No sé qué me propongo yo al intentar escribir sobre las tradiciones. Si no tengo nada de asceta ni de purista de la cultura. Es sólo que por vivir en sociedad se la pasa uno pensando no lo que quisiera sino en el tema que inunda la conciencia colectiva. Y hoy le toca a Halloween y a la fiesta del día de muertos... ya pasó afortunadamente mi cumpleaños (que tanto mortificó a la opinión pública!!!), también el mes patrio y en unas semanas la navidad será todo en lo que podamos pensar (con breves lapsos guadalupanos, alrededor de la Basílica).
Comercialmente, los mercachifles se dieron a la tarea de rescatar ambas "tradiciones", una importada y la otra prehispánica (y cristiana). Entonces, puede uno solazarse en las tiendas departamentales, comederos de franquicia y boutiques, con una nueva propuesta estética medio mal lograda entre los folklóricos colores que adornaban anteriormente los altares de muerto, con el negro-naranja jalogüinesco, panes de muerto aderezados con telarañas (artificiales, quiero pensar), o unas tumbas multicolor adornadas con sonrientes calabazas desdentadas en vez de flores de Cempasúchitl (o como quiera el dios Huitzilopotztli que se escriba Cempasúchitl). Pero, por sobre todas las cosas, resolvieron los comerciantes (tan acomedidos ellos) el problema de si celebrar Halloween en demérito de la fiesta de muertos te hace menos mexicano o peor católico. Así, mostrando un admirable sincretismo que todo lo arregla, decidieron fabricar calabacitas de azúcar, lo leyó usted bien, no calaveritas de azúcar como disponía la estricta tradición azteca (o maya, olmeca, purépecha, qué sé yo), de cuya morbidez no me interesa ocuparme, sino que recurrieron a la diabética escultura de la sonriente calabaza desdentada (más acorde con la frugalidad de nuestros tiempos). Ahora, omnipresentes en cualquier lugar que acepte tarjetas de débito o crédito, están las calabacitas de azucar (con ciertas reminiscencias a las calaveritas, como los dibujos florales de colores afeminados en tonalidades pastel y azul cielo).
A mí me pareció muy buena manera de solucionar la aburrida discusión anual de si los niños mexicanos se están contaminando con las oscuras tradiciones de esos países nórdicos y celtas que tanto mal hacen a la infancia, en vez de celebrar las gloriosas tradiciones de nuestro país. Comer calabacitas de azúcar en vez de calaveritas no le hace mal a nadie (excepto a las madres de los hiperactivos chamacos en plan de ataque intergaláctico por el exceso de carbohidratos).
Y es que la mano invisible (expresión de Adam Smith para referirse al mecanismo del mercado que todo lo arregla pero que, ahora que lo pienso, combina muy bien con estas fechas de ultratumba) da para todo: fue capaz de proponer una solución para este dolor de cabeza cultural de tantas abuelas mexicanas (todas con cara y peinado de Sara García, tan bien fotografíada por el espumoso chocolate Abuelita) desde la década de los ochenta. Ahora pueden ir sus encantadores nietecitos felices de la vida solicitando calabacitas de azúcar en vez de entonar la original canción que sin sutileza alguna expresaba: "queremos dulces de Halloween para las fiestas de Halloween". Así honran al mismísimo Moctezuma y a La Malinche por igual y nos evitan la sempiterna discusión de qué fiesta se debe celebrar, que se ha estado prolongando más que la de si fue primero el huevo o la gallina.
Y pues, como las del Rey Salomón, la decisión fue impecable, pues celébrense las dos con la misma intensidad y, para festejarlas al mismo tiempo, colóquense sonrientes calabazas desdentadas sobre las tumbas de sus muertos y ya no haga calaveritas de azucar (porque, además, qué asco!!! comerte una calavera para recordar a tu bizcabuela, la pobre!!! qué poco tacto!!!) sino hermosas y sonrientes calabazas desdentadas de azúcar, que a nadie molestarían y que se ven tan lindas ellas, tan blancas y con flores putanescas...
lunes, octubre 29, 2007
viernes, octubre 26, 2007
Crónica de una fecha anunciada (2)
"Mis veintiséis años iniciaban con un día lleno de experiencias novedosas y me quedé con la curiosidad de saber cómo será mi vida dentro de un año, si Dios me la concede, y qué circunstancias rodearán a este yo, que cada día le tiene menos fe al libre albedrío"
Así terminaba hace exactamente un año la entrada en la que describía los extraños avatares de mi aniversario número XXVI, al mismo tiempo que ponía sobre la mesa una reflexión filosófica (chafa) sobre la vida, la influencia de lo fortuito en mi vida y la decisión como concepto bastante cuestionable de la modernidad (dahh!!! hablo tanto y digo tan poco!!! Pero es que me acojo a la herencia de mi antihéroe favorito: Cantinflas).
Retomando mi punto, como sé que hace un año tenía la curiosidad de saber cómo sería el día de hoy, me dio mucho gusto enterarme de que ahora sí estoy en condiciones de contestarme. Para justificar el punto de mi curiosidad debo alertar a los que no lo sepan (que seguramente coinciden con 'a los que no les interesa') que hace un año estaba viviendo en Nueva York, haciendo un intercambio de un semestre en Columbia University en el máster de asuntos internacionales. Era el tercer semestre de mi maestría, así que todavía me quedaba un semestre más en el CIDE por lo que tenía que regresar a la Ciudad de México, después de vacaciones navideñas en mi sonorense tierra. Estando cercano el final de la maestría estaba empezando a ser hora de preguntarme qué hacer con mi vida, sin tener para nada claro dónde estaría después y qué estaría haciendo. Las posibilidades eran casi infinitas (como lo son casi siempre) : probablemente no hubiera sobrevivido el proceso de la tesina y estuviera limpiando vidrios en la esquina de Eje Central e Izazaga; tal vez la Academia Sueca se hubiera vuelto anormal y me hubiera dado el premio Nóbel de Literatura 2007 al leer mi discurso de graduación de Primaria y mi blog, por lo que me hubiera ido a gastar el millón de dólares a Bora Bora, a algún lugar sin Internet para no leer las justificadas críticas del mundo intelectual, que sin duda se estuviera rasgando las vestiduras por el sinsentido; quizá estaría trabajando incansablemente por recomponer las injusticias del mundo en algún país del África Subsahariana; o bien, me hubiera vuelto misionero y estaría gritando ¡Viva Cristo Rey! en una hogera de leña verde de alguna tribu de antropófagos en el Pacífico Sur, después de haber conseguido tras una vida de esfuerzos que la barba me saliera pareja, para parecerme a Robert De Niro en La Misión.
En fin, larga era la lista de opciones de diversos contextos en los que hubiera estado celebrando mi aniversario número XXVII. Pero no, amante como soy de la normalidad y de nunca salirme mucho de la media (suplico a los que están convencidos de que soy raro, que me den el beneficio de la duda en esta última cuestión, sobre todo porque bien decía mi mamá que "lo raro es pariente de lo feo" y a mí la fealdad de verdad que no me gusta, sea ajena o sea propia) decidí que lo mejor era buscar un trabajo que terminara la austera vida de estudiante que me consumió durante casi tres décadas. Y, gracias a _____ (yo pondría aquí Dios, pero autorizo a los ateos a que pongan en la rayita lo que mejor les parezca), conseguí rápidamente un trabajo que no busqué, sino que me encontró, en el momento preciso. También sé, por una exhaustiva visión retrospectiva, que hace un año luchando contra una ola de frío que se cernió sobre NY a la altura de mi cumpleaños, no imaginaba siquiera que estaría trabajando donde estoy ahora, ni que estaría luchando contra la chilanga ola de frío que se cernió sobre México, en el que debería ser un tórrido cumpleaños. Y, coherente con mi reciente escepticismo sobre el libre albedrío, mi capacidad de decisión parece seguir reduciéndose, aun contra todos mis impulsos por ser yo el que determine qué pasa en el mundo de Rafa.
Y, last but not least, terminaré tratando de hacer un recuento, hasta donde la memoria sirva (que siendo tan poco selectiva termina grabando puras cosas que no me sirven para ninguna entrada del blog, la perra...) para recordar dónde estuve celebrando mis cumpleaños anteriores. Regresivamente así han sido mis 24's de octubre's:
2006: Nueva York, cenando con Germán y Paty, que estaban de luna de miel en Manhattan, en el Hard Rock Café de Times Square.
2005: Ciudad de México, en la azotea del edificio de la colonia del Valle donde vivía, en riquísima carne asada con los compañeros de la maestría y otros amigos.
2004: Nîmes, sur de Francia, con mi buen amigo Rafa Vargas (que en ese tiempo acababa de conocer y no era mi buen amigo), donde tomaríamos un vuelo de muy bajo presupuesto a Londres, en las insólitas vacaciones de "Todos los Santos" de las escuelas francesas. Vestía una camisa que decía SE HABLA ESPAÑOL (si el dato sirve para mostrar mi desubicación en el mundo).
2003: Hermosillo, acababa de terminar la carrera de Abogángster y lo celebré en la casa de Marcos, por alguna extraña razón había de botana tomates cherry y baby carrots (zanahorias bebés, prrrttt) bañadas de aceite de oliva y pimienta (si el dato sirve para mostrar la desarticulación de mis ideas). Vestía una camisa que yo sostengo es anaranjada pero muchos me alegan que es rosa (oh no! my eyes, my eyes!!!!)
2002: Hermosillo, carne asada en casa del Peralta en la que nos festejábamos todos los cumpleañeros de octubre del grupo de la universidad (que éramos muchos). Yo no la organicé, así que todo salió bien.
2001: Hermosillo, mi casa, de comer hubo tacos de pescado al disco hechos por Cristóbal, mi hermano, (que por primera vez cocinaba algo).
2000: Hermosillo, mi casa, último que pasé acompañado de mi mamá, su recuerdo cantándome las mañanitas nunca se desvanecerá.
1999: No me acuerdo, probablemente hasta estaba oyendo "Ooops I did it again" de Britney Spears o "Livin' la vida loca" de Ricky Martin. También los años noventa tienen una deuda terrible con la humanidad (pero los ochenta, de plano se pasaron).
1998: Hermosillo, había cumplido mis 18 años!!! ya era un ciudadano mexicano en posesión de todos sus derechos políticos. Ya podía entrar a los antros (ya lo había hecho) y ya podía beber alcohol (aunque no bebía), pero la emoción era muy fuerte. Me compré una camisa en Mazón (tienda departamental que ya no existe) y fuimos a cenar para festejar en el Henry's (restaurante que ya no existe): ¿será un signo de estarse haciendo viejo? oh no!!!
1997: Huásabas, festejo típico de esos bellos tiempos de la preparatoria que tanta melancolía me acarrean. Ese año vivíamos solos en la casa mis dos hermanos y yo, ideal para bacanales... pero era yo tan santo!!! Bebimos entre muchos una copa de cognac (si el dato sirve para mostrar mi austero esnobismo precoz).
Si ya llegó hasta aquí algún lector, lo siento mucho por él, porque ya caí en la cuenta de que me prolongué más allá de lo que recomiendan la moral y las buenas costumbres, por lo que en solidaridad con el tiempo ajeno, detendré esta larguísima perorata antes de hipnotizar de agobio al potencial lector.
Así terminaba hace exactamente un año la entrada en la que describía los extraños avatares de mi aniversario número XXVI, al mismo tiempo que ponía sobre la mesa una reflexión filosófica (chafa) sobre la vida, la influencia de lo fortuito en mi vida y la decisión como concepto bastante cuestionable de la modernidad (dahh!!! hablo tanto y digo tan poco!!! Pero es que me acojo a la herencia de mi antihéroe favorito: Cantinflas).
Retomando mi punto, como sé que hace un año tenía la curiosidad de saber cómo sería el día de hoy, me dio mucho gusto enterarme de que ahora sí estoy en condiciones de contestarme. Para justificar el punto de mi curiosidad debo alertar a los que no lo sepan (que seguramente coinciden con 'a los que no les interesa') que hace un año estaba viviendo en Nueva York, haciendo un intercambio de un semestre en Columbia University en el máster de asuntos internacionales. Era el tercer semestre de mi maestría, así que todavía me quedaba un semestre más en el CIDE por lo que tenía que regresar a la Ciudad de México, después de vacaciones navideñas en mi sonorense tierra. Estando cercano el final de la maestría estaba empezando a ser hora de preguntarme qué hacer con mi vida, sin tener para nada claro dónde estaría después y qué estaría haciendo. Las posibilidades eran casi infinitas (como lo son casi siempre) : probablemente no hubiera sobrevivido el proceso de la tesina y estuviera limpiando vidrios en la esquina de Eje Central e Izazaga; tal vez la Academia Sueca se hubiera vuelto anormal y me hubiera dado el premio Nóbel de Literatura 2007 al leer mi discurso de graduación de Primaria y mi blog, por lo que me hubiera ido a gastar el millón de dólares a Bora Bora, a algún lugar sin Internet para no leer las justificadas críticas del mundo intelectual, que sin duda se estuviera rasgando las vestiduras por el sinsentido; quizá estaría trabajando incansablemente por recomponer las injusticias del mundo en algún país del África Subsahariana; o bien, me hubiera vuelto misionero y estaría gritando ¡Viva Cristo Rey! en una hogera de leña verde de alguna tribu de antropófagos en el Pacífico Sur, después de haber conseguido tras una vida de esfuerzos que la barba me saliera pareja, para parecerme a Robert De Niro en La Misión.
En fin, larga era la lista de opciones de diversos contextos en los que hubiera estado celebrando mi aniversario número XXVII. Pero no, amante como soy de la normalidad y de nunca salirme mucho de la media (suplico a los que están convencidos de que soy raro, que me den el beneficio de la duda en esta última cuestión, sobre todo porque bien decía mi mamá que "lo raro es pariente de lo feo" y a mí la fealdad de verdad que no me gusta, sea ajena o sea propia) decidí que lo mejor era buscar un trabajo que terminara la austera vida de estudiante que me consumió durante casi tres décadas. Y, gracias a _____ (yo pondría aquí Dios, pero autorizo a los ateos a que pongan en la rayita lo que mejor les parezca), conseguí rápidamente un trabajo que no busqué, sino que me encontró, en el momento preciso. También sé, por una exhaustiva visión retrospectiva, que hace un año luchando contra una ola de frío que se cernió sobre NY a la altura de mi cumpleaños, no imaginaba siquiera que estaría trabajando donde estoy ahora, ni que estaría luchando contra la chilanga ola de frío que se cernió sobre México, en el que debería ser un tórrido cumpleaños. Y, coherente con mi reciente escepticismo sobre el libre albedrío, mi capacidad de decisión parece seguir reduciéndose, aun contra todos mis impulsos por ser yo el que determine qué pasa en el mundo de Rafa.
Y, last but not least, terminaré tratando de hacer un recuento, hasta donde la memoria sirva (que siendo tan poco selectiva termina grabando puras cosas que no me sirven para ninguna entrada del blog, la perra...) para recordar dónde estuve celebrando mis cumpleaños anteriores. Regresivamente así han sido mis 24's de octubre's:
2006: Nueva York, cenando con Germán y Paty, que estaban de luna de miel en Manhattan, en el Hard Rock Café de Times Square.
2005: Ciudad de México, en la azotea del edificio de la colonia del Valle donde vivía, en riquísima carne asada con los compañeros de la maestría y otros amigos.
2004: Nîmes, sur de Francia, con mi buen amigo Rafa Vargas (que en ese tiempo acababa de conocer y no era mi buen amigo), donde tomaríamos un vuelo de muy bajo presupuesto a Londres, en las insólitas vacaciones de "Todos los Santos" de las escuelas francesas. Vestía una camisa que decía SE HABLA ESPAÑOL (si el dato sirve para mostrar mi desubicación en el mundo).
2003: Hermosillo, acababa de terminar la carrera de Abogángster y lo celebré en la casa de Marcos, por alguna extraña razón había de botana tomates cherry y baby carrots (zanahorias bebés, prrrttt) bañadas de aceite de oliva y pimienta (si el dato sirve para mostrar la desarticulación de mis ideas). Vestía una camisa que yo sostengo es anaranjada pero muchos me alegan que es rosa (oh no! my eyes, my eyes!!!!)
2002: Hermosillo, carne asada en casa del Peralta en la que nos festejábamos todos los cumpleañeros de octubre del grupo de la universidad (que éramos muchos). Yo no la organicé, así que todo salió bien.
2001: Hermosillo, mi casa, de comer hubo tacos de pescado al disco hechos por Cristóbal, mi hermano, (que por primera vez cocinaba algo).
2000: Hermosillo, mi casa, último que pasé acompañado de mi mamá, su recuerdo cantándome las mañanitas nunca se desvanecerá.
1999: No me acuerdo, probablemente hasta estaba oyendo "Ooops I did it again" de Britney Spears o "Livin' la vida loca" de Ricky Martin. También los años noventa tienen una deuda terrible con la humanidad (pero los ochenta, de plano se pasaron).
1998: Hermosillo, había cumplido mis 18 años!!! ya era un ciudadano mexicano en posesión de todos sus derechos políticos. Ya podía entrar a los antros (ya lo había hecho) y ya podía beber alcohol (aunque no bebía), pero la emoción era muy fuerte. Me compré una camisa en Mazón (tienda departamental que ya no existe) y fuimos a cenar para festejar en el Henry's (restaurante que ya no existe): ¿será un signo de estarse haciendo viejo? oh no!!!
1997: Huásabas, festejo típico de esos bellos tiempos de la preparatoria que tanta melancolía me acarrean. Ese año vivíamos solos en la casa mis dos hermanos y yo, ideal para bacanales... pero era yo tan santo!!! Bebimos entre muchos una copa de cognac (si el dato sirve para mostrar mi austero esnobismo precoz).
Si ya llegó hasta aquí algún lector, lo siento mucho por él, porque ya caí en la cuenta de que me prolongué más allá de lo que recomiendan la moral y las buenas costumbres, por lo que en solidaridad con el tiempo ajeno, detendré esta larguísima perorata antes de hipnotizar de agobio al potencial lector.
lunes, octubre 22, 2007
Coming soon...
Tengo la patética costumbre de avisar con la mayor publicidad posible la cercanía de mi cumpleaños. He llegado, incluso, a enviar la notificación de mi aniversario a través de cadena de correo electrónico (en mi defensa, no contenían ni amenazas de que se te caerán las protuberancias si no lo reenvías al menos a cinco de tus contactos, ni promesas de que te pasará algo muy bueno si haces lo que en él se te indica, excepto mi sincera sonrisa impresentable en anuncio de Colgate/Signal). Probablemente tan cuestionable acción tenga el subconsciente objetivo de evitar sentirme olvidado de la mano de Dios y de los próximos, pero propongo evitar el innecesario psicoanálisis y otorgarme un voto de confianza más benévolo.
Una vez desahogada mi justificación o, mejor dicho, hecha evidente mi viciosa conducta, procedo a anunciaros (con el acompañamiento musical de trompetas de castillos medievales y hurras de enanos y bufones) que en tan solo dos días... ta-ta-tatán... cumplo años!!! Sí, el 24 de octubre, además de celebrarse otro aniversario de la creación de la Organización de las Naciones Unidas (con todo y el poco caso que le han hecho últimamente), la comunidad internacional también celebra mi cumpleaños (también solicito de la manera más atenta evitar el diagnóstico de "megalomanía" por el anterior comentario y rescatar sólo su cándida ironía).
Por razones logísticas, ya inicié su celebración el pasado fin de semana y el saldo fue muy positivo: hasta tengo una linda cafetera manual para preparar café espresso, con su juego de tasas muy requetemonas, que me están haciendo reconsiderar mi terrible política imperialista yanqui de no tomar café para guardarle la acidez estomacal a mi irrenunciable coca-cola(s) diaria(s) (con el acompañamiento del sonido de recriminadores abucheos de una turba de globalifóbicos, ecologistas y vegetarianos).
Por último, hago el political statement de que nunca me ha quedado muy clara la idea de festejar que uno cumple un año más, pero que paso por alto mi cuestionamiento porque me encantan los regalitos, jijiji... (léase con acento picarón)
Una vez desahogada mi justificación o, mejor dicho, hecha evidente mi viciosa conducta, procedo a anunciaros (con el acompañamiento musical de trompetas de castillos medievales y hurras de enanos y bufones) que en tan solo dos días... ta-ta-tatán... cumplo años!!! Sí, el 24 de octubre, además de celebrarse otro aniversario de la creación de la Organización de las Naciones Unidas (con todo y el poco caso que le han hecho últimamente), la comunidad internacional también celebra mi cumpleaños (también solicito de la manera más atenta evitar el diagnóstico de "megalomanía" por el anterior comentario y rescatar sólo su cándida ironía).
Por razones logísticas, ya inicié su celebración el pasado fin de semana y el saldo fue muy positivo: hasta tengo una linda cafetera manual para preparar café espresso, con su juego de tasas muy requetemonas, que me están haciendo reconsiderar mi terrible política imperialista yanqui de no tomar café para guardarle la acidez estomacal a mi irrenunciable coca-cola(s) diaria(s) (con el acompañamiento del sonido de recriminadores abucheos de una turba de globalifóbicos, ecologistas y vegetarianos).
Por último, hago el political statement de que nunca me ha quedado muy clara la idea de festejar que uno cumple un año más, pero que paso por alto mi cuestionamiento porque me encantan los regalitos, jijiji... (léase con acento picarón)
lunes, octubre 15, 2007
Must-nots (cosas que nuuuunca debes hacer):
1. Nuuuuunca debes usar una peluca afro-albina.
Nota 1: que sea fiesta de disfraces no justifica la acción.
Nota 2: si no es fiesta de disfraces, será requerida una campaña global para sacarte del hoyo.
2. Nuuuunca debes sonreír con la boca tan abierta.
Nota 1: que te hayas tomado muchos apple martinis no justifica la acción.
Nota 2: se debe tener cuidado con las bebidas alcohólicas cuando saben demasiado a otra cosa que disfraza el alcohol.
3. Nuuuunca debes usar, aparte de tus lentes para ver, lentes de sol que tendrás que subirte a tu peluca afro-albina.
Nota 1: lo hago todo el tiempo.
Nota 2: está mal que lo haga.
4. Nuuuunca debes traer la camisa desabrochada hasta el ombligo.
Nota 1: Si eres Hank Rohn tampoco se justifica (tampoco querer ser gobernador de un estado cuando eres tan mafioso).
Nota 2: Si eres Hank Rohn, púdrete.
5. Nuuuunca dejes de tener al menos una fiesta en tu vida en la que, a pesar de verte tan ridículo (y hacer cosas tan ridículas como el pasito de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche), te la pases a todo dar.
Nota 1: esta regla no amite excepciones.
Nota 2: si eres Mario Marín, también púdrete.
miércoles, octubre 10, 2007
El niño de los callejones
La tarde se escucha calmada, sólo la perturba el delicado sonido del viento al acariciar las copas de los árboles. Esa hora del día es el único momento en que se puede percibir el aroma particular de esa hierba que se esconde en los matorrales y que nunca se muestra al mundo, sino a través de su fugaz olor a reposo, a ilusiones incomprendidas. A lo lejos se divisa una de esas enormes aves sombrías que se alimentan de carroña, pero que a sus ojos son tan majestuosas como el ave fénix, vuelan tan alto que le parecen emperadoras del mundo, teniendo a la vista todo lo que él quisiera contemplar. Sus pies van descalzos sintiendo la textura irregular de la arcilla que alguna vez fue lodo y que el paso de los demás esculpió con figuras imperceptibles. No hay nada en su boca pero saborea con entusiasmo un sueño, muchos sueños. Todos saben a gloria, todos le ensanchan el pecho, dibujándole una sonrisa sincera que todo lo abarca, que todo lo puede.
Su rostro retrata la ingenuidad feliz de la infancia, cuando sus ojitos claros se pierden contemplando el rítmico andar de las vacas que va arreando. No va fija la mirada en ninguna parte porque la imaginación vuela sin que nada la detenga hasta que no puede distinguir lo que ve de lo que sueña. Se inventa historias magníficas, inverosímiles, construye enormes puentes, cambia culturas, mueve los corazones. Una vaca se ha detenido, se acerca para palmearla suavemente cuando empieza a caer la pasta verde que triunfó su paso por cuatro estómagos, sólo se salpica un poco y sonríe otra vez para olvidar el asco. Continúa la campirana procesión con el mismo paso sosegado que empezó. Entonces escucha el sonido de las campanas y alcanza a distinguir la cruz que está sobre el campanario. Debe darse prisa si quiere llegar a tiempo al rezo del Rosario, donde continuará con ambiente sacro sus proyectos interminables, sus ilusiones sin desfalco. Llega a la milpa donde dejará pastando a las vacas que lo nutren diariamente y abre con dificultad la puerta cuya cerradura lo mismo tiene púas que espinas. Se quita con cuidado el sudor y el polvo que bañan su frente y sus pálidas mejillas, confundiéndose con sus curiosas pecas. Al cruzar el umbral pasa sus pies por la pequeña asequia de agua fresca y transparente que dobla las hojas de zacate que están en el fondo. Se sienta en el diminuto puente de piedras que surca el canalito y contempla con regocijo el tenaz instinto bovino de pasar la vida moviendo las mandíbulas. Se sume de nueva cuenta en las cavilaciones por las que su mente ha divagado toda la tarde y pasa de dar un discurso elocuente en la más alta tribuna del país a una predica en púlpitos rodeados de gente con intenciones de cambiar. Declama, proclama y reclama, usando las infalibles premisas de que todo cambia y que cuando cambia mejora.
Escucha la segunda campanada de la iglesia y se apura para cerrar otra vez con dificultad la puerta del mecanismo complicado. Corre con un cándido ímpetu, o mejor dicho, con una impetuosa candidez. Es el niño de los callejones. Cada tarde antes de que empiece a oscurecer regresa al pueblo y saluda con sonidos onomatopéyicos a todos los que encuentra. Y aunque es el mismo, cada día es otro porque él se inventa y se reinventa en los callejones, porque la soledad y la inmadurez todo lo pueden.
Su rostro retrata la ingenuidad feliz de la infancia, cuando sus ojitos claros se pierden contemplando el rítmico andar de las vacas que va arreando. No va fija la mirada en ninguna parte porque la imaginación vuela sin que nada la detenga hasta que no puede distinguir lo que ve de lo que sueña. Se inventa historias magníficas, inverosímiles, construye enormes puentes, cambia culturas, mueve los corazones. Una vaca se ha detenido, se acerca para palmearla suavemente cuando empieza a caer la pasta verde que triunfó su paso por cuatro estómagos, sólo se salpica un poco y sonríe otra vez para olvidar el asco. Continúa la campirana procesión con el mismo paso sosegado que empezó. Entonces escucha el sonido de las campanas y alcanza a distinguir la cruz que está sobre el campanario. Debe darse prisa si quiere llegar a tiempo al rezo del Rosario, donde continuará con ambiente sacro sus proyectos interminables, sus ilusiones sin desfalco. Llega a la milpa donde dejará pastando a las vacas que lo nutren diariamente y abre con dificultad la puerta cuya cerradura lo mismo tiene púas que espinas. Se quita con cuidado el sudor y el polvo que bañan su frente y sus pálidas mejillas, confundiéndose con sus curiosas pecas. Al cruzar el umbral pasa sus pies por la pequeña asequia de agua fresca y transparente que dobla las hojas de zacate que están en el fondo. Se sienta en el diminuto puente de piedras que surca el canalito y contempla con regocijo el tenaz instinto bovino de pasar la vida moviendo las mandíbulas. Se sume de nueva cuenta en las cavilaciones por las que su mente ha divagado toda la tarde y pasa de dar un discurso elocuente en la más alta tribuna del país a una predica en púlpitos rodeados de gente con intenciones de cambiar. Declama, proclama y reclama, usando las infalibles premisas de que todo cambia y que cuando cambia mejora.
Escucha la segunda campanada de la iglesia y se apura para cerrar otra vez con dificultad la puerta del mecanismo complicado. Corre con un cándido ímpetu, o mejor dicho, con una impetuosa candidez. Es el niño de los callejones. Cada tarde antes de que empiece a oscurecer regresa al pueblo y saluda con sonidos onomatopéyicos a todos los que encuentra. Y aunque es el mismo, cada día es otro porque él se inventa y se reinventa en los callejones, porque la soledad y la inmadurez todo lo pueden.
lunes, octubre 08, 2007
De porqué los jueves deben ser el inicio de los fines de semana
No tengo muchas razones de peso (al menos de interés general para la sociedad) para sostener la afirmación que hago en el título de esta entrada, pero tengo para mí que por alguna lúdica/báquica razón, los fines de semana no son suficientes si se empiezan el sábado y se terminan el domingo. Si anduviera más inspirado mandaría senda misiva a la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (con copia para la Secretaría de Educación Pública) exponiendo mis razones para impulsar una reforma en este sentido (ahora que las reformas, aunque mutiladas, están saliendo en este país tan rejego a reformarse). Sé que algunas madres y esposas no estarían tan contentas con la noticia por tener que lidiar tanto tiempo a sus críos y soportar a los "amigotes" del cónyuge o concubino (en estas épocas críticas de la familia nuclear). Pero, como pasa siempre con las paradojas del contrato social, a algunos les toca perder para el mayor bienestar colectivo.
Y, para dar el ejemplo de que así debe ser la semana pasada me dispuse a iniciar el elongamiento finsemanero desde el mismísimo jueves, en que se organizó tremenda carne asada, con ingredientes todos (casi) llevados desde la tierra misma que honra a la carne asada con más recalcitrante orgullo: Sonora. Aprovecho el espacio para denostar con el más vil de mis desprecios lo que en cualquier parte en el D.F. te ofrecen como carne asada. Primero, en realidad no está asada, sino que está cocinada a la plancha que ¡por vida de Dios! no es en lo absoluto lo mismo, ni en términos del proceso, ni la tradición, pero sobre todo ¡¡¡del sabor!!! Segundo, todavía de que la cocinan sobre la plancha se atreven a ponerle aceite, oh my goodness!!! en realidad, están sirviendo carne freída, tan distante de la carne asada que el uso del eufemismo resulta ofensivo. Y, tercero, qué carne más espantosa la que se usa por aquí, se puede comer miles de delicias de variadísimos ingredientes, pero no llegues a la carne de res porque como dice la canción... todo se derrumbóooo dentro de míii, dentro de míii. A menos que conozcas lugares bien específicos donde vendan carne o de Sonora, o de Argentina, o cortes estadounidenses, que también son buenos, desaconsejo con toda la severidad de un Consejo de Ancianos la ingesta de carne de res en estos céntricos lares de la República, y los insto a mejor preferir huitlacoche, escamoles, o cualquier otro platillo con nombre en náhuatl, que su paladar se los agradecerá. En fin... una vez desahogadas mis frustraciones gastronómicas procedo a continuar con mi perorata de la conveniencia de los fines de semana largos.
Resulta que en sí haber organizado una carne asada no era razón suficiente para un desvelo en plena semana de trabajo, pero hemos tenido un lamentable desencuentro cercano del tercer tipo con el carbón. Para no hacerles el cuento largo (como dice mi tía Celina después de haber hecho el cuento bastante largo) tardamos literalmente dos horas en prender el carajo carbón, que bien se ganó el mote de cabrón carbón. Y no solamente dos horas fueron suficientes, también se requirió la fuerza bruta de cuatro hombres adultos, el tiraje diario de uno de los periódicos de mayor circulación, una caja completa de fósforos (cerillos) para chimenea y una especie de abanico/fuete que terminó pasando a mejor vida una vez que la lumbre pudo agarrar su vuelo. Lo más terrible de este hecho, es que es innegable que el rol que la sociedad le concede al varón está en buena parte basado en poder prender un asador, cuando es requerido. Así que fue ignominioso para nuestros egos tener que hacer hasta la danza de la lluvia invocando al fregado Dios del fuego que se negaba a concedernos su gracia. Y por si esto fuera poco nuestro propio sonorensez se puso en duda, porque si eres sonorense y no sabes prender el asador pues básicamente estás sumido en el más fétido hoyo. Queda uno deslegitimado como hijo de Sonora si es incapaz de desempeñar la única función que tiene monopolizada el macho sonorense. Pues, fueron dos horas pero después de soplar en total como tres globos aerostáticos logramos encender el dichoso asador. Y el resultado, como era de esperarse fue genial, una maravilla de carne, servida en tortillas de harina (de trigo) y aderezada con chiles verdes tatemados que eran una delicia.
Pues el punto en realidad es que por tanta trifulca se me llegó la madrugada y ya no era prudente regresar a la casa a tan altas horas de la noche y encontrándome a unas cuadras de mi trabajo. Por lo que quedéme a dormir en casa de Roberto, quien tuvo a bien prestarme una camisa, para que nada más fueran mi pelo y mis pantalones los que olieran a humo de asador necio. Afortunadamente, era viernes de business casual así le di un giro a mi indumentaria y casi ni parecía que estaba vistiendo la misma ropa del día anterior. El viernes todavía había actividades planeadas, como comida con los compañeros de trabajo y en la noche... ni más ni menos que... ta-ta-tatán... LUCHA LIBRE!!! Así como lo oyen (ven), en cuanto cayó el velo nocturno nos apersonamos en la mismísima Arena México, en la colonia Doctores, de reputación harto dudosa.
La lucha libre es todo un espectáculo en el más literal de sus sentidos. Solamente comparable con una danza o el teatro. De lucha tiene muy poco, porque todo se hace en una especie de coreografía en la que abundan las piruetas, los colores llamativos en los desafortunados calzones de los luchadores, el brillo de sus máscaras y lo abundante de sus melenas. Los golpes, aunque presentes de vez en vez, creo que son más debidos al azar o a un error en los ensayos, porque en general los combatientes parecieran pelean en esta especie de arreglo de no maltratar sus caritas ni sus casi obesas figuras (en el caso de los más tradicionales, los más jóvenes ya se notan más producto de los esteroides que de doce huevos diarios en el desayuno). Pero hay de todo: enanos, luchas de mujeres, una afición apasionada y muchísimos disfraces del Santo, o de Místico, Averno, Mephisto y una larga serie de nombres espeluznantes. La lucha libre fue seguida por viaje a una cantina en el que la comida se veía riquísima, aunque no pude cerciorarme de que también así supiera porque la colitis estaba haciendo su aparición y me porté muy decente para retrasar su presencia.
El sábado hubo fiesta de mi roomie en el depa, seguido de fugaz visita a apestoso antro (todos sin excepción son apestosos y mientras se siga fumando en su interior lo seguirán siendo, espero que ya pronto entre en vigor la ley que prohibirá fumar en ellos que a tantos asusta, pero que a mí me emociona reteharto). Y el domingo fue ir al bosque a hacer ejercicio (no mucho, eso sí, no se me fueran a bajar las defensas y me atacara otro bicho) y sacar el trabajo que mi mala costumbre me hace llevarme a la casa. Y listo el fin de semana se había acabado y yo ni siquiera tuve tiempo de descansar, lo cual me trae con mucho desasosiego, porque este fin de semana también me voy desde el jueves en la tarde hasta Hermosillo a reunirme con el Consejo Intergaláctico Barceló Durazo y órganos subsidiarios, que seguro tampoco me darán tregua para una anhelada terapia de recuperación con jornadas completas de sueño.
Y, para dar el ejemplo de que así debe ser la semana pasada me dispuse a iniciar el elongamiento finsemanero desde el mismísimo jueves, en que se organizó tremenda carne asada, con ingredientes todos (casi) llevados desde la tierra misma que honra a la carne asada con más recalcitrante orgullo: Sonora. Aprovecho el espacio para denostar con el más vil de mis desprecios lo que en cualquier parte en el D.F. te ofrecen como carne asada. Primero, en realidad no está asada, sino que está cocinada a la plancha que ¡por vida de Dios! no es en lo absoluto lo mismo, ni en términos del proceso, ni la tradición, pero sobre todo ¡¡¡del sabor!!! Segundo, todavía de que la cocinan sobre la plancha se atreven a ponerle aceite, oh my goodness!!! en realidad, están sirviendo carne freída, tan distante de la carne asada que el uso del eufemismo resulta ofensivo. Y, tercero, qué carne más espantosa la que se usa por aquí, se puede comer miles de delicias de variadísimos ingredientes, pero no llegues a la carne de res porque como dice la canción... todo se derrumbóooo dentro de míii, dentro de míii. A menos que conozcas lugares bien específicos donde vendan carne o de Sonora, o de Argentina, o cortes estadounidenses, que también son buenos, desaconsejo con toda la severidad de un Consejo de Ancianos la ingesta de carne de res en estos céntricos lares de la República, y los insto a mejor preferir huitlacoche, escamoles, o cualquier otro platillo con nombre en náhuatl, que su paladar se los agradecerá. En fin... una vez desahogadas mis frustraciones gastronómicas procedo a continuar con mi perorata de la conveniencia de los fines de semana largos.
Resulta que en sí haber organizado una carne asada no era razón suficiente para un desvelo en plena semana de trabajo, pero hemos tenido un lamentable desencuentro cercano del tercer tipo con el carbón. Para no hacerles el cuento largo (como dice mi tía Celina después de haber hecho el cuento bastante largo) tardamos literalmente dos horas en prender el carajo carbón, que bien se ganó el mote de cabrón carbón. Y no solamente dos horas fueron suficientes, también se requirió la fuerza bruta de cuatro hombres adultos, el tiraje diario de uno de los periódicos de mayor circulación, una caja completa de fósforos (cerillos) para chimenea y una especie de abanico/fuete que terminó pasando a mejor vida una vez que la lumbre pudo agarrar su vuelo. Lo más terrible de este hecho, es que es innegable que el rol que la sociedad le concede al varón está en buena parte basado en poder prender un asador, cuando es requerido. Así que fue ignominioso para nuestros egos tener que hacer hasta la danza de la lluvia invocando al fregado Dios del fuego que se negaba a concedernos su gracia. Y por si esto fuera poco nuestro propio sonorensez se puso en duda, porque si eres sonorense y no sabes prender el asador pues básicamente estás sumido en el más fétido hoyo. Queda uno deslegitimado como hijo de Sonora si es incapaz de desempeñar la única función que tiene monopolizada el macho sonorense. Pues, fueron dos horas pero después de soplar en total como tres globos aerostáticos logramos encender el dichoso asador. Y el resultado, como era de esperarse fue genial, una maravilla de carne, servida en tortillas de harina (de trigo) y aderezada con chiles verdes tatemados que eran una delicia.
Pues el punto en realidad es que por tanta trifulca se me llegó la madrugada y ya no era prudente regresar a la casa a tan altas horas de la noche y encontrándome a unas cuadras de mi trabajo. Por lo que quedéme a dormir en casa de Roberto, quien tuvo a bien prestarme una camisa, para que nada más fueran mi pelo y mis pantalones los que olieran a humo de asador necio. Afortunadamente, era viernes de business casual así le di un giro a mi indumentaria y casi ni parecía que estaba vistiendo la misma ropa del día anterior. El viernes todavía había actividades planeadas, como comida con los compañeros de trabajo y en la noche... ni más ni menos que... ta-ta-tatán... LUCHA LIBRE!!! Así como lo oyen (ven), en cuanto cayó el velo nocturno nos apersonamos en la mismísima Arena México, en la colonia Doctores, de reputación harto dudosa.
La lucha libre es todo un espectáculo en el más literal de sus sentidos. Solamente comparable con una danza o el teatro. De lucha tiene muy poco, porque todo se hace en una especie de coreografía en la que abundan las piruetas, los colores llamativos en los desafortunados calzones de los luchadores, el brillo de sus máscaras y lo abundante de sus melenas. Los golpes, aunque presentes de vez en vez, creo que son más debidos al azar o a un error en los ensayos, porque en general los combatientes parecieran pelean en esta especie de arreglo de no maltratar sus caritas ni sus casi obesas figuras (en el caso de los más tradicionales, los más jóvenes ya se notan más producto de los esteroides que de doce huevos diarios en el desayuno). Pero hay de todo: enanos, luchas de mujeres, una afición apasionada y muchísimos disfraces del Santo, o de Místico, Averno, Mephisto y una larga serie de nombres espeluznantes. La lucha libre fue seguida por viaje a una cantina en el que la comida se veía riquísima, aunque no pude cerciorarme de que también así supiera porque la colitis estaba haciendo su aparición y me porté muy decente para retrasar su presencia.
El sábado hubo fiesta de mi roomie en el depa, seguido de fugaz visita a apestoso antro (todos sin excepción son apestosos y mientras se siga fumando en su interior lo seguirán siendo, espero que ya pronto entre en vigor la ley que prohibirá fumar en ellos que a tantos asusta, pero que a mí me emociona reteharto). Y el domingo fue ir al bosque a hacer ejercicio (no mucho, eso sí, no se me fueran a bajar las defensas y me atacara otro bicho) y sacar el trabajo que mi mala costumbre me hace llevarme a la casa. Y listo el fin de semana se había acabado y yo ni siquiera tuve tiempo de descansar, lo cual me trae con mucho desasosiego, porque este fin de semana también me voy desde el jueves en la tarde hasta Hermosillo a reunirme con el Consejo Intergaláctico Barceló Durazo y órganos subsidiarios, que seguro tampoco me darán tregua para una anhelada terapia de recuperación con jornadas completas de sueño.
jueves, octubre 04, 2007
Mole, conventos y plata
El pasado fin de semana la pasé genial, como debe pasarla uno en los fines de semana... al menos... Había venido cuajándose el plan de ir a visitar algunos monasterios de principios del siglo XVI (o sea, rete-antiquísimos, si justamente la conquista de México-Tenochtitlan es en la segunda década del siglo XVI). Todos estos monasterios están regados por pueblos pequeños que están relativamente cerca del volcán Popocatépetl, en los estados de Morelos y Puebla, así como en otros lugares más conocidos como Cuernavaca (capital de Morelos y resort-city de la ciudad de México) o Cholula (que la leyenda urbana dice que tiene 365 templos, a pesar de ser un pueblo pequeño, pero mejor conocida por tener una pirámide que fue enterrada por los propios indígenas antes de que llegaran los españoles, por ser un lugar ceremonial y en la cima de lo que ahora parece una colina se construyó un templo católico, con impresionante vista al volcán Popocatépetl). En fin, todos estos monasterios fueron declarados hace unos años Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Pero, además del evidente atractivo cultural, queríamos agregarle un toque de aventura al road trip. Así que no averiguamos muy bien ni por dónde se iba, ni mapas, ni horarios, ni nada. Todo lo que conociéramos sería resultado de andar preguntando por aquí y por allá. Y si nos perdíamos, pues no problemo. Con ese espíritu emprendedor salimos de la ciudad de México, no sin antes revisar las llantas y los niveles del carro, porque una cosa es ser aventurero y otra es estar estúpido. Además, el portero del edificio tuvo a bien descubrir que la falla que traía mi parabrisas (bueno, en el D.F. le dicen limpiadores o limpiaparabrisas, porque es al vidrio a lo que llaman parabrisas, en fin...) no era mega falla mecánica, como yo asumí, sino que le faltaba apretarle un tornillo y listo, volvió a servir. Y, ¡alabado sea el Señor y también el señor portero! porque aquí nunca se cansa de llover y, obvio, en el camino nos llovió en repetidas ocasiones.Nos acompañaron unos amigos recién hechos de Roberto y Azuvia, ni más ni menos que artistas, divertidísimos. Dos de ellos holandeses, una belga (sin albur) y una española/colombiana, así que el crowd se puso bastante internacional.
Adicionalmente al atractivo cultural y de aventura, se añadió otro que celebro sobremanera: el interés gastronómico. Y es que este país mío no me deja de sorprender con su comida!!! Y nos enteramos que más o menos de camino en un pueblito de la región rural del Distrito Federal que se llama Atocpan, empezaba ni más ni menos que un festival del moooooleeee!!! Como un Oktoberfest pero de diferentes tipos de moles, hechos con todo el procedimiento e ingredientes tradicionales y otros más exóticos, como mole de tamarindo. De verdad que fue un festín de dimensiones epicúreas, estaban los moles de tal manera deliciosos, que con gusto hubiera ido a regurgitar, con tal de poder comer más cuando se rebasó la capacidad de almacenamiento de mi pancita. Y alrededor de los restaurantes, puestos típicos de feria, con un carrusel de ponis de verdad, y puestos de más comida, frutas de temporada, tortillas de diferentes colores, chocolates y mil tragaderas más. Toda una experiencia del México profundo, a unos minutos de la enorme ciudad.
Después de una lluvia que me pareció diluvio por mi previa formación desértica, partimos rumbo a Morelos por una carretera libre (sin casetas de cobro) que por sí misma debería ser un atractivo turístico, la carretera Xochimilco-Oaxtepec. Los paisajes eran grandiosos, con una vegetación de un verde que te llena los ojos, colinas cubiertas de flores amarillas, terrazas plantadas de nopales (cactus aplanado y altamente comestible en estas tierras tenochcas), bosques de pino, de encinos, de todo. Después de menos de una hora llegamos al primer pueblo, que se llama Tlayacapan (ni comiendo kilos de mole puedo recordar con facilidad la intrincada sintaxis de los nombre en náhuatl, así que si me equivoco por sílabas o letras, pido disculpas). En este lugar el convento era de agustinos y fue una verdadera experiencia, un lugar hecho en el pasado, pero que se quedó en el pasado. Esas máquinas del tiempo, en las que sólo hace falta cruzar un umbral para transportarte a otras épocas distantes que se te revelan y un poco te asombran y otro poco te asustan. Tenía el monasterio un pequeño museo con iconografía de los inicios de la época colonial y además una colección de... ta-ta-tátán... de momias!!! muertas y verdaderas. Fueron descubiertas por accidente a los alrededores de la iglesia, que tradicionalmente eran considerados campos santos para enterrar a sus muertos (en Huásabas, al cementerio todavía hay gente que le llama el camposanto). Y fue una experiencia, a la vez de espeluznante, muy vívida (dicho sin ironía). Y lo genial de Tlayacapan, a diferencia de otro pueblo con un convento similar que se llama Tepoztlán es que no había turistas. Sólo la gente del pueblo haciendo sus actividades vespertinas de sábado, en el gran atrio de la Iglesia, poblado de enormes árboles. Alrededor de la placita principal había unos pequeños puentes empedrados encantadores que surcaban canales. De ahí nos fuimos a otro monasterio en un lugar que se llama Oaxtepec (que también es un lugar resort en el que es común que los chilangos tengan su casa con alberca, porque el clima es cálido y casi tropical, con una vegetación padrísima. El monasterio ya estaba cerrado, así que sólo conocimos la iglesia y los exhuberantes jardines, que por sí mismos ameritaban visita.
Y una vez saciado nuestro espíritu cultural y aventurero, se impuso el burgués que todos llevamos dentro (unos más aplacado que otros, por fortuna) y nos fuimos a Cuernavaca a la casa de la mamá de Roberto, a tomar mezcal y tequila en el fabuloso jardín y a dormir en lugar cómodo. Sacamos mesas y sillas y a la luz de la luna y las velas platicamos de ya no me acuerdo qué tantas cosas, muchas, el nuevo sentido de la identidad individual, viajes, China, México, Europa, Estados Unidos, la globalización (tema que ningún altermundista puede evadir, ¡Dios nos libre!). Cenamos quesadillas a la sonorense (o sea, con tortillas de harina y queso asadero, al comal no fritas, porque en el centro de México comen quesadilla de cuanta cosa, mientras que en Sonora la quesadilla puede ser únicamente de queso y nunca frita). La compañía y atención de Piwi son completamente encantadoras, la tentación de llegar a su casa es que nunca quieres salir de ella, menos que para el desayuno nos preparó huevos con carne machaca, también de Sonora. Pero ya habíamos tomado la determinación de irnos temprano el domingo al pueblo de Taxco, en el estado de Guerrero.
Taxco fue un pueblo minero desde la Colonia y está escarpado entre montañas que hacen sus callejones y callejuelas, empedradas y ornamentadas una vista formidable, inolvidable. Lo más tradicional es la venta de cosas de plata, a precios relativamente accesibles. Pero en sí el lugar es increíble y ha sido excelentemente preservado, a pesar de la gran cantidad de turistas que lo inundan y solamente hay casas blancas, con líneas de ocre y techos de teja, colgadas de los cerros de manera, la verdad, muy ingeniosa. Ahí también el apetito hizo de las suyas y nos devoramos un enorme plato de pozole (muy tradicional de ese estado) y chalupas y tostadas. Cuando empezó a caer la tarde, nos cayó también el recordatorio de que los lunes temprano no perdonan, así que teníamos que emprender la ruta rumbo a la ciudad de México. Tomamos la autopista, pero antes de llegar a la última caseta también nos fuimos por carretera libre que resultó ser mucho más rápida, por el terrible tráfico que se hace ese día y hora para entrar a la ciudad, después de las fugas colectivas que se escapan de la urbe, aunque sea el domingo. Y terminó un fin de semana entrañable, lleno de carcajadas, comida mexicana de diferentes regiones, bonita música, lugares harto interesantes y charlas intelectualmente provocadoras.
Pero, además del evidente atractivo cultural, queríamos agregarle un toque de aventura al road trip. Así que no averiguamos muy bien ni por dónde se iba, ni mapas, ni horarios, ni nada. Todo lo que conociéramos sería resultado de andar preguntando por aquí y por allá. Y si nos perdíamos, pues no problemo. Con ese espíritu emprendedor salimos de la ciudad de México, no sin antes revisar las llantas y los niveles del carro, porque una cosa es ser aventurero y otra es estar estúpido. Además, el portero del edificio tuvo a bien descubrir que la falla que traía mi parabrisas (bueno, en el D.F. le dicen limpiadores o limpiaparabrisas, porque es al vidrio a lo que llaman parabrisas, en fin...) no era mega falla mecánica, como yo asumí, sino que le faltaba apretarle un tornillo y listo, volvió a servir. Y, ¡alabado sea el Señor y también el señor portero! porque aquí nunca se cansa de llover y, obvio, en el camino nos llovió en repetidas ocasiones.Nos acompañaron unos amigos recién hechos de Roberto y Azuvia, ni más ni menos que artistas, divertidísimos. Dos de ellos holandeses, una belga (sin albur) y una española/colombiana, así que el crowd se puso bastante internacional.
Adicionalmente al atractivo cultural y de aventura, se añadió otro que celebro sobremanera: el interés gastronómico. Y es que este país mío no me deja de sorprender con su comida!!! Y nos enteramos que más o menos de camino en un pueblito de la región rural del Distrito Federal que se llama Atocpan, empezaba ni más ni menos que un festival del moooooleeee!!! Como un Oktoberfest pero de diferentes tipos de moles, hechos con todo el procedimiento e ingredientes tradicionales y otros más exóticos, como mole de tamarindo. De verdad que fue un festín de dimensiones epicúreas, estaban los moles de tal manera deliciosos, que con gusto hubiera ido a regurgitar, con tal de poder comer más cuando se rebasó la capacidad de almacenamiento de mi pancita. Y alrededor de los restaurantes, puestos típicos de feria, con un carrusel de ponis de verdad, y puestos de más comida, frutas de temporada, tortillas de diferentes colores, chocolates y mil tragaderas más. Toda una experiencia del México profundo, a unos minutos de la enorme ciudad.
Después de una lluvia que me pareció diluvio por mi previa formación desértica, partimos rumbo a Morelos por una carretera libre (sin casetas de cobro) que por sí misma debería ser un atractivo turístico, la carretera Xochimilco-Oaxtepec. Los paisajes eran grandiosos, con una vegetación de un verde que te llena los ojos, colinas cubiertas de flores amarillas, terrazas plantadas de nopales (cactus aplanado y altamente comestible en estas tierras tenochcas), bosques de pino, de encinos, de todo. Después de menos de una hora llegamos al primer pueblo, que se llama Tlayacapan (ni comiendo kilos de mole puedo recordar con facilidad la intrincada sintaxis de los nombre en náhuatl, así que si me equivoco por sílabas o letras, pido disculpas). En este lugar el convento era de agustinos y fue una verdadera experiencia, un lugar hecho en el pasado, pero que se quedó en el pasado. Esas máquinas del tiempo, en las que sólo hace falta cruzar un umbral para transportarte a otras épocas distantes que se te revelan y un poco te asombran y otro poco te asustan. Tenía el monasterio un pequeño museo con iconografía de los inicios de la época colonial y además una colección de... ta-ta-tátán... de momias!!! muertas y verdaderas. Fueron descubiertas por accidente a los alrededores de la iglesia, que tradicionalmente eran considerados campos santos para enterrar a sus muertos (en Huásabas, al cementerio todavía hay gente que le llama el camposanto). Y fue una experiencia, a la vez de espeluznante, muy vívida (dicho sin ironía). Y lo genial de Tlayacapan, a diferencia de otro pueblo con un convento similar que se llama Tepoztlán es que no había turistas. Sólo la gente del pueblo haciendo sus actividades vespertinas de sábado, en el gran atrio de la Iglesia, poblado de enormes árboles. Alrededor de la placita principal había unos pequeños puentes empedrados encantadores que surcaban canales. De ahí nos fuimos a otro monasterio en un lugar que se llama Oaxtepec (que también es un lugar resort en el que es común que los chilangos tengan su casa con alberca, porque el clima es cálido y casi tropical, con una vegetación padrísima. El monasterio ya estaba cerrado, así que sólo conocimos la iglesia y los exhuberantes jardines, que por sí mismos ameritaban visita.
Y una vez saciado nuestro espíritu cultural y aventurero, se impuso el burgués que todos llevamos dentro (unos más aplacado que otros, por fortuna) y nos fuimos a Cuernavaca a la casa de la mamá de Roberto, a tomar mezcal y tequila en el fabuloso jardín y a dormir en lugar cómodo. Sacamos mesas y sillas y a la luz de la luna y las velas platicamos de ya no me acuerdo qué tantas cosas, muchas, el nuevo sentido de la identidad individual, viajes, China, México, Europa, Estados Unidos, la globalización (tema que ningún altermundista puede evadir, ¡Dios nos libre!). Cenamos quesadillas a la sonorense (o sea, con tortillas de harina y queso asadero, al comal no fritas, porque en el centro de México comen quesadilla de cuanta cosa, mientras que en Sonora la quesadilla puede ser únicamente de queso y nunca frita). La compañía y atención de Piwi son completamente encantadoras, la tentación de llegar a su casa es que nunca quieres salir de ella, menos que para el desayuno nos preparó huevos con carne machaca, también de Sonora. Pero ya habíamos tomado la determinación de irnos temprano el domingo al pueblo de Taxco, en el estado de Guerrero.
Taxco fue un pueblo minero desde la Colonia y está escarpado entre montañas que hacen sus callejones y callejuelas, empedradas y ornamentadas una vista formidable, inolvidable. Lo más tradicional es la venta de cosas de plata, a precios relativamente accesibles. Pero en sí el lugar es increíble y ha sido excelentemente preservado, a pesar de la gran cantidad de turistas que lo inundan y solamente hay casas blancas, con líneas de ocre y techos de teja, colgadas de los cerros de manera, la verdad, muy ingeniosa. Ahí también el apetito hizo de las suyas y nos devoramos un enorme plato de pozole (muy tradicional de ese estado) y chalupas y tostadas. Cuando empezó a caer la tarde, nos cayó también el recordatorio de que los lunes temprano no perdonan, así que teníamos que emprender la ruta rumbo a la ciudad de México. Tomamos la autopista, pero antes de llegar a la última caseta también nos fuimos por carretera libre que resultó ser mucho más rápida, por el terrible tráfico que se hace ese día y hora para entrar a la ciudad, después de las fugas colectivas que se escapan de la urbe, aunque sea el domingo. Y terminó un fin de semana entrañable, lleno de carcajadas, comida mexicana de diferentes regiones, bonita música, lugares harto interesantes y charlas intelectualmente provocadoras.
martes, octubre 02, 2007
¿Qué es un blog?
Viene de la expresión inglesa web log que es algo así como pegar cosas en la web. Y exactamente eso es para mí: pegar cosas. Aunque ahí viene la parte complicada porque qué cosas son las que merecen la pena ser pegadas. Mi respuesta convencida es: todas. Porque la idea no está reservada a los ilustrados, ni siquiera a los pensantes, es un medio abierto a todos aquellos con acceso a Internet que tengan las suficientes capacidades técnicas para escribir algo (o sea, miles de millones de personas ¡oh, no, qué horror!).
Habiendo dicho esto, quede expresado que no tendría que pedir disculpas por publicar las cosas más irrelevantes, aunque agradezco el esfuerzo de quienes sí escriben sesudamente y aplaudo a quienes lo hacen con talento (y buena ortografía). Pero en la esfera bloguera soy completamente condescendiente conmigo mismo y olvido la mayor gravedad que tiene la palabra escrita y soy completamente conversacional. Efectivamente, para mí el blog desde sus inicios fue sólo un medio para conversar, aunque debo reconocer que de manera bastante unilateral porque es más lo que yo digo que lo que yo oigo de probables interlocutores.
Entonces, ¿a quién le interesa mi disertación sobre la función de los blogs? Básicamente, a nadie (y lo digo con cinismo, porque si alguien ya llegó leyendo hasta acá y hasta ahora se da cuenta de que toda la jiribilla que se echó previamente era prácticamente una regurgitación mental, puedo comprender que no esté nada contento con el que esto escribe). Pero se me hace genial que simultáneamente a rascarme el ombligo puedo escribir ideas que para bien o para mal deambulan en mi cerebro y lo más sorprendente es que desatan comentarios (publicados aquí o no) que me ilustran sobre perspectivas compartidas o divergentes o que traen a colación otras ideas aún más divagadas, lo cual me agrada ampliamente.
Debo confesar ante mis potenciales lectores que en la vida real soy menos superfluo (qué vergüenza!!!) y suelo abordar los temas con mucha seriedad, y a la menor provocación empiezo a argumentar con seguramente aburrida elocuencia temas de política, religión, economía, filosofía (lo poco que puedo entender), cine, entre otros. Pero, afortunadamente, creé este alter ego que bloguea que no toma nada verdaderamente en serio, un intelecto comparable a la mismísima Barbie Malibú, un irresponsable burgués que se pasa la vida hablando de sí mismo como si eso debiera importarle a alguien más que a sí mismo y a sus biógrafos (que, por cierto, no existen). Y aún reconociendo todo lo anterior me encanta la experiencia de bloguear y ni siquiera me dan remordimientos (y es que ya no hay moral!!!!). Eso ha sido para mí un blog y, como dice la canción, "mi gusto es...".
Habiendo dicho esto, quede expresado que no tendría que pedir disculpas por publicar las cosas más irrelevantes, aunque agradezco el esfuerzo de quienes sí escriben sesudamente y aplaudo a quienes lo hacen con talento (y buena ortografía). Pero en la esfera bloguera soy completamente condescendiente conmigo mismo y olvido la mayor gravedad que tiene la palabra escrita y soy completamente conversacional. Efectivamente, para mí el blog desde sus inicios fue sólo un medio para conversar, aunque debo reconocer que de manera bastante unilateral porque es más lo que yo digo que lo que yo oigo de probables interlocutores.
Entonces, ¿a quién le interesa mi disertación sobre la función de los blogs? Básicamente, a nadie (y lo digo con cinismo, porque si alguien ya llegó leyendo hasta acá y hasta ahora se da cuenta de que toda la jiribilla que se echó previamente era prácticamente una regurgitación mental, puedo comprender que no esté nada contento con el que esto escribe). Pero se me hace genial que simultáneamente a rascarme el ombligo puedo escribir ideas que para bien o para mal deambulan en mi cerebro y lo más sorprendente es que desatan comentarios (publicados aquí o no) que me ilustran sobre perspectivas compartidas o divergentes o que traen a colación otras ideas aún más divagadas, lo cual me agrada ampliamente.
Debo confesar ante mis potenciales lectores que en la vida real soy menos superfluo (qué vergüenza!!!) y suelo abordar los temas con mucha seriedad, y a la menor provocación empiezo a argumentar con seguramente aburrida elocuencia temas de política, religión, economía, filosofía (lo poco que puedo entender), cine, entre otros. Pero, afortunadamente, creé este alter ego que bloguea que no toma nada verdaderamente en serio, un intelecto comparable a la mismísima Barbie Malibú, un irresponsable burgués que se pasa la vida hablando de sí mismo como si eso debiera importarle a alguien más que a sí mismo y a sus biógrafos (que, por cierto, no existen). Y aún reconociendo todo lo anterior me encanta la experiencia de bloguear y ni siquiera me dan remordimientos (y es que ya no hay moral!!!!). Eso ha sido para mí un blog y, como dice la canción, "mi gusto es...".
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