miércoles, marzo 01, 2006

Mi vida en Huásabas (capítulo 3)

Ahora estoy en la ciudad de México y seguido cuando estoy atascado en medio del tráfico me entran unas ganas incontenibles de regresar al pueblo. El plan de vida que me he propuesto descarta por completo esa posibilidad pero los recuerdos son una excelente válvula de escape. ¿Qué hacías en un día normal en Huásabas? Es una pregunta que me han hecho con diversos tonos. ¿No te aburrías? Y cuando trato de responder esta pregunta a veces se me dificulta recordar cuáles eran mis actividades, aunque ni siquiera me pasa por la cabeza la idea de que el aburrimiento haya sido moneda corriente durante mi vida en Huásabas. Bueno, con la honrosa excepción de algunas tardes de domingo que parecían alargarse indefinidamente con la amenazadora advertencia de que al día siguiente había que levantarse temprano para ir a la escuela. Probablemente los causantes de ese paso lento del tiempo eran los “bobitos”, esos mosquitos muy pequeños que vuelan alrededor de tus ojos y que sólo despejas momentáneamente con un manotazo, pero que al cabo de dos segundos están de vuelta haciéndote parpadear más de la cuenta para combatir la comezón que te causan cuando se paran en tus párpados y pestañas. No sé porqué razón pero tengo la impresión de “lidear” con los “bobitos” solamente los domingos por la tarde. Aunque no creo que su religión los obligara a desempeñar su molesto trabajo sólo ese día. Debe ser que los domingos por la tarde cuando nos sentábamos en la banqueta con mi nana (mi abuela paterna) y mis tías meciéndonos en una poltrona (mecedora) a esperar que pasara la tarde más larga de la semana, bajo la sombra del mezquite de la casa de enfrente, los sentidos se afinaban y la paciencia se hacía escasa. Cuando el sol empezaba a ceder empezaba a sonar las campanas de la Iglesia la “hermana mayor” (así se le conocía a la sacristana, Mariíta, o “Marillita”, según la adecuada pronunciación huasabeña) para indicar que era la hora del Rosario. Pero ese día la convocatoria era muy poco fructífera. “Ya está la Marillita nalgueando las campanas” decía siempre mi nana, con un tono de admiración a la paciencia de la “hermana mayor” e indicando a su vez que los domingos no se asistía a rezar el Rosario. Ese día ya se había cumplido con ir a oír misa por la mañana. El comentario siempre servía para traer a colación lo que había predicado el sacerdote en la misa matutina. “¡Ay qué bonito habló el padre en la mañana!” o “¿por qué no habrá ido la fulanita a misa?”, en fin comentarios nunca faltaban en la larga tertulia de las tardes, sobre todo cuando mediaba un cafecito “colado”, como debe ser, acompañado de galletas hechas en casa o de unas empanadas de las que hacía la Gloria.
Por alguna extraña razón, los domingos en la tarde nunca íbamos a la “sequia” (así se le llama a los canales de riego, por donde corre el agua que se usa para regar los campos (milpas) sembrados con el forraje que come el ganado en las temporadas más secas del año). Si todas las tardes de verano era maravilloso pasarse las horas tirándose clavados a la sequia no logro explicarme porqué no hacía eso en las largas y aburridas tardes de domingo veraniegas. Aunque ahora que lo pienso ese día “domingueábamos”, es decir, nos poníamos los mejores trapos desde la mañana y pues supongo que había que pasar bien arreglados mínimo hasta la puesta del sol. Yo no tenía dificultades para cumplir con ese ritual porque siempre he gustado de andar bien arreglado (cualquier cosa que eso signifique para mí, que no es cosa clara ni tiene nada que ver con los estándares de GQ). De hecho, en todas las fotos de niño salgo con los botones abrochados hasta el cuello, bien fajado y, por supuesto, con mis correspondientes “choclos”, c’est-à-dire, zapatos de vestir. Mis hermanos se burlaban de mí por andar siempre así, pero yo creía que me veía más bonito, lo cual visto en retrospectiva me resulta completamente falso. Pero ya no importa, mis dogmas infantiles me facilitaban mucho las cosas: yo me sentía soñado y no había manera de que me convencieran que “patético” era un adjetivo que me describía mejor. También se burlaban mis hermanos de mi acostumbrada “pachuca” que era el nombre asignado al copete que me hacía cuando me peinaba, de lado, por supuesto… puesto que para no parecerme a Benito Juárez, alzaba tremenda cresta que de no ser por los escandalosos copetes y peinados que imperaron en la imperdonable década de los ochentas, hubiera sido digno de llamar la atención de alguna revista que retrate el mal gusto. El caso es que yo no podía salir de la casa si no me había alzado la “pachuca” a alturas insospechadas. Pues si mi copete semanal era de llamar la atención, quiero pensar que el dominical era tantito peor, y la opción de irse a bañar en el agua turbia que regaba las milpas justo después de haber sido el paradisíaco hábitat de los niños huasabeños era impensable, incompatible con la inexpugnable lógica de la sofisticación huasabeña. Ahora los recuerdos se agolpan en mi cabeza tratando de responder porqué me resulta absurdo cuando me preguntan si no me aburría en Huásabas. Y no veo mucho caso en responder de manera irrefutable a esa pregunta. Tengo conmigo las memorias que me confirman mi sospecha. “L’enfance, qui peut nous dire quand c’est fini?” – dice una canción de Jacques Brel. Para mí la respuesta es muy sencilla: terminó cuando salí de mi sucursal del paraíso.

1 comentario:

Dalia dijo...

Soberbia tu nueva entrada de tus domingos en Huasabás. Cada día me gusta más tu blog. Realmente disfruto leyéndolo.
Un saludo
Dalia