sólo quería saludarte.
Un beso, Rafael.
¿Te leeremos pronto?