Y como lo prometido es deuda... ahora toca hablar de cómo este ser humano, victimizado por las presiones y el estrés de la gran ciudad fue a buscar sano solaz y esparcimiento al mundialmente famoso puerto de Acapulco.
Cuenta la leyenda que cuando uno está cansado de trabajar, estudiar o de rascarse ociosamente la panza, es conveniente irse a echar un buche de agua salada a la playa más cercana (lo siento por esos pobres que viven en Asia Central que están como a tres mil años luz del mar más cercano, por eso y por las perpetuas guerras fraticidas que uno yo por más ganas que le eche ya no entiende cómo van, ni quién contra quién está peleando). El asunto es que lo que dice esa leyenda (que acabo de inventar) es que hay que aprovechar los puentes (fines de semana largos) para acudir a abarrotar los destinos turísticos más populares. Resulta que en el edificio en que vivimos hemos creado una comunidad de amigos que ha causado el absoluto terror de los demás vecinos que no se han integrado al show. Siendo la mayoría autoexiliados sonorenses, tendemos a hablar con una voz potente y generosa en decibeles que molesta a algunos delicados colindantes, sobre todo cuando la elevamos a causa de alguna musiquita que amenice la ocasión alegre de nuestras frecuentes reuniones. Pero ya no sé si no me importa que se molesten por mero sentimiento de venganza o porque estoy perdiendo los escrúpulos, pero me cuesta trabajo esforzarme en generar silencio dentro de mi propia casa para que lo disfrute la vecina de arriba que parece que se tranporta día y noche en caballo por los taconazos que nos hace recetarnos todo el tiempo y que se dedica a la productiva actividad de golpear muebles y tirar vajillas al suelo, o al malhumorado sinaloense (cara de narco de bajo nivel, para variar) cuyos tres críos lloran aproximadamente el 80% del tiempo. El caso es que esta comunidad de escandalosos sonorenses y chilangos asociados decidimos que había que cambiar de ambientes y aprovechar el puente en las tropicales playas de Acapulco.
Claro... se imagina uno a la sombra de una palmera tomándose el agua refrescante de un coco, con el sonido adormecedor de las olas del Océano Pacífico y se cuestiona porqué diablos habría uno de preferir quedarse en el Distrito Federal, en las infrahumanas condiciones que no necesito volver a describir. Así pensando, salimos en dos carros y una concurrencia de nueve seres humanos rumbo al sur, al encuentro de la felicidad verdadera. Ehhhh.... dos horas después seguíamos en la ciudad de México porque a la hora a la que salimos, les dio la misma ocurrencia a unos diez millones de tenochcas (eufemismo para Mexican people) y estaba el tráfico insoportable en dirección "abandonemos todos esta madre" (misma dirección en la que nos encontrábamos los ingenuos vacacionistas). He de decir que no todo era aburrimiento dentro del carro; de hecho, en el asiento trasero iban dos acompañantes departiendo alegremente con unas cervezas bien heladas que amenizaban su ocasión (yo era un simple conductor resignado). Después de mucho batallar dimos con la autopista que aunque bastante llena nos permitía subirle la velocidad a nuestro trasporte hasta que nos topamos con Cuernavaca (que tiene la ocurrencia de estar en el camino) y que fue elegida por cinco millones de tenochcas para pasar el puente, congestionando así la autopista a todo lo largo de la ciudad. Una hora después y con más alcohol en las venas de mis acompañantes (que ya estaban llegando a etapas etílicas que se tornaban insoportables) volvimos a tomar velocidad y no nos detuvimos hasta casi llegar a nuestro destino final, no sin antes darnos cuenta que no teníamos reservación, que éramos muchos y que probablemnte ya no cupiera ni un alfiler en los hoteles. No obstante, Chimicuitle (que es el dios azteca del turismo que acabo de inventar) nos bendijo con un par de habitaciones que, no obstante su clasemediero estado de descuido, cumplía con los estándares mínimos para un vacacionista descuidado y espontáneo (como éramos nosotros). La verdad es que la playa es genial, con todo y los otros cinco millones de tenochcas con los que teníamos que compartirla. El mar te pone en una frecuencia de relajamiento que yo en lo personal agradezco ampliamente. Ahora bien, hay inconvenientes que hay que soportar. Número uno, la arena metiéndose en todas partes sin respetar las más pudendas geografías del cuerpo humanos. Número dos, el sol quemando directamente el 75% de tus células cutáneas. Número tres, las familias que dejan basura en la playa y que me provocan hartas ganas de agarrarlos del cuello y mandarlos al averno!!! ya saben... en estos tiempos del calentamiento global yo me pongo muy punky con el ecologismo.
Pues entre disfrutes gastronómicos y las olas del mar se pasaron los días como si hubieran sido horas y así mismo logré mermar mi patrimonio a un ritmo que si hubiera seguido, pan y agua me hubieran aguardado hasta la quincena. El camino de regreso fue tranquilo y lento porque evidentemente los diez millones de tenochcas de los que he hecho mención tenían que presentarse el lunes muy temprano a sus actividades cotidianas en la mancha urbana de la ciudad de México y, claro, a todos nos gusta regresar a la misma hora, por lo que hubo de durar seis horas un viaje que puede hacerse en tres horas y media. Pero para qué quejarse, aquí estoy otra vez en la jornada de trabajo recuperando el poco bronceado color oficinista de archivo del que había logrado deshacerme tras largas horas tirado bajo el sol tropical.
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2 comentarios:
He de decir que oigo Acapulco y siento una tremenda envidia, pero lo cierto es que después lo de los embotellamientos, la arena y el sol (oh..cielos...recuerda el pequeño detalle de ser blanca y naranja) me produce escalofríos.
Pero ya he dicho lo de la envidia...quizás sea ella la que escribe este post en mi nombre.
RBD ya me hacia falta una buena carcajada. Que bárbaro, eso de los Tenochcas (o algo así) esta bonísimo (hace mucho tiempo que no veía ese termino), y ni que decir acerca de lo del narco y el "caballo" de tu vecina.
Hasta luego
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