A Mariana le gustaba mucho buscar en los rincones. En ellos encontraba cosas que jamás pudo explicarse cómo llegaban ahí, a las esquinas de aquella casa vieja que olía un poco a humedad. Como le daban cierta tranquilidad, ocasionalmente terminaba sentada ahí por largos ratos, tratando de poner su mente en blanco, perdiendo su mirada en el más cercano de los infinitos para no ver nada al tratar de ver todo. Terminó por darse cuenta de que no era el acto de buscar objetos lo que la atraía a esos lugares, sino un fuerte deseo de estar en ellos.
El suelo de las esquinas era el que le parecía el más fresco de todos, porque ahí daba vuelta el viento. Llegaban las frágiles corrientes de aire que se podían formar en la casona de adobe con grandes arcos rodeando el jardín central y se llevaban lo que ella creía que eran pedazos de malos espíritus y que yo simplemente creo que eran los cabellos y células muertas que perdían ella y su familia. Pero no era el viento ni la temperatura lo que la hacía quererlos, era la sensación de estar lejos de lo demás y de los demás. Eran su trinchera ante un mundo al que no se sentía atraída.
En los rincones insalubres y putrefactos de la despensa que se usaba como bodega se sentía más tranquila que en la amplia biblioteca donde su padre casi ciego le pedía que le leyera por horas las historias de detectives y de crímenes policiacos. Se creía más protegida en la abnegación de un rincón que sentada al piano de la sala en el que su madre la obligaba a practicar al menos dos horas por día.
Hasta que un buen día, cuando todo estaba listo para que se casara con el muchacho que la llamaba en sus cartas "el amor de su vida", se fue a su rincón preferido, el que estaba junto al ropero de la última recámara, la de la esquina, y ahí se puso a llorar. Tenía en sus manos una muñeca de trapo que desde niña la había acompañado en la esquina de su habitación. Peinaba a la muñeca como si la vida le fuera en ello, la peinaba y lloraba amargamente mientras los hombres con batas blancas trataban de levantarla sin lastimarla.
Se encerró Mariana en el más oculto de sus rincones, uno que estaba en su propia mente y al que nadie pudo jamás llegar a levantarla. Locura le llamarán tal vez algunos, pero ella le llamaba rincones, esquinas, guaridas. Los suyos sean tal vez más estrechos que los nuestros, pero tanto ella como nosotros vivimos moviéndonos de un lado a otro entre esos ángulos agudos y obtusos que son nuestros refugios.
domingo, noviembre 29, 2009
domingo, noviembre 22, 2009
De graduaciones anticipadas...
Hace muchos años estudiar en el Instituto Matías Romero de formación diplomática era una ilusión. Tal cual, un sueño con un halo de verosimilitud pero sueño al fin. Pensar que algún día podría estar ahí desencadenaba mi obsesión por construir proyectos y castillos en el aire, costumbre que tengo muy arraigada en mis ratos de ocio. Este viernes que pasó (porque el otro "este viernes", el que viene, no me da todavía nada qué contar) fue el último día del curso que tomamos mis compañeros de generación y yo, como parte de una ambigua tercera etapa del concurso de ingreso al Servicio Exterior Mexicano.
Ya lo sabía yo desde antes que ése era el último día, pero no me había preparado. La nostalgia, como deben de saber los que leen este blog, es una de mis características definitorias. Hace algunos años ya lo había escrito: voy por la vida dejando pedacitos de corazón (y últimamente de hígado, cabe anotar). Volver a la escuelita me hizo una persona muy feliz. No que no tuviera de qué quejarme porque, vamos, la vida es bella pero no justa; pero ha sido una delicia volver a estar en un excelente grupo, compartiendo impresiones, decepciones, alusiones, cansancio y risas informales.
Digo que no me había preparado lo suficiente y lo noté desde que llegué a la primera clase del último día, porque mi atuendo no estaba a la altura de las circunstancias. Los compañeros iban elegantemente ataviados y yo con una camisa rosa-tornasol con la que al moverme me veía brillosito. Había querido aprovechar que se acababan los felices tiempos de vestimenta casual y que desde hoy empieza la formal, el mocasín, la corbata, el traje a rayas. Pero el viernes era un día para celebrar, habíamos ordenado unas tortas de la fonda de la Abuela para acompañar un vino de honor que nos ofrecía el Instituto. La torta no es, sin duda, ningún caviar beluga, pero eran muy especiales porque fueron preparadas por la Abuela, la encantadora señora de la colonia Guerrero que con su hermosa sonrisa de no muchos dientes nos ofrecía sus económicas delicias casi cada día.
Cuando nos tomamos la foto en las escalinatas del Instituto, hasta me pareció que nos veíamos guapos. Claro, era una especie de nostalgia anticipada que suele hacer mella de la severidad de los estándares estéticos tradicionales. Y ahí mismo se gestó el plan de festejar "the end of an era". Hubo por ahí alguna opción adicional a festejarlo en mi casa, pero se impuso el recorte presupuestal y la pertinencia de un esquema de convivencia de colisiones constantes, así que la colectividad decidió en medio del caos que era bueno meter a decenas de personas en el departamento que está enseguida del de mis molestos vecinos, o sea, en el mío.
Fue una fiesta muy divertida por muchas razones, la principal es que los ahí presentes estábamos auténticamente contentos. Otra poderosa razón: es prácticamente imposible que una reunión de más de sesenta personas en un espacio moderado, repleto de bebidas espirituosas y varios iPods con hartos GigaBytes de música, no sea garantía de éxito lúdico. Además, hubo premiaciones en distintas categorías y yo me hice acreedor a la de "mejor anfitrión", en la que era el único nominado. El premio mayor era el Ferrero Rocher de oro -el chocolate de los embajadores- pero no se habían definido con antelación las reglas para conseguirlo, así que se pospuso su entrega para cuando oficialmente tengamos el nombramiento como diplomáticos mexicanos -en unos tres meses, si Dios (y algunos otros nombres que prefiero no mencionar) no disponen otra cosa-.
Se acabó todo en perfectas condiciones, no se quebró ninguna copa, no mataron a ninguna de mis plantas -bueno, eso fue porque yo mismo lo hice hace varios meses- y el portero nunca llamó para callarnos. Un fin de semana tranquilo marcó el puente entre el Instituto Matías Romero de formación diplomática y una vuelta a la burocracia del Estado mexicano, a la cual voy con otras tantas ilusiones, proyectos y castillos en el aire.
Ya lo sabía yo desde antes que ése era el último día, pero no me había preparado. La nostalgia, como deben de saber los que leen este blog, es una de mis características definitorias. Hace algunos años ya lo había escrito: voy por la vida dejando pedacitos de corazón (y últimamente de hígado, cabe anotar). Volver a la escuelita me hizo una persona muy feliz. No que no tuviera de qué quejarme porque, vamos, la vida es bella pero no justa; pero ha sido una delicia volver a estar en un excelente grupo, compartiendo impresiones, decepciones, alusiones, cansancio y risas informales.
Digo que no me había preparado lo suficiente y lo noté desde que llegué a la primera clase del último día, porque mi atuendo no estaba a la altura de las circunstancias. Los compañeros iban elegantemente ataviados y yo con una camisa rosa-tornasol con la que al moverme me veía brillosito. Había querido aprovechar que se acababan los felices tiempos de vestimenta casual y que desde hoy empieza la formal, el mocasín, la corbata, el traje a rayas. Pero el viernes era un día para celebrar, habíamos ordenado unas tortas de la fonda de la Abuela para acompañar un vino de honor que nos ofrecía el Instituto. La torta no es, sin duda, ningún caviar beluga, pero eran muy especiales porque fueron preparadas por la Abuela, la encantadora señora de la colonia Guerrero que con su hermosa sonrisa de no muchos dientes nos ofrecía sus económicas delicias casi cada día.
Cuando nos tomamos la foto en las escalinatas del Instituto, hasta me pareció que nos veíamos guapos. Claro, era una especie de nostalgia anticipada que suele hacer mella de la severidad de los estándares estéticos tradicionales. Y ahí mismo se gestó el plan de festejar "the end of an era". Hubo por ahí alguna opción adicional a festejarlo en mi casa, pero se impuso el recorte presupuestal y la pertinencia de un esquema de convivencia de colisiones constantes, así que la colectividad decidió en medio del caos que era bueno meter a decenas de personas en el departamento que está enseguida del de mis molestos vecinos, o sea, en el mío.
Fue una fiesta muy divertida por muchas razones, la principal es que los ahí presentes estábamos auténticamente contentos. Otra poderosa razón: es prácticamente imposible que una reunión de más de sesenta personas en un espacio moderado, repleto de bebidas espirituosas y varios iPods con hartos GigaBytes de música, no sea garantía de éxito lúdico. Además, hubo premiaciones en distintas categorías y yo me hice acreedor a la de "mejor anfitrión", en la que era el único nominado. El premio mayor era el Ferrero Rocher de oro -el chocolate de los embajadores- pero no se habían definido con antelación las reglas para conseguirlo, así que se pospuso su entrega para cuando oficialmente tengamos el nombramiento como diplomáticos mexicanos -en unos tres meses, si Dios (y algunos otros nombres que prefiero no mencionar) no disponen otra cosa-.
Se acabó todo en perfectas condiciones, no se quebró ninguna copa, no mataron a ninguna de mis plantas -bueno, eso fue porque yo mismo lo hice hace varios meses- y el portero nunca llamó para callarnos. Un fin de semana tranquilo marcó el puente entre el Instituto Matías Romero de formación diplomática y una vuelta a la burocracia del Estado mexicano, a la cual voy con otras tantas ilusiones, proyectos y castillos en el aire.
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